jueves, 6 de marzo de 2014

Sobrevivir a la muerte (de un padre)

Cuesta sobrevivir a la muerte. Es lo único que sé. La única certeza que tengo, dos años después de que te fueras, papá. Lo demás todo son dudas. ¿A donde te fuiste? ¿Donde ubico tu presencia de tantos años ahora que no estás? ¿Qué supone esta dualidad vida/muerte que nos hace tan fugaces? ¿Donde sitúo en mi mundo racional la irracionalidad que supone que alguien, en tan poco tiempo, dejara de ser?

Ciertamente nuestra mente no está preparada para asumir la desaparición de alguien. Menos de quien nos acompañó desde el momento en que nacimos. Es algo así como negarse a la negación. Sé que mi dolor es simple y llanamente un acto de posesión. Pero no querer tenerte al lado sería tan absurdo como decir que no te sigo pensando y queriendo.

A veces creo que tengo más dudas hoy que los meses posteriores a que te fueras, cuando intenté asimilar que la vida es así de caprichosa y a veces nos quita a las personas. Cuando defendía la idea de que, a pesar de haberte ido pronto, habías sido feliz. De que habías vivido la vida intensa que siempre quisiste. De que tu gobernaste tus días y no al revés. De que tuviste éxito en lo que quisiste. Y sentías esa felicidad.

Una parte de mi sigue creyéndolo. Sólo que ahora, aún cuando sé que no debería, actúo de forma egoísta. Quizás porque quisiera poderte contar cosas. Porque quisiera que estuvieras al otro lado del teléfono cuando llamo a casa.

Porque quisiera poderte explicar todo lo que vivo en esta nueva vida. En esta otra experiencia. Y sé que me preguntarías por todas aquellas cosas que sólo podrías ver a través de mis ojos. Y me escucharías atentamente. Y esperarías a que te lo contara en persona en la próxima visita a casa.

Soy egoísta también porque quisiera que me vieras feliz. En esta felicidad adquirida después de mucho tiempo. “No puede ser fácil el camino”, me dijiste una vez. Ciertamente no lo fue durante muchos meses. Pero de nuevo, como siempre termina pasando, todo tiene sentido de nuevo. Regresa la alegría, la motivación, los retos, las descubiertas. Volvemos a creer. Volvemos a ilusionarnos.

Y este es el consuelo. Saber que aunque no estés, aunque no sepa dónde buscarte, la vida, papá, no me va mal. Pero te extraño. Confieso que te extraño y que a veces me enfado. Y me pregunto si es normal negarme hoy más que ayer a que no estés. Serán cosas de la vida, como el nacer y el morir. Tan raras. Tan difíciles de explicar. Tan inalcanzables a la lógica.

¿Lo contradictorio? Que una vez más vuelvo a escribir cuando necesito hablarte a ti. De alguna forma las palabras que te escribo me desbloquean. Y sé que a partir de aquí podré escribir de nuevo. Como si al compartir el dolor, lograra que se fuera.

No necesito decirte más. Te quiero. Por tus valores. Por la energía con la que empezabas cada día. Por haberle dado alas a cada uno de mis sueños. Por haberme recordarme siempre que lo importante requiere esfuerzo.

Por haber luchado siempre por aquello en lo que creías. Por haber dejado a una familia unida. Por habernos enseñado a querer. Y porque, aunque a veces lo negara, me identifiqué siempre en tu rebeldía.

Estás en mi, papá. Hoy y siempre.

Tegucigalpa, 6/3/2014

viernes, 12 de julio de 2013

Las alegrías

La alegría es que sucedan cosas. Que nos rodeen personas. Mirar un día alrededor y darse cuenta que todos esos papeles que recoges significan momentos vividos. Que cada café que compartes hoy es con un nuevo alguien que ayer desconocías. La alegría es querer. A nuevas personas a las que hace unos meses nos separaban miles de kilómetros.

