viernes, 29 de agosto de 2008

Amor...del más desinteresado

Estoy enamorada de un hombrecito. Es rubio y tiene los ojos azul océano. Y una sonrisa tan sincera que cuando se ríe parece que no existiera otra ocupación en el mundo que pararse a mirarlo a él. Le encanta el agua, mirar el rastro que dejan los aviones en el cielo, recoger caracoles y pintar. Si bien sus dibujos todavía son tan surrealistas que requieren de una gran imaginación para lograr entenderlos.

Aunque creo que su mayor pasión es abrazar. Abraza cuando se despierta, cuando lo llevas de la mano a ver el humo que sale de su chimenea favorita, cuando lo acompañas a observar como el viento mueve las astas de unos molinos multicolores. Abraza cuando te sumerges entre sus caprichos mar adentro, cuando le dedicas la más pícara de las sonrisas, cuando le das el último beso de la noche, el que da paso a los sueños. Cuando te tumbas con él a saborear la importancia de jugar en el césped de casa.

Te vi por primera vez cuando apenas tenía unas horas. Eras el primero que llegaba al mundo. Y yo la primera en cruzar esas puertas del hospital para conocerte. Resultaste tan real entre la irrealidad donde te escondiste durante el embarazo que sólo pude emocionarme. Pasó en medio de paredes que olían a cansancio y alegría. Entre risas de quienes presenciaron la ilusión que vivían mis sentidos. Y entre mi propio asombro. Y es que, aunque hoy nos burlemos de aquel rostro apenas situado en este mundo, en ese entonces eras cuerpo envuelto en poesía.

Nos tuvimos que separar pronto por el anhelo del descubrir que invade algunas sangres y no nos deja vivir nunca en paz. Nos persigue cuando se ha instalado la calma y nos cuestiona, luego, el vivir en frenesí. Aunque su peor cara es que nos obliga a escoger. Entre la calidez de casa y la fascinación por tierras lejanas. Y aunque siempre fue duro partir, desde que tú llegaste lo ha sido más. Lo fue entonces, ese mes de enero de 2007 y lo fue un año más tarde, cuando regresé, como dice el tópico, a casa por Navidad.

Aunque, tu sabes, mejor que yo, que siempre estuvimos unidos. Eres de los que han nacido con Internet integrado en sus vidas. A través del skype nos pudimos ver cuando solicitabas una tía que vivía al otro lado del Atlántico. Pudimos no echarnos de menos demasiado, aunque no siempre que me llamaras estuviera frente al ordenador. Y yo pude escucharte decir las primeras palabras. Seguí gozando de tu risa sincera y observé tus primeros pasos. No, no nos perdimos tanto como hubiéramos lamentado sin esa pantalla. Aunque claro está, la tecnología no sustituye el contacto.

Y por eso, siempre que nos hemos vuelto encontrar, tras meses de distancia, ambos lo hemos disfrutado sin medida. Lo saben los que nos rodean. De nuestras travesuras conjuntas. De esa complicidad que no se construye sino que viene en las células compartidas. Esas paredes que no deberían haberse pintado, esas gotas que cayeron más allá de lo permitido, ese dulce que otros no hubieran autorizado. Dicen que seré incapaz de educar a un hijo mostrando tanta debilidad. ¿¿Pero como puedo no mimarte?? Si tus ojos reflejan, como ventanas, una ternura que cautiva al más exigente de los padres.

Eres energía y calidez. Y cada vez más, carácter. No podía ser de otra forma viniendo de ese cauce de caracteres. Ya no dejas que te embauquen con la sabiduría de la experiencia. Has aprendido a decir “ven” y ahora eres tú que nos ordenas. Aunque afortunadamente, algunos son menos débiles que yo y conocen la negación. Esa que es tan necesaria para que aprendas que, entre las mil cosas que lograrás, habrá algunas que no podrás obtener. Lo meditas a menudo. O eso imagino, cuando te veo mirar al infinito. Pareces no estar pero siempre escuchas. Aprendes a ritmo de marea y ya tus dedos empiezan a moverse para figurar números. Tres semanas bastan para ver como galopa tu vocabulario.

Aunque lo mejor de observarte es ver que sigues siendo aquel hombrecito alegre que conocimos un 30 de octubre. Una buena amiga y psicóloga nos dijo una vez que eras un niño muy feliz. ¿Cómo puedes no serlo, con tanto amor que hay a tu alrededor? Eres una suerte y una realidad. Y nos haces con tu presencia inmensamente feliz a todos los que te gozamos. Llevas por nombre el apellido de un revolucionario cubano. También periodista, filósofo y poeta. Me encantaría que compartieras con él la pasión por las palabras. Esa de la que soy víctima yo también. Aunque sólo con que vivas tal y como sueñas, me daré por complacida.


Hoy dejaste esparcir el contagio de tu risa entre todos los que te escuchaban en la piscina. Dejaste que te miraran y te mimaran. Y ahora, en un ratito, serás el protagonista central de una cena de amigos. Nos reiremos contigo. Te brindaremos las mejores caricias y los gestos más efusivos de cariño. Y tú nos regalarás esa sonrisa cómplice, tus gestos graciosos y muchos, muchos gritos de alegría. Y así, Martí, harás que esos que hoy se encuentran alrededor de una mesa sean, por unas horas, un poco menos adultos y un poco más niños.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Eire, la tierra entre las tierras

Leí alguna vez que las palabras no pertenecen a quienes las escriben sino a quien las necesitan. Tal vez por eso, uno siente que a veces te persiguen, se ponen en los labios de alguien, asoman en los bares, se filtran en las llamadas, se sientan junto a ti a esperar que las mires, les hagas caso y les devuelvas a su patria… Esa hoja en blanco donde dejarán de ser recuerdo para convertirse en eternidad.

Eire me persigue desde hace días. Me silbó en el oído poco después de llegar de Perú a través de las memorias de Sonsoles, esa leonesa con la que compartí tres meses en un pueblo cerca de Dublín. Hacía poco que había empezado este blog y al escucharla, supe que Eire no tardaría en figurar en estas páginas. Podía haber sido el primer post dedicado a esos viajes que te marcan de por vida. Pero le pasó delante Lanzarote. De forma súbita e inesperada. Como si la isla volcánica reclamara su sitio en honor a la Kalima que da nombre al blog y que siempre reivindico entre las mejores memorias.

Pasaron los días. Alguien muy especial leyó el post de Lanzarote y me pidió que escribiera sobre Eire. Quería saber de esa tierra que nunca ha pisado a través de mis sensaciones. Le dije que lo haría. Que su espacio estaba ya adjudicado en las líneas de este blog como en las minutas de eternidad que se acumulan en lo largo de una vida.

Hace unos días conocí otro amante del país de James Joyce y Oscar Wilde. No lo supe hasta ayer, que hicimos honor a Eire en el bar de su líder revolucionario. En el Collins de Sagrada Familia me he emborrachado, he debatido de amor, he robado un micrófono a un cantante, he besado a escondidas, he reído y he delatado mi abstinencia. Ayer me tomé tres Guiness. Volví a debatir. Más y más fuerte que otras veces. De abandonos, del derecho a criticar, de las aberraciones que no tienen patria, de los riesgos del periodismo.

Hoy pasé de nuevo por delante del Michael Collins. Había acabado de comer y me estaba refugiando en el parque que hay delante para sumergirme en ese libro que acompaña mis almuerzos y algunas noches. Hablaba de despedidas. Y pensé en los taxis. Y en los momentos previos a subirse a un taxi. Cuando te despides de alguien, y hay tanta metáfora en el como te despides, que podrían escribirse ensayos y ensayos. Y ello estuvo a punto de robarle el espacio a Eire. Pero luego seguí leyendo y el recuerdo de un mar que me fascina me hizo pensar en los viajes. Dejé perderse la mirada entre los árboles del parque y sentí a Eire respirando detrás mío.

Así que dejo los taxis y las despedidas para otro día y homenajeo, con este post, a una de las tierras que más me ha seducido. Que me persiguió durante años y sigue formando parte de las memorias que más me sacuden con sólo escuchar tu nombre. No es para menos. No conozco un solo viajero que no se haya enamorado de tus valles, de la mezcla de colores que se citan en tus playas, de los bares donde se confunden las edades, de los puentes que cruzan Dublín.

