sábado, 14 de agosto de 2010

Huelga de fe

Hoy me levanté transparente, miré fuera y la calle estaba teñida de color gris. Me froté los ojos y volví a asomarme en la ventana. Nada. Gris. El asfalto: gris. Los techos: grises. Marta, la vecina: gris. Lóbulos: grises. El pelo: gris ¿El sol? Blanco. Una mancha diminuta sobre un cielo negro. Me miré las manos: todavía transparentes. Sobre el horizonte: oscuridad. En los rostros de los demás: abatimiento.

Sin entender ni intentar entender, me duché con agua tibia –algún fallo no me dejaba modular la temperatura- me vestí y me enfrenté al espejo. Nada distinto: la misma transparencia. Ropa sobre una imagen vacía. Una somnolencia nacida de la incomprensión y la certeza de haberme colado en un sueño me llevaron a la cocina. Mamá no había abierto las ventanas hoy. Tenía su lógica con lo raro del día. La llamé pero no contestó nadie.

Al acercarme a su habitación encontré el hueco de su cama. Como si alguien se la hubiera robado. Subí las escaleras para ver si David se había levantado pero en lugar de su habitación encontré una sala repleta de espejos. Bajé de nuevo, me preparé el desayuno y salí a la calle. Cuando llegué a la panadería, me esperaban ya con el pan preparado. No tuve que decir palabra. Tampoco pude darles las gracias a Ana, normalmente tan atenta. Hoy profundamente silenciosa. Me entregó el encargo y al instante se volteó y cruzó a la otra sala.

Al salir me di cuenta de que todo seguía gris. Tonalidades de gris distinguían las facciones de esa nueva realidad que asumía sin más. Apatía en los rostros de los habitantes. Silencio en las miradas, vacías las carreteras. Recogí el periódico en el quiosco tras esperar en una cola de mentes cabizbajas. Sin querer adopté la misma postura. Marionetas del desencanto de un nuevo orden establecido. Asumido sin más.

Recogí los pedazos de actualidad y me dirigí a casa, que seguía sin rastro de la familia. Busqué el móvil pero en su lugar encontré el viejo teléfono inoperativo. Bueno, comamos. Suelen decir que con el estómago lleno la realidad se ve de otro color. Una creencia en vano. Las musas del optimismo estaban hoy también escondidas.

Sin muchas expectativas de cambio me dirigí al despacho. Tenía que terminar de corregir los trabajos de los alumnos de primero. Al abrir la carpeta, sin embargo, encontré todas las hojas en blanco. Arriba a la parte derecha N/N, la misma identificación de las víctimas sin nombre del genocidio de Marvia. Me levanté de golpe, me fui a la cocina y abrí el periódico, que seguía soterrado bajo la bolsa de la compra. ¿Podía la humanidad estar sufriendo algún cambio anunciado? ¿Podía estar viviendo en ese mundo augurado por McArthy?

No answers. El periódico, como las pruebas del Instituto, estaba vacío. Comprendido, las respuestas se han exiliado hoy. Sin más ganas de intentar entender nada me tumbé al sofá, prendí el televisor y dejé que transcurriera la tarde. A última hora del día reaccioné del letargo en el que me había sumido y decidí salir a cenar algo. Quizás con la llegada de la noche, los colores se habían invertido y ahora la calle brillaba con los faroles del Centro.

Expectaciones quebradas. Ilusa. Nada había cambiado, las calles estaban desiertas, la luna era ahora de un tono más oscuro pero seguía iluminando una ciudad apática. En los árboles, en las ventanas, en las pocas luces de los bares todavía abiertos parecía asomar la cara de la desidia.

Me dirigí hasta el Sunset, el bar de moda. Al entrar me encontré con una imagen desoladora. Las luces estaban prendidas al mínimo, no lograba localizar los camareros detrás de la barra, el suelo repelía suciedad. Al fondo el billar parecía olvidado, como si años luz separaran el día de ayer en que el grupo de argentinos pasaron horas jugando en él, como cada martes.