La alegría es descubrir que alguna magia llamada casualidad hace que en cada lugar aparezcan nuevos cómplices. Con los que empezarás un día compartiendo banalidades y a los que terminarás cediendo una parte de tu vida. Porque cada vez que queremos dejamos una parte de nosotros en ellos. Los amigos. Para que nos ayuden a hacer el camino más transitable. Para que se puedan llevar un fragmento de nuestra tristeza cuando ésta asoma. Para multiplicar las felicidades.

La alegría es reírse cada vez que suelta una de sus míticas frases en pleno estado de indignación. Compartir sus  Belicidades.  Verle hablar de ciudades bipolares. Sentirse identificadísima con esa necesidad de crear. Escucharle leer como un texto casi al azar te describe perfectamente. Pasar horas al lado de una piscina. Descubrir nuevas naturalezas con la bicicleta. Compartir las angustias de los que siguen viviendo lejos. Leer poemas sobre esa necesidad infame de romper la rutina. Compartir almuerzos.

La alegría es bailar bachata. Y que te hagan volar. Dejarse ir.  Ver como otros bailan. Observar los nuevos amigos. Darse cuenta que todos tenemos la misma necesidad de sentirnos queridos, de pertenecer, de crear momentos-esencia. La alegría es comer gazpacho en el piso de alguien a quien en breve despedirás. Y hablar de cómo los esfuerzos iniciales por rodearte de amigos se convierte de repente en esa naturalidad-fascinación de querer pasar tiempo con ellos.

La alegría es usar una piscina prestada para abrir latas de cerveza. Y sentir que aunque pasen las horas, no pasa el tiempo. Observar como los minutos pueden llegar a pararse. Para regalarnos eternidades que compensan los momentos no-vividos, no-sentidos.

La alegría es reconocer espacios que un día te eran extraños. Ir caminando al trabajo bajo un cielo azul. Crear la rutina de tomar café con cómplices de países distintos con quien vives instantes/vidas muy parecidas.  Y sentir que en esos veinte minutos diarios te regalas cada día un pedazo más de intimidad. La alegría es comer sentado en el césped. Escapar de las paredes que te impiden ver la luz del sol. Y luego tumbarte. Olvidando por un rato que extrañas enormemente el terreno. Que te sientes muy hecha para contar historias.

La alegría es que empiece a llover una noche mientras comes en un parque. Y que no te importe. Compartir canciones con mucho sentimiento. Comer empanadas cerca de Dupont cuando recién empezaba el verano. Debatir sobre las vidas-pensamientos inocentes que escogimos dejar atrás, verle debatir la conveniencia de esa pareja. Tomar vino y luego ver una película. Y observar cómo se va unas horas más tarde ebrio de vino. Ebrio de palabras. Ebrio, quizás también, de libertad.

La alegría es ver el mar después de muchos meses. Dejar la toalla en la arena y correr al mar. Bañarse. Sumergirte en bares y escuchar las historias de amor de alguien a quien conociste en otro país y reencontraste aquí. Apreciar las maravillas de mundos/personas que se cruzan. Leerle tus textos a alguien. Dejar que lea algunos fragmentos en voz alta. Mostrarle fotos de otros pasados. Otros cómplices. Otras vidas.

La alegría es sentir renacer la creatividad. Y cuestionarte. Cuestionar todo. Y sonreír. Darte cuenta que puedes hacerte creer que tu mundo está en el más absoluto orden. O asumir que vivimos en un continuo caos. Y seguir con la sonrisa intacta. Consciente de que nada es tan definitivo. De que no existen las realidades. Sino las decisiones asumidas como verdades.

Tener claro que la confusión no tiene porqué significar desequilibrio. Que podemos dejarnos ir también en las dudas. Reencontrarnos en el análisis sin castigo. En el pensamiento sin barreras. Que te permite ir más allá de las certezas. Escribir. Fotografiar instantes. Plasmar reflexiones. Inmortalizar momentos. Crear. Mirar hacia adentro. No temer.

La alegría es sentarse en la terraza una noche de viernes y dejar que pasen los minutos. Disfrutar la soledad mientras sabes que otros bailan, otros beben, otros se dejan querer. Otros tienen la vida mucho más encauzada. Y sentir paz. Sabiéndote en el lugar adecuado. Aun cuando estás en medio de un no-futuro, de una indefinición. Una vida no trazada.