Te conocí cuando tenía 18 años. Era el verano del 99 y ese número marcó tanto el porvenir que todavía hoy lo combino para escribir las contraseñas de algunos accesos. Había terminado primero de bachillerato y quería mejorar mi inglés. La experiencia no era nueva. Había vivido veranos en Francia desde los 13 años. Y sí, en cada uno de ellos pensé que era lo mejor que había conocido hasta el momento. Pero nunca, nunca antes necesité 9 meses para conseguir regresar de allí, estando aquí.

Eire supuso una carta de libertad. A vivir sin consciencia de nada más que el derecho a descubrir y a sentir. Aunque ello contradijera otros sentimientos. Supuso la fascinación ante los paisajes más vírgenes que había visto nunca. La osadía nocturna. El acercamiento a Robbie Williams, que ese verano cantaba “Angels”, como el augurio de algo que iría siempre vinculado a Eire. Y que todavía hoy sorprende a quien me escucha decir: “Esta canción sonaba el verano del 99”. Sí, las fechas significativas sólo se recuerdan por vivencias igual de especiales.

Y Eire logró esa magia de los recuerdos eternos que dan miedo porque nunca volverán a ser los mismos. No podría imaginar ese pueblo donde dormí durante algunas noches y madrugué tantas otras, edificado como me cuentan está ahora. Prefiero el Rush de los campos vírgenes, donde nos colábamos con Sonsoles y Giorgia a observar esa isla que decían pertenecía a un rico extranjero. Las noches vividas al lado del mar con la única construcción de las rocas.

Prefiero las decenas de parques a los que podía llevar a Robbie, el niño que cuidaba, a los miles de edificios que ahora le dan carácter de ciudad. Prefiero seguir pensando que Rush es ese pueblo con casa unifamiliares y jardines en todos los patios. Donde todas las calles desembocan en el mismo parque y no resulta extraño encontrarte a los amigos en el mismo videoclub. Donde el supermercado es uno y el bar siempre el mismo. Donde la calidez es la bandera con la que os identifican. Y la Guiness la única cerveza oficial. Aunque esto, seguramente será lo único que no habrá cambiado.

Me enamoré tanto de Rush que durante todo el tiempo que viví en Eire, nunca me alejé de ella más de dos días. Visité Dublín para cruzar el río Liffey, beber en el Temple Bar, pasear por los jardines del Trinity College y darme cuenta que los verdaderos habitantes de O’Connell Street en verano eran los españoles. Para saludar a Molly Malone, ese personaje que nadie sabe si existió de verdad o es mito, que protagoniza una de las canciones más conocidas del folclore irlandés. Para subirme en sus autobuses de dos pisos. Para conocer la fábrica Guiness. Para enseñársela a mi hermana y ese novio de entonces.

Creo que, en realidad, visité Dublín para no decir que no había estado en él. Para saber que había conocido algo más que aquel pequeño escondite llamado Rush, donde me sentí siempre arropada por la calidez de sus habitantes. Donde me encantaba salir a caminar. Si llovía mejor porque era un verano extrañamente seco y queríamos sentir la esencia de esa tierra. Empapadas llegamos a decenas de fiestas y pedimos entrar en el Harbour Bar, el único que había por ese entonces y donde terminamos poniendo cócteles en las noches de máxima borrachera. Ahí me declaré a Michael, tuve que enfrentar la mirada de su hermana y el susurro de sus amigos. Qué poco me importaba!!

Desde Rush acudíamos a las clases que nos habían concertado en Malahide. Y cogíamos los minibuses nocturnos para ir a la discoteca de Skerries. En sus calles paseamos en bicicletas “prestadas”, retamos la salida del sol, la propiedad de los besos y el sentido de la cordura. El valor de soñar y la dificultad de aterrizar cuando tu avión despega de Eire. Y saber que aunque lo dejes, una parte de ti se quedará para siempre ahí. Para resguardar cada una de esas letras que ahora han volado hasta esta, tu eternidad.


A tí, David, por alentar mi escritura

domingo, 24 de agosto de 2008

De profesión, Naïf

El pasado miércoles me fui al cine con un buen amigo. Nos tomamos unas cervezas antes, discutimos un rato sobre quien escogía la película y, finalmente terminamos viendo “Trabajo ocasional de una esclava”, del alemán Alexander Kluge (1973). Había sido mi elección. Una elección tomada impetuosamente tras leer la sinopsis. Debo admitir que me seducen los conceptos de lucha social y derechos humanos, aunque parezcan carecer de sentido de tanto que se repiten.

“Reflejo de una época convulsa, esta polémica película es la mejor muestra del cine social más combativo. Una película impensable, por su valentía y realismo, de filmarse hoy en día”, señalaba el tríptico. Bueno, la verdad es que no creo que sea para tanto. De hecho, la producción y el guión no son de los mejor que he visto en esta vida. Según mi amigo, bastante pésimos. Y sin embargo, la ocasión sirvió para enzarzarnos en un profundo debate sobre los principios, la lucha y la ingenuidad.

Kluge, a quien se ha considerado el padre del Nuevo Cine Alemán, narra en la cinta la historia de Roswitha, una mujer que sustenta a su familia con el dinero que obtiene de practicar abortos mientras su marido todavía estudia. Descubierta por la policía, decide desistir de ello y se involucra luego en el mundo de la política. Intenta convencer a directores de periódicos para poner en portada noticias que considera afectan a su país, viaja en coche sola hasta Portugal para demostrar el cierre de una fábrica, burla las medidas de seguridad para informar a los trabajadores de ello,…

Mientras ello ocurría, K. me decía al oído algo parecido a “Qué ingenuidad!!”. Le miré fijamente, creyendo recordar que él es uno de mis amigos que más defiende la persecución de los principios, y le dije: “Luego hablamos de eso”. Ya fuera del cine, todavía incrédulos con el súbito final de la cinta, y entre risas por la mejorable producción, descubrí la causa de esa frase. Tenía que ver con una situación familiar que atraviesa. Justo y precisamente por problemas legales asociados con defender las ideas propias.

“A veces no puedes hacer todo aquello con lo que crees porque ello puede repercutir en la gente que tienes alrededor”. Le dije que lo entendía, pero que pensar así no dejaba de sonarme a absoluto egoísmo. “Le pides a alguien que no siga sus principios porque otros pueden salir perjudicados, y sin embargo, con ello te olvidas de lo que para él es importante”. Me sonaba a sumisión por miedo. A conformismo por temor a defraudar a quienes no piensan igual. A negación, a abandono de las ideas, que creo es lo único que nos pertenece. Y no siempre.

Tras ponerle nombre y causa al debate, entendí el por qué de ese argumento en él, que tan crítico ha sido con el funcionamiento de algunas de nuestras instituciones. Y que tanto ha compartido conmigo el derecho a la ingenuidad. Las generalizaciones son la peor aproximación. Y una vez concretado el caso, entendía a lo que se refería. Y sin embargo, seguí protegiendo mi argumento. Sólo que con un añadido: la necesidad de ser consecuentes, que en la práctica pasa por llevar a cabo acciones.

“Pero Angels, no podemos cambiar el mundo”. No, no podemos cambiarlo porque no tenemos esa responsabilidad. Ni las herramientas. Ni el derecho a modificar la vida de miles de personas que están encantados con esa forma de vida, de la que nosotros también formamos parte. Sólo podemos lanzar al aire pequeños gritos de alerta sobre lo que pasa en algunos sitios. Proporcionar ínfimas dosis de aliento a quienes lo piden. Llamar a las agresiones por su nombre, a los agresores a sus destinos y alentar a quienes deben hacer cumplir las normas a que así lo hagan.

Para algunos, eso se llama intervención. Y es verdad que actuar, sobre todo cuando se realiza en nombre de gobiernos, puede ser sinónimo de otras vulneraciones de los derechos humanos. Puede legitimar, como lo ha demostrado la historia reciente, la invasión de países y la perseverancia de otro tipo de colonialismo. Sí, Enrique, puede imponer la idea que Occidente tiene de libertad y de respeto. Y permitir que, con ella, se derrumben dictaduras y se instauren nuevos tipos de protectorados.

Y sin embargo, sigo creyendo que algunas situaciones merecen ser denunciadas. Puestas en escena. Visualizadas. Con este fin y para ello entiendo el periodismo. Por su influencia en nuestras sociedades. Como pantallas. Como altavoces. Que a veces difunden el mensaje más banal de los políticos más necios. Que a menudo sirven para fomentar la batalla política. Que casi siempre persiguen el lado más superficial y sensacionalista.

Que habitualmente no cuentan toda la verdad y tienen claras influencias políticas.

