viernes, 12 de julio de 2013

Las alegrías

La alegría es que sucedan cosas. Que nos rodeen personas. Mirar un día alrededor y darse cuenta que todos esos papeles que recoges significan momentos vividos. Que cada café que compartes hoy es con un nuevo alguien que ayer desconocías. La alegría es querer. A nuevas personas a las que hace unos meses nos separaban miles de kilómetros.

La alegría es descubrir que alguna magia llamada casualidad hace que en cada lugar aparezcan nuevos cómplices. Con los que empezarás un día compartiendo banalidades y a los que terminarás cediendo una parte de tu vida. Porque cada vez que queremos dejamos una parte de nosotros en ellos. Los amigos. Para que nos ayuden a hacer el camino más transitable. Para que se puedan llevar un fragmento de nuestra tristeza cuando ésta asoma. Para multiplicar las felicidades.

La alegría es reírse cada vez que suelta una de sus míticas frases en pleno estado de indignación. Compartir sus  Belicidades.  Verle hablar de ciudades bipolares. Sentirse identificadísima con esa necesidad de crear. Escucharle leer como un texto casi al azar te describe perfectamente. Pasar horas al lado de una piscina. Descubrir nuevas naturalezas con la bicicleta. Compartir las angustias de los que siguen viviendo lejos. Leer poemas sobre esa necesidad infame de romper la rutina. Compartir almuerzos.

La alegría es bailar bachata. Y que te hagan volar. Dejarse ir.  Ver como otros bailan. Observar los nuevos amigos. Darse cuenta que todos tenemos la misma necesidad de sentirnos queridos, de pertenecer, de crear momentos-esencia. La alegría es comer gazpacho en el piso de alguien a quien en breve despedirás. Y hablar de cómo los esfuerzos iniciales por rodearte de amigos se convierte de repente en esa naturalidad-fascinación de querer pasar tiempo con ellos.

La alegría es usar una piscina prestada para abrir latas de cerveza. Y sentir que aunque pasen las horas, no pasa el tiempo. Observar como los minutos pueden llegar a pararse. Para regalarnos eternidades que compensan los momentos no-vividos, no-sentidos.

La alegría es reconocer espacios que un día te eran extraños. Ir caminando al trabajo bajo un cielo azul. Crear la rutina de tomar café con cómplices de países distintos con quien vives instantes/vidas muy parecidas.  Y sentir que en esos veinte minutos diarios te regalas cada día un pedazo más de intimidad. La alegría es comer sentado en el césped. Escapar de las paredes que te impiden ver la luz del sol. Y luego tumbarte. Olvidando por un rato que extrañas enormemente el terreno. Que te sientes muy hecha para contar historias.

La alegría es que empiece a llover una noche mientras comes en un parque. Y que no te importe. Compartir canciones con mucho sentimiento. Comer empanadas cerca de Dupont cuando recién empezaba el verano. Debatir sobre las vidas-pensamientos inocentes que escogimos dejar atrás, verle debatir la conveniencia de esa pareja. Tomar vino y luego ver una película. Y observar cómo se va unas horas más tarde ebrio de vino. Ebrio de palabras. Ebrio, quizás también, de libertad.

La alegría es ver el mar después de muchos meses. Dejar la toalla en la arena y correr al mar. Bañarse. Sumergirte en bares y escuchar las historias de amor de alguien a quien conociste en otro país y reencontraste aquí. Apreciar las maravillas de mundos/personas que se cruzan. Leerle tus textos a alguien. Dejar que lea algunos fragmentos en voz alta. Mostrarle fotos de otros pasados. Otros cómplices. Otras vidas.

La alegría es sentir renacer la creatividad. Y cuestionarte. Cuestionar todo. Y sonreír. Darte cuenta que puedes hacerte creer que tu mundo está en el más absoluto orden. O asumir que vivimos en un continuo caos. Y seguir con la sonrisa intacta. Consciente de que nada es tan definitivo. De que no existen las realidades. Sino las decisiones asumidas como verdades.

