miércoles, 30 de septiembre de 2009

Llantos

Viajaba de vuelta. De regreso de un destino por el que pasé de forma transitoria, siempre siendo consciente que era eso, un soplo de experiencia en el tiempo, que nunca decidí vivir con la consistencia que he mordido otras ciudades. Un paso más en la búsqueda de...de un imaginario que existe en tanto que se sueña, que se contruye y se edifica con los párpados de esa visión que llamamos futuro.

Tan transitorio hasta que paré el fluir del tiempo y decidí mirar por la ventana. Incliné la cabeza para poder observar bien el paisaje que discurría ante mí. Y me atreví a mirar. Durante diez minutos. Veinte quizás. Quieta, apoyada la cabeza en mis manos, observada por quienes iban pasando por la cafetería de este tren que une dos ciudades principales. Sin ni siquiera darle importancia a las suposiciones que podría despertar entre aquellos que no entienden que a veces uno simplemente necesita mirar. Pararse y mirar. Percatarse. Frenar la velocidad con la que escojo vivir la mayoría del tiempo.

Luego regresé al asiento asignado. Intenté leer. Pero pudo más el llanto de esa niña que viajaba pocos metros más atrás. Así que cogí los audífonos y me dejé llevar por la película de turno. Podía haber sido cualquier historia banal pero resultó tratar sobre el valor, ése que lleva algunos seres humanos a decidir hacer algo por los demás. Aún cuando la excusa sea la más obvia de todas cuanto existan: el amor. No vería más de 15 minutos. Los últimos 15 minutos. Y aún así intensos. Más para quienes seguirían el argumento.

Poco antes de terminar percibí el gesto con el que algunos fanáticos de exhibir el dolor en salas oscuras intentamos disimulamos el llanto. Era consciente que la mínima distancia que nos separaba haría que me percatara. Y aún así, no disimuló. Más aún, en cuanto terminaron las últimas escenas, se giró, me miró directo a los ojos y me pidió que le dejara pasar. Al verle, ver ese hombre llorar con una imágenes fingidas sentí una profunda ternura mezclada de ironía.

Hacía tiempo que no veía a un hombre llorar. No es defensa del tópico. Tampoco apología de él. El último creo que fue mi hermano al verse obligado a despedirme antes de una partida inminente. ÉL (amor) no llora. Dice que no le surgen las lágrimas y nos bendice a los que podemos. Prefiere escribir poemas en un pañuelo. Y ÉL (amigo eterno de cines), simplemente se ríe de mí cada vez que suelto emociones entre espectadores que aguantan, más o menos, pero que no tiran tan rápido de kleenex.

Con los años a veces observo con pánico que lloro menos. Que aguanto más los adioses, las despedidas de amigos con los que he compartido épocas que, mejores o peores, pero que ante todo no se repetirán. Y no sé si alegrarme porque he aprendido a fluir en los mares de sentimientos a los que estamos condenados los que llegamos un día a sitios de los que somos conscientes que desertaremos pronto.

O, por el contrario, lamentarme de eso por lo que abogo desde que descubriera el sabor de la intensidad: la pasión. Por ellos (amores), por ellas (amistades), por los momentos, por algunas imágenes, por las ciudades, por los vientos que susurran misterios, por las noches, por las palabras...Por todo aquello que nunca se paga y que, sin embargo, atesora lo más esencial del vivir.

¿Será que aprendemos a cubrirnos las espaldas de las lágrimas que acechan con su libertad cuando y donde quieran? ¿O que debemos aceptar que la madurez es, también, sentir menos o más espaciado? ¿O que algunas épocas se tiñen de sobresaltos continuos mientras en otras necesitamos la apaciguada calma para hacer trabajar otros sentidos? ¿Y que siguen siento infinitas las sensaciones?

Mientras intento resolver el enigma, recuerdo con curiosidad esa sensación que atravesó mi mente mientras le miraba a los ojos. Y el agradecimiento profundo de recordarme que algunos (hombres y mujeres) todavía lloran al perderse en una pantalla de imaginación que recrea el valor.

martes, 1 de septiembre de 2009

Mares


No nací al lado del mar, más bien al contrario, tierra adentro donde necesitabas al menos una hora para poder ver el inmenso espacio azul al que dejan lugar las arenas de nuestra costa. Fui sólo picoteando pedazos de su aroma, gotas de su sabor durante los años de mi juventud.

Guardo en la terraza costera del piso de un ex las mejores risas de ese momento, cuando las necesidades eran tan distintas y la materia indefinida. Lejos de lo que somos ahora. Atesoro también en un mar los recuerdos de otra costa, irlandesa, pisada a los 18 años con el hambre de vida cobijado en la mirada que todavía me persigue. Un año después lo tomaría por compañero. Era otro mar, más asequible. Más cercano. Igual sinónimo de libertad que todos los anteriores. Cobijaba los secretos de toda una ciudad: Barcelona.

Durante los seis años que pasé en la ciudad, entregué decenas de veces el secreto de lo interior a esas aguas. Era el baúl de los pensamientos regalados al aire que a menudo necesitamos soltar pero no demasiado alto. Él se los llevaba lejos, se iban sin destino. Me he pasado largas horas mirando el movimiento de las olas, observando la inmensidad de cada mar en el que me he asomado. En el Adriático, en el Pacífico, en el Mediterráneo o en el Atlántico, tan diferentes todos ellos, he olido con la misma furia la esencia de la inmensidad.

En los últimos meses he pensado y repensado el concepto de inmensidad. Y analizado si se encuentra mar adentro, donde todo es movimiento e intriga. Donde la constante es la búsqueda y la novedad. O por el contrario, en las aguas tranquilas de cerros vallados. Entre la calidez de quienes garantizan seguridad, donde nada se mueve demasiado si tú no lo autorizas. Y así no hay regresar que poner en orden, no hay vuelta que reparar. Puedes edificar dentro tu albergue de felicidad, que los aires de tormenta sólo mecerán lo mínimo de la estabilidad.

En estos días, que regreso a la casa y el pueblo donde nací, observo con extrema curiosidad la vida de aquellos que me rodean. Amigos y conocidos que han sentado ya las bases de los próximos años de su vida, los muros de la casa. Siempre tan en condicional como sorpresiva la vida, sin duda. Y al verlo, si bien pueden llamarme en un principio las tentaciones del confort, termino siempre huyendo de esa definida estabilidad.

Me miento a veces que quisiera mi hogar, mi alma gemela, tal vez, haber encontrado mi lugar en el mundo. Pero luego, al observar con los ojos de la sinceridad que todos poseemos, aunque a veces engañados, me encuentro en la misma necesidad de movimiento de hace 10 años cuando pisé las arenas de Rush, esa localidad irlandesa donde tantas veces me senté a mirar lo frenético de las olas. Y entonces me doy cuenta que mi estado es el movimiento y que el resto no es que uno no lo encuentra, sino que no lo quiere. Huir es la forma más fácil de rechazar lo que creemos querer pero en el fondo no deseamos.

Me muevo a menudo. Entre ciudades, entre amigos, entre páginas de libros sin los que no sé vivir, entre debates que enriquecen mi ser, entre calles y mares de ciudades con costa, entre dudas, entre peleas por el querer ser, entre sueños, entre palabras. Y por duro que a veces sea la incertidumbre que ese pasear conlleva, no podría vivir sin ello. Sin ese movimiento que a todo le da sentido. En su ausencia, se congela el júbilo, se congela el amor, la magia, el aire que mece los sentidos y la necesidad de vivir.

Se van las olas y llega el desierto…