Pero que, a veces, sirven para que sepamos como viven los presos en Guantánamo, cómo se censura la oposición en China, qué pasó en Vietnam, por qué se sigue permitiendo la pena de muerte, qué hay detrás de los vínculos entre políticos y narcotraficantes, como han ascendido al poder determinados políticos, qué acusaciones de corrupción son reales y cuales interesadas.

Al contárselo, K. sonrío. Me abrazó y me dijo algo parecido a “Viva la ingenuidad”. Le correspondí a la sonrisa y al abrazo, y le dije que eso merecía un post. “Naïf. De profesión Naif”, me dijo. “Suena bien, no?? Genial”. Ese es el post que te prometí. Por compartir algunas causas, aunque quieras hacerme creer que las superaste. Por formar parte del club de los que quieren desafiar lo establecido.

Mientras pensaba en como estructurar este texto, me venían a la cabeza personajes que contribuyeron con la causa de la ingenuidad. Y pensé en una mujer que llevó, con 22 años, los derechos de los afroperuanos a una convención internacional. En una somalí (de la que ya os he hablado) que lleva escolta por anteponer a su vida la libertad de muchas mujeres. En una periodista rusa que murió por defender al pueblo checheno y atacar a los rusos. Y en otro periodista, esta vez polaco, que arriesgó decenas de veces su vida por contarnos al detalle los entresijos de la sociedad africana.

Y en Benedetti, que inmortalizó para siempre el derecho a la ingenuidad con su poema “No te salves”. Gracias por ese regalo. Al autor y al amigo que me lo obsequió.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Madrid, otra vez...

Escalofriante, sobrecogedor, trágico... Y otra vez en Madrid. La capital española ha sido escenario hoy de un terrible accidente aéreo que ha dejado, hasta el momento, 150 muertos y más de 20 heridos, la mayoría de ellos con quemaduras en el 80% del cuerpo.

La tarde ha empezado con 20 muertos. Parecía un accidente menor, pero a medida que avanzaban las horas, la cifra iba aumentando. Se ha hablado de 50, de 100 y finalmente de casi 150 fallecidos. Se trata del accidente aéreo más grave de los últimos 20 años en España, que vuelve a ser sacudida sólo 4 años después de que el 11-M provocara la aflicción de todo un país.

Hoy, el dolor vuelve a ser el protagonista. Está concentrado, sobretodo, en Madrid y en las Palmas de Gran Canaria, origen y destino del vuelo JK5022 de la compañía Spanair que se ha precipitado en la Pista 36 del aeropuerto de Barajas. Los hechos han sucedido justo cuando la nave iba a despegar y aunque las causas todavía no están esclarecidas, se sabe que se ha incendiado el motor izquierdo, lo que ha provocado que el avión chocara contra el suelo.

A esta hora, cuando el accidente está en boca de casi todos los españoles, las imágenes que van llegando son las previsibles en este tipo de tragedias. Equipos de rescate y ambulancias precipitadas al lugar de los hechos, familiares atendidos por psicológos, declaraciones institucionales, equipos de investigación que trabajan para esclarecer las causas. Y los cadáveres. Otra vez en Madrid. Y otra vez en el pabellón ferial de Ifema, donde ya fueron trasladados los casi 200 muertos que dejó el brutal atentado del 11-M.

La noticia me conmocionó entonces y me conmociona hoy nuevamente. Me remite, al instante, a la piel de los familiares. “No dejes que te afecte tanto, hay accidentes en todo el mundo”, me ha dicho mi padre al llamarle para contarle que la cifra rozaba casi los 150 muertos. Habíamos hablado poco antes para decirme que en octubre me iba con él y mi tío a Alemania para hacerles de traductora en una feria que necesitan cubrir para la empresa.

Cuando he visto el accidente, lo primero que he hecho ha sido llamar a mi hermana para que no nos metiera a los tres en el mismo vuelo. Lo habíamos hablado otras veces pero nunca lo habíamos hecho efectivo. Hoy se lo he pedido seriamente. Es la respuesta más egoísta. Más intrascendetal y problablemente menos lógica. Los accidentes no llegan cuando estamos preparados para ello. Ni suelen repetirse con tan poco tiempo de diferencia. Llegan y golpean sin avisar. Y al hacerlo, actuán como afilados cuchillos que dejan cicatrices de por vida.

Cuando vivo este tipo de tragedias mi cuerpo se divide. Entre el Yo periodístico y el Yo ciudadano. Ante las imágenes del 11-M, cuando el periodismo todavía estaba era un oficio ajeno, me dominó la aflicción, la indignación y la rabia. Llamé de inmediato a mis amigos en la capital. Me enojé por la capacidad de quien fuera de provocar una tragedia de esas dimensiones.

Tres años más tarde, viví el terremotó que asoló la costa central de Perú en la propia piel. Sentí cada segundo de los más de dos minutos que duró ese sismo desde mi departamento en Lima. Y luego, ayudé a la cobertura de esa tragedia, que dejaría finalmente más de 500 muertos. Los cuatro días que siguieron a ese 15 de agosto fueron sin duda los más excitantes profesionalmente que vivía en mi corta carrera periodística.

Coordinamos la llegada de corresponsales de otras delegaciones. Hicimos rondas entre los compañeros para no dejar la redacción vacía. Estuvimos en constante contacto con la delegación central de Madrid. Contamos historias de supervivientes, números de muertos, discursos institucionales y las grandes muestras de solidaridad internacional que llegaron. Cuando terminó la cobertura llegué a mi casa y descansé, recuerdo haber pensado: ha habido un teremoto y hay más de 500 muertos....

Regresaba de la burbuja a la que el frenesí informativo te deporta. Por eso, hoy cuando mi padre me dijo: “No dejes que te afecta tanto” y le espeté “Por qué no?? Hay 150 muertos y es aquí al lado”, me sentí un poco más reconciliada conmigo misma. Venía de trabajar en EFE, donde volveré a estar mañana desde primera hora. Probablemente buscando familiares de posibles víctimas catalanas. Seguro aislando, de nuevo, el lado emocional.

Esta profesión nuestra tiene esto. Nos obliga a ser de hielo cuando otros se resquiebran. Nos hace pensar en el orden de las ideas cuando fuera todo es caos. Nos impone firmeza. Nos obliga a informar. Y aún así, seguimos adictos a ella.

martes, 19 de agosto de 2008

Imágenes, ¿sedativos o estimulantes?


Las lecturas del domingo tienen un plus de satisfacción que no tienen las que realizamos entre semana. Son más pausadas, más profundas (los dominicales abruman por sus reportajes) y permiten regocijarse en aquellas breves
columnas que, de ser lunes, raramente leeríamos. Fue así como el pasado domingo me di con un texto de Vicente Molina Foix a la eternamente recordada Susan Sontag. El recorte, que no se presenta como un homenaje, termina siéndolo. Aunque la noticia, detrás de ello, no es sobre su vida, sino sobre su muerte en diciembre de 2004. En concreto, sobre su lucha contra la muerte narrada por una de las personas más cercanas a esta escritora y ensayista: su hijo David Rieff.

Supe de Sontag cuando ya había fallecido. Ella murió cuando yo empezaba la carrera de Periodismo, con lo cual me perdí la oportunidad de escucharla en vivo. De percibir esa energía suya que ha quedado para la posteridad como tantos ensayos y artículos en los que la norteamericana nunca fue condescendiente con lo que creía. Afortunadamente, las palabras son menos efímeras que los cuerpos y hoy podemos encontrar sus obras en cualquier librería.

En estos días, tras leer el artículo de Molina Foix, he pensado en Sontag. No a raíz de su carácter enérgico, sino por el profundo análisis que hace del uso de la fotografía en su ensayo “Ante el dolor de los demás” (Alfaguara, 2003), que leí en Lima el año pasado. La referencia ha aparecido ahora por la publicación, en casi todos los periódicos del mundo, de crueles imágenes de la guerra de Georgia. Pero en realidad, podía haberse hecho presente en cualquier momento. Y es que, desgraciadamente, los conflictos no escasean, las muertes son el alimento de muchos gobiernos y con ello, las fotografías macabras se han convertido en habituales de nuestros medios. Escritos y televisivos.

Y así, muchos desayunos se combinan con sangrientos cuerpos y otras tantas comidas van acompañadas de imágenes de cadáveres mutilados y familias destrozadas. ¿El objetivo? Aparentemente despertar la conciencia del lector o espectador. En realidad? En realidad nadie lo sabe. El debate sobre si nos sacuden o nos narcotizan con su carácter diario no se ha resuelto ni creo que se resuelva en los próximos años. Se trata de un hecho demasiado subjetivo para encontrar parámetros de medición fiables. Para Sontag el poder que ejercen esos píxeles sobre nuestras mentes son innegables.

