martes, 10 de noviembre de 2009

La esencia de sorprenderse

Hoy he vuelto a la América Latina de la que me enamoré. La que se encuentra dibujada en entresijos de palabras capaces de construir vida a través del guiño de las letras. Descripciones tan penetrantes, tan perfectas que se saltan el necesario leer y van directamente a la imagen mental. He regresado, a través del texto de Alma Guillermoprieto en Gatopardo a sonreír mientras discurría la lectura.

Puede que fuera la inocencia de esa primera experiencia periodística, relatada por la autora a partir de su primera cobertura en Managua tras el derrocamiento de Somoza. O todo aquello que se esconde detrás de esa inocencia. La energía de la creencia desbocada, la necesidad de querer beber de las vidas de otros. Para así apaciguar tantas otras mentes que necesiten de ese veneno. El relato. La poesía robada a su género para construir historias. La crónica…

O puede que, además del como, me fascinara el qué. Esa conjunción entre el ímpetu por devorar el mundo y la decepción de que, a veces, el escenario traiciona el argumento. La dificultad por encontrar los guerrilleros admirados por la autora, escondidos tras la reja de una no-ciudad centroamericana. La decepción, descarada e injustificada, de que el mundo no siempre es lo que imaginamos. Y el miedo de que el tablero de la vida no siempre nos deje mover sus fichas con el simple vibrar de la pasión.

Y luego, la narcotización: ese estado en el que nos sumimos para no volar demasiado alto y evitar así la caída que lo aplaste todo. La precaución. El miedo, en realidad. La cautela desde la que rebajamos todos los sueños, sin ser rebasados, sin embargo, por la apatía. ¡Serpiente temible! Con el riesgo evidente de bajar tanto la tensión del vivir que la droga sea el estado mismo y no la condición a cambio de la cual estás a salvo.

Hasta que, de repente, te encuentras volviendo a buscar esas revistas que un día te fascinaron. Esos autores que te marcaron. Y aprovechas los momentos muertos para leer cualquier poema. Para conocer más Kabul de la mano de Ramón Lobo. Para preguntarte como andarán las inquietudes de Juan Cruz. Para descargarte las contras de La Vanguardia. Y curiosear entre las palabras de Saramago.

Y un día sientes que tras leer sobre los muros que todavía quedan de pie, te queda indignación. Y respiras hondo al volver a descubrir esos escritores y actores a quienes más que la forma les interesa la denuncia. Y los lees para impregnarte. Porque temiste, durante ese tiempo en el que funcionaste como un robot que llenaba horas para llenar bolsillos, que le hubieras dado la mano a la inercia.

Hasta que de repente, hablando con esa otra amiga que está en El Salvador, te das cuenta de que sus relatos centroamericanos contiene mucha más sorpresa que los tuyos. Que es verdad que no son vírgenes tras el paso por Perú. Pero que ello no puede ser justificación. Y piensas en Kapuscinski y una de las frases que más descaradamente quisiste guardar bajo llave: “La técnica es nunca perder la capacidad de sorprenderse”.

Perdí durante algún tiempo esa capacidad. Tal vez porque dejé de creer. En la política, en los sistemas económicos, en las ONG,… Porque una parte de mi estaba sumisa en una crisis sobre qué significaba realmente denunciar. Planteándome qué quería realmente desde las palabras. Intentando poner sobre el papel ese impulso que me lleva a países menos desarrollados. Muy cerca de la violencia. Buscando en el saco de los derechos humanos qué vulneraciones quería reflejar. Y de qué forma.

Y hoy, después de esa búsqueda, de la mano del regreso al periodismo escrito, en medio de un entorno altamente violento, creo tener la respuesta. Ayudaron el estado de sorpresa en el que estaba esta amiga en El Salvador, las descripciones de Ghana y Nigeria de ese madrileño tan querido, la entrevista –más que el premio Nacional de Fotografía- a una grande, a Gervasio Sánchez, que aprendió que los que más te enseñan no son quienes vociferan, sino quienes no hacen ruido.

Justo en la misma medida en que los grandes pasos se dan en silencio, desde la constancia imperceptible. Como lo importante, invisible a los ojos, me recuerda muy a menudo Lidia, robándole la cita al Principito. Como ese logro tuyo ahora, niña, que tanto mereces. ¡Me alegro por ti y me alegro de nuestras crisis! Porque sin ellas no caminaríamos.

Pues aunque a veces sintamos que nos inmovilizan, en realidad nos permiten saltar montañas…

martes, 27 de octubre de 2009

Desde el privilegio de las primeras impresiones

¿Se pueden imaginar la ciudad más anti-ciudad? Repleta de edificios sorpresivamente bajos en una urbe que es capital, sumida en un caos increíble aunque cada vez más familiar entre los ladrones de ciudades latinoamericanas, una metrópoli tan carente de glamour que ni los edificios gubernamentales pelean por querer destacar, una suma de edificios en apariencia organizados pero a la vez en absoluto desordenados. ¿Se imaginan el caos entre el caos? ¿La desidia escrita en las fachadas?

Ciudad donde no hace falta acudir a las cifras para detectar la alta presencia indígena, ciudad que llora pobreza por los poros de cada ciudadano apostado en paradas de comida itinerantes, en las manos castigadas de sus habitantes; ciudad de clases sociales demasiado fragmentadas que se leen en los rostros, en los vestidos y en las miradas. Esa mirada de quien te adula por la tela de tus ropas, por la blancura de la piel europea que uno quisiera a veces poder esconder…el odioso respeto por pertenecer a otra tierra, el irrenunciable halago hacia el blanco…Aquí antónimo de indio. De indígena.

La ciudad que respira gracias a sus árboles, a los bosques que la mecen en un abrazo por proteger lo débil entre lo más endeble, logrando así hacer de la pobreza –chozas entre vertientes de montaña- una miseria menos implacable. Vida vegetal donde escasea la dignidad humana. Verde para esconder el gris de las necesidades insatisfechas. Las más básicas hechas pedazos.

Esa es Ciudad de Guatemala. La tan temida urbe centroamericana, por acoger en su regazo a bandas juveniles cuyo nombre conoce el mundo entero. ¿Violenta? Hay quienes aseguran que sí, que acá la realidad no es mera ficción, otros que te hablan de la habitual precaución, españoles que nunca la sufrieron, guatemaltecos que han sido víctimas al menos una vez de asaltos. La realidad, como siempre, resulta ser el gran tesoro escondido en el manto de la experiencia personal. Sin la cual resulta imposible hablar con certidumbre.

Viajamos a estos países por esa necesidad imperiosa de ver con nuestros ojos las denuncias que queremos dejar escritas, en combinaciones de letras que pocas veces impactarán donde la voluntad política no quiera incidir. Huimos de la modernidad de países como Chile o Argentina por esa terquedad en conocer, de entre lo menos digno, lo más extremo. Y así, asegurarnos que cuando hablemos de derechos humanos tendremos grabados las imágenes de esas escenas donde el mero nombre es ilusión. De cuya ausencia queremos reportar, a menudo desde tronos de oro ¿Para qué engañarnos?

“Nos apasionan estos mundos pero en realidad cuando uno mira por la ventana ve un mundo tan decadente”, le comentaba a una compañera del periódico hace un rato. “Sí, pero te acostumbras”, me respondía. ¡Y cuanto te acostumbras! Pensaba. Te acostumbras des de antes de llegar, cuando dibujas en ese esquema mental de la ciudad el diseño de la peor urbe que podrías encontrarte. Esa ciudad, al lado de la cual, como muy bien me dijo una amiga hace un tiempo, Lima resulta ser un paraíso.

Paraíso o no, acostumbrarse –antes o después- es tan sólo el marco necesario para vivir la experiencia escogida. Porque por ella sacrificamos la estética de la arquitectura. Sacrificamos el amor, la familia, algunos amigos, la tierra, algunas comodidades.

Y todo, todo….por la necesidad de conocer otros mundos. Realidades que, cuanto más duras, sabemos que más nos enriquecerán. Porque frente a las huellas que acá podamos dejar nosotros, se grabarán para siempre, en nuestra consciencia, las experiencias aquí vividas.

De su gente. Y de su realidad. …Esta que en esos días empiezo a degustar. Tan apasionante por enmarcarse en mi vuelta al periodismo escrito justo donde lo social es la prioridad. Tan transitable por gozar de la suerte de encontrarme con esas personas que se van cruzando en el camino muy pronto, muy amigablemente…sin dejar que la soledad asome entre los miedos. Con el apacible gozo del viaje más tranquilo.

sábado, 24 de octubre de 2009

La llegada inminente

Las 10.10h. Veinte minutos más tarde de lo previsto y aún así, muy pronto para tomar el segundo vuelo del día. El anterior, NY-Atlanta resultó tan sólo un mero tránsito, la confusión de un pasaje afrontado con mucho sueño y más cansancio. Pero ahora, aunque las horas no desvanecen el agotamiento, ahora todo tiene otro color.

Emerjo de la somnolencia que me llevó de Times Square al aeropuerto de Newark y de ahí a Atlanta en un vuelo no poco accidentado. Despierto de ese estado de resistencia al cansancio que te permite estar vivo sin sentirte con vida. Tal cual el piloto automático de ese avión en el que me siento rodeada por dos graciosas abuelas que se dedican a escribir impresiones en un bloque a rallas mientras abren la guía de Guatemala.

Quedan atrás los esfuerzos por arrastrar maletas, la vista de Manhattan en plena madrugada –tan épica, tan inacabable aunque se observara mil veces- la absurda pelea de un sobrepeso insignificante que me obligó a exhibir mis ropas ante otros viajeros, la despedida a la que empezamos a estar familiarizados –no porque sean menos dolorosas sino porque sabemos que cada vez que nos encontramos trazamos más vínculos comunes-, los controles policiales –más exhaustivos de lo habituales en ese país obsesionado por las fronteras-, el tren que tomé en una carrera por no perder el enlace con este último avión.

Todo queda atrás ahora. Todo lo angustiante. El deseo de aterrizar en esta nueva tierra se lo ha llevado todo por delante. Es el último trazo de un dibujo ideado a mediados de agosto. El último vuelo. Antes de resolver la incógnita sobre cómo será este nuevo destino. Guatemala. Llego ahí después de dos intensas semanas en otra tierra, Occidental como la mía pero sorprendente y alentadora. Regazo donde puede que esté escrito el jeroglífico de nuestro destino común. Y las puertas de una formación exclusiva. Los quizás. Los ansiados. Los mensajes que nos hacen caminar.