Las alegrías no son felicidades. Son más cortas, menos profundas, más etéreas. Pero si logras crear muchas y las unes, una tras otra, verás que puedes formar fragmentos de fe-li-ci-da-des.  Que pueden llegar a parecerse a la felicidad. Y descubrirás que aprendiste, por momentos, a cerrar los ojos, respirar y dejar de juzgarte.

Estamos vivos.

"Las cosas no valen por el tiempo que duran, sino por las huellas que dejan" 

Washington, 12 de julio de 2013

sábado, 6 de julio de 2013

Las vidas no vividas

Escogemos, es parte de la inteligencia. Y al hacerlo dejamos atrás otras vidas. Las miles de vidas que hubiéramos podido vivir. Escogemos por los demás, también, cada vez que cerramos la puerta a un país, a una amistad, a un amor. Tanto como nos las cierran a nosotros. Nos cierra puertas la muerte. La negación por excelencia.

Pero también las personas. Al influir en nuestras decisiones para que tomemos un camino y no otro. La opción vivida se lleva el premio de convertirse en presente. Las otras las honraremos con la imaginación. Se acumularán en un lugar de nuestra mente donde quedarán todas las vidas que pudimos vivir y que nunca fueron.

No hay vidas perfectas. Hay momentos perfectos. A veces llegan porque los buscamos, vimos que asomaba una circunstancia-momento-situación exquisita y tiramos de ella. Absorbemos todo su aroma porque sabemos que estamos necesitados de instantes mágicos. Porque ya aprendimos que mañana recordaremos lo vivido. 

Otras veces escogemos el silencio. Huimos del ruido de las ciudades y nos encerramos en mundos interiores. Nos recogemos. Vividos desde otra intensidad. Mucho más interior. Más reflexiva. Más impregnada de nosotros y menos de ellos, los que forman parte de nuestra vida. Son, por igual, momentos mágicos.

Sin unos los otros no tendrían sentido. Sin la duda no tendríamos que enfrentarnos a nosotros. Sin enfrentamiento no creceríamos. Sin crecer, sin temblar, sin dudar, sin llorar, sin reir no existirían las sensaciones. Y sin sensaciones no habría vida.

Dudo. Medito. Crezco. Recuerdo. Proyecto. Vuelvo a dudar. Decido. Quiero. Elijo. Sueño. Dibujo mundos. Borro certezas. Abro paso a los quizás. Comparto. Acepto. Me interrogo. Cierro etapas. Abro futuros. Y al hacerlo, sigo dudando, pero sigo viviendo.

“Rechazo las certezas, las tribus, los rebaños, los comisarios políticos, los cardenales. Me encantan las dudas”, Ramon Lobo. 

Washington, 6 de julio 2013

lunes, 24 de junio de 2013

Supongamos (que se pueden cerrar las heridas)

Supongamos que hay un día que hay que romper el bloqueo. Atreverse a teclear de nuevo más allá de los muros. Abrir la hoja en blanco. Dejar volar las letras. Reencontrarse. Afrontar el miedo a ser.
Supongamos que es verano, que ha pasado mucho tiempo desde que lo hiciste por última vez. Que no sabes muy bien qué rumbo cogerán las palabras. Que desconoces lo que quieres decir. Que quizás no te preocupe mucho hacia donde quieran ir las frases.

Supongamos que existen mundos muy oscuros, que hace mucho se instalaron dentro de ti. Agujeros profundos donde ni siquiera se puede ver el horizonte.Y que durante tiempo, mucho tiempo, no distinguiste los amaneceres de las noches. Supongamos que exista la tristeza. Que la negaste. Que viviste durante años en el lado/cerebro de las emociones donde nada malo puede suceder. En una permanente primavera que creíste una forma de ser. Hasta que la forma se hizo realidad.