Las fotografías de lo atroz ilustran y también corroboran. Sorteando las disputas sobre el número preciso de muertos (a menudo la cantidad se exagera al principio), la fotografía ofrece la muestra indeleble. La función ilustrativa de las fotografías deja intactas las opiniones, los prejuicios, las fantasías y la desinformación”.

Con esa afirmación, la escritora parece validar la creencia de que “Una imagen vale más que mil palabras”. Y sin embargo, hoy tengo dudas de que así sea. Es más, recuerdo el momento, en primero de carrera, en que un profesor de diseño periodístico nos negó tajantemente la validez de esta frase poniéndonos como ejemplo una foto tomada en una clase. “Según desde qué ángulo se tome la imagen puede mostrar una aula vacía o repleta de gente”, señaló. Entonces… la perspectiva otorga. O dicho de otra forma, el pulso del fotógrafo, decide.

En consecuencia, parece arriesgado establecer que las fotos validan, que su legitimidad es absoluta y que no puede existir manipulación de la realidad alguna. De hecho, hoy sabemos que la tecnología puede hacer maravillas. Aumentar los senos de una conocida actriz británica. Rejuvenecer al flamante primer ministro de un país no tan lejano. O eliminar los puntos negros de cualquier rostro.

No. La vara de la verdad no la ostentan las imágenes. Entonces, ¿tiene sentido publicar determinadas fotos? ¿Exhibir lo más cruel del ser humano? Sontag diría que sí. Pues según reseñó, “sólo a partir de la guerra de Vietnam hay una certidumbre casi absoluta de que ninguna de las fotografías más conocidas son un truco. Y ello es consustancial a la autoridad moral de esas imágenes. La fotografía de 1972 que rubrica el horror de la guerra de Vietnam, hecha por Huynh Cong Ut, de unos niños que corren aullando de dolor camino abajo de una aldea recién bañada con napalm estadounidense, pertenece al ámbito de las fotografías en las que no es posible posar”.

Como ésta, la historia nos ha regalado tantos otros planos macabros. Los miles de muertos en los campos de concentración de Auschwitz, en Polonia. Los cuerpos deformados por las bombas de Hiroshima y Nakasaki. Los excesos de soldados estadounidenses en las cárceles de Iraq. Los cuerpos esparcidos por carreteres de toda Ruanda. Los millones de habitantes castigados por el hambre en el continente africano.

La lista es interminable. Ahora, ¿lo es también el dolor que nos provoca? Funciona realmente como un estimulante el servirnos de aperitivo imágenes de las peores desgracias? O, por el contrario, su habitual presencia nos ha dejado inmersos en un estado de sedación . Nada demuestra que al ver la muerte en un trozo de papel nos sintamos obligados a actuar para hacer algo al respeto. Nada certifica que seamos más conscientes de lo que sucede al otro extremo del mundo. Es más, para algunos, su publicación sólo alimenta la retina del morbo. Esa que, además, prolifera cuanto más se alimenta.

Entonces, ¿se deben publicar esas imágenes? Los directores de arte de los periódicos se enfrentan cada día a la pregunta. Escogen unas y desechan otras. Y con esa elección, nos demuestran que, a veces, la metáfora también sirve en la fotografía:

Imagen del primer aniversario de los atentados del 11-M en Madrid



sábado, 16 de agosto de 2008

“Las noches son ellos”

Playas de la Mar Bella donde dormirnos. O permanecer despiertas, con el libro de Juan Cruz o el último de Philip Roth. Cremas para la espalda. Gafas para esconderse del sol.”. Pinzas con las que hacerse las cejas. Aquí, en la playa? Sí, es un hábito. Risas. Jajaja. Intentos por concentrarse. La música que azota la imposibilidad de leer. Sí, y no de un lado, sino de dos. Además del chiringuito, hay un loro!!. Noo, eso ya es demasiado. Y de repente, alguien que nos contagia de humo de marihuana. Diversión al completo!! Un helado? Ok. No hay de nata? Entonces sí, corneto royal, por favor. El sabor de ese chocolate veraniego, que siempre sabe especial. Sobre todo delante del mar. Las redes del voleibol. No, yo no juego darling. Me retiro, quiero descansar un poco antes de salir por la noche.

Una casa frente al templo de la Sagrada Familia. “Angelinesssss. Cuanto tiempo!! Oye, estás más flaca!! Qué flaca, que flaca, mira que panzota”. Jajajaa. Jajajaja. Entusiasmo y gritos que resumen 6 meses sin verse. Abrazos. “Oye pavas, qué es este escándalo?” Guapooo, como estás??? Y, Cuéntame, cuéntame, qué tal todo??. Bien bien. Másters en mente…sobrinos preciosos…sustituciones de verano en EFE…amores desperdigados. Más llegadas. Eyyy, qué tal?? Cuánto tiempo. Síii, por cierto, qué te ha pasado en la pierna? Me rompí el dedo pequeño por darle a una caja. Uauu, eso debe doler!! Presentaciones. De brasileños, catalanes, portugueses…

Preparamos la cena? Tú, acompáñame a buscar aceite! Si ya sabía yo… Yo pelo las patatas, ya que no puedo moverme. Yo hago la tortilla. Yo el pa amb tomàquet. Oye, por cierto, cómo hiciste para casarte? Uff, es que yo me casé en el país de él. Mmmm…yo que quería que me contaras todo el trámite. Te casas?? No de momento, pero lo haría. Y eso?? Ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda. Aceptación general. Cenamos? Venga. Tu niñaaaa, ven a sentarte a mi lado.

Oye, que no te entiendo lo que hablasss!!. Es que estáis desentrenados. Acento de Lleida y encima a mi velocidad? Se necesita práctica. Y la habéis perdido en ese tiempo. Una mesa y mil manos encima. Desaparece el embutido. Y la tortilla. Pero queda el último pedazo. El de la vergüenza no caduca, se impone en todas las comidas. Un homenaje a la ridiculez. Vencido el hambre triunfa el debate. Donar óvulos?? Porqué no?? Por que no!! Antes promover las adopciones. Impotencias, masculinas y femeninas. A debate también. El sida y sus peligros. Ayy, que profundidad. Venga, vamos al Collins a por unas birras.

Plaza universidad. Birra, agua y café. Unos sujetadores compradores en Internet. Menuda pijada niñaaa. Quieres impresionar a los hombres?? Jajaja. Tonta, son adquisiciones a subasta. Qué qué??? Oye, que yo soy de pueblo. Más risas. Mejores si compartidas. Amores en China. Que se fueron casi sin anunciarlo, cuando ya un billete estaba comprado. Las crisis derivadas. Un mensaje de móvil. Deduzco que eres X, pues sí, estoy muy bien, gracias. Jajajaja, que desfachatez!! Cuantos amantes tienes que no sabíamos?? Las broncas con el compi del máster y sus niñerías. No, ese mensaje es intolerable. Claro que síí, ahora hazte la dura. El orgullo en verano es más fácil de romper…

Un almuerzo cerca del Centro de Cultura Contemporánea de la ciudad. Ah, que bonito este sitio. Sí, yo vengo sobre todo porque los camareros son encantadores. Sí, son amables. El intento por llevar una conversación normal. Simular que los reproches desaparecieron con el tiempo. Pero no, no es tan fácil. Ah, al final no fuiste a la selva? No, el plan quedó en el aire al empezar a pedir las becas, pero lo tengo pendiente. Tu nuevo trabajo. Me alegro que lo disfrutes. Te cuento que escribo. Y que Columbia es la opción. Y que para llegar a ello, haré lo necesario. Soy una pija, no?? No, siempre te gustó lo bueno, Sí, eso no es delito. Para nada.

Fluye la conversación. Pasan las horas. Dos, tres y casi hasta cuatro. Es bonito creer que se marchitaron las reprimendas y se puede construir un nuevo cimiento. Pero no me contestas el mensaje que te mando por la noche. Sólo quería agradecerte ese libro que me quisiste dar hace dos años y que acaba de llegar a mis manos. Pero eres de hierro. Y un día te herí. Lo entiendo y lo asumo. Igual te quiero, de alguna forma.