Nueva York nos recibió con un golpe de aire. Fueron días gélidos en los que la ciudad nos mostró el temprano rostro del frío que azota la City en invierno. Y aún así, ni el frío ni la lluvia, compañera de viaje durante la primera semana, nos impidieron caminar por algunos de los barrios más significativos de esa ciudad, eternamente inmortalizada a través de las pantallas.

Des de la céntrica Times Square hasta el financial district, pasando por Soho –cuna de las grandes firmas-, Chinatown –la ciudad donde uno puede olvidarse que está en NY-, Litlle Italy,… fueron decenas de horas las paseadas en calles siempre sorprendentes. Cruzamos el puente de Brooklyn, tan rememorado a través de las palabras. Caminamos galerías y galerías de museos: el inacabable Metropolitan y el saturado MOMA en una tarde de viernes.

Rozamos el Guggenheim tan sólo con la mirada exterior después de habernos deslumbrado ante la exquisita vista del NY escondido tras los parques del Central Park. Un must en la visita a la City. Un respiro entre tanto edificio desafiante, inalcanzable con la mirada. Techos, los que allí retan el visitante, que dibujan figuritas en lugar de personas. Vistas que proporcionan esa única escena que es Manhattan. Desde donde es posible, y sólo así, entender ese entramado de rascacielos que trazan el skyline de la ciudad. Imágenes que entendimos con el ascenso –mítico pero obligado- al simbólico Empire State.

Sólo desde ahí es posible entender que en esta ciudad todo mira hacia arriba. Más y más arriba. Y por eso, esta es la cuna de la música, del teatro, de la literatura….Del arte, en definitiva, aunque también de la multiculturalidad, donde una llamada puede ser atendida en más de 140 idiomas. Esta es la ciudad de todos aquellos que quieren abandonar el anonimato. La ciudad de los sueños. De las aspiraciones. Donde todo ocurre, lo bueno y lo malo, en cantidades australes.

Y así, paralelos a los sueños, corren ríos de deshechos en las calles, enjambres de personas recorren las venidas atados al vaso de café de una famosísima marca, corren las ratas en las infinitas bifurcaciones de un metro muchas veces confuso, demasiado antiguo, demasiado descuidado…

…Contradicciones…

…En una ciudad que recordaré por esa imagen de un skyline extrañamente familiar y a la vez tan desconocido, tan nuevo, tan explorable…aunque más que sus edificios será la música ahí escuchada la que decore el recuerdo de Nueva York. La sesión de jazz africano en un bar no tan perdido de Harlem y los ritmos, las voces, la emoción sentida escuchando Gospel entre tantos fanáticos entregados a la religión. Esa que sin compartir nos llevó a dejarnos arrastrar por los cantos, a formar parte –por unos minutos- de este entusiasmo compartido.

Despega el avión de Atlanta. Escucho el ruido de las ruedas replegarse. Se dibuja en las ventanas la imagen vertical de cuando el avión se dirige muy arriba, más allá de las nubes. Vuelvo a viajar sola. Aunque su recuerdo es tan fuerte que casi puedo hablarle. Está sentado en cada momento que vivo.

Debo dormir. Aprovechar la somnolencia generada por el vuelo para robarle espacio al cansancio. Y así vivir de veras la llegada. Cierro los ojos. Sé que cuando los abra se abrirá ante mí un nuevo mundo. Una nueva vida. Experiencias…

miércoles, 7 de octubre de 2009

Refugio de paz


Tendría 16 años cuando cada mañana, al despertar, él prendía la radio, ponía play en el mismo CD, la misma canción y sonaba la misma frase: ‘Cumbia, cumbia…’. El ritmo conocido, repetitivo día tras día, hacía que mi hermana y yo nos miráramos y sonriéramos. Era la tortura musical de cada día, la canción con la que nos despertábamos a propósito de otro. Un episodio que hoy recordamos cuando reivindicamos aquella época en que los tres vivíamos todavía en casa

Hoy, cuando la vida nos ha llevado algunos a volar muy lejos de vez en cuando y a otros, a privilegiar lo cotidiano, cercano y familiar, rescato a menudo ese momento, al empezar el día, para brindar un alegato no a favor de esos tiempos pero sí de ese espacio que me vio nacer. Porque, a diferencia del pasado, que nunca regresa, algunos lugares permanecen a pesar de los días, convirtiéndose así en el mejor refugio de paz.

En ese baúl, donde no se esconden tesoros pero sí piedras preciosas de una infancia y una juventud, analizo las pasiones, apaciguo la nostalgia y aliento el camino del porvenir, redibujando hoy puentes de madera que un día construí con aire de las nubes. Camino sin más mirada observadora que la que está endeudada conmigo misma. Y duermo, en semanas como ésta, con la luz de la luna mucho más cerca que donde los rascacielos recortan pedazos de su imagen.

Aquí descanso, cuando me lo permite la obsesión por conocer. Y respiro, un aire mucho más puro que el que enturbia las calles de las ciudades. Tomo el fresco, como lo suelen decir en esos rincones de comarca, cada verano cuando el sol castiga demasiado de día. Y pongo a prueba la paciencia mientras otros dan rienda suelta a la curiosidad. ¿Esa es Slegna? ¿La hija de tal y cual? ¿La de can…? ¿Y a qué se dedica ahora? ¿Donde vive?

Esa soy yo, señores vecinos de mi pueblo. Apasionada por lo diferente, por eso que algunos han venido a denominar la alteridad. El ingrediente intrínseco de algunos que, con los años, vimos disminuir el sentido de nacionalidad porque, como bien me recordaran hace poco, un día nos dimos cuenta que ciudadanos ciudadanos sólo lo somos del mundo. Aunque suene a tópico.

Más tópico resulta hacernos creer que pertenecemos a un espacio delimitado por algo físico llamado fronteras, cambiante con los años y donde pueden salir cuantos quieran pero entran a cuenta gotas los otros, demasiado pobres, demasiado distintos. O pretender hacernos sentir iguales a los miembros de una unión política que en nada se conocen porque comparten poco más que intereses comerciales.

Sucede, creo, que el sentido de pertenencia, la patria, el amor por lo propio, no se compran con discursos políticos. Se sienten y se viven desde la bandera de la libertad. Y tampoco de la libertad que nos venden sino de esa que escogemos cada uno. La que nos permite elegir, a cada uno, de donde somos, cual es nuestra tierra y, sobre todo, donde nos sentimos en casa.

Y eso sí, no presenta duda alguna. Nos lo susurran los recuerdos, una calidez inexplicable, la necesidad de regresar –aunque partamos mil veces-, la naturalidad del vivir. Ésta, la casa que es hogar, es la verdadera patria. Ése, el pueblo que nos vio nacer, aún cuando rechacemos ser parte de él, es el verdadero refugio.

Allí están los nuestros: conocidos y familiares pero sobre todo recuerdos. Y las imágenes, que tan pronto se grabaron en nuestro inconsciente, haciéndonos quienes somos por haber jugado al aire libre y haber surcado con motos los caminos sin asfaltar. Y haber nacido cerca de animales, entre árboles y descampados, en medio de una libertad que tal vez, muy paradójicamente, nos diera las alas para abandonar esta tierra e irnos lejos, muy lejos de aquí. Donde siempre regresamos…

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Llantos

Viajaba de vuelta. De regreso de un destino por el que pasé de forma transitoria, siempre siendo consciente que era eso, un soplo de experiencia en el tiempo, que nunca decidí vivir con la consistencia que he mordido otras ciudades. Un paso más en la búsqueda de...de un imaginario que existe en tanto que se sueña, que se contruye y se edifica con los párpados de esa visión que llamamos futuro.

Tan transitorio hasta que paré el fluir del tiempo y decidí mirar por la ventana. Incliné la cabeza para poder observar bien el paisaje que discurría ante mí. Y me atreví a mirar. Durante diez minutos. Veinte quizás. Quieta, apoyada la cabeza en mis manos, observada por quienes iban pasando por la cafetería de este tren que une dos ciudades principales. Sin ni siquiera darle importancia a las suposiciones que podría despertar entre aquellos que no entienden que a veces uno simplemente necesita mirar. Pararse y mirar. Percatarse. Frenar la velocidad con la que escojo vivir la mayoría del tiempo.

Luego regresé al asiento asignado. Intenté leer. Pero pudo más el llanto de esa niña que viajaba pocos metros más atrás. Así que cogí los audífonos y me dejé llevar por la película de turno. Podía haber sido cualquier historia banal pero resultó tratar sobre el valor, ése que lleva algunos seres humanos a decidir hacer algo por los demás. Aún cuando la excusa sea la más obvia de todas cuanto existan: el amor. No vería más de 15 minutos. Los últimos 15 minutos. Y aún así intensos. Más para quienes seguirían el argumento.

Poco antes de terminar percibí el gesto con el que algunos fanáticos de exhibir el dolor en salas oscuras intentamos disimulamos el llanto. Era consciente que la mínima distancia que nos separaba haría que me percatara. Y aún así, no disimuló. Más aún, en cuanto terminaron las últimas escenas, se giró, me miró directo a los ojos y me pidió que le dejara pasar. Al verle, ver ese hombre llorar con una imágenes fingidas sentí una profunda ternura mezclada de ironía.

Hacía tiempo que no veía a un hombre llorar. No es defensa del tópico. Tampoco apología de él. El último creo que fue mi hermano al verse obligado a despedirme antes de una partida inminente. ÉL (amor) no llora. Dice que no le surgen las lágrimas y nos bendice a los que podemos. Prefiere escribir poemas en un pañuelo. Y ÉL (amigo eterno de cines), simplemente se ríe de mí cada vez que suelto emociones entre espectadores que aguantan, más o menos, pero que no tiran tan rápido de kleenex.

Con los años a veces observo con pánico que lloro menos. Que aguanto más los adioses, las despedidas de amigos con los que he compartido épocas que, mejores o peores, pero que ante todo no se repetirán. Y no sé si alegrarme porque he aprendido a fluir en los mares de sentimientos a los que estamos condenados los que llegamos un día a sitios de los que somos conscientes que desertaremos pronto.

O, por el contrario, lamentarme de eso por lo que abogo desde que descubriera el sabor de la intensidad: la pasión. Por ellos (amores), por ellas (amistades), por los momentos, por algunas imágenes, por las ciudades, por los vientos que susurran misterios, por las noches, por las palabras...Por todo aquello que nunca se paga y que, sin embargo, atesora lo más esencial del vivir.

¿Será que aprendemos a cubrirnos las espaldas de las lágrimas que acechan con su libertad cuando y donde quieran? ¿O que debemos aceptar que la madurez es, también, sentir menos o más espaciado? ¿O que algunas épocas se tiñen de sobresaltos continuos mientras en otras necesitamos la apaciguada calma para hacer trabajar otros sentidos? ¿Y que siguen siento infinitas las sensaciones?