Y la realidad no fue la vida sino la muerte. Supongamos que existe el morir. Aunque no logras entenderlo. Aunque sigas interrogándote. Si no entiendes, no puedes asumir (creíste). Decides no sentir. Te encierras. Supongamos que es posible cerrar las puertas a la vida. Y volverse gris. Dejarse invadir solo por la racional. Viviremos de acuerdo a las normas, asumiste. Supongamos que pudiste. ¿Se puede? Deberás. Porque sólo ahí, en ese estado, no se siente. No hay dolor.

Supongamos que mataste las sensaciones. ¿Muertas? Escondidas. Tiempo, mucho tiempo. Los meses suficientes para creerte que estamos hechos para sobrevivir. Que impera el hacer, no el ser. Que hay momentos en que manda el deber. Supongamos que existen instantes en que creíste haber ahogado tu creer. Que ni siquiera te diste cuenta de la traición. Que instalaste en la balanza de la vida lo que convenía a falta de lo escogido, lo deseado.

Supongamos que ninguna traición dura eternamente. Que ningún muro es tan alto como para asfixiar lo innato. Que decidiste coger un avión. Y caminaste día a día para reencontrarte. Que instalaste la foto de papá en un sitio donde pudieras recordarte que heredaste su energía. Que pasaste momentos duros. Que extrañaste/extrañas a los tuyos. Las caricias. Los abrazos de los que quedamos. Que lloraste. Echándolo profundamente de menos al año de haberlo perdido. Supongamos que ese mismo día nació también la vida. Otra vida. El perdón por haberse ido. Te llevo dentro. Lo he sentido cada uno de los días de todos los caminos que he emprendido desde ese 6 de marzo.

Supongamos que puede aceptarse la muerte sin ni siquiera haber entendido una décima parte de lo que supone la absurda idea de no volver a verte. Supongamos que se puede aprender a vivir sin ti aún cuando nadie nos haya dado instrucciones para ello. Que se puede ir rompiendo la tristeza en el momento preciso en que afrontamos de nuevo el sueño/realidad de regresar a los ideales. Supongamos que no es utopía que la edad no tiene por qué oxidar los sueños. Que los juegos de palabras pueden convivir con la razón. 

Que podemos bailar también al son del equilibrio. Encontrando nuevas formas de paz. Viviendo dejándonos ir. Pero sin dejar que otros escapen. Queriendo con razón. Amando la vida sin saltarnos los marcos que elegimos. Siendo. No ejerciendo. Tejiendo nuevas alegrías. Encontrando nuevos amigos. Supongamos que no te he podido escribir durante mucho tiempo más que brevedades. Y que hoy que puedo te doy gracias por la vida que dejaste en mí. Por permitirse ser. Por llenarme de energía. Supongamos que puedo escribir a la vida cuando sigo llorando la muerte. Pero desde otro rincón. Desde otros abismos.

Supongamos que después de mucho tiempo, de saberlo pero no sentirlo, me di cuenta que el problema no es la muerte, sino la ausencia de vida.

*Supongamos que escribirte me hace más libre.

Washington, 24 de junio de 2013. Tu día. Mi lugar

lunes, 5 de septiembre de 2011

Pequeños grandes placeres


Era la segunda vez que le veía. Pero desde el primer café supe que le volvería a ver. La complicidad tiene esas cosas, te chiva siempre al oído el camino del porvenir. Y al ser enemiga de la edad, logra a la vez ejercer de puente.

Con los cómplices no existen los años, ni las diferencias culturales, ni los silencios, ni el tiempo, que suele marcar el ritmo de las relaciones. Con los cómplices todo se acelera. Y a la vez, todo puede desvanecerse muy rápido. Porque precisamente al ser cómplices no llevan consigo las redes del compromiso. Y tal y como vinieron, pueden irse. Dejando detrás el recuerdo de días o momentos especiales. Sólo eso. Tanto eso.

Domingo fue uno de esos días. Martín me recogió a las 10. Habíamos intercambiado un café y unos mails. Deseábamos repetir encuentro pero era fin de semana. Y algo en esta época de mi vida me impide permanecer en el mismo sitio los fines de semana. Necesito volar. Siempre lo necesité. Quizás ahora, cuando gran parte del trabajo se ejecuta desde casa, la necesidad de moverse sea más fuerte todavía.