Las fiestas de Gracia. Plazas, calles y callejuelas absorbidas por la muchedumbre. Escenarios en el cielo y en las paredes. Escenarios también reales. De música que podría ser mejor. Menos grunge y más pachanga, no?? Sí, pero es que en Gracia son muy modernos. Ahhh, ok. Tres horas para encontrar cerveza. Una hora más tarde llegan los otros. Besos y abrazos. Algunos tras mucho tiempo. Puestas al día. Brindis. Bailes. Risas. Y luego retirada. Parcial. Los otros terminan la noche en una terraza. Oyee, ella y yo dormimos en tu casa. Queee?? Bueno, ok, pero yo trabajo mañana. Ok, ok.

La caminata de media hora. Los pies destrozados. Una cama por favor. Dormirrr?? aquí no duerme nadie. Risas y más risas. La pava esta que no me deja cama para mí. El que trabaja que se fuga al sofá hasta que nos tranquilicemos. Me voy a ver los Juegos Olímpicos, que no me dejáis dormir. Oye no, vennn. Que nos sentimos fatal. Fugitivo de su propia habitación!! Regresa cuando nos calmamos. Hasta que llega un estornudo y nos morimos de la risa. Eso no es serio. Aquí no se puede dormir. Hoy nos odiará. Pero seguro también se reirá.

Gracia, Sagrada Familia, Plaza Cataluña, Universitat, Diagonal… Noches. Noches de verano que saben mejor después de un tiempo fuera. Una ciudad que no cambia pero se adapta. Y ellos. Turistas, periodistas, traductores... Amigos.

jueves, 14 de agosto de 2008

"Anna, Ayaan y Mahoma"

Hace casi dos meses, Anna* dejó Perú para irse a casar en Pakistán con un hombre que nunca había visto antes. Llevaban una “relación” de tres años a través de Internet. Habían tenido peleas y reconciliaciones. Habían superado la muerte de la madre de él, que le sumió en un estado profundo de tristeza, y la oposición de todos los amigos de ella. Habían hablado de sueños comunes, de construir una casa común, del sexo que un día compartirían y de formar familia. Y de religión, esa que compartían porque Anna, aunque fuera peruana, se había convertido al Islam hacía algunos años.

Cuando la conocí, no pude evitar preguntarle acerca de ello. En mi mente, como en la de tantos occidentales, adoptar el Islam como propio significa adentrarse hacia un mundo de restricciones, falta de libertad y obligaciones. Ella nunca lo vio así. “Cuando leí el Corán me di cuenta de que me daba tranquilidad, que respondía a muchas de las dudas que yo tenía en ese momento”, me contestó. Acude de vez en cuando a la mezquita de Lima, se niega rotundamente a usar velo y en su relación con su novio pakistaní rechazó desde siempre la sumisión. Cuando partió para conocerle, su maleta llevaba sus nervios pero también la preocupación de todos sus amigos y su familia.

Hoy, Anna es una mujer casada. Se casó de rojo cerca de Islamabad. Se ha adaptado perfectamente a la familia de su marido. Está feliz por haber cumplido su sueño y entre sus palabras no atisba el rostro del arrepentimiento para nada. En tres días regresa a Perú con su marido, el orgullo que siente por haber impuesto la osadía y la mirada más segura que antes.

Ayaan Hirsi Ali nació en Somalia. Vivió en Arabia Saudí, Etiopía y Kenia con una madre que le exigió obediencia, le anuló su capacidad de razonamiento y la consideró siempre la menos inteligente de sus hijas. Sufrió la rigidez de las escuelas coránicas, las largas horas de rezos y la sumisión total a las órdenes de su clan. A los cinco años le practicaron la ablación. Sin ninguna anestesia. Sin autorización paterna y en medio de parientes que le aguantaban las piernas. Con eso, quedaba cosida hasta que él día de su matrimonio, su marido volviera a abrir ese agujero a la fuerza. Era el precio de la fidelidad. Si su lecho de boda se manchaba de sangre, él lo exhibiría y la familia celebraría su pureza. Sino, se consideraría sucia.

Ayaan se dejó “perforar” por esta brutal penetración. Pero no el día de su boda, sino cuando ella quiso. Cuando sintió que la sangre le ardía por un hombre al que no amaba, pero deseaba. Sabía que ello le comportaría un sello que ya no podría eliminar pero prefirió el libre albedrío a los castigos del clan. Cuando finalmente su padre la casó con un somalí que vivía en Canadá, Ayaan buscó la forma de huir de ese matrimonio. Viajó a Holanda para esperar la visa a Canadá pero nunca fue a recogerla. Pidió la condición de refugiada y empezó a luchar por su libertad.

Hoy, la mayoría hemos escuchado hablar de ella. Ayaan ha sido diputada en el parlamento holandés, enarbola la defensa de las mujeres musulmanas y es considerada una de las personas más influyentes del mundo por su feroz crítica contra el Islam. En 2004 escribió el guión para “Submission”, el corto que dirigió Theo van Gogh y por el cual fue asesinado. Tras ese rodaje, Ayaan vive con guardaespaldas y viaja en coches blindados.

Anna y Ayan comparten el haber renunciado a sus religiones. Una para ingresar en el Islam, la otra para alejarse lo máximo posible de él. En estos días, tras haberme terminado la excelente biografía de Ayaan Hirsi “Mi vida, mi libertad”, he reflexionado sobre esta religión que me inquieta desde hace años. Siempre quise defenderla. Quise diferenciar los islámicos de los islamistas. Me negué a seguirle el juego a la política internacional, que desde los ataques del 11-M a las torres gemelas, había catapultado a todos los musulmanes a ser considerados unos radicales.

Luego vino el 11-M y aumentaron mis dudas. Pues los atentados ya no eran a kilómetros de casa, sino en Madrid. Las víctimas podían haber sido amigos míos. Y aún así, me rebelé de nuevo contra la equiparación entre seguidores y radicales del Islam. Supuse que, como en todas religiones, el grado del fervor es personal. Una opción. Y sobretodo, recordé las barbaries cometidas por esa nuestra religión, el cristianismo, que tan poco bien le ha hecho a la humanidad en algunas épocas. Y pensé que sería interesante contar, algún día, el número de muertes causadas por el Islam y las que ordenó la Inquisición.

Durante mi viaje a Lanzarote, sometí la tolerancia a la práctica, al decidir vencer el miedo que me daba acercarme a un chico saharaui por su religión. Laf resultó ser una de las mejores personas que he conocido en esta vida. Tiene los conceptos de bondad y respeto preservados intactos aún con los ataques de aquellos racistas que se empeñan en que todos los “moros” son iguales. Huyó de la droga aún teniéndola a sus narices. Rechazó la violencia del Frente Polisario que defendía su hermano. Y en Navidad, cuando viajé de nuevo a Lanzarote, fue el único de mis amigos en la isla que dio sangre para que mi amiga Mari saliera antes de la clínica. Ella nunca había aprobado del todo que pasara algo entre nosotros. Él dio sangre para ella.

Como no podía entender tal dicotomía, pensé que la respuesta de tales contradicciones en el si del Islam sólo podía estar en la interpretación que las personas hacían de los textos sagrados. Habíamos debatido el tema varias veces con amigos y siempre terminaba predominando la idea de que ni el Corán ni la Biblia podían contener algunas de las acciones que llevaban a cabo los radicales. Tras leerme la biografía de Ayaan Hirsi, veo las cosas de otra forma. El Corán expresa algunos buenos sentimientos, pero también alienta a las mujeres a someterse y cuenta sin tapujos, como Mahoma, tuvo relaciones con una niña de nueve años. Este es solo uno de sus pasajes:

“Los hombres tienen autoridad sobre las mujeres en virtud de la preferencia que Alá ha dado a unos más que a otros y de los bienes que gastan. Las mujeres virtuosas son devotas y cuidan, en ausencia de sus maridos, de lo que Alá manda que cuiden. ¡Amonestad a aquéllas de quienes temáis que se rebelen, dejadlas solas en el lecho, pegadles! Si os obedecen, no os metáis más con ellas. Alá es excelso, grande”.

Ayaan lo contó a las cámaras y fue perseguida. Sólo por llamar al profeta “pedófilo”, algo de lo que podemos acusar a nuestros obispos y no a los de otras religiones. La tolerancia no es aceptar la sumisión, ni la pedofilia, ni la ablación, ni las violaciones, ni los golpes. La tolerancia no es cerrar los ojos y defender la integración sin saber lo que estamos queriendo integrar.

