martes, 27 de octubre de 2009

Desde el privilegio de las primeras impresiones

¿Se pueden imaginar la ciudad más anti-ciudad? Repleta de edificios sorpresivamente bajos en una urbe que es capital, sumida en un caos increíble aunque cada vez más familiar entre los ladrones de ciudades latinoamericanas, una metrópoli tan carente de glamour que ni los edificios gubernamentales pelean por querer destacar, una suma de edificios en apariencia organizados pero a la vez en absoluto desordenados. ¿Se imaginan el caos entre el caos? ¿La desidia escrita en las fachadas?

Ciudad donde no hace falta acudir a las cifras para detectar la alta presencia indígena, ciudad que llora pobreza por los poros de cada ciudadano apostado en paradas de comida itinerantes, en las manos castigadas de sus habitantes; ciudad de clases sociales demasiado fragmentadas que se leen en los rostros, en los vestidos y en las miradas. Esa mirada de quien te adula por la tela de tus ropas, por la blancura de la piel europea que uno quisiera a veces poder esconder…el odioso respeto por pertenecer a otra tierra, el irrenunciable halago hacia el blanco…Aquí antónimo de indio. De indígena.

La ciudad que respira gracias a sus árboles, a los bosques que la mecen en un abrazo por proteger lo débil entre lo más endeble, logrando así hacer de la pobreza –chozas entre vertientes de montaña- una miseria menos implacable. Vida vegetal donde escasea la dignidad humana. Verde para esconder el gris de las necesidades insatisfechas. Las más básicas hechas pedazos.

Esa es Ciudad de Guatemala. La tan temida urbe centroamericana, por acoger en su regazo a bandas juveniles cuyo nombre conoce el mundo entero. ¿Violenta? Hay quienes aseguran que sí, que acá la realidad no es mera ficción, otros que te hablan de la habitual precaución, españoles que nunca la sufrieron, guatemaltecos que han sido víctimas al menos una vez de asaltos. La realidad, como siempre, resulta ser el gran tesoro escondido en el manto de la experiencia personal. Sin la cual resulta imposible hablar con certidumbre.

Viajamos a estos países por esa necesidad imperiosa de ver con nuestros ojos las denuncias que queremos dejar escritas, en combinaciones de letras que pocas veces impactarán donde la voluntad política no quiera incidir. Huimos de la modernidad de países como Chile o Argentina por esa terquedad en conocer, de entre lo menos digno, lo más extremo. Y así, asegurarnos que cuando hablemos de derechos humanos tendremos grabados las imágenes de esas escenas donde el mero nombre es ilusión. De cuya ausencia queremos reportar, a menudo desde tronos de oro ¿Para qué engañarnos?

“Nos apasionan estos mundos pero en realidad cuando uno mira por la ventana ve un mundo tan decadente”, le comentaba a una compañera del periódico hace un rato. “Sí, pero te acostumbras”, me respondía. ¡Y cuanto te acostumbras! Pensaba. Te acostumbras des de antes de llegar, cuando dibujas en ese esquema mental de la ciudad el diseño de la peor urbe que podrías encontrarte. Esa ciudad, al lado de la cual, como muy bien me dijo una amiga hace un tiempo, Lima resulta ser un paraíso.

Paraíso o no, acostumbrarse –antes o después- es tan sólo el marco necesario para vivir la experiencia escogida. Porque por ella sacrificamos la estética de la arquitectura. Sacrificamos el amor, la familia, algunos amigos, la tierra, algunas comodidades.

Y todo, todo….por la necesidad de conocer otros mundos. Realidades que, cuanto más duras, sabemos que más nos enriquecerán. Porque frente a las huellas que acá podamos dejar nosotros, se grabarán para siempre, en nuestra consciencia, las experiencias aquí vividas.

De su gente. Y de su realidad. …Esta que en esos días empiezo a degustar. Tan apasionante por enmarcarse en mi vuelta al periodismo escrito justo donde lo social es la prioridad. Tan transitable por gozar de la suerte de encontrarme con esas personas que se van cruzando en el camino muy pronto, muy amigablemente…sin dejar que la soledad asome entre los miedos. Con el apacible gozo del viaje más tranquilo.

sábado, 24 de octubre de 2009

La llegada inminente

Las 10.10h. Veinte minutos más tarde de lo previsto y aún así, muy pronto para tomar el segundo vuelo del día. El anterior, NY-Atlanta resultó tan sólo un mero tránsito, la confusión de un pasaje afrontado con mucho sueño y más cansancio. Pero ahora, aunque las horas no desvanecen el agotamiento, ahora todo tiene otro color.

