Hoy he vuelto a la América Latina de la que me enamoré. La que se encuentra dibujada en entresijos de palabras capaces de construir vida a través del guiño de las letras. Descripciones tan penetrantes, tan perfectas que se saltan el necesario leer y van directamente a la imagen mental. He regresado, a través del texto de Alma Guillermoprieto en Gatopardo a sonreír mientras discurría la lectura.
Puede que fuera la inocencia de esa primera experiencia periodística, relatada por la autora a partir de su primera cobertura en Managua tras el derrocamiento de Somoza. O todo aquello que se esconde detrás de esa inocencia. La energía de la creencia desbocada, la necesidad de querer beber de las vidas de otros. Para así apaciguar tantas otras mentes que necesiten de ese veneno. El relato. La poesía robada a su género para construir historias. La crónica…
O puede que, además del como, me fascinara el qué. Esa conjunción entre el ímpetu por devorar el mundo y la decepción de que, a veces, el escenario traiciona el argumento. La dificultad por encontrar los guerrilleros admirados por la autora, escondidos tras la reja de una no-ciudad centroamericana. La decepción, descarada e injustificada, de que el mundo no siempre es lo que imaginamos. Y el miedo de que el tablero de la vida no siempre nos deje mover sus fichas con el simple vibrar de la pasión.
Y luego, la narcotización: ese estado en el que nos sumimos para no volar demasiado alto y evitar así la caída que lo aplaste todo. La precaución. El miedo, en realidad. La cautela desde la que rebajamos todos los sueños, sin ser rebasados, sin embargo, por la apatía. ¡Serpiente temible! Con el riesgo evidente de bajar tanto la tensión del vivir que la droga sea el estado mismo y no la condición a cambio de la cual estás a salvo.
Hasta que, de repente, te encuentras volviendo a buscar esas revistas que un día te fascinaron. Esos autores que te marcaron. Y aprovechas los momentos muertos para leer cualquier poema. Para conocer más Kabul de la mano de Ramón Lobo. Para preguntarte como andarán las inquietudes de Juan Cruz. Para descargarte las contras de La Vanguardia. Y curiosear entre las palabras de Saramago.
Y un día sientes que tras leer sobre los muros que todavía quedan de pie, te queda indignación. Y respiras hondo al volver a descubrir esos escritores y actores a quienes más que la forma les interesa la denuncia. Y los lees para impregnarte. Porque temiste, durante ese tiempo en el que funcionaste como un robot que llenaba horas para llenar bolsillos, que le hubieras dado la mano a la inercia.
Hasta que de repente, hablando con esa otra amiga que está en El Salvador, te das cuenta de que sus relatos centroamericanos contiene mucha más sorpresa que los tuyos. Que es verdad que no son vírgenes tras el paso por Perú. Pero que ello no puede ser justificación. Y piensas en Kapuscinski y una de las frases que más descaradamente quisiste guardar bajo llave: “La técnica es nunca perder la capacidad de sorprenderse”.
Perdí durante algún tiempo esa capacidad. Tal vez porque dejé de creer. En la política, en los sistemas económicos, en las ONG,… Porque una parte de mi estaba sumisa en una crisis sobre qué significaba realmente denunciar. Planteándome qué quería realmente desde las palabras. Intentando poner sobre el papel ese impulso que me lleva a países menos desarrollados. Muy cerca de la violencia. Buscando en el saco de los derechos humanos qué vulneraciones quería reflejar. Y de qué forma.
Y hoy, después de esa búsqueda, de la mano del regreso al periodismo escrito, en medio de un entorno altamente violento, creo tener la respuesta. Ayudaron el estado de sorpresa en el que estaba esta amiga en El Salvador, las descripciones de Ghana y Nigeria de ese madrileño tan querido, la entrevista –más que el premio Nacional de Fotografía- a una grande, a Gervasio Sánchez, que aprendió que los que más te enseñan no son quienes vociferan, sino quienes no hacen ruido.
Justo en la misma medida en que los grandes pasos se dan en silencio, desde la constancia imperceptible. Como lo importante, invisible a los ojos, me recuerda muy a menudo Lidia, robándole la cita al Principito. Como ese logro tuyo ahora, niña, que tanto mereces. ¡Me alegro por ti y me alegro de nuestras crisis! Porque sin ellas no caminaríamos.
Pues aunque a veces sintamos que nos inmovilizan, en realidad nos permiten saltar montañas…
martes, 10 de noviembre de 2009
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