* El nombre de Anna es un seudónimo.

lunes, 11 de agosto de 2008

"Lanzarote. Cantos de sirena"

Fue mi refugio. Sólo durante tres meses. Pero fue mi refugio. En un momento en que necesitaba aislarme de la civilización, esa que tiene su máximo exponente en las ciudades. ¿O será que eso es la jungla? Me lo cuestioné. Entonces y ahora sigo haciéndolo todavía a veces. Aunque creo que en ese momento no debatía el nombre, sólo sabía que no quería pasar el verano en ese enjambre de vehículos, turistas más rojos de lo habitual y calles invadidas de mesas veraniegas que es Barcelona. Así que huí.

Rechacé lo recomendable, como tantas veces antes y después he hecho, que era pensar en unas prácticas que me adentraran por primera vez en el mundo del periodismo. Prácticas no remuneradas, que en ese momento no me podía permitir. Barajé compaginarlo con algún trabajo en un hotel del Pirineo, pero cuando empecé a sumar horas, el resultado olía tanto a cadenas que decidí desistir de ello. Y me fui.

Había escogido las Islas Canarias, y entre ellas, una de las menos masificadas: Lanzarote. No tenía muchos referentes de esa isla más que su origen volcánico, que tiñe de negro la arena de las playas. Y el clima cálido que se adueña de sus costas durante todo el año. El resto… El resto fue el descubrir de un espacio, que a veces olvido entre las postales de veranos vividos que se entremezclan en la memoria, pero que en estos días me hizo revivir el escritor y periodista Juan Cruz en su blog “Mira que te lo tengo dicho”.

Lanzarote supuso romper con las obligaciones universitarias de un año que había sido especialmente intenso. Supuso la vida comunitaria de todos aquellos que trabajan en un hotel. Las miradas cómplices con algún camarero. La confluencia de decenas de nacionalices. El descubrir que las Canarias, aunque rocen con África y pertenezcan a España, tienen más esencia latina que peninsular. La indignación. De tantos inmigrantes que llegan a sus costas sin más certificado que una mirada de desconcierto. La diversión. De noches y noches en Puerto del Carmen donde me convencí que el género era la salsa y los hombres, los latinos.



Aunque sobretodo, Lanzarote supuso la libertad. La de pasarme horas y horas jugando con niños en el hotel. La de tener coche para explorar y descubrir esa isla que es tan chiquita que resulta casi imposible no ver el mar por ambas costas. Nuestro más fiel compañero de rutas. Aquel que a veces cuidamos y otras, llevadas por la velocidad del aire que rozábamos con las manos, sometimos a su máxima potencia. Nunca fue peligroso. En las carreteras de Lanzarote, custodiadas por lavas en forma de imaginación, no se puede correr. Se puede soñar, dejar que el tiempo fluya. Imaginar como será el Sáhara de verdad al que recuerdan pueblos como Haria.

Se puede escribir…Y dibujar. Desde cualquiera de los bares de Playa Honda, Playa Blanca o La Santa. Todas ellas dan al mar. En todas ellas no existe más ruido que el horizonte y más vista que las olas que retan las rocas. Se puede creer que algunos habitantes consiguieron vencer la rigidez de la lava y lograron cultivar viñedos en medio de campos negros. Se pueden ver lagunas verdes porque las algas tuvieron un repentino capricho. Sonreír desde el Mirador del Río, al observar la isla de la Graciosa. Y querer sentir que si cierras los ojos no hará falta un barco para llegar hasta ella.

Se pueden conocer diferentes tipos de cactus. Y miles de cuevas subterráneas formadas por los juegos de la lava en Los Jameos. Acercarse al Timanfaya y comprobar que esa tierra, como toda pero más que otra, late de vida todavía hoy. Y perderse entre los jeroglíficos de los caminos que recorren el Parque Nacional. Y escuchar hablar de un hombre, con una energía y una vitalidad inmortalizada por todos aquellos que le conocieron, que ideó una isla de casas blancas con ventanas verdes y azules. Y visitar el sitio donde acercarse un poquito más a su obra: la Fundación César Manrique.

Mi hermana viaja en un mes a Lanzarote. Me preguntó hace un tiempo qué tal era. Le dije que a mí me había encantado pero que a algunas personas no les gustaba. Ayer, almorzando en Calafell, volvimos a hablar del tema. Y empecé a recordar sitios y recomendarle visitas. Y a contarle que hacía poco había leído a Juan Cruz, que se encontraba en la isla y había hablado de unas piedras que recogió en Famara, esa playa que “te atrapa al llegar como una presencia y como una ausencia al mismo tiempo”.

Y me di cuenta de que hablar de ello despertaban en mí unos cantos de sirena. Que tenían nombre de Lanzarote, subían por las paredes del pasado, cruzaban la nostalgia y arremetían contra el presente. Hasta que le dije, con la mirada en el recuerdo: “No sabes cuanto daría ahora por estar ahí”.

viernes, 8 de agosto de 2008

“China, vitrina de contradicciones”


China ha limpiado sus calles, ha alterado la espontaneidad de sus ciudadanos, ha escondido su lado más polémico y se ha expuesto en vitrina. A partir de hoy el producto que ha creado para estos Juegos Olímpicos será expuesto ante los ojos del mundo. Será sometido a evaluación mundial. Pero detrás de esta vitrina se esconde una despensa de irregularidades, vulneraciones a los derechos humanos y una sarta de contradicciones. La primera, haber logrado ser el primer régimen político comunista que aplica el capitalismo más bestia.

Durante el almuerzo previo a la ceremonia de inauguración de los Juegos, su presidente, Hu Jintao, abogó hoy por defender el “llevar la solidaridad, la amistad y la paz” a “todo el mundo” y “facilitar intercambios entre la gente de todos los países, profundizar en el entendimiento mutuo, realzar la amistad y superar las diferencias, y promover la construcción de un mundo armonioso".

A más de uno, el sermón le habrá parecido la más grande de las hipocresías. Y es que un país donde se detienen ciudadanos sin garantizar juicios justos, se limitan los derechos de información y expresión y persiste la pena de muerte no parece poder enarbolar la bandera del espíritu olímpico que tanto suena en estos días.

No, China no es la meca de los derechos humanos. Ni parece que tenga intención de caminar hacia ello. Cuando se le concedió la organización de estos Juegos, el país se comprometió a respetar “los valores a asociados a la tradición olímpica” y a mejorar la situación de diferentes sectores, como la salud y la educación. Sin embargo, según un informe de Amnistía Internacional, hecho público 10 antes de la inauguración de la gran cita, ha ocurrido justo lo contrario.

Ahora bien, que sea precisamente el presidente norteamericano, George Bush, quien exprese su “profunda preocupación” por la situación de los derechos humanos en China ya roza el sarcasmo. Bush mostró ayer su rechazo “con firmeza a la detención de disidentes políticos, defensores de los derechos humanos y activistas religiosos”. Y claro, el gobierno chino le mandó al carajo, o lo que es lo mismo, le pidió no inmiscuirse en sus “asuntos internos”. Sólo le quedó rogarle mirarse al espejo de su política exterior, que, por cierto, tanta popularidad le ha traído.

Más contradicciones. La de la justicia y la política. Mientras una España celebra por todo lo alto la llegada de los casi 300 deportistas que participarán en la cita olímpica, otra España abre causas contra los chinos. Y así, tenemos al príncipe Felipe en Pequín rodeado de olímpicos a quienes considera la “mejor imagen de España”, mientras en Madrid el juez de la Audiencia Nacional, Santiago Pedraz, decide investigar la capital olímpica por la represión de la revuelta tibetana del pasado marzo, que causó más de 200 muertos.

Como a Bush, Pequín ha mandado la justicia española a otros lares. Sólo que en este caso, ha preferido ignorar la investigación que mandarle decir a Pedraz que no se inmiscuya en sus asuntos internos. Prima la cordialidad. Entre estados y para el bien de los estados. O dicho de otra forma: "las relaciones entre China y España gozan de buena salud", dijo ayer el ministro de Asuntos Exteriores y Cooperación español, Miguel Ángel Moratinos, tras entrevistarse con su homólogo chino, Yang Jiechi. No cabe en estos momentos de celebraciones andar con juicios, le faltó decir a Moratinos. Son días de jolgorio, de inauguraciones y de mostrarle al mundo la mejor cara de China.

Y, sin embargo, hay quien asegura que el país asiático tiene, y de sobras, motivos para preocuparse. El pasado lunes, el activismo islámico uigur protagonizó un atentado artesanal con cuchillos y bombas caseras que se saldó con 17 muertos. El activismo tibetano logra burlar la policía exhibiendo pancartas a favor de la libertad de la región y hoy la inauguración de los Juegos ha venido acompañada de una carta firmada por 127 atletas disconformes con el régimen.