Tener claro que la confusión no tiene porqué significar desequilibrio. Que podemos dejarnos ir también en las dudas. Reencontrarnos en el análisis sin castigo. En el pensamiento sin barreras. Que te permite ir más allá de las certezas. Escribir. Fotografiar instantes. Plasmar reflexiones. Inmortalizar momentos. Crear. Mirar hacia adentro. No temer.

La alegría es sentarse en la terraza una noche de viernes y dejar que pasen los minutos. Disfrutar la soledad mientras sabes que otros bailan, otros beben, otros se dejan querer. Otros tienen la vida mucho más encauzada. Y sentir paz. Sabiéndote en el lugar adecuado. Aun cuando estás en medio de un no-futuro, de una indefinición. Una vida no trazada.

Las alegrías no son felicidades. Son más cortas, menos profundas, más etéreas. Pero si logras crear muchas y las unes, una tras otra, verás que puedes formar fragmentos de fe-li-ci-da-des.  Que pueden llegar a parecerse a la felicidad. Y descubrirás que aprendiste, por momentos, a cerrar los ojos, respirar y dejar de juzgarte.

Estamos vivos.

"Las cosas no valen por el tiempo que duran, sino por las huellas que dejan" 

Washington, 12 de julio de 2013

sábado, 6 de julio de 2013

Las vidas no vividas

Escogemos, es parte de la inteligencia. Y al hacerlo dejamos atrás otras vidas. Las miles de vidas que hubiéramos podido vivir. Escogemos por los demás, también, cada vez que cerramos la puerta a un país, a una amistad, a un amor. Tanto como nos las cierran a nosotros. Nos cierra puertas la muerte. La negación por excelencia.

Pero también las personas. Al influir en nuestras decisiones para que tomemos un camino y no otro. La opción vivida se lleva el premio de convertirse en presente. Las otras las honraremos con la imaginación. Se acumularán en un lugar de nuestra mente donde quedarán todas las vidas que pudimos vivir y que nunca fueron.

No hay vidas perfectas. Hay momentos perfectos. A veces llegan porque los buscamos, vimos que asomaba una circunstancia-momento-situación exquisita y tiramos de ella. Absorbemos todo su aroma porque sabemos que estamos necesitados de instantes mágicos. Porque ya aprendimos que mañana recordaremos lo vivido. 

Otras veces escogemos el silencio. Huimos del ruido de las ciudades y nos encerramos en mundos interiores. Nos recogemos. Vividos desde otra intensidad. Mucho más interior. Más reflexiva. Más impregnada de nosotros y menos de ellos, los que forman parte de nuestra vida. Son, por igual, momentos mágicos.

Sin unos los otros no tendrían sentido. Sin la duda no tendríamos que enfrentarnos a nosotros. Sin enfrentamiento no creceríamos. Sin crecer, sin temblar, sin dudar, sin llorar, sin reir no existirían las sensaciones. Y sin sensaciones no habría vida.

Dudo. Medito. Crezco. Recuerdo. Proyecto. Vuelvo a dudar. Decido. Quiero. Elijo. Sueño. Dibujo mundos. Borro certezas. Abro paso a los quizás. Comparto. Acepto. Me interrogo. Cierro etapas. Abro futuros. Y al hacerlo, sigo dudando, pero sigo viviendo.

“Rechazo las certezas, las tribus, los rebaños, los comisarios políticos, los cardenales. Me encantan las dudas”, Ramon Lobo. 

Washington, 6 de julio 2013

lunes, 24 de junio de 2013

Supongamos (que se pueden cerrar las heridas)

Supongamos que hay un día que hay que romper el bloqueo. Atreverse a teclear de nuevo más allá de los muros. Abrir la hoja en blanco. Dejar volar las letras. Reencontrarse. Afrontar el miedo a ser.
Supongamos que es verano, que ha pasado mucho tiempo desde que lo hiciste por última vez. Que no sabes muy bien qué rumbo cogerán las palabras. Que desconoces lo que quieres decir. Que quizás no te preocupe mucho hacia donde quieran ir las frases.