Por eso, le propuse una “excursión”. Asumí el riesgo de las corrientes que no fluyen. De las incomodidades que ello conlleva. Solo ligeramente. Porque al imaginarme la salida para nada intuía que algo fuera a resultar difícil. No lo fue. En ningún momento y a pesar de la diferencia de edad.

Recorrimos el tramo entre Lleida y Sitges enredados en palabras. Sumergidos en debates profundos y a la vez relajantes. Hay tanto qué decirse cuando no se ha dicho nunca antes nada y se cree poder comprender tanto del otro. Hablamos y hablamos.
Solo una imagen, robada al horizonte, interrumpió la conversación:

- Al menos ya has visto el mar, me dijo –consciente de la importancia que ese espacio tiene para mí.

No dije nada, solo suspiré. Pequeños grandes placeres.

Luego llegó la cerveza delante del mar. Luego más palabras. Luego una paella. De postre, tarta de chocolate. Luego más palabras. Más debate. Menos secretos. Más facilidades. Luego el paseo en una playa abarrotada donde solo la tranquilidad interior podía alejarte de las masas. Luego la serena observación del mar. En silencio, sin que ello supusiera una incomodidad.

De regreso leí. Como si fuera la más natural de las acciones aún acompañada. Abrí el dominical que había comprado por la mañana y me sumergí en un fantástico reportaje sobre la especulación de las materias primas. Fuera, el día iba muriendo a medida que avanzábamos. El sol nos regalaba a cada minuto mejores tonalidades.

Asomaban los molinos de viento que tanto impactan cuando se cruza esa zona ya cerca de casa. El aire olía a fin de verano. Los pueblos perdidos de esos pequeños valles recordaban a postales. Respiraba serenidad. Había llegado al final de un día de consecutivos pequeños grandes placeres.

No ha sido el primero de este verano. Tan curioso. Tan repleto de sorpresas. Tan sereno. Tan vivido.

PS: Con Martín no hubo besos, ni abrazos. Ni tan siquiera el más mínimo asomo sexual. Los cómplices tienen eso también. A veces son amantes. A veces son grandes amigos.

“Procura que tus placeres sean múltiples y combina los que te recompensan a corto plazo con los que lo hacen a largo plazo”, Manuel Mas-Bagà.

domingo, 28 de agosto de 2011

Sucesión de afectos

Ray había alcanzado ese momento de la vida en que todo, lo bueno y lo malo, se lee desde el prisma de la distancia. Ese instante en que lo tenue sustituye lo pasional. Una época que pertenece a la experiencia, desde cuya atalaya es más fácil vislumbrar los errores y los aciertos.

Había escuchado que a muchos esa lucidez les llega cerca de los cincuenta años. Él tenía treinta pero extrañas circunstancias lo habían curtido en el arte de vivir. Gozaba del privilegio de saber qué quería. Tenía un buen trabajo, amplios círculos de amigos, el afecto de muchos, algunos viajes en la maleta, retos para alimentar el presente.

Magma era su equivalente en femenino. Había llegado al mismo puerto tras cruzar océanos distintos. Su vida había sido intensa. Cargaba con dos muertes. Y un pasado de largos peregrinajes. Algunos recorridos por vocación. Otros por esa necesidad inherente al ser humano de seguir luchando.

Había sido la más pasional de las hijas de Gringen, ese pequeño país escondido entre las montañas de Ungen, al norte del continente africano. Vivió allí toda su infancia hasta que el persistente recuerdo de los muertos la obligó a migrar. Aterrizó en Kadime justo un año después de perder a sus padres.

A diferencia de tantos que la habían precedido, la adaptación no fue difícil para Magma. Sintió desde el principio que debía estar allí. Quizá por ello llevó tan bien las primeras noches en la intemperie. Era verano. Las calles almacenaban de día el calor necesario para cubrirla de noche. Esa calidez, aún cuando emergía del asfalto, y la sensación de certeza, constituían el mejor somnífero.