Cuando ya casi me iba, intrigada porqué la puerta del establecimiento estaba abierta, lo vi. Era Tom, el canario que había llegado a la ciudad de joven. Desde hacía cinco años sufría cáncer y ya la última vez que lo vi asomaba en su rostro las señas de la muerte. Esta noche su cara tenía la misma tonalidad gris que la ciudad pero su boca dibujaba una sonrisa enorme. Miraba a su alrededor y sonreía, sin parar. Pensé que había cruzado el limbo de la locura, que entre la enfermedad y la incomprensión de lo que estaba pasando se había dejado, simplemente ir. Aproveché que no me había visto y me fui a casa.

Cuando llegué, comí algo, me senté un rato y después de haberlo dudado un buen rato, agarré la guía telefónica. Localicé el teléfono de la casa de Tom y lo llamé. Tardó en contestar pero al final descolgó:

- ¿Diga?
- Hola Tom, soy Mila, la hija de Mario.
- Ah hola , ¿Cómo estás?
- Mmm…bien, aunque un poco desconcertada
- ¿Por qué? ¿Qué pasó?
- Verás Tom, esta oscuridad. Y los vacíos, las ausencias… No nos conocemos mucho pero te acabo de ver en el Sunset riéndote y verás, eras el único al que he visto sonreír hoy. No sé, ¿Tu entiendes lo que está pasando?
- Ah, esooo. Sí, no te preocupes, me dijo con la más serena de las voces. Solo métete en la cama. Mañana cuando despiertes encontrarás una cortina justo en el momento preciso en que dejas los sueños y entras en la consciencia. A la derecha encontrarás una paleta de pintor: escoge el color que más te apetezca. Que tengas buenas noches…

Solo los escépticos viven ciegos al arcoiris del mundo

domingo, 8 de agosto de 2010

Africania

Sisoko escribe con dificultad su nombre. También con dificultad habla español, a pesar de que hace ya 10 años que pisó por primera vez Barcelona. Sereno, como buen embajador de este continente donde la prisa parece formar parte del cajón de los bienes escasos, vive desde hace media década en Ivars, una población de apenas 1.700 habitantes en la provincia de Lleida. Hijo de Mali, arrastra consigo gran parte de la esencia africana mientras otra parte de él se hace adepto, lentamente, a ese sistema denominado capitalismo.

Amante de su país, donde considera que la libertad es el bien mejor preciado, Sisoko llegó a Cataluña hace 10 años después de una larga travesía. “Viajé desde Mali a Marruecos en autocar. Una vez allí pagamos a un marroquí para que nos hiciera entrar a Ceuta”, relata este maliense, de 37 años. El pago no era otra cosa que la autorización a cruzar una frontera de alambre bajo la mirada permisiva de un militar.

Entonces, en 2000, la libertad le costó a Sisoko 140 dirhams, o lo que es lo mismo, 12.5 Euros. El precio por corromper o lo que es lo mismo el billete hacia otro continente. Entrar en Ceuta era el primer paso de una cadena de compra-venta de favores para poder llegar a España. “Teníamos un contacto en extranjería que nos ayudó con los papeles”. Papeles, la palabra que ilustra los nuevos tiempos, esos en los que el tejido humano parece importar menos que los documentos. Existen de varios tipos pero sobre todo prima una dualidad: los ‘Con papeles’ y los ‘Sin papeles’. Detrás de una cartilla…personas. ¿Personas?

Tras seis meses en Ceuta, Sisoko logró que le dieran la residencia española. Fue un proceso largo durante el cual guardó su pasaporte bajo llave. “No lo enseñé porque el mío no era un país en guerra, por lo que hubiera sido más difícil conseguir salir”. Trucos, artimañas para lidiar con el sistema. “Una vez obtuve la residencia me preguntaron si tenía conocidos en España. Les dije que sí”. Como en tantos otros ejemplos de migraciones, la huida de Sisoko llegaba impulsada por contactos de familiares instalados ya en la península. Los pioneros suelen abrir puertas también en el extranjero.