La misiva, dirigida al presidente Hu Jintao, pide una “solución pacífica” para el Tíbet, el respeto a la libertad de expresión y de religión y la abolición de la pena de muerte.

No, la situación en plenos Juegos Olímpicos no parece la ideal. Y, sin embargo, los ciudadanos pasean ajenos a cualquier tipo de amenaza y celebran felices el inicio de sus Olimpiadas. Ayer volcados a las calles para esperar la antorcha olímpica y hoy pegados delante del televisor, los chinos no parecen, por nada, traumados por las “recomendaciones” con las que su gobierno los ha boicoteado durante meses.

Prohibición de llevar calcetines blancos con zapatos negros. Prohibición de escupir. De estrecharle la mano más de 3 segundos a un desconocido, de preguntarle por su edad, su matrimonio o su salario. Prohibición también de pelearse a las puertas de los autobuses o los metros. Mejor hacer cola. Prohibición de ir con pijama en medio de las calles, con el pantalón arremangado por las rodillas o la camiseta por encima de la barriga. Prohibición de descalzarse en los trenes y poner los pies en el asiento del compañero. Sí, los chinos van a intentar cumplir, en estos días, con estas prohibiciones fuera del estadio olímpico. Mientras, dentro, su presidente hablará de libertades, compromisos y entendimiento mutuo.

Pareciera que China encabeza la más grande contradicción del mundo en estos momentos. Y sin embargo, hoy el corresponsal de la Vanguardia en Pekín, Rafael Poch, me hizo repensar este derecho a la crítica ajena:

Puede que en Occidente (alrededor del 13% de la población mundial) estos juegos sean "polémicos", pero ciertamente no para los chinos y, seguramente, tampoco para la mayoría de los africanos, latinoamericanos, asiáticos, etc. Este mundo ya no es nuestro patio particular. Hay que abrirse a otras sensibilidades y maneras de funcionar, y olvidarse de los esquemas maniqueos en blanco y negro.

Los Juegos se celebraron sin problemas en Ciudad de México en 1968, diez días después de la matanza de la Plaza de las Tres Culturas, con centenares, sino miles, de estudiantes muertos. Fueron los "juegos de la paz". En 1984 se celebraron en Los Ángeles, pocos meses después de la invasión de Granada y en la década en la que los regimenes apoyados por Washington masacraron a 200.000 personas en América Central, el 1% de la población de los siete países de la región. En 1988, los Juegos se celebraron en Seúl, cuando Corea era una dictadura, con una matanza importante reciente y una historia de 100.000 fusilados en los años cincuenta. (La Vanguardia, Deportes, 08-08-2008).


Sí, puede que en todos esos casos, también hubiera vulneraciones a los derechos humanos. Y puede que no lo viéramos. O que lo hayamos olvidado. En ese caso, toca revisar la historia. O, en su defecto, hacer memoria. Este mundo no es nuestro patio particular. Pero los derechos humanos debieran ser el patio obligado de todos los países. Incluído el nuestro.

miércoles, 6 de agosto de 2008

"Sí, acepto"


En estos días, y debido a la situación de un muy buen amigo extranjero, me he planteado una cuestión que ha dejado a más de un pariente y conocido con la boca abierta. Sí, me casaría. Me casaría para lograr que alguien, a quien además tengo más que un profundo aprecio, pudiera vivir en nuestro país de forma legal. Me han mirado con caras de sorpresa, me han alentado a que me lo pensara dos veces, me han preguntado si estaba segura.

Y yo he contestado en todos los casos. “Sí, estoy más que segura”. No del tipo de sentimiento que nos une, ni de que nuestra amistad no se resquebraje jamás. De lo que estoy convencida es del gran profesional que X es y de que merece una oportunidad en nuestro país.

Al final, les digo, no tenemos hijos en común, nada de patrimonio. Podría ser una unión puramente burocrática, que se puede romper en unos meses. Unos meses y, si uno quiere, lo único que quedaría sería un boleto de libertad para explorar los 27 países que hoy constituyen la Unión Europea. Al final, el precio no es tan alto. Es por eso que los denominados “matrimonios de conveniencia” se han disparado.

Según publicaba “El País” el pasado 28 de julio, este alza ha puesto en guardia al Ministerio de Justicia, que en 2007 paralizó casi 500 bodas de este tipo. Este año, la cifra puede elevarse a 516, lo que dista, y mucho, de los 70 casos que fueron suspendidos el año 2000. Y, aún con el riesgo, sigo pensando: Sí, me casaría. Sí, permitiría que X pudiera estar legal en nuestro país y así gozar de todos los beneficios que España, aún con su Crisis, tiene frente a otras regiones con mayores desigualdades sociales.

Y de hecho, me alegra comprobar que no soy la única que lo haría sin necesidad de dinero. Porque, las cosas están claras, la situación cambia si hablamos de la existencia de mafias que, a cambio de unos centenares de euros, te aseguran una ilegal legalidad. Pero éste no es el caso de la sevillana Ángela Moreno, de 38 años, quien admite abiertamente, en el mismo periódico mencionado, que se ha casado dos veces para que dos africanos pudieran conseguir la residencia española:

La primera, a los 22, con un inmigrante senegalés que había visto en una sola ocasión. El chico, de 24 años, se le acercó y le dijo, en francés: "O se casa usted conmigo o tengo que regresar a África en un mes". Moreno decidió aceptar la insólita proposición. Diez años después, tras el divorcio, un marroquí vino a ella con las mismas intenciones. Y volvió a acceder. "Sí, cambié mi estado civil para que ellos pudieran quedarse en España. Sin más historias", dice con rotundidad esta mujer que se declara "involucrada con la inmigración y las fronteras, activista política y comprometida con los derechos de todos" (El País, Sociedad, 28-07-2008).

Y es que pensar en quedarse en España sin tener las espaldas cubiertas con un sello que te autorice la residencia ha dejado de ser un sueño. Más bien al contrario, se ha convertido en una pesadilla para varios miles de latinos que, desde su continente o fuera de él, siguen observando con indignación la denominada “Directiva de retorno de los inmigrantes”, aprobada por el Parlamento Europeo el pasado 18 de junio. “Primero nos conquistaron, luego explotaron nuestras tierras y ahora legislan para echarnos de su continente”, escuchaba en Perú de boca de un amigo poco después de darse a conocer la controvertida norma.

Y es que, lejos de ser considerada un éxito por lograr armonizar las distintas políticas sobre inmigración ilegal de los países miembros de la UE, aquello que se consiguió con tal norma fue armonizar la cólera de colectivos de inmigrantes y ONGs. ¿Las razones? Posibilidad de que los “sin papeles” sean retenidos en centros de internamiento hasta 18 meses mientras se tramita su expulsión. Autoridad para detenerlos con una mera orden administrativa. Negativa a regresar al país de donde fueron expulsados en 5 años. Y la gota que colmó el vaso: Autoridad para expulsar menores de 18 años no acompañados.

Que la inmigración debe ser controlada, no lo dudo. Lo que sí cuestiono es que ésta sea la mejor manera a la que puede aspirar una Europa que si buscara en su memoria, recordaría que ella también fue emigrante. Para aquellos que no lo vivieron, los invito a visitar la exposición “De la España que emigra a la España que acoge”, que se puede ver en el Centro Cultural La Nau de la Universitat de València. La muestra empieza así:

“Los españoles también fuimos emigrantes, es más, también fuimos inmigrantes ilegales. En busca de un futuro mejor, cruzamos océanos y fronteras, para empezar de nuevo en un lugar ajeno. España ha cambiado tanto, que hoy nos cuesta reconocernos en la mirada de esos otros, los que hoy vienen a nuestro país con idéntico propósito, con la misma historia a cuestas que, hace apenas unos años, portaron consigo millones de hombres y mujeres españoles”.

Y para los que no queden convencidos con el texto, la exposición recrea, a través de la instalación “Ulises”, del artista Fernando Clavería, las rudimentarias escaleras hechas con troncos que utilizaron algunos inmigrantes españoles para cruzar la valla de Melilla. Hoy, el sentido del camino a un mundo mejor se ha invertido. España acoge y no desplaza. Firma convenios de repatriación y aplaude la medida del Parlamento Europeo.