Mientras intento resolver el enigma, recuerdo con curiosidad esa sensación que atravesó mi mente mientras le miraba a los ojos. Y el agradecimiento profundo de recordarme que algunos (hombres y mujeres) todavía lloran al perderse en una pantalla de imaginación que recrea el valor.

martes, 1 de septiembre de 2009

Mares


No nací al lado del mar, más bien al contrario, tierra adentro donde necesitabas al menos una hora para poder ver el inmenso espacio azul al que dejan lugar las arenas de nuestra costa. Fui sólo picoteando pedazos de su aroma, gotas de su sabor durante los años de mi juventud.

Guardo en la terraza costera del piso de un ex las mejores risas de ese momento, cuando las necesidades eran tan distintas y la materia indefinida. Lejos de lo que somos ahora. Atesoro también en un mar los recuerdos de otra costa, irlandesa, pisada a los 18 años con el hambre de vida cobijado en la mirada que todavía me persigue. Un año después lo tomaría por compañero. Era otro mar, más asequible. Más cercano. Igual sinónimo de libertad que todos los anteriores. Cobijaba los secretos de toda una ciudad: Barcelona.

Durante los seis años que pasé en la ciudad, entregué decenas de veces el secreto de lo interior a esas aguas. Era el baúl de los pensamientos regalados al aire que a menudo necesitamos soltar pero no demasiado alto. Él se los llevaba lejos, se iban sin destino. Me he pasado largas horas mirando el movimiento de las olas, observando la inmensidad de cada mar en el que me he asomado. En el Adriático, en el Pacífico, en el Mediterráneo o en el Atlántico, tan diferentes todos ellos, he olido con la misma furia la esencia de la inmensidad.

En los últimos meses he pensado y repensado el concepto de inmensidad. Y analizado si se encuentra mar adentro, donde todo es movimiento e intriga. Donde la constante es la búsqueda y la novedad. O por el contrario, en las aguas tranquilas de cerros vallados. Entre la calidez de quienes garantizan seguridad, donde nada se mueve demasiado si tú no lo autorizas. Y así no hay regresar que poner en orden, no hay vuelta que reparar. Puedes edificar dentro tu albergue de felicidad, que los aires de tormenta sólo mecerán lo mínimo de la estabilidad.

En estos días, que regreso a la casa y el pueblo donde nací, observo con extrema curiosidad la vida de aquellos que me rodean. Amigos y conocidos que han sentado ya las bases de los próximos años de su vida, los muros de la casa. Siempre tan en condicional como sorpresiva la vida, sin duda. Y al verlo, si bien pueden llamarme en un principio las tentaciones del confort, termino siempre huyendo de esa definida estabilidad.

Me miento a veces que quisiera mi hogar, mi alma gemela, tal vez, haber encontrado mi lugar en el mundo. Pero luego, al observar con los ojos de la sinceridad que todos poseemos, aunque a veces engañados, me encuentro en la misma necesidad de movimiento de hace 10 años cuando pisé las arenas de Rush, esa localidad irlandesa donde tantas veces me senté a mirar lo frenético de las olas. Y entonces me doy cuenta que mi estado es el movimiento y que el resto no es que uno no lo encuentra, sino que no lo quiere. Huir es la forma más fácil de rechazar lo que creemos querer pero en el fondo no deseamos.

Me muevo a menudo. Entre ciudades, entre amigos, entre páginas de libros sin los que no sé vivir, entre debates que enriquecen mi ser, entre calles y mares de ciudades con costa, entre dudas, entre peleas por el querer ser, entre sueños, entre palabras. Y por duro que a veces sea la incertidumbre que ese pasear conlleva, no podría vivir sin ello. Sin ese movimiento que a todo le da sentido. En su ausencia, se congela el júbilo, se congela el amor, la magia, el aire que mece los sentidos y la necesidad de vivir.

Se van las olas y llega el desierto…

domingo, 19 de julio de 2009

Prefiero La Duda


No tengo la solución al gran amor de mi vida. Siento, por un lado, que le amo como nunca he amado antes. Y aún así, me dejé seducir por una tierra desconocida antes que repetir esa su ciudad que me es ajena y triste la mitad del año. Me dejé fascinar antes por la curiosidad de nuevos mundos que caer rendida a los pies de otra parte de mí. La que siente, quiere, desea y se entrega al amor “¿Pero tú, donde quieres vivir?” , me preguntaba hace poco una amiga. “No lo sé, todavía no he encontrado mi lugar en el mundo”, le contesté con todo el sosiego que otorga la sinceridad.

No. No sé aún el nombre de la ciudad que cobija el secreto de mi permanencia. Ni conozco el hombre que se sentará un día a mi lado a narrarme historias y se quedará para siempre, robándome las ansias de volar hacia otras partes. O si ya lo encontré y simplemente lo dejé volar yo a él. Tampoco tengo identificado, en la incierta bola de cristal del futuro, el sitio donde quedarán escritos mis análisis, mis textos, mis crónicas. Todas esas historias que quiero volcar en un papel.

Pero sé aquello que no quiero. Y tal vez por ello, aún cuando mi interior me inquieta con eternos cuestionamientos, mi exterior, reflejado en la voz de aquellos que me conocen, se tiñe de afirmaciones de seguridad insensata. Y así, sigo escuchando en todas las ciudades por las que paso esa frase de la que, cada vez más, me río: “¡Es que tu sabes tan claro lo que quieres!”. No, señores, no sé todo lo que quiero. Ni estoy convencida de acertar cuando dejo huir algo o alguien que tal vez forme parte de mí más que cualquier otra cosa.

Pero sé lo que me mueve. Conozco el hilo de la pasión porque es el único que me gobierna, cuando no apremia la economía, que al final, no es más que un sendero que hay que conocer para saber huir de él. O para aprender que, en paralelo, se pueden recorrer otros caminos. Los verdaderamente importantes. He aprendido a identificarlos. A capturar las letras y las discusiones que me dan vida. Y desecho, así, todas las cárceles que podrían capturarme con fáciles tentaciones. Prefiero la aventura. La vida sincera. Sincera a los deseos y a las creencias. Porque es la que hace que aparezcan gusanos en el estómago.

No sé porque es todo tan difícil”, me decía hace poco una buena amiga. La familia al otro lado del Atlántico, la pareja que le es compañía pero no amor, los amigos que se alejan, las ciudades que no siempre llenan. “No sé porque todo es tan difícil a veces pero sé que tenemos aquello que a tantos les falta: motivación”, le contesté.

Y sí, resulta que el camino que casa la sinceridad con las pasiones presenta más obstáculos que la rendición a un modelo. Pero no, querida, esa no es nuestra forma de vivir. Y tal vez por ello, aún cuando nuestro camino sea el más incierto –porque está desposeído de propiedades, de parejas, de países a los que establecerse, de trabajos permanentes- nuestra idea de lo que queremos es la más firme. Aunque nazca sólo de la base de aquello que no queremos.

De las tantas frases de ese idolatrado Kapuscinski al que este año me he acercado más que nunca, permanece en mi mente una idea: la de la fascinación constante ante la novedad. Él, que tantas guerras recorrió y tantos mundos conoció, escribía una vez “Cuando estoy entre los nómadas del Sáhara les muestro todo mi respeto, pues si yo, sin conocer su cultura y sin saber eso que les permite sobrevivir, me encontrara en su lugar, simplemente me habría muerto”.

Esa frase, un alegato absoluto a la pasión por descubrir, me viene a la mente después de recordar la frase de un amigo que me ha repetido, en las últimas semanas, la palabra “aburrimiento”. Tan fuerte me golpeó la declaración de que se aburría en la vida, que tuve que pedirle, hace poco, una aclaración. Porque lejos de asociarlo con la apatía, lo que me despertaba su declaración era una profunda tristeza. Bañada por el miedo de quien ya no va a volver a sentir nada con intensidad nunca más. “¿Y…la vida es eso? Me pregunto si la vida es sólo eso”, me contaba en un entorno nocturno que representaba la antítesis total a la desidia.

No conozco exactamente los detalles de su vida –por evidencias históricas más compleja que la mía- ni el porque exacto de ese aburrimiento, “temporal”, me confesó después. Podría asociarlo, como le dije, con su edad, más avanzada que la mía. Y darle razón, así, a todos aquellos que nos quieren alumbrar con el encaje perfecto entre juventud e inocencia. O la sensación esa, que tan bien resumió Picasso al recurrir en sus últimos días al mismo estilo que tenía en su adolescencia. Y aceptar así, que la rebeldía es pasajera. Y la pasión se pierde con los años.

Pero resulta que, aunque dude de muchas cosas, huyo más de ciertas ideas. Y si bien a menudo no sepa porque rechazo esa nuestra visión euro céntrica con la que adoptamos el juicio de lo bueno y lo malo de otras culturas; o me crispe con los análisis tan politizados bajo los cuales se ejerce el periodismo; o me indigne con todos aquellos que critican la inmigración sin conocer la desesperación del hambre; o evite las críticas de quienes confunden manipulación con desconocimiento,…Aunque desconozca porque sucede todo eso, hoy sé que prefiero la duda. Porque es ella quien me lleva al cuestionamiento. A la rebeldía en forma de conocimiento. A la búsqueda –finalmente- por intentar comprender.

Por eso cuando ese amigo me receta tranquilidad ante la incomprensión –a veces del mundo exterior, otras de los propios sentimientos- le respondo con todo el afecto: “No quiero esa tranquilidad”. Prefiero la duda que me hace sentir viva.

A X.F. amiga sincera y “compañera” de rebeldía, por tantos momentos de indignación y de análisis. Por las risas desmadradas que protegieron la desesperación del momento y la complicidad de saber que nunca estamos solos.

jueves, 9 de julio de 2009

Décimas de segundo


El sonido del teléfono móvil. Un número que revela intención. El pálpito de la espera al borde del final. La tecla verde. El “dígame”. La frase que resguarda un destino. Mi próximo destino. Escrito en la voz de alguien. Y hecho público…en décimas de segundo.

O tal vez un correo. Enviado desde una dirección usual. La clave del futuro encriptada mientras se abre esa bandeja. La pulsación de saber que aguarda el misterio de un país. El nombre del próximo billete de avión. La cuenta atrás. En segundos, décimas de segundos. Y después, la consciencia…el final de la espera.

La mirada intensa, la sonrisa, un juego, la autorización a acercarse. El beso que abre un camino al amor. La historia más mágica…O el rechazo. Escrito en el gesto hacia atrás. Una débil negación. Historias que podrían ser. O historias que se niegan. Y la decisión tomada…en décimos de segundo.