A veces, cuando despuntaba el amanecer, sentía cercanas las miradas de algunos habitantes. Sabía que era momento de despertarse. Lo hacía sonriendo, consciente de lo satírico de vivir bajo la más absoluta normalidad eventos para otros absurdos. Pasó así algunas noches hasta que un día, mientras recorría la ciudad, encontró una puerta abierta. La misma curiosidad que había guiado casi todas las acciones la empujó a entrar.

Asomó la mirada entre espacios oscuros. Caminó lenta pero segura hasta cruzar el pasillo que daba a un comedor. No había nadie. Siguió recorriendo todas las habitaciones hasta descubrir que alguien debió de haberse ido corriendo de aquel lugar. Sobre la mesa figuraba el nombre de un hotel de una ciudad que desconocía. Debajo, las iniciales de un vuelo de la misma compañía que la había traído a ese continente.

Entendió que la partida debió de haber sido hacía pocos minutos. Siguió explorando rincones hasta regresar al comedor. Algo había en esa habitación que la retenía. Se tumbó al sofá, y cerró los ojos para intentar percibir qué era. Su madre le había enseñado a visualizar sensaciones en forma de animales. En su mundo cada ser simbolizaba una sensación. Interpretarlas había sido la clave de los habitantes de Gringen durante años.

Cuando se despertó habían pasado varias horas. Fuera estaba oscureciendo, así que decidió quedarse a pasar la noche. El día siguiente utilizó algunos billetes que había en la cocina para salir a comprar. Por la tarde recorrió algunos negocios en búsqueda de trabajo. Al tercer día lo encontró en uno de los restaurantes de la ciudad. El propietario era un argentino que había visitado Gringen. Cuando le preguntó donde vivía solo obtuvo de ella una sonrisa.

Transcurrieron así varios días, así que de repente una noche Ray regresó de su viaje. Cuando abrió la puerta Magma yacía dormida en el sofá. La vio tan solo entrar en el comedor. Se quedó mirándola unos minutos, luego se sentó a su lado y prendió el televisor. A los pocos minutos el sonido de fondo la despertó.
No se asustó al verle. Se movió despacio, le miró a los ojos y le dijo:

- ¿Qué tal el viaje?
- Bien, más cansado de lo que esperaba debido al retraso desde Zelad pero bien.
- Me alegro, ¿quieres comer algo?
- No gracias, nos sirvieron varias veces en el avión


Dicho esto se volvieron a mirar el televisor. Era tarde y pasaban una de esas películas que han recorrido las pantallas del mismo canal decenas de veces. El viaje había agotado a Ray, así que transcurridos diez minutos, se acercó a Magma, la besó en la mejilla y le dio las buenas noches. Ella iría después.

Al día siguiente desayunaron juntos. Él le preparó café. Ella le acarició con una sonrisa. No volvieron a encontrarse hasta la noche cuando de nuevo comieron juntos. Luego se sentaron, como ayer pero como por primera vez, a ver una película. Los brazos de él rodearon los de ella durante largo rato. Hasta que el sueño los venció y se acostaron,

Sucedió así durante veinte días sin que él le llegara a preguntar nunca nada. Las caricias dieron lugar a los besos y los cuidados. La mirada entre ellos no había cambiado. La envolvía la misma seguridad que el primer día. La misma serenidad. Esa extraña convicción que ampara el presente.

A las tres semanas de su primer encuentro hicieron el amor. Nunca estuvo escrito. Nunca fue lo importante en esa secuencia de afectos. Nunca lo intuyeron inmediato. Llegó, como todo lo demás, como la más normal de las cosas. Como ese encuentro, como tantas de las cosas que suceden sin que lleguemos a analizarlas.

El sabor del deseo les llevó a más. La pasión se entrelazó con la ternura hasta tejer días perfectos. No conocían el futuro. No hablaban de pasados desconocidos. No pronunciaban palabras que pudieran dañar al otro. Cada mañana, al levantarse, se regalaban la misma mirada que un día les convirtió en cómplices.