Supongamos que existen mundos muy oscuros, que hace mucho se instalaron dentro de ti. Agujeros profundos donde ni siquiera se puede ver el horizonte.Y que durante tiempo, mucho tiempo, no distinguiste los amaneceres de las noches. Supongamos que exista la tristeza. Que la negaste. Que viviste durante años en el lado/cerebro de las emociones donde nada malo puede suceder. En una permanente primavera que creíste una forma de ser. Hasta que la forma se hizo realidad.

Y la realidad no fue la vida sino la muerte. Supongamos que existe el morir. Aunque no logras entenderlo. Aunque sigas interrogándote. Si no entiendes, no puedes asumir (creíste). Decides no sentir. Te encierras. Supongamos que es posible cerrar las puertas a la vida. Y volverse gris. Dejarse invadir solo por la racional. Viviremos de acuerdo a las normas, asumiste. Supongamos que pudiste. ¿Se puede? Deberás. Porque sólo ahí, en ese estado, no se siente. No hay dolor.

Supongamos que mataste las sensaciones. ¿Muertas? Escondidas. Tiempo, mucho tiempo. Los meses suficientes para creerte que estamos hechos para sobrevivir. Que impera el hacer, no el ser. Que hay momentos en que manda el deber. Supongamos que existen instantes en que creíste haber ahogado tu creer. Que ni siquiera te diste cuenta de la traición. Que instalaste en la balanza de la vida lo que convenía a falta de lo escogido, lo deseado.

Supongamos que ninguna traición dura eternamente. Que ningún muro es tan alto como para asfixiar lo innato. Que decidiste coger un avión. Y caminaste día a día para reencontrarte. Que instalaste la foto de papá en un sitio donde pudieras recordarte que heredaste su energía. Que pasaste momentos duros. Que extrañaste/extrañas a los tuyos. Las caricias. Los abrazos de los que quedamos. Que lloraste. Echándolo profundamente de menos al año de haberlo perdido. Supongamos que ese mismo día nació también la vida. Otra vida. El perdón por haberse ido. Te llevo dentro. Lo he sentido cada uno de los días de todos los caminos que he emprendido desde ese 6 de marzo.

Supongamos que puede aceptarse la muerte sin ni siquiera haber entendido una décima parte de lo que supone la absurda idea de no volver a verte. Supongamos que se puede aprender a vivir sin ti aún cuando nadie nos haya dado instrucciones para ello. Que se puede ir rompiendo la tristeza en el momento preciso en que afrontamos de nuevo el sueño/realidad de regresar a los ideales. Supongamos que no es utopía que la edad no tiene por qué oxidar los sueños. Que los juegos de palabras pueden convivir con la razón. 

Que podemos bailar también al son del equilibrio. Encontrando nuevas formas de paz. Viviendo dejándonos ir. Pero sin dejar que otros escapen. Queriendo con razón. Amando la vida sin saltarnos los marcos que elegimos. Siendo. No ejerciendo. Tejiendo nuevas alegrías. Encontrando nuevos amigos. Supongamos que no te he podido escribir durante mucho tiempo más que brevedades. Y que hoy que puedo te doy gracias por la vida que dejaste en mí. Por permitirse ser. Por llenarme de energía. Supongamos que puedo escribir a la vida cuando sigo llorando la muerte. Pero desde otro rincón. Desde otros abismos.

Supongamos que después de mucho tiempo, de saberlo pero no sentirlo, me di cuenta que el problema no es la muerte, sino la ausencia de vida.

*Supongamos que escribirte me hace más libre.

Washington, 24 de junio de 2013. Tu día. Mi lugar