La apuesta por el éxito en manos de tres personas. Un jurado a quien convencer. Un propósito del que no se puede dudar. El convencimiento de que las maletas esperan allí, al otro lado del océano. El discurso convincente. Las preguntas. A veces más interrogativas. Un reto por superar. Un rail que dirigir. El tren…ese que nunca se desvía. Pero que puede hacerse más sólido hoy o fluir hacia más adelante. Sólo…en décimas de segundo.

El temblor de la tierra. Sentido como nunca antes percibí el gruñido de esa nuestra pachamama. Sin tiempo a reaccionar. Sin la oportunidad de entender la gravedad del momento. Temblores. A ratos más fuertes. La amenaza escrita en las ondas de un movimiento. Las calles peleando por romperse. El equilibrio de los edificios donde nada puede equilibrar un miedo. Los breves instantes de un terremoto. Acumulación de segundos que llevan a la desaparición de una ciudad. El terror y las secuelas. En tan sólo un breve, brevísimo espacio de tiempo.

Lentos parpadeos que batallan por comunicar. Una sensación de ahogo. El último suspiro a punto de brotar. La alerta del adiós forzado. Últimas comunicaciones. Con la paz de saberse a tiempo de despedirse. La elección de dejarla ir. Con el consentimiento de que así, será libre más tiempo. Y que aquí, también podremos vivir sin ellos, los que se van. Más allá. Y cruzan esa puerta…en décimas de segundos.

Y en el mismo breve espacio de tiempo, incalculable para los sentidos, abandona él su confort. El refugio de una alimentación satisfecha, el afecto garantizado, la consciencia evitada por los ojos cerrados. Nueve meses de escondite. Nueve meses de confort. Hasta que –de repente- en el último esfuerzo de ese largo dolor, rompe el muro del abrigo. Su saludo es el llanto. Su manto el abrazo. Grandes emociones condensadas …en décimas de segundos.

Instantes que esconden la esencia del todo, de lo verdaderamente importante. Instantes que a menudo perdemos mientras corremos hacia otra dirección. No siempre conocida. Menos todavía predecible. Pensando que los días son tan efímeros que es mejor aprovecharlos corriendo. ¿Y si las mejores cosas sucedieran mientras estamos sentados?

viernes, 19 de junio de 2009

Le llaman complicidad


Algunos libros duermen en el rincón de los recuerdos atados por un hilo con el escenario que cobijó su lectura. Y así tiempo, espacio y letras tejen un mismo cuadro imposible de dividir en el libro del pasado.

Figuran en esta zona del cerebro los trayectos en tren de un Interrail veraniego donde sufrí la búsqueda de identidad de la protagonista de “Un jardín en Badalpur”, la segunda parte de la obra de Kenizé Mourad que despertó mi apetito por Istanbul y Beirut. El sofá de mi casa albergó el envenenamiento de los niños de “Flores en el ático”, cuyo comentario de texto, escrito con menos de 20 años, sigo llevándome conmigo en las estancias largas al extranjero.

En el autobús de Barcelona, poco antes de partir a Perú, rompí la monotonía del trayecto hasta el Paseo San Juan con las historias de “La tía Julia y el escribidor”, las confesiones juveniles de Vargas Llosa. Y también en Barcelona, me hice adicta, para siempre, y otra vez en un tren, de la extravagante historia de amor entre Gala y Dalí, pareja excéntrica donde las haya.

Devoré sin pausa las páginas de la biografía de Gala, mujer ávida de vivencias, de sexo, inspiración eterna de Dalí, musa a veces y destructora en otras ocasiones. Amante de pescadores a quienes se llevaba mar adentro en Portlligat, eterna pasional que se hizo construir un cuarto oval donde recibir a “los otros”. Obsesiva por inspirar, por motivar la creación y por salvar a artistas. Mujer. Contradicción. Pasión. Crueldad.

La historia de Gala y Dalí despertó en mí, durante aquellos viajes en un tren de cercanías, algo que ha seguido seduciéndome con los años: la excentricidad de algunas parejas unidas por el arte. “Tengo una curiosidad, no sé si malsana, con las historias de amor fuera de lo convencional”, me decía hoy un amigo. Me adhiero a tu obsesión, pensé al instante.

La conversación tenía su origen en un artículo publicado hace unos meses en El País sobre Sylvia Plath y Anne Sexton, dos poetas unidas por la pasión literaria. Diferentes en cuanto a orígenes sociales, las norteamericanas se conocieron en un curso de escritura que impartía el poeta Robert Lowell en Boston. Desde entonces, las vinculó una fuerte amistad, quizás la rivalidad literaria y, sin duda, la admiración incondicional de Sexton a su compañera.

“Según Robert Lowell, maestro del confesionalismo, ‘Anne era más auténtica pero sabía menos. Sylvia aprendió de Anne’”, recoge el texto. Fuera cual fuera la dirección del aprendizaje poético, lo que nadie pone en tela de juicio es el dramatismo de la relación que se quebraría con el suicidio de Plath, en 1963. "Sylvia y yo hablábamos muchas veces y extensamente de nuestros intentos de suicidio, entrando en los detalles, con profundidad", relató Sexton en una de sus cartas. Años antes habían compartido veladas de martinis en el Ritz de Boston.

He acudido hoy a esa crónica a raíz de la visita en España de la fotógrafa Annie Leibovitz, quien ayer presentó la exposición “Vida de una fotógrafa. 1990-2005”. Y más que por sus imágenes, la visita me seduce por la relación que durante 15 años mantuvo con la escritora Susan Sontag, sobre quien ya he revelado mi interés varias veces en este blog.

Sencilla, poco amiga de las cámaras –como dicta el mito de quienes persiguen capturar al otro- Leibovitz declaró anoche que los retratos de Sontag le ayudaron a superar su muerte. La búsqueda de las imágenes para la exposición se convirtieron, así, en la catarsis de un amor quebrado por la enfermedad que persiguió durante años a Sontag.

En el inventario de relaciones artísticas que me han ido seduciendo no pueden faltar los mexicanos Diego Rivera y Frida Kahlo. Hará poco más de un año, cuando mi estancia en Lima llegaba a su fin, tuve la posibilidad de acercarme a su vida y obra en una exposición que daba cuenta de lo complejo y a la vez motivador de esas relaciones.

Cuando al escribir de estas historias poco convencionales, me pregunto qué me atrapa tanto, me vienen a la mente dos palabras: extravagancia y complicidad. La primera entendida como la búsqueda de una forma de vida fuera de lo que ordenan las normas sociales, con el atrevimiento implícito de retar las convenciones a apartarse del camino.

La segunda, como la más gratificante de las sensaciones que puede unirnos a alguien. En el periplo de historias de amor vividas quedan atrás informáticos, comerciantes, profesores… Hoy, y cada vez más, estoy convencida que no puedo entregarme a alguien que no comparta un mínimo ese mundo de pasiones que acaba tejiendo nuestra vida. Esa necesidad de cuestionar y cuestionarnos. Ese apetito de conocimiento en la forma que sea. Esa necesidad de devorar letras, historias, vidas. VIDA. Le llaman complicidad. Y bajo su manto suele cobijarse el amor.


"Mis admiradores creen que me he curado; pero no, sólo me he hecho poeta", Anne Sexton.

domingo, 7 de junio de 2009

Licencia para escoger


Si me hicieran escoger de todos los obituarios que he leído en vida -escritos justo después de una muerte o tiempo más tarde en crónicas que sirven para devolver los muertos a los vivos por unos segundos- no tendría duda alguna de cuales citar.

El primero de ellos lo leí en La Vanguardia hará unos tres años. Era de una periodista de esa casa, probablemente poco conocida a nivel internacional, por lo que a simple vista no tenía porqué atraparme de forma especial. No tengo ninguna pasión secreta por los obituarios. Sin embargo, esa crónica, que poco tenía que ver con la muerte y mucho con la vida, logró atraparme desde el principio al final con la intriga que a uno le secuestran ciertas novelas.

No recuerdo el nombre de la tal periodista. Recuerdo, en cambio, y muy lúcidamente, el elogio a la forma como vivió que la autora describía. En esa vida, que acababa de terminar por un cáncer, no faltaron los viajes, la entrega, la amistad sincera, la necesidad de descubrir, el afecto desinteresado y sobre todo la pasión. La pasión por vivir, que al final y al cabo es la única que logra resumir todas las demás. Tanto y tan fuerte había golpeado ese modus vivendi que lejos de lamentar su muerte, la autora le hizo el último homenaje al celebrar su vida. Lo terminé de leer pensando que el día que me muera, quisiera poder inspirar un obituario así.

La otra crónica sobre una muerte –reproducida decenas de veces, analizada, leída y lamentada eternamente- es la de la escritora norteamericana Susan Sontag. Otro elogio de la vida en el sentido más franco. “La novelista y ensayista […] tuvo un apetito desbordante por la vida y una actitud intelectual independiente e irreverente”, decía de ella el escritor Tomás Eloy Martínez en un artículo en El País en febrero de este año poco antes de que su hijo, el periodista y editor David Rieff, publicara la obra “Reborn”.

Destacan en el texto del argentino frases como ésta. “Su apetito por la vida desbordaba las exigencias cotidianas. Se desvelaba anotando listas de las cosas que necesitaba vivir o conocer”. Alabanzas sin pretenderlo, estas observaciones siguen la misma línea que las de su hijo, que relata en “Reborn” como Sontag “amaba vivir, y tanto su sed de experiencias como sus expectativas de escritora habían aumentado con el paso del tiempo”.

Hace unos diez años, en plena efervescencia juvenil, se sucedieron varias muertes a mi alrededor, dos especialmente cercanas. Predecibles por esa enfermedad agónica que no anuncia cuando llegará pero sí que en algunos momentos es irreversible, viví esa época envuelta en tumultos de sensaciones. Se mezclaron de forma demasiado confusa la tristeza de unos con la valentía de otros. La aceptación, el dejar fluir hacia nuevos allás (existentes o no), el dolor y la desesperación.

Aunque si hay un sentimiento que hoy recuerdo al recuperar todos esos minutos de intensidad, escogería sin duda esa frase pronunciada por alguien muy cercano a una hija ante la pérdida inminente de su madre: “Déjala partir, dile que se vaya tranquila, que estarás bien”.

Amo tanto y tan intensamente esta vida que le temo profundamente a todo aquello que tenga que ver con el conformismo, la cobardía e incluso la mediocridad (asumiendo que los límites a cada una de ellos no los ponen los demás sino uno mismo). Y cuando cruzo etapas de crisis existencial, saben quienes me conocen bien que no entrañan desidia y abandono sino miedo a no ser lo que, racional pero también pasionalmente, ansío para el futuro. Es por ello que estos momentos concentran las etapas de más absoluta concentración y estudio.