Pasaron los años. No tuvieron niños. No los vieron discutir jamás. No les conocieron malas palabras. Todavía hoy, al caminar por la plaza de Kadime, se les puede ver recorriendo el parque. Observando los nidos de pájaros. Sentándose a compartir lecturas. Mirando a través de las aguas de la fuente central. Enlazando la misma mirada cómplice. Fluyendo a través de días sin tiempo, de presentes sin mañanas, de intuitivos afectos...Conscientes del privilegio de saberse distintos.

“Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante". El Principito

lunes, 8 de agosto de 2011

Voces desde la consciencia

“Lo malo de la experiencia es que es enemiga de la espontaneidad y del arrojo”. Así de contundente lo escribía. Así de convincente abría ese día su post Laura Llo (www.laurallo.com). Era una más de sus reflexiones en voz alta acerca del difícil arte de amar. Otro excelente análisis de aquello sin lo que no podemos vivir. Pero que a la vez ya no dejamos que nos enturbie la mirada.

Nos hicimos mayores. Crecimos. Nos volvimos menos espontáneos, sí. Más cautos, puede ser. Más perversos con el dolor, al que cerramos la puerta en cuanto se atreve simplemente a asomar su mirada. No hay espacio para ti. En ningún ámbito de la vida. Pero menos. Y especialmente. En el amor.

Ya vivimos nuestra bohemia. Ya nos enamoramos de poetas. Ya hicimos el amor bajo las estrellas. Ya le rogamos a lo imposible que nos regalara algunos fragmentos de vida. Algunas horas con él. Una tarde de pasión. Una noche inesperada. Unas palabras que nos seducen doble porque les amamos a ellos y amamos las letras.

Ya nos quedamos horas frente a una terraza mirando un mar tan perdido como nuestro deseo. Ya peleamos contra lo prohibido. Ya le dimos una oportunidad a la distancia. Ya volvimos a empezar. Y erramos al hacerlo por querer vivir cerca todo aquello que hasta entonces había estado lejos.

Y volvimos a equivocarnos. Por cerrar las puertas, entonces, a la realidad solo con la condición de sentir. Sentir sin hacerle caso a las señales de alerta. Sentir por el simple derecho a sentir. Por la necesidad de cosquilleo. Y engañarnos, de nuevo, solo porque nos convenía a nosotros. Él nunca nos ofreció un futuro. Porque era y es un adicto a las mentiras. Y aún sabiéndolo, lo toleramos.

Ya intentamos comprenderles. Ya logramos desengancharnos de esa nuestra necesidad de amar músicos. Ya entendimos que no es suficiente la fascinación por vuestro mundo. Que no nos sirven las partituras vacías de contenido. Que exigimos música, sí. Pero si nos regaláis sinceridad tiraremos al mar las demás composiciones. Y escogeremos, con seguridad, cantos menos sonoros pero más reales.

Ya nos enamoramos de falsos vientos. De falsas promesas. Y así llegamos hasta hoy. A este presente de increíble lucidez, desde donde podemos mirar al pasado y recordar, con una sonrisa, momentos compartidos. Pero sin ninguna... ninguna pizca de nostalgia. Conscientes de que hay amores que solo se viven a cierta edad. Cuando la inocencia nos permite todavía asociar amor con sufrimiento. Cuando la intensidad nos abruma porque llega a pequeñas dosis.

Ya crecimos. Ya maduramos. Ya logramos el deseado equilibrio. De saber que se puede querer y no poseer. Que se debe luchar y no por ello entregarse. Que no sirve perderse entre un mar de sentimientos. Que es mejor navegar juntos entre espacios de libertad. Que la entrega solo tiene sentido cuando es compartida. Y que tan solo sobre bases firmes se construyen relaciones duraderas.

“Lo malo de la experiencia es que es enemiga de la espontaneidad". Sí. Lo bueno... Lo bueno es que nos sopla aquello que de verdad necesitamos. Y sobre todo... aquello que merecemos. Y sucede que en este convenio de merecimiento también hay estrellas. Y mares. Y canciones. Y poesía. Sueños que no se van al amanecer. Porque por fin supimos escoger.