“El Gobierno pagó para que nos llevaran hasta Barcelona. Una vez allí distribuyeron a la gente. Tú te vas a Almería, tú te quedas en Barcelona. Yo iba a Lleida, donde vivía mi hermano hacía cinco años. Nos dieron 5.000 pesetas a cada uno y nos dejaron libres”. Con una pequeña parte de esa cantidad logró llamar a su hermano, montarse en un autobús y llegar al centro de Cataluña.

Sin tener la mínima idea de español, Sisoko se atrevió a deambular por la provincia en búsqueda de un empleo. Llamó a varias puertas, muchas de las cuales se cerraron tras su paso. Otras le abrieron oportunidades de trabajo temporales. La fruta le dio de comer durante algunos meses. “Pero yo quería trabajar en una fábrica. Es importante trabajar en una fábrica”, revela convencido. Lo consiguió cinco años después de llegar a Cataluña. En Mali trabajaba en el campo y en ocasiones ayudaba a su padre. “Él tenía una granja de vacas. Vendí seis para poder pagarme el viaje hasta aquí”, relata.

Es domingo y Sisoko me cuenta todo esto mientras sus compañeros recién se levantan. Vive con otros colegas de trabajo. El balance de los últimos tiempos parece positivo para él en lo profesional. Ha logrado mantener su empleo, ganarse la confianza de los jefes y comprar dos pisos.

Acumula diariamente horas de trabajo que luego se transformarán en transferencias bancarias. Sabe que los periódicos hablan de una crisis que también a él le ha conseguido inyectar miedo. Un pánico capaz de aplazar la voluntad de traer a su familia.

En lo personal Sisoko forma parte de esa estirpe de individuos sumisos a la injusticia de nacer en un sitio y no en otro. Es afortunado porque pudo huir de un país pobre. Porque tuvo quien le orientara. Porque pudo pagarse el pasaje a la libertad. Y porque con las horas trabajadas hoy puede pagarse el sueño de ir mañana a visitar a su familia.

Su suerte, no obstante, es también su desdicha. Porque -a diferencia de quienes miramos por la ventana del avión con las ansias de experiencias- él no asimila el viajar con el placer. Porque los lazos familiares que algunos rompemos solo por voluntad se convierten en él en imposiciones de supervivencia. Porque se ha visto obligado a sustituir el afecto de los más cercanos por billetes. Papeles, de nuevo papeles. Símbolos de un nuevo nuevo (viejo) orden mundial donde las caricias se transmiten por teléfono.

Como Sisoko Ivars acoge más de una veintena de africanos, algunos de los cuales deambulan durante todo el día por el pueblo. De noche la brisa los lleva a retar el sueño en la plaza principal del pueblo, donde se encuentran nacionales y extranjeros. Los primeros sentados dentro, intercalan sonrisas con cervezas. Los últimos también sentados, se sitúan fuera. Igualmente acompañados de amigos. Casi nunca con bebida. Separados entre ellos.

Miro la escena mientras recuerdo el lamento de Sisoko al hablar de su vida en el pueblo. “Vas conociendo algunas personas pero hay mucha gente que no te habla, muchas personas que no te saludan. O lo hacen una vez y luego ya no vuelven a hacerlo”. Y añade contundente. “En África cuando saludas a una persona una vez ya es tu amigo”.

Desde que entrevisté a Sisoko algunos días observo detenidamente algunos de los inmigrantes que viven en el pueblo. A menudo hacen sonreír a Max, el pequeño de la casa. Miro en ese momento sus ojos, donde la ternura no entiende de diferencias culturales. Y me doy entonces cuenta que las fronteras jamás podrán borrar lo más inherente al ser humano…el impulso por regalar afecto, la necesidad de ser y de sentir…

lunes, 2 de agosto de 2010

Espectadores nocturnos

Ella era mujer de hábitos. Tomaba cada mañana café con leche, servido con crema y sin calentarlo en exceso. Pedía siempre el periódico. A horas diferentes porque su trabajo le regalaba esa genialidad de vivir sin horarios establecidos, a expensas del día a día, según la dirección en la que soplara el aire cada mañana. Vivía sonriendo. Aún cuando dentro a veces se quebrara esa convicción de que el mundo –como su mundo- tenía que seguir evolucionando.