Y eso, esa inquietud que me mueve a rebelarme, a exiliarme del entorno y ensimismarme en el futuro, encierra innumerables debates conmigo misma pero es, a la vez, el sendero hacia grandes satisfacciones. Y resulta que no concibo la vida de otra forma que no sea con sinceridad hacia mis sueños.

“Si no puedo ser lo que soy ahora prefiero que me dejen morir”, dijo en una ocasión la joven italiana Eluana a su padre Beppino Englaro. En una entrevista publicada ayer en El País, este hombre, desgraciadamente célebre por lograr que retiraran la hidratación artificial a su hija tras 17 años en estado vegetativo, recuerda exactamente los 6.233 días que Eluana NO vivió. Habla de ella como un “purasangre de la libertad”.

Y recuerda que tras el accidente de un amigo de la joven, que se quedó en el mismo estado, ella le declaró: “No quiero bajo ningún concepto permanecer en unas condiciones de este tipo”. Beppino y su esposa no hicieron más que obedecer su voluntad. Puede que la más lícita de las voluntades: decidir cuando y cómo morir. La pasión por la vida lleva implícito también el respeto por la muerte.

*A A.G. por las horas de escuchas, risas y debate existencial.

miércoles, 3 de junio de 2009

Trenes al destino


Era la primera vez que viajaba a Mailand. Desconocía incluso que ese pequeño país existiera en el mapa. Por eso cuando Víctor me dijo que se encontraba allí en misión humanitaria y me invitó a visitarle tuve que recurrir a ese pequeño atlas que arrastro donde sea que vaya para ubicarme en el planeta.

Viajé en avión hasta la capital. Y de allí cogí un tren hasta el pueblo donde Víctor llevaba tres meses trabajando para las autoridades locales, Turlen. Una joya en medio del continente africano. Incluso tras la reciente guerra civil que lo había desangrado. Tantas veces la historia repetida. Le llaman conflicto étnico. Para él, que había estado tantas veces en escenarios parecidos, no era más que otro puzzle de intereses regionales.

Nada nuevo bajo la capa del sol, diría Virgilio. "Nada nuevo", repetía Víctor decenas de veces. Para quienes le conocemos la mirada, sabemos que no puede resumir todo lo que guarda dentro. Por eso le disfrutamos sin preguntas y gozamos cada paraje en el que se encuentra. Hasta que termina el fin de semana. Entonces me deja en una estación de trenes (a veces aeropuertos asolados), me guiña el ojo y veo como sale por la puerta. Evita los despidos. Odia los sentimientos que huelen a negación.

Le conozco tanto que con un suspiro puedo leerle la ansiedad. La amistad es probablemente el más libre de los sentimientos. Perfecto cuando no acumula apegos. Cero exigencias. Sólo que esa vez, deseé profundamente que se hubiera quedado hasta que se fuera el tren. Pues fue partir Víctor, y enfrentar el más caótico de los avatares. En Turlen para acceder a los trenes hay que embarcar como en un avión. Es consecuencia de la herencia colonial, dicen algunos, que quisieron darle al pueblo el glamour de capital que no era.

Embarqué con normalidad pero al dejar una de las dos maletas, vi que seguía una dirección contraria a la que me acababan de sellar. Y segundos después, la mirada de ese señor. La alarma. Y mi obsesión por recuperarla. Algo olía mal. La cinta que llevaba esa segunda maleta no se dirigía a los compartimentos del tren sino que se alejaba de la estación. Miré durante unos segundos la dirección que tomaba antes de percatarme de que, evidentemente, algo estaba quebrando la normalidad. Luego salí corriendo a buscarla.

En segundos había desaparecido de mi vista. Husmeé entre la gente que estaba en la zona donde observé girar la cinta hasta que la divisé al fondo. Esa cinta recorría parte de la sección trasera de la estación. E iba rápido. Aceleraba su ritmo. A medida que me acercaba a ella parecía estar más lejos. Un completo surrealismo. La imagen de una mentira que se me dibujaba enfrente. A lo lejos, un reloj. Y la preocupación por el tiempo.

El tren hacia la capital salía en cinco minutos. La otra maleta debía estar ya en el compartimento asignado. Pero no podía dejar justo ésta en Turlen. Víctor me había entregado dos horas antes esos papeles que hacía tanto tiempo que le había pedido su hermana. Mientras perseguía ese bulto, convertido en obsesión, retumbaban en mi cabeza sus últimas palabras: “Dáselo en mano, le ilusionará que seas tu quien se lo entregue”.

No podía pensar. Sudaba de imaginar que podía fallarle a Víctor. Pero me preocupaba también porque ése era el último tren que salía en dirección a la capital ese día. Y mi vuelo despegaba de madrugada. Si seguía buscando la maleta, perdería el tren, el avión y de rebote la ilusión de Víctor y de Ana, mi jefa, que confiaba en que el lunes se sellara el acuerdo con Campbell, la nueva editora de la empresa.

Faltaban 3 minutos para que cerraran las puertas del tren. Hice como si no viera aquel reloj. Seguí corriendo tras la cinta. Veloz, mucho más que aquella correa que me retaba. No puede uno sentir que le roba la razón un presente surrealista. Las agujas del reloj. La desesperación. Miré a mi alrededor y vi que me encontraba fuera de la estación. Lejos, casi en las afueras del pueblo. Sonrisas a mi alrededor.

Y de repente, la maleta. Apoyada en una mesa con dos señores al lado. La cogí sin pensármelo y miré hacia atrás. Quedaba un minuto para que se fuera el tren. Era imposible llegar a la estación. Estaba demasiado perdida y tenía poco tiempo... Deshacer el camino andado me tomaría al menos 10 minutos... Cuando de repente, alguien me cogió del brazo, me indicó una puerta y me acompañó a cruzarla.

Enfrente estaba el tren que salía hacia la capital. Miré sin comprender nada. Volteé de nuevo la cabeza en un intento desesperado por llamar a la lógica pero detrás no quedaba nadie. Crucé la puerta, caminé despacio hacia el tren y justo cuando iba a partir uno de los revisores abrió la puerta, me miró y me dio la mano para que subiera. Me tomó la maleta que acababa de recuperar y la dejó justo al lado de la que se había facturado. Sonrió y me invitó a sentarme. "Le estábamos esperando", me dijo.

* A D.B por prometerme que los trenes que se llevan dentro nunca se pierden.

lunes, 25 de mayo de 2009

Error de cálculo


Se mezclan en mi escritorio de este Madrid pasajero dos estelas de mi vida: por un lado el siempre eterno Kapuscinski, quien me llega a modo de biografía de la mano de esa edición tan especial que hizo de su obra Agata Orzeszek. Y por otro, esa cantautora que me acompañó en tantas noches de adolescencia: Rosana, la mujer que todavía hoy logra arrancarme energía al escucharla. La canaria que viene de ese Lanzarote del que me enamoré un verano y que hoy evoco.

Quería hablar de África. Y sin querer, ambos me llevan a ella. Esa tierra que me atrevo a pronunciar sin haber mordido más que el pedazo de costa que me regaló un reciente viaje a Marruecos. Tan fascinante por renovador, por enamorador, por distinto y por darle la trascendencia para que fuera así. Dicen que las cosas son sólo aquello que queremos que sean.

Y yo me pregunto ¿y las tierras, son también aquello que queremos que sean? ¿De quienes son? ¿Nos pertenecen a aquellos que las soñamos o son propiedad exclusiva de quienes la pisan diariamente? En estos días me planteo mi regreso a un país que me fascinó y me asustó a la vez. Que me enfrentó por primera vez a la identidad. O a una parte de ella que andaba desconcierta. Esperando saber donde ubicarse cuando llegara el momento de salir. Pues sólo los experimentados y los valientes logran persistir en lo que mentalmente idearon antes de llegar a los más desconcertantes países.

¿El resto? El resto no tenemos ni idea de cómo actuaremos cuando pisemos esa nueva tierra. Nuestra idea euro centrista y primer mundista nos habrá bautizado con excitación. Veremos sólo la ilusión óptica de la experiencia nueva y fascinante, sin pensar que lo más increíble sólo se capta desde dentro y no en el muro que separa los dos mundos, donde se ubica todavía la diferencia. Y dentro…dentro resulta que las cajas no hacen música sino que suenan a truenos.

Leía recientemente a Albert Sánchez Piñol en el prólogo de “Yo fui un niño soldado”, el duro relato de Lucien Badjoko sobre su participación en las guerras de Congo. Y cuando ya temía que no se tratara del siempre cruel y estigmatizado cuento sobre la violencia, llegaron esas palabras tan reveladoras. Decían algo parecido a que no tenemos ni idea de los conflictos africanos pero que los necesitamos para justificar nuestra industria de la bondad, nuestros misioneros, nuestros cooperantes.

Y así, viajamos a ese sitio que hemos denominado “el terreno”, demasiadas veces envueltos en la manta térmica de la ayuda, que tiene poderes para solucionar unos conflictos que la mitad de las veces llevan un nombre erróneo. Porque ni son étnicos, ni históricos, ni los sabemos contar. Pero qué creemos tener la llave para resolver. Y así pecan cooperantes y pecamos periodistas.

Solo algunos, concienzudos y atrevidos, logran burlar el desafío –que no es más que la obsesión por conocer la realidad- y adentrarse en los mundos reales, donde las etiquetas a menudo no han llegado. Lejos del Sheraton del que siempre huyó Kasuscinsky para separarse de esos colegas que “parten en misión diplomática”, sin interesarse en cómo se vive y “se las apaña la gente en un país determinado”. Buscando encontrar esa gente a quien uno “debe permitirles que me permitan entrar en su país, en lugar de, como antes, llegar y ponerme a mandar”

Seamos sinceros, todos fuimos visitantes de un Sheraton. Vivimos en el barrio bien de la bien situada Miraflores, creímos ser embajadores de la pobreza, tener las llaves del conflicto israelí-palestino, soñamos con la India mística y rechazamos la admiración europea con la que nos miraron en el otro lado del mundo. Pero lo hicimos sentados en tronos de oro sin ver que algunos metales que parecen relucir originan decenas de guerras. Sin ver que le llamamos mística a la pobreza y la muerte. Sin ser conscientes de que los mundos imaginados no siempre son imaginables.

martes, 19 de mayo de 2009

Benedetti, más que palabras


He leído decenas, centenares de palabras tuyas. A veces servían para secar una tarde demasiada llena de lágrimas. Y darle, así, ese toque de alegría, que tu –también en exceso sensible- defendías. Otras noches era justo lo contrario, aquella dosis de magia que necesitamos que alumbre algunos atardeceres. Que nos susurre al oído justo antes de dormirnos que sí, hay esperanza.

