lunes, 25 de mayo de 2009

Error de cálculo


Se mezclan en mi escritorio de este Madrid pasajero dos estelas de mi vida: por un lado el siempre eterno Kapuscinski, quien me llega a modo de biografía de la mano de esa edición tan especial que hizo de su obra Agata Orzeszek. Y por otro, esa cantautora que me acompañó en tantas noches de adolescencia: Rosana, la mujer que todavía hoy logra arrancarme energía al escucharla. La canaria que viene de ese Lanzarote del que me enamoré un verano y que hoy evoco.

Quería hablar de África. Y sin querer, ambos me llevan a ella. Esa tierra que me atrevo a pronunciar sin haber mordido más que el pedazo de costa que me regaló un reciente viaje a Marruecos. Tan fascinante por renovador, por enamorador, por distinto y por darle la trascendencia para que fuera así. Dicen que las cosas son sólo aquello que queremos que sean.

Y yo me pregunto ¿y las tierras, son también aquello que queremos que sean? ¿De quienes son? ¿Nos pertenecen a aquellos que las soñamos o son propiedad exclusiva de quienes la pisan diariamente? En estos días me planteo mi regreso a un país que me fascinó y me asustó a la vez. Que me enfrentó por primera vez a la identidad. O a una parte de ella que andaba desconcierta. Esperando saber donde ubicarse cuando llegara el momento de salir. Pues sólo los experimentados y los valientes logran persistir en lo que mentalmente idearon antes de llegar a los más desconcertantes países.

¿El resto? El resto no tenemos ni idea de cómo actuaremos cuando pisemos esa nueva tierra. Nuestra idea euro centrista y primer mundista nos habrá bautizado con excitación. Veremos sólo la ilusión óptica de la experiencia nueva y fascinante, sin pensar que lo más increíble sólo se capta desde dentro y no en el muro que separa los dos mundos, donde se ubica todavía la diferencia. Y dentro…dentro resulta que las cajas no hacen música sino que suenan a truenos.

Leía recientemente a Albert Sánchez Piñol en el prólogo de “Yo fui un niño soldado”, el duro relato de Lucien Badjoko sobre su participación en las guerras de Congo. Y cuando ya temía que no se tratara del siempre cruel y estigmatizado cuento sobre la violencia, llegaron esas palabras tan reveladoras. Decían algo parecido a que no tenemos ni idea de los conflictos africanos pero que los necesitamos para justificar nuestra industria de la bondad, nuestros misioneros, nuestros cooperantes.

Y así, viajamos a ese sitio que hemos denominado “el terreno”, demasiadas veces envueltos en la manta térmica de la ayuda, que tiene poderes para solucionar unos conflictos que la mitad de las veces llevan un nombre erróneo. Porque ni son étnicos, ni históricos, ni los sabemos contar. Pero qué creemos tener la llave para resolver. Y así pecan cooperantes y pecamos periodistas.

Solo algunos, concienzudos y atrevidos, logran burlar el desafío –que no es más que la obsesión por conocer la realidad- y adentrarse en los mundos reales, donde las etiquetas a menudo no han llegado. Lejos del Sheraton del que siempre huyó Kasuscinsky para separarse de esos colegas que “parten en misión diplomática”, sin interesarse en cómo se vive y “se las apaña la gente en un país determinado”. Buscando encontrar esa gente a quien uno “debe permitirles que me permitan entrar en su país, en lugar de, como antes, llegar y ponerme a mandar”

Seamos sinceros, todos fuimos visitantes de un Sheraton. Vivimos en el barrio bien de la bien situada Miraflores, creímos ser embajadores de la pobreza, tener las llaves del conflicto israelí-palestino, soñamos con la India mística y rechazamos la admiración europea con la que nos miraron en el otro lado del mundo. Pero lo hicimos sentados en tronos de oro sin ver que algunos metales que parecen relucir originan decenas de guerras. Sin ver que le llamamos mística a la pobreza y la muerte. Sin ser conscientes de que los mundos imaginados no siempre son imaginables.

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