Emerjo de la somnolencia que me llevó de Times Square al aeropuerto de Newark y de ahí a Atlanta en un vuelo no poco accidentado. Despierto de ese estado de resistencia al cansancio que te permite estar vivo sin sentirte con vida. Tal cual el piloto automático de ese avión en el que me siento rodeada por dos graciosas abuelas que se dedican a escribir impresiones en un bloque a rallas mientras abren la guía de Guatemala.

Quedan atrás los esfuerzos por arrastrar maletas, la vista de Manhattan en plena madrugada –tan épica, tan inacabable aunque se observara mil veces- la absurda pelea de un sobrepeso insignificante que me obligó a exhibir mis ropas ante otros viajeros, la despedida a la que empezamos a estar familiarizados –no porque sean menos dolorosas sino porque sabemos que cada vez que nos encontramos trazamos más vínculos comunes-, los controles policiales –más exhaustivos de lo habituales en ese país obsesionado por las fronteras-, el tren que tomé en una carrera por no perder el enlace con este último avión.

Todo queda atrás ahora. Todo lo angustiante. El deseo de aterrizar en esta nueva tierra se lo ha llevado todo por delante. Es el último trazo de un dibujo ideado a mediados de agosto. El último vuelo. Antes de resolver la incógnita sobre cómo será este nuevo destino. Guatemala. Llego ahí después de dos intensas semanas en otra tierra, Occidental como la mía pero sorprendente y alentadora. Regazo donde puede que esté escrito el jeroglífico de nuestro destino común. Y las puertas de una formación exclusiva. Los quizás. Los ansiados. Los mensajes que nos hacen caminar.

Nueva York nos recibió con un golpe de aire. Fueron días gélidos en los que la ciudad nos mostró el temprano rostro del frío que azota la City en invierno. Y aún así, ni el frío ni la lluvia, compañera de viaje durante la primera semana, nos impidieron caminar por algunos de los barrios más significativos de esa ciudad, eternamente inmortalizada a través de las pantallas.

Des de la céntrica Times Square hasta el financial district, pasando por Soho –cuna de las grandes firmas-, Chinatown –la ciudad donde uno puede olvidarse que está en NY-, Litlle Italy,… fueron decenas de horas las paseadas en calles siempre sorprendentes. Cruzamos el puente de Brooklyn, tan rememorado a través de las palabras. Caminamos galerías y galerías de museos: el inacabable Metropolitan y el saturado MOMA en una tarde de viernes.

Rozamos el Guggenheim tan sólo con la mirada exterior después de habernos deslumbrado ante la exquisita vista del NY escondido tras los parques del Central Park. Un must en la visita a la City. Un respiro entre tanto edificio desafiante, inalcanzable con la mirada. Techos, los que allí retan el visitante, que dibujan figuritas en lugar de personas. Vistas que proporcionan esa única escena que es Manhattan. Desde donde es posible, y sólo así, entender ese entramado de rascacielos que trazan el skyline de la ciudad. Imágenes que entendimos con el ascenso –mítico pero obligado- al simbólico Empire State.

Sólo desde ahí es posible entender que en esta ciudad todo mira hacia arriba. Más y más arriba. Y por eso, esta es la cuna de la música, del teatro, de la literatura….Del arte, en definitiva, aunque también de la multiculturalidad, donde una llamada puede ser atendida en más de 140 idiomas. Esta es la ciudad de todos aquellos que quieren abandonar el anonimato. La ciudad de los sueños. De las aspiraciones. Donde todo ocurre, lo bueno y lo malo, en cantidades australes.

Y así, paralelos a los sueños, corren ríos de deshechos en las calles, enjambres de personas recorren las venidas atados al vaso de café de una famosísima marca, corren las ratas en las infinitas bifurcaciones de un metro muchas veces confuso, demasiado antiguo, demasiado descuidado…

…Contradicciones…

…En una ciudad que recordaré por esa imagen de un skyline extrañamente familiar y a la vez tan desconocido, tan nuevo, tan explorable…aunque más que sus edificios será la música ahí escuchada la que decore el recuerdo de Nueva York. La sesión de jazz africano en un bar no tan perdido de Harlem y los ritmos, las voces, la emoción sentida escuchando Gospel entre tantos fanáticos entregados a la religión. Esa que sin compartir nos llevó a dejarnos arrastrar por los cantos, a formar parte –por unos minutos- de este entusiasmo compartido.