Decenas, centenares de palabras. Escritas con la perfección que sólo el fluir de las sensaciones puede otorgar. Con esa validez tan universal que sólo los eruditos que buscan encontrarse en los pedestales han negado. Decenas de palabras. Hasta que un día encontré el revelador, ese poema que apareció gracias a un regalo y que se ha convertido un lema de vida.

“No te salves” son más que cuatro estrofas literales que me acompañan en la encrucijada por encaminar en el mismo raíl los sueños, la lucha y los ideales. Son el faro de una forma de vida, el camino hacia la búsqueda escrito por el mismo esbozo de tierra por el que pedaleamos. Pero sobre todo el mayor alegato a la esencia, ese espíritu rebelde que parece destinado a que lo capturen, pero que –persistente- a veces se hace indomable. Y sólo entonces, no nos salvamos. En medio el precio no importa.

Me llegó la noticia de tu muerte justo cuando regresaba del tren, camino a casa. Sonó tu nombre en la radio de un taxista que intentaba explicarme el descaro del Barça en un avión. Y de repente empezó a fluir en el fondo una biografía demasiado conocida. Y la claridad. Tu muerte. Y el primer mensaje, de esa compañera tuya de tierra que tantas veces me dice que soy una latina escondida en piel de europea. Y el reenvío de mensajes. Y la pena. La aceptación y la resignación de que, al menos, quedarán tus palabras.

Al llegar a casa tu foto era la primera imagen de un periódico digital. Escribía Juan Cruz. Una crónica que hablaba del compromiso, de esa tuya sensibilidad, de tus ciudades, de la defensa de la democracia que te llevó al exilio, de la dura muerte de tu esposa, y de encuentros con autores que te daban las gracias. Por escribir. Por ser como eras y seguirás siendo en las palabras inmortales que logran evitar la fugacidad de la que no escapan los cuerpos.

Hoy en un taller de radio con un corresponsal de años en México, una compañera uruguaya te dedicó su pieza. Empezó con un poema y terminó autorizándose a certificar tu grandeza. Dos días antes una compañera, esa venezolana que comparte pasión por tus versos, las palabras de Galeano y las frases de Saramago, me decía: ¿sabes qué me da profundamente miedo? Que llegue un momento que ya no quede nadie de toda esa generación de grandes escritores. Y no saber si llegará a haber jamás otra generación que les iguale.

Yo le dije que sí, que Latinoamérica es y será la tierra de la crónica. Y que hoy nacen y crecen algunos autores de gran talento. Pequeños rebeldes que prefieren la autenticidad a la marca. Que desisten de grandes sueldos en oficinas estáticas por amor a las palabras escritas con mayor libertad. Que buscan no salvarse en un mundo donde cada vez más personas buscan cobijo. Que huyen de la estabilidad por el reto. Ellos son la voz de tus poemas. El espejo en el que me miro.

Y tal vez, el recuerdo de que hoy, también yo, debo escapar antes de quedarme inmóvil, sin júbilo, con desgana, sin labios, sin sueño, sin sangre y sin tiempo. Inmóvil, al borde de ese camino donde no quiero quedarme contigo. No me salves...Ni hoy ni nunca

sábado, 2 de mayo de 2009

Más de tres meses después del ataque en Gaza


El 18 de enero finalizó la denominada “operación Plomo Fundido”, el ataque israelí más violento de los últimos años contra la población palestina, que se saldó con más de 1.300 muertos y miles de heridos. Poco después de que se cumplan tres meses del final de esa incursión en la Franja de Gaza, la situación sigue siendo “catastrófica”, según Raquel Martí, la directora ejecutiva del Comité Español de la UNRWA, el organismo de Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos, que este año cumple 60 años.


¿Cual es la situación actual en la franja de Gaza?
Teniendo en cuenta que Gaza vivía ya una crisis muy aguda como consecuencia de los 22 meses de bloqueo, tras la incursión israelí, la situación es catastrófica. Tres meses después no se ha avanzado mucho. Según la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas (OCHA) hay más de 70.000 personas desplazadas, que han perdido sus hogares. Además, mucha de la ayuda humanitaria necesaria no puede entrar debido al cierre de fronteras. Israel ha prohibido, entre otras cosas, que entre material para la reconstrucción de infraestructuras, lo que impide que se reconstruyan, entre otras, las viviendas de los campamentos de refugiados.

¿Cuáles son las prioridades de la población de la Franja, según la UNRWA?
Tras los ataques se elaboró una lista con los 250 items más necesarios para atender a la población de Gaza, entre los cuales figuran medicamentos, comida, papel, plástico, etc. Sin embargo, Israel sólo permite la entrada de 12 de estos, de forma completamente aleatoria. Ciertos productos, como la pasta o el chocolate no los dejan entrar porque los consideran de lujo y no material de ayuda humanitaria. Tampoco se permite entrar papel para elaborar libros educativos que la UNRWA edita en la Franja y que contienen aspectos relacionados con los derechos humanos y la resolución pacífica de conflictos.

Los niños han sido, sin duda, los más afectados por la denominada “Operación Plomo Fundido”. ¿Cómo está trabajando la UNRWA con ellos?
Después de los ataques se lanzó el Plan de rehabilitación de la franja de Gaza” lo que denominamos “Plan del día después” con un presupuesto de 365 millones de dólares, que precisamente tiene como prioridad atender a la población infantil. En este sentido, se abrieron de inmediato las 224 escuelas que gestiona la UNRWA y se está proporcionando asistencia psicológica post-conflicto. Otra de las prioridades del plan es proporcionar ayuda alimentaria a un millón de refugiados, de los 1.265.000 que lo necesitan. El Programa Mundial de Alimentos (PMA) se encarga de subministrar alimentos a la población no refugiada, es decir a los 265.000 que no atiende la UNRWA. Y lo tercero es distribuir ayuda sanitaria en las 18 clínicas de la UNRWA.

Al igual que la UNRWA, muchas ONGs se encuentran con ayuda humanitaria bloqueada en las fronteras con Gaza. ¿Cuál es la recomendación que les hace la Agencia para poder entregar los subministros?
La UNRWA denuncia constantemente el cierre de fronteras aleatorio de Israel, sin embargo no tenemos una solución para ello. De los seis pasos fronterizos que existen para entrar en la Franja, el de Karni es el de mayor capacidad y hace tiempo que está cerrado. Los pasos más utilizados por la UNRWA para entrar la ayuda humanitaria son los de Rafah (Egipto) y Kerem Shalom pero ni se abren todos los días ni todas las horas. Debemos coordinar diariamente con Israel qué pasos van a abrirse durante el día.

El paso de Rafah es uno de los puntos donde se está acumulando más ayuda humanitaria, lo que ha levantado críticas contra el gobierno egipcio. ¿Cuál es la opinión de la UNRWA en este sentido?
Egipto tiene la responsabilidad de gestionar ese paso, con la supervisión de observadores de la UE. El impedimento de entrada de ayuda humanitaria supone una vulneración a los derechos humanos y al artículo 55 de la cuarta convención de Ginebra.

Tras la incursión, el relator especial de la ONU, Richard Falk, anunció que se investigarían los ataques a infraestructuras de Naciones Unidas y la posibilidad de que Israel hubiera cometido crímenes de guerra. ¿En qué estado se encuentran estas investigaciones?
La investigación para analizar los ataques a las sedes de la UNRWA fue encargada por el secretario general de la ONU, Ban Ki-Moon, en febrero y llevada a cabo por una comisión de cuatro personas, encabezada por el ex presidente de Amnistía Internacional (AI), Ian Martín. El pasado 9 de abril se entregaron a Ban las conclusiones de este informe y se prevé que se haga público en los próximos días.

Por otro lado, el 3 de abril la ONU designó al sudafricano Richard Goldstone para investigar los posibles crímenes de guerra cometidos por Israel en la franja de Gaza. Goldstone ha sido fiscal del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia y Ruanda y encabeza una comisión formada por otras tres personas. La aprobación de este equipo fue decidida el 12 de enero en sesión extraordinaria del Consejo de Derechos Humanos.

El cambio de gobierno en Israel tras las elecciones del pasado mes de marzo pueden condicionar el futuro de Palestina. ¿Cómo ve la UNRWA este cambio?
Nos tiene bastante preocupada la posición del ministro de Relaciones Exteriores israelí, Avigdor Lieberman, que ha señalado que “habría que echar al mar a todos los árabes” o la del primer ministro, Benjamin Netanyahu, que considera que los palestinos deben reconocer el carácter judío del Estado de Israel para iniciar una nueva ronda de negociaciones de paz. Creemos que se está produciendo un retroceso y eso nos tiene bastante preocupados.

Parece que la figura de Barack Obama va a ser transcendental para mejorar la situación en Oriente Medio ¿Ven en él las esperanzas para la paz?
Obama está abogando por la creación de dos Estados, y así lo ha transmitido su secretaria de Estado, Hillary Clinton. Además, se ha mostrado preocupado por las demoliciones de casa y ha manifestado la necesidad de paz en la región. Sin embargo, todavía no ha llevado a cabo ninguna acción al respeto.

sábado, 25 de abril de 2009

Des-prostitúyeme

No dejes que la miel de este mundo me atrape. Que los sabores de la comodidad abrasen mi nervio. Ni que la primavera me absorba con sus tentáculos. Es el dulce paisaje que acompaña la lucha, pero déjala solo en eso. Que no me conquiste. Ni su sol ni tus calles. Nada de ofertas culturales. Nada de fascinaciones arquitectónicas. Busco la otredad que reivindica Kapuscinski.

Devolví hace poco el Ébano que me acercó a tí por primera vez. Hace menos te evoqué de nuevo a través de Heródoto. Esas tierras que a tí te fascinaron se acercan a mí a través de la llama del más allá. Puedo analizar los porqués. Del Madrid que no terminar de llenarme. De una vida ya llevada a la que me resisto a caer de nuevo. Aunque a veces me pregunte si con ello dejo escapar una parte de esa mi época capitalina.

Mi fascinación va de la mano del otro. Otros mundos, otras lenguas -cada vez más-, otras experiencias. Más y más fuertes. Tan duras que a veces sienta que deberé volver para tomar aire. No me fascines. Occidente, que horriblemente te llaman, líberame. Suéltame de esos pensamientos de querer un hogar. De querer la estabilidad. ¿Y la soledad? ¿Qué haremos con ella?