Y con todo, todavía no supera el nivel de otros países, como Italia, que ayer despertó con su ejército habiendo tomados las calles de las principales ciudades. La medida, ideada por el siempre sagaz primer ministro Silvio Berlusconi tiene como finalidad, entre otros propósitos, controlar los centros de identificación de inmigrantes. En medio de poblaciones azotadas por el calor, con escasa presencia de ciudadanos en la calle, la imagen debía parecer más un thriller que la pura realidad.

Por suerte, algunos, como la escritora Maruja Torres, prefieren ponerle humor al asunto, aunque sea a través de la parodia, ese género que aunque afilado, parece que duela menos que la cruda realidad:

–¿Oiga? ¿Está Dios? Ah, es usted. Buenas noches, sí, bien, gracias a usted.
Nos mira, con aquella sonrisa de salvaje inocencia que tenía. Y sigue:
–Era para preguntarle si usted, que todo lo puede, querría llevarse a los negros al cielo. Sí, como los angelitos negros de Machín. Luego a los magrebíes, luego a los colombianos, luego a los argentinos, luego a los peruanos, luego a los brasileños… No, no, a los del fútbol, no. Pues nada, que si puede, lo intente, porque crean muchos problemas al hombre blanco, ¿sabe? Que al fin y al cabo, blancos nos creó usted, y mire ahora qué follón tenemos con los otros. (El País Semanal - 03-08-2008 )

Muy probablemente, X buscará la forma de permanecer en nuestro país sin pasar por una “boda de conveniencia”. Pero si en cualquier momento necesitara acudir a este modo, diría sin pestañear: “Sí, acepto”.

lunes, 4 de agosto de 2008

"Escribir"

Para compartir. O tal vez para esconderse en la soledad del papel. Para intentar llegar a una multitud. O para encontrarse a uno mismo. Para construir mundos que no existen en la realidad. O para intentar que la realidad se acerque más a ese mundo soñado. Para denunciar. Para reírse. Para sanar nostalgias.

Para jugar con las palabras. Para retar al sueño. O para ayudar a que éste llegue. Para recrear pasados que nunca se fueron del todo. Para tejer futuros. Para tocar la libertad con las yemas de los dedos…

Son miles y tan variadas como las miradas las razones que llevan a uno a decidir escribir. Puede que muchos incluso lleguen a morir sin saberlo. Otros tantos nos han regalado sus razones, haciendo de ese porqué un lema en su vida. “Uno es novelista porque no puede no serlo”, declara la española Rosa Montero, hija “estrictamente del boom latinoamericano”, como ella misma admite, quien no duda que “escribir es amar”.

Pero el amor, como cualquier batalla, no está exento de vaivenes, no se libra de su cara más amarga. Y por eso, lejos de esa visión romántica de la literatura, nadie duda hoy que casarse con las palabras es casarse también con el sufrimiento. “Un escritor es como un artillero. Está condenado, lo sabemos todos, a caer un poco más abajo de su meta”, sostiene Enrique Vila-Matas, y añade:

“Un escritor debe tener la máxima ambición y saber que lo importante no es la fama o el ser escritor sino escribir, encadenarse de por vida a un noble pero implacable amo, un amo que no hace concesiones y que a los verdaderos escritores los lleva por el camino de la amargura”.

Y sin embargo, algunos seguimos atados al sueño de escribir. Puede que sin un objetivo concreto. Sin la intención de convertirnos en alguien por el mero hecho de usar las palabras. Quizás más por transmitir que por narrar. Más por querer recrear que por aspirar a innovar. Sólo sabemos que nos gusta escribir y que eso no es algo que se pueda silenciar.

Cuando decidí crear este blog, y en medio de la incertidumbre de escoger un nombre para bautizarlo, un buen amigo me propuso titularlo. “Confieso que escribo”. Bueno, la confesión está hecha, pero en cualquier caso, me parecía demasiado grandioso tirar por ese camino.

Y sí, escribo desde hace años. No puedo decir qué edad tenía la primera vez que tomé conciencia de que lo hacía. Solo recuerdo que, antes de hacer un giro rebelde en mi vida, escribía poemas en la casa de mis padres y se los leía en la cama. Luego las obligaciones escolares me pusieron a prueba de profesores y tutores que nunca dudaron que mi opción eran “las letras”. Llegué a hacer enloquecer a más de uno con la obsesión, en una determinada época, de estudiar aeronáutica.

Yo sólo quería observar la tierra desde otra óptica, mucho más completa, reservada hasta entonces a unos pocos, y sin duda más lejana. De alguna forma, quería resolver porqués, conocer las interminables dudas que rodean el misterio del universo. Todavía hoy me pregunto como funciona ese engranaje que permite que todo gire con tal perfección. Sólo que ahora a esas dudas se le sumaron muchas otras. A algunas no consigo encontrarles respuesta. Otras he aprendido a resolverlas.

Sea como sea, nunca me atormentaron tanto como para enloquecer. Más bien al contrario, se convirtieron en esencia de esta profesión para lo cual existe el consenso generalizado de que el único ingrediente básico es la curiosidad. Escribir bien ayuda, incluso es necesario, en ocasiones. Pero nunca es requisito indispensable. Porque en cualquier caso, aunque hermanos, la literatura y el periodismo, no siempre se dan de la mano.

De hecho, escribí desde mucho antes de descubrir el mundo del periodismo. Al principio por el placer de encadenar palabras. Luego por obligaciones escolares. Algunas veces por poner orden ideas y sentimientos. Y siempre, siempre, sentí que existe algo de mágico en el malabarismo de construir frases. Por eso, nunca he dejado de hacerlo, aunque en algunas épocas lo haya necesitado menos que en otras.

Escribo porque me fascina ese estado en el que uno se entrega al papel. Porque hacerlo significa huir, escapar a otra dimensión, perderse en uno mismo. Porque me fascina crear. Porque se hizo costumbre el escribir mentalmente las mejores sensaciones que he sentido, los viajes más inéditos y las huellas más latentes del compartir. Porque tras hacerlo, siento que algo se calma. Y de no hacerlo, me reprocho caer en la desidia, en la pereza.

Por eso, después de tiempo de darle vueltas, de temer el espacio cibernético por cuanto te exhibe ante los demás, decidí crear este blog. No como el rincón donde consagrarme a la literatura porque no estoy convencida de que me seduzca más que el periodismo escrito. Y es que como admite kapuscinski en “Los cínicos no sirven para este oficio”, existen escritores que crean sus grandes obras desde el sedentarismo de su casa y otros que se alimentan del viajar. Con la gran distancia del caso, yo siento también que aquello que más alimenta mi espíritu no se encuentra entre los libros de mi despacho sino en las vidas de otros y las tierras de continentes todavía desconocidos. Por eso, el fanatismo por la crónica. Por eso, la pasión por los viajes.

Y aún así, me he decidido a escribir este blog. Porque siento que este arte, como cualquiera, requiere de dedicación. Porque en las líneas escritas en un Word que no te exponen al mundo, uno se encuentra siempre preguntándose “porqué escribes” y "a quien se lo dices". Porque al abrirte a todo aquel que quiere husmear por estas líneas me obligo a escribir mejor y con más frecuencia. Porque no puedo soñar con una gran crónica de viajes sin estos retales de vida. Pero sobretodo, para que, como reclama Manolo García, “no se duerman mis sentidos”.

“Viaje a Kalima” es mi espacio pero también el de todos aquellos que me quieran seguir desde el sitio del mundo en que me encuentre en cada momento. Su nombre, en origen provisional, pero cada vez más definitivo, reúne dos de las palabras que más cerca siento: los viajes y la kalima, ese aire que sopla en las costas de Lanzarote y que, a menudo, trae partículas de África. Con el sueño de visitar pronto ese continente y la motivación por conocer siempre nuevas culturas y nuevos países, inauguro este blog. No sin antes regalarles la mejor descripción del escribir que he leído... Espero la disfruten:


“No se escribe por una razón, sino por varias, cuya importancia varía según las épocas y el estado espiritual del escritor. Personalmente, y sin que el orden implique prioridad, escribo porque es lo único que me gusta hacer; porque es lo más personal que puedo ofrecer (aquello en lo que no puedo ser reemplazado); porque me libera de una serie de tensiones, depresiones, inhibiciones; por costumbre; por descubrir, por conocer algo que la escritura revela y no el pensamiento; por lograr una bella frase; por volver memorable, aunque sea para mí, lo efímero; por la sorpresa de ver surgir un mundo del encadenamiento de signos convencionales que uno traza sobre el papel; por indignación, por piedad, por nostalgia y por muchas otras cosas más”.
JULIO RAMON RIBEYRO