Despega el avión de Atlanta. Escucho el ruido de las ruedas replegarse. Se dibuja en las ventanas la imagen vertical de cuando el avión se dirige muy arriba, más allá de las nubes. Vuelvo a viajar sola. Aunque su recuerdo es tan fuerte que casi puedo hablarle. Está sentado en cada momento que vivo.

Debo dormir. Aprovechar la somnolencia generada por el vuelo para robarle espacio al cansancio. Y así vivir de veras la llegada. Cierro los ojos. Sé que cuando los abra se abrirá ante mí un nuevo mundo. Una nueva vida. Experiencias…

miércoles, 7 de octubre de 2009

Refugio de paz


Tendría 16 años cuando cada mañana, al despertar, él prendía la radio, ponía play en el mismo CD, la misma canción y sonaba la misma frase: ‘Cumbia, cumbia…’. El ritmo conocido, repetitivo día tras día, hacía que mi hermana y yo nos miráramos y sonriéramos. Era la tortura musical de cada día, la canción con la que nos despertábamos a propósito de otro. Un episodio que hoy recordamos cuando reivindicamos aquella época en que los tres vivíamos todavía en casa

Hoy, cuando la vida nos ha llevado algunos a volar muy lejos de vez en cuando y a otros, a privilegiar lo cotidiano, cercano y familiar, rescato a menudo ese momento, al empezar el día, para brindar un alegato no a favor de esos tiempos pero sí de ese espacio que me vio nacer. Porque, a diferencia del pasado, que nunca regresa, algunos lugares permanecen a pesar de los días, convirtiéndose así en el mejor refugio de paz.

En ese baúl, donde no se esconden tesoros pero sí piedras preciosas de una infancia y una juventud, analizo las pasiones, apaciguo la nostalgia y aliento el camino del porvenir, redibujando hoy puentes de madera que un día construí con aire de las nubes. Camino sin más mirada observadora que la que está endeudada conmigo misma. Y duermo, en semanas como ésta, con la luz de la luna mucho más cerca que donde los rascacielos recortan pedazos de su imagen.

Aquí descanso, cuando me lo permite la obsesión por conocer. Y respiro, un aire mucho más puro que el que enturbia las calles de las ciudades. Tomo el fresco, como lo suelen decir en esos rincones de comarca, cada verano cuando el sol castiga demasiado de día. Y pongo a prueba la paciencia mientras otros dan rienda suelta a la curiosidad. ¿Esa es Slegna? ¿La hija de tal y cual? ¿La de can…? ¿Y a qué se dedica ahora? ¿Donde vive?

Esa soy yo, señores vecinos de mi pueblo. Apasionada por lo diferente, por eso que algunos han venido a denominar la alteridad. El ingrediente intrínseco de algunos que, con los años, vimos disminuir el sentido de nacionalidad porque, como bien me recordaran hace poco, un día nos dimos cuenta que ciudadanos ciudadanos sólo lo somos del mundo. Aunque suene a tópico.

Más tópico resulta hacernos creer que pertenecemos a un espacio delimitado por algo físico llamado fronteras, cambiante con los años y donde pueden salir cuantos quieran pero entran a cuenta gotas los otros, demasiado pobres, demasiado distintos. O pretender hacernos sentir iguales a los miembros de una unión política que en nada se conocen porque comparten poco más que intereses comerciales.

Sucede, creo, que el sentido de pertenencia, la patria, el amor por lo propio, no se compran con discursos políticos. Se sienten y se viven desde la bandera de la libertad. Y tampoco de la libertad que nos venden sino de esa que escogemos cada uno. La que nos permite elegir, a cada uno, de donde somos, cual es nuestra tierra y, sobre todo, donde nos sentimos en casa.

Y eso sí, no presenta duda alguna. Nos lo susurran los recuerdos, una calidez inexplicable, la necesidad de regresar –aunque partamos mil veces-, la naturalidad del vivir. Ésta, la casa que es hogar, es la verdadera patria. Ése, el pueblo que nos vio nacer, aún cuando rechacemos ser parte de él, es el verdadero refugio.

Allí están los nuestros: conocidos y familiares pero sobre todo recuerdos. Y las imágenes, que tan pronto se grabaron en nuestro inconsciente, haciéndonos quienes somos por haber jugado al aire libre y haber surcado con motos los caminos sin asfaltar. Y haber nacido cerca de animales, entre árboles y descampados, en medio de una libertad que tal vez, muy paradójicamente, nos diera las alas para abandonar esta tierra e irnos lejos, muy lejos de aquí. Donde siempre regresamos…