Tan necesaria para escribir, para estudiar, para sanarse de las heridas de conocimientos que se escapan al tiempo que deberíamos dedicarles. ¿Qué hacemos para manejarte? Te necesito tanto como resultados necesito abarcar. Y sin embargo, puede que tu tentación suponga el rechazo de cantos de sirena. ¿Cómo hago para darte sitio en esa necesidad mía de sentir? Si sólo las personas brindan, de mano de las letras, la esencia de ese don?

No he llegado todavía a comprenderte. Tu peso por ahora certifica una opción. Una época y una elección. Siento miedos. A no ser, a dejar escapar. Aunque menos. Rebajados a los de hace un tiempo. Brindo por la apuesta. Aunque la apuesta sea un pasaje. El billete a algo. ¿Y si mientras espero esté prostituyendo mis ideales? Quisiera rozar el techo de los sueños. Quiero hacer el camino más fructífero. Las cosechas son simplemente esto. Sólo que no estoy segura de que haya una fecha para los frutos.

Se me cruzan los cables de la confianza y del miedo. Decido que no puedo decidir. Por ahora. ¿Será eso prostituirse? ¿dejará huellas la subsistencia? Reivindico la esencia del aroma que me llevó aquí. Y cuando le doy un espacio, siento que llena mis pulmones. No te vayas. Recuérdame siempre que me acompañarás. Y que lo otro...es sólo camino que debe recorrerse...

jueves, 12 de marzo de 2009

Siento...luego existoooo


Acaba de finalizar un nuevo 11 de marzo. Y con él, de incorporarse un nuevo ocho en mi vida. El 8 es mi nuevo favorito. Y 28 son los años que acabo de cumplir. Ochenta las experiencias vividas y ocho mil las que quiero escribir en el libro del futuro. Ocho vidas las que aspiro para mis días y ocho libros los que quiero absorber por mes. Ocho manos que me den ternura, ocho ojos que me enseñen a mirar más allá de las fronteras, ochenta las ciudades que me abran sus puertas, ochocientos los amigos y también las palabras que quedan por decir….Innumerables las sensaciones.

Termino el día con Marc Antony, asumiendo el riesgo que tiene la confesión en este país faltado de pasión por la salsa. Hoy acepto que me tilden de cutre, de cursi o de huachafa, como dirían en mi Perú querido. Hoy acepto cualquier crítica porque vengo de recibir una rosa y un libro. La rosa, roja y encima acompañada de bombones. El libro, una sorpresa absoluta. Una diana en el universo de los amantes de Kapuscinski. ¿Qué otra forma hay de comprobar que los que te rodean ya te entendieron? ¿Qué mejores palabras que las del gran maestro, confiadas en secreto de autobiografía?

No me pinchen. No quiero despertar del sueño de creer. Aprendí a desterrar la palabra utopía y a canalizar aquello que le llaman idealismo. Imposible sólo es el llover que no fluye de las nubes, el vuelo de los delfines, el calor que hiela o las piedras de seda. El resto…del resto podemos ponderar su grado de dificultad, asumir lo difícil del camino, decidir otorgarle el juego al azar. Pero ¿no es más excitante atreverse a no abandonar los sueños? ¿No tiene algo de emocionante la lucha que convierte en formas las ideas reveladas por la pasión de las ambiciones?

No, no me roben el creer. Más bien denme fuerzas para dibujar proyectos con los que sentir. No necesito acompañarme de grandes nombres, sino de mucho conocimiento. No necesito tocar las yemas del reconocimiento externo sino resistir ante mis inquietudes. No confío en los cambios universales sino en las pequeñas contribuciones, a menudo más universales que las pretendidas reales. No necesito que me informen de las limitaciones de nuestro poder. Sino más bien que me ilustren con iniciativas exitosas. El no siempre estará allí. Preferí ver el sí.

Me lo recuerdo en este día, siempre especial, en que siento cercanos a los míos. Un día de sol en la primavera madrileña que empieza a espiar por las ventanas. Para algunos, el día del cumpleaños es sólo un día más. Para mí, es el transcurrir de algunas horas más intensas de lo habitual. Me doy el tiempo de hablar con los míos, me leo los mensajes de felicitación con especial entusiasmo y suelo hacer un ejercicio de relativización. Tras escuchar ayer a niñas de la guerra en Sierra Leone y acercarme hoy a la tragedia de la inmigración africana, no reconocer la felicidad en medio de la rutina puede constituir un delito.

Por eso, y aunque no debieran cumplirse años para practicarlo, cada 11 de marzo me doy licencia expresa para ser feliz. Puede que ello sólo dependa de la consciencia invertida en que así sea. O que sea un gran engaño, como me intentaron hacer creer alguna vez. Pero este engaño, también depende de cómo se escoja ser vivido.

domingo, 8 de marzo de 2009

Huelen las noches de primavera



No me mires a los ojos con una especial intensidad. No te voy a recordar por el color de tus ojos ni por la ternura que imprimas a tu pestañeo. Acércate a mí y deja tu olor esparcido en los milímetros de aire que nos separan y no la olvidaré jamás…

Tu olor será el garante de tu recuerdo. Aparecerá en las calles, en los pasillos del metro, en la universidad y en los bares. Y aunque te la hayan robado mil anónimos, para mí sólo existirás tu multiplicado por cien posibles tus.

Vivo y revivo en el olor de las personas y de los tiempos. De los ríos y los barrios que un día absorbí. De selvas y montañas que tienen nombre propio en el cuaderno de las experiencias imborrables. Le robo a los abrazos el nombre de quien me los regala para guardar bajo llave, el código de su olor. Analizo el suelo que pisé por el olor que le impregnó la lluvia.

Y cuando apacigua el frío, sonrío y digo, un día al surcar la noche: “Huele a primavera”. Me miráis y me convencéis de que las estaciones no huelen. Y aunque debo pretender daros la razón, dentro de mí se colaron ya las partículas de un nuevo sentir. Terminó la pelea contra la apatía y aparecieron los raudales de vida. Ráfagas de inspiración que no quieren sucumbir al sueño. Pues saben que allí, en esas horas de vida yace el sentido de todo, de lo invisible a los ojos, aquello que es realmente importante, dijo un piloto.

Guardo decenas de cajitas en el departamento de los olores. En ellas almaceno el recuerdo de París en un día de frío acompañada de una buena amistad. Y del mar de Lanzarote, que no logro descifrar si huele a arena o a libertad. Cobijo allí el primer olor de Lima, cuando las imágenes en un aeropuerto eran tan intensas que no lograban ordenarse como ese primer perfume a confusión. Y las posteriores visitas al centro de la ciudad, el olor de los taxis, del regreso a una casa que despertaba la fuerza de las primeras incógnitas, del océano Pacífico, tan angustiante con su fuerza amenazadora.

Almaceno en esas cajitas los perfumes de todos los hombres que significaron algo en mi vida. De los aviones, sin los cuales me resigno a vivir. De los veranos en balcones de la Costa Daurada, donde me cuestioné la línea entre el amor y la amistad. Recuerdo el olor de la libertad, mi perfume favorito, porque aunque lo asocie a espacios determinados, siempre me sorprende con nuevos senderos.

Sonrío con el olor de la habitación del pueblo donde se inició esa lucha entre los libros y las personas. Y en esa misma casa, aspiro, cada vez que voy, la fuerza de los lugares familiares, guardianes del mayor confort que existe. Aunque la adrenalina sea propiedad de la incertidumbre, sin esa calma no puedo trazar el valor de la novedad.

También la música me regala olores. De hojas de papel, luces que alumbran páginas, estrellas que espían la mirada concentrada durante noches de primavera. Juntas transmiten el aliento de los momentos perfectos. El río Ganges se acerca para hablarme y Heródoto aparece en los labios del periodista inmortal.

Hoy dejo la puerta abierta para que entren, todos ellos, olores…

domingo, 1 de marzo de 2009

Corro al lado del tren color gris

Busco entre los minutos una hora que robarle. Bailo al son de mis deberes, entre lunas que dejo pasar y suelos que hoy no me regalan las huellas del paso consciente. Olvido las estrellas y algunos brillos. Miro hacia delante, no pienso. Y con ello a veces pierdo… a veces …gano en convencimiento. Ruego que me recites. Reto el tiempo y el vivir que me den un descanso. Que me disculpen la ignorancia y vengan a ratos a poner color.

Cuento algunos días, dejo pasar las horas que son el pasillo hacia la vida, invierto en el saber. Gozo el escuchar. Dejo fluir los vientos que absorben más arena de la que me regalan, no les permito el robo de esa energía tan preciada. No olvido el valor del vivir, que le roba horas a la pluma. No obvio los días que se suceden sin tintes de consciencia. Tampoco el pasar de las sensaciones. Aunque el tren siempre está allí, ya decidí correr a su lado.

Puede que la prisa sea la mejor forma de perder el tiempo. Y la incertidumbre el látigo más cruel contra los sueños. Pueda que la lucha no tenga el color de la pasión. Y que la música se quede dentro para aliñar otros momentos. Que el arco iris solo se vea cuando se inclina la cabeza hacia los lados. Y que otros gozos te dejen seca. El vacío ya no es lo que antes era. Aunque ni seco, puedo olvidar ese sabor que debo recordar para imponerme.

Vacío es el color del día que amenaza pero no cae. Del cielo panza de burro. De los techos que existen para no significar. Los tiempos…aquellos que parecen grises por el color de la monotonía no son más que rojos extremos amainados de serenidad. Convierten el logro en costumbre y la lucha en sendero. Tienes razón cuando me hablas de ese estado desde el cual se dibujan los caminos del éxito. Te creo cuando me aseguras que el lejano oriente un día rozará mis yemas.

Y mientras…camino entre certidumbres que roban intensidad a la inocencia para hacer crecer hábitos con los que vestirme de paciencia. Con los que regar las flores que no se ven porque están teñidas de gris. No les permito que me juzguen. No les otorgo el poder de la crítica. Obvio un pasado al tiempo que miro el horizonte. Sonrío por el equilibrio recuperado y alejo las tentativas del lamento. Tú me recuerdas que el sacrificio es un mar y que sólo desde el océano se toca el cielo.

Ya decidí correr al lado de ese tren…

domingo, 11 de enero de 2009

Palestina

Más de 250.000 personas reunidas. Gritos y pancartas a favor del fin de una masacre. Centenares de banderas palestinas en alto. Representantes de los partidos políticos, los sindicatos y las organizaciones sociales. Y miles de rostros anónimos. Muchas voces distintas para una sola causa. Zapatos en alto, llamadas a Intifada, muecas de cólera, el terrorismo como enemigo en boca de la mayoría, Zapatero invitado a cerrar la embajada de Israel. Pasos firmes sobre las calles céntricas de Madrid en un gélido domingo de enero. La indignación hoy no decidió quedarse en casa.