Él sonreía mucho menos. Prefería suspirar. Y mover la cabeza en señal de irónica confirmación de los hechos. Aunque quien sabía leerle entendía que en cada uno de esos suspiros había una sonrisa escondida. A diferencia de ella, no era hombre de hábitos. Se acercaba al bar solo ocasionalmente. Huía de las masas, esas que hacían que ella llevara colgada la etiqueta de la sociabilidad. Característica de quienes aman la soledad solo cuando el mundo se mueve demasiado rápido. No son solitarios, se lo hacen a ratos para compensar los excesos. Para reglarse espacios de romance con las palabras. Y encontrar así el ansiado equilibrio.

A pesar de lo diferentes, no obstante, a veces ella lograba abandonar su mundo expansivo y él se regalaba a los próximos. No con palabras. Su lenguaje eran las ventanas. Quería sin decirlo. Hablaba sin palabras. Escuchaba sin mirar. Era auténtico en lo más profundo de la sinceridad.

El primer día que los vi juntos andaban en ese juego de complicidades. Habían retrasado hacía mucho esa amistad, enredados en creerse transparentes el uno al otro, convencidos de mantenerse unidos tan solo por la cordialidad. Hasta que la curiosidad se hizo protagonista. Fueron cayendo entonces las barreras. Apremiaba la noche. Apremiaban los días.

Sus ojos reflejaban esa consciencia, a pesar de que solo ella se atreviera a pronunciarlo. Él usaba a los demás de escudo. Evitar el contacto directo es su mejor manera de esconder el exceso de sensibilidad. Una timidez insaciable. Por eso ama robarles la vida a los demás. Por eso busca ser protagonista de otras vidas más que de la suya. Por eso a veces se pierde en el camino del querer ser.

Jugaron a evitarse durante largas noches. Siempre en compañía. Siempre deseándose en alguna parte y de alguna manera que no logré descifrar. La mía era la mirada de quien observa porque le toca ser espectador inconsciente. Testigo de todo lo que pasa detrás de una barra, camarero de amores y des-amores.

Buscaban una nueva forma de vivir las noches. Sin prisas, sin expectaciones. Experimentando sin ser conscientes que las degustaciones nunca nos sacian del todo. Andaban des-narrando pasados. Buscando tejer presentes más que futuros. Viviendo la inmediatez. Conscientes, como pocos, de que no existe más límite que el día siguiente. Superando miedos, gozándose con solo compartir el mismo punto de luz.

Durante días los vi irse por separado. Llegué a imaginar que se trataba de una simple amistad. Que había leído complicidad donde otros entendían un cariño in crescendo. Hasta el día en que –de pronto, sin siquiera poderme imaginar que aparecerían por allí- les vi llegar de la mano en el cementerio central. Depositaron las flores encima de una tumba, se besaron y salieron caminando con la misma serenidad escondida en las miradas ocultas tras una barra de bar.

Poco tiempo después ella se mudó a provincias. Él siguió viniendo a beber de su vacío. Siempre acompañado. Siempre escondido tras los demás. Alguien, cercano casualmente a ambos, me contó tiempo después que se amaron en silencio. No por el miedo a ser juzgados ante tantos ojos observantes. Tampoco por el vértigo –siempre tan temible- a dejarse ir. Sino por el simple placer de vivir un presente que no entiende de compromisos.

A veces, sentado en casa, a segundos de dormirme me los imagino abrazados en la cama de ella. Compartiendo sábanas, con los cuerpos entrecruzados, casi sin hablarse. Protagonistas de la más perfecta escena de amor sin saber si vivían una historia de amor. O ansias de compañía. O instantes de complicidad. O el más bello gesto de amistad. Y me pregunto, justo cuando dejo caer las pestañas, en qué momento le puso nombre la humanidad a los sentimientos…

A todos aquellos que me enseñaron a vivir en libertad