A miles de kilómetros, el combate no se libra con pancartas, sino con tanques y aviones. Y hoy, como ayer, pero con más dureza, Israel sigue asediando la franja de Gaza. La excusa de atacar las estructuras militares de Hamás no logra hacer lo que la propaganda oficial israelí se propone con panfletos y mails masivos a los periodistas: convencernos de que lo que se libra es una guerra contra el terrorismo. Demasiados cadáveres de civiles inundan las pantallas. Demasiados rostros de inocentes, que como siempre resultan ser las dianas perfectas en cualquier guerra, los mejores candidatos a recibir la muerte.

Ya lo dijo Saramago hace una semana en un manifiesto firmado por varios intelectuales. “No es una guerra, no hay ejércitos enfrentados. Es una matanza…No es la respuesta al fin de la tregua, porque durante el tiempo en el que la tregua estuvo vigente el ejército israelí ha endurecido aún más el bloqueo sobre Gaza y no ha cesado de llevar a cabo mortíferas operaciones con la cínica justificación de que su objetivo eran miembros de Hamas... No es un estallido de violencia. Es una ofensiva planificada y anunciada hace tiempo por la potencia ocupante.”

Lo peor del caso es que aún cuando el ataque israelí –que ya se ha cobrado más de 800 vidas- lograra dañar gran parte del aparato de Hamás, no creo que exista ningún inocente capaz de tragarse que ello supondría el fin del conflicto en Gaza. Completamente incrédulo a que ello pueda suceder, Vargas Llosa defendía hoy en un artículo en El País:

“La verdad de los hechos es que, por más feroz que haya sido el castigo infligido por el Ejército de Israel a Gaza, y precisamente debido al sentimiento de impotencia y odio por lo ocurrido del millón y medio de palestinos que viven hambreados y medio asfixiados en esa ratonera, lo probable es que, una vez que el Tsahal se retire de la Franja y se restablezca "la paz", las acciones terroristas se renueven con nuevos bríos y un deseo de venganza atizado por los sufrimientos de estos días”.

Está escrito que esta operación no supondrá el final de nada, sino el principio de mucho. De mucho odio, de más ataques, de decenas de muertos. La prolongación de un conflicto eterno que suena a campanas de elecciones, a estruendos mudos –como lo acaba de llamar César Hildebrant en un brillante artículo- y a insensatez internacional. De los grandes organismos y las potencias. Porque la población ya ha decidido decir lo suyo. El dolor que en la batalla divide, aquí une.

martes, 6 de enero de 2009

La dirección del horror

Hace algunos años un compañero de piso me cuestionó la maternidad desde una perspectiva que me sonó horrible: ¿no crees que es un acto de egoísmo traer un hijo a este mundo cruel? Le miré con tal cara de sorpresa que si hoy supiera que en las últimas semanas esa misma frase se ha cruzado por mi mente varias veces, llamaría seguro al dios de la convicción para preguntarle porque ha cambiado de sentido.

“No ha cambiado de sentido”, le diría yo. Sigue prevaleciendo en mí el milagro de la vida al pesar de la muerte. Aunque cuando las muertes acechan demasiado cerca y en demasiada cantidad, la convicción disminuye. Ya no ante la maternidad que ansío tocar algún día, sino ante el optimismo por la vida que siempre he defendido. La mejor armadura contra la desazón que causan los continuos fatalismos de este mundo nuestro.

Opté por mirar las desgracias a la cara. Aún con la obsesión por el optimismo. Opté por buscar las raíces de los conflictos. Aún con la obsesión por el optimismo. Opté por intentar entender el porqué de los genocidios y las masacres. Aún con la obsesión por el optimismo. Opté por conocer los entresijos de sociedades enfrentadas con machetes. Opté por defender los derechos humanos. Opté por escribir un día sobre las historias que no tienen propietario porque nadie habla de ellas. Hasta que me cuestioné si ello seguía siendo compatible con ver el mundo desde el prisma del optimismo.

Quisiera decir que sí. Que aunque las barbaries sigan mordiendo pequeños pedazos de nuestro mundo, la vida es bella, como defendió Benigni en 1998. Aunque incluso su bella vida no terminó precisamente de la mejor forma. Resulta casi imposible equilibrar la balanza de la felicidad, a menos que decidamos suprimir para siempre la indignación. O lo que es lo mismo, cerrarle los ojos a las desgracias que abisman hoy en Gaza, ayer en Madrid, casi siempre en África. Suprimir la conciencia exterior. Y vivir únicamente la vida propia, que ya de por sí carga con sus tristezas.

Para la mayoría es la única receta válida. Aísla el dolor de los demás, evita imágenes crueles y otorga la culpa a los poderes que ordenan el mundo. A otros, sin embargo, huir de lo que pasa fuera de nuestras paredes nos parece olvidar todo un mundo. No supone ser más fuerte ni más inteligente. Seguramente al contrario: nos acercará a horrores que podríamos haber evitado. Aunque incluso de los horrores nace el arte. Sin ellos carecería de sentido El ensayo sobre la ceguera que consagró a Saramago.

Sin esos horrores tampoco existiría la obra de Alberto García- Alix, ese fotógrafo madrileño cuya obra podemos ver hoy en el Museo Reina Sofía. Premio Nacional en 1998, ese domador de la imagen, sabe perfectamente qué es y donde afecta el dolor. Sus imágenes reflejan la muerte advertida y el camino de la adicción que lleva a ello. Habla sin tapujos de la heroína para decirnos que “el fracaso narcotizado no duele, tampoco el miedo”. Nos acerca a los protagonistas de una época cuyo “error” fue que “su mística estaba anclada a una épica destructiva”. Nos anuncia que aquello que desfila ante sí es “el epitafio de un tiempo futuro”.

Nos habla de las condenas recibidas por profanar el amor. “¿Quién alimentó su egoísmo por no creer en nada?”, le pide algún dios. Tal vez el subconsciente. “Por matar el miedo soy capaz de cualquier delito”, advierte ese hombre que vio la muerte muy de cerca. “Una forma de ver es una forma de ser”, declara abiertamente. Por ello, sus imágenes no rehúsan las jeringas ni las cicatrices. Como no rechazó nunca Kapuscinski mirar a la cara del conflicto de Ruanda. Ni lo hizo Paul A. Baran al definir las miserias del subdesarrollo. O René Dumont al ponerle nombre a la explotación y la pobreza.

Entre las desgracias que nos llegan estos días de Palestina, se mezclan los regalos que unos reyes traen precisamente de allí, de Oriente. Puede que algunos escojan mirar sólo dentro de los segundos. Los muertos en otra tierra parecen inevitables, nos causan dolor y empañan los brindis. Pero forman parte de este mundo tanto como los regalos que brotan de las chimeneas. Generan indignación y alimentan algunos talentos. De su obra aprendemos a veces para que no se repitan los horrores. Y otras, sólo para ser conscientes de donde vivimos.

(También crean dudas existenciales imposibles de resolver…)

jueves, 1 de enero de 2009

Llegó, se vivió, a veces se fue y otras se quedó. 2008

Ayer terminó un año para dar la bienvenida a otro. No sabemos qué nos deparará, aunque podamos intuir la dirección que tomarán algunos eventos. Puedo imaginar que será el año en que viviré más que nunca mi personal incursión en los países en desarrollo, a través de ese postgrado en el que me sumergiré a partir de enero. Que sentiré más cerca y más fuerte Palestina, el Sáhara, Afganistán y, en general, el Oriente Próximo, des de otra perspectiva diferente a la mediática.

Que me seguiré indignando con una crisis muy económica y muy poco humana que prolifera cuanto más se pronuncia. Que conoceré Ginebra con las ansias de las ciudades que se postergan entre los destinos marcados en la agenda de las viviendas. Que viviré el despertar de la primavera en ese Madrid hoy helado mucho más intensamente que otros abriles. Que pelearé por ese objetivo declarado que es el puente al trampolín de los que quieren vivir para contar historias con el rigor de las verdades que existen siempre sólo a medias.

Que intentaré, una vez más, robarle tiempo a los de fuera para dárselo al gusanillo de aquí dentro que reclama letras para meditar como absorber todo. Que seguiré gozando, como nunca, de la vida que hay en mi sobrino. Y de la nueva vida que está en camino. Que tendré que decidir si la senda es América Latina o la curiosidad me arrastra a África. Que me prometeré superar el miedo a atraveserse a ser más y mejor. Que deberé combatir contra los que prefieren creer en la desidia que en las posibilidades de lo imposible. Y sobre todo que intentaré vivir, a veces con la sabiduría de las experiencias pasadas y otras, intentando alejarlas para que no me muerdan tanto como para quedar vacía de energía.

Atrás queda 2008. Un año de impases. De inicios y de finales, a veces demasiado repentinos. De cambios, en definitiva, que no siempre asimilé fácilmente. Fue el año en que tomé un avión de no regreso a un país que marcó una y muchas pasiones. A las letras, ante todo, a algunos cuerpos también, a una forma de vivir, sobre todo. Fue el año en que aprendí muchas formas de no hacer las cosas y empecé el único camino que he decidido recorrer en dirección a USA. Una época de definiciones, hacia lo que descarto porque ya fue vivido y lo que aún repitiéndose mil veces quiero tener a mi lado. De escoger amigos y experiencias. También trabajos.

Fue un año de grandes viajes. Hacia las culturas pre-incas del norte de Perú, la selva de Tarma, las calles de Quito y de Cajamarca, las iglesias de una ciudad alemana que me recordó que en medio de la oscuridad, el viaje siempre da perspectiva. Y el salto a Madrid, esa nueva ciudad a la que encargo la tarea de recuperar la estabilidad que necesito para poder volver a violar, luego, sus normas. La ruptura con la Barcelona del pasado de la que necesité separarme para serle fiel a ese antes y después latino.

El año de Juan Rulfo, de Vargas Llosa, de Paul Auster, de Galeano (gracias a tí, Lidia, siempre cercana), de Juan Cruz, de más Saramago, de Juan Millás y su mundo. De los viejos y grandes amigos robados a Italia y Irlanda con los que diciembre me regaló. De la descubierta de algunos cantautores y otros poetas, mil palabras orefcidas por grandes amigos. Ayer se fue 2008. Como todos los años pasados se fue para siempre. Pero fue vivido con la única intensidad con que me autorizo a vivir. Y hoy deja atrás algunas cosas que se fueron y otras que quedarán para siempre.