lunes, 22 de diciembre de 2008

Queridos reyes de Occidente

Queridos reyes magos,

Este año acudo a vosotros porque los reyes de Oriente llevan mucho tiempo sin responder a mis demandas. Casi no aparecen en los periódicos durante el año (a menos que sea en forma de conflicto, todos unidos bajo la nomenclatura de terroristas o en oscuras cárceles de una isla perdida en medio del océano). Por ello, y como veo que difícilmente nos llegarán regalos de ellos, me dirijo a vosotros, los de Occidente, que parecéis poseer más bienes y más respuestas, para haceros mi lista para el 5 de enero en la noche. Ese día me gustaría que dejaráis bajo el árbol de Navidad algunos pequeños detalles, como:

- Un nuevo mapamundi: que se ilumine como el que tengo ahora al conectarlo a la luz pero que cambie un poco los países de lugar. Me aburre ya ver tanto debate en unas zonas y tanta debacle en otras. Mézclenlos por un tiempo, por favor. Eso de separarar Norte y Sur ya hace mucho que se instauró. ¡Innoven un poco!

- Algunas nuevas filosofías: la religión católica quedó ya muy anticuada aquí en mi mundo. Todavía creen que la educación les pertenece, no lograr superar esa dicotomía de predicar la humildad pero vivir en templos de oro e imaginan que los seres humanos siguen casándose de blanco ¡porque son vírgenes! Además, prefieren que se extienda el sida a aceptar la promiscuidad. Ayúdenles un poco a entender el nuevo mundo, ustedes que pueden.

- Nuevos Bernard Leon Maddof: que roben a los ricos y les hagan igual de vulnerables que los pobres ciudadanos de pie que perdieron una casa en construcción porque todo un imperio de inmobiliarias decidió cerrar el chiringuito antes de perder un euro. Arruinen a los especuladores, aunque sea sólo un tiempo. Denles pisos de alquiler y quítenles las fincas con piscina. Sólo para que experimenten como se vive entre los mortales.

- Polvos mágicos contra la desidia: me he dado cuenta en el último tiempo que se ha extendido en el entorno ese estado de ánimo que nos impide darnos cuenta que queda un largo trecho para que los africanos tengan que prestarnos pateras para emigrar hacia sus costas. Repartan libros de El Roto, estas Navidades. Su ironía es la única que puede mostrarnos la hipérbole del lamento.

- Tiritas contra el olvido: para trasladar las víctimas de la guerra civil de las fosas comunes a la Audiencia Nacional, sacar el polvo de los barcos llenos de españoles que viajaron de incógnito a tierras latinas, rememorar la España anterior al ingreso en la UE, desempacar los pactos políticos que todos dicen no haber firmado,...(esa lista es interminable, con uno de ellos me vale!)

- Nuevos Saramagos, Lydias Cacho, Yoanis Sánchez, Susans Sontags, Josephs Stiglitz: o cualquiera otra mente brillante -periodística, filóloga, economista o escritora- que no titubeen al hablar de sus pasiones, que crean (cada uno en lo suyo), que señalen con el dedo las varas del poder y de la corrupción, que no tiemblen al reconocer errores, que identifiquen a los vanidosos, que no se escondan en las sábanas del conformismo. Que transmitan su osadía.


Sé que es mucho pedir para el nuevo año. Pero me insisten en que las demandas deben ser elevadas porque terminan rebajándose. Así que, sólo con que me traigan uno de los regalos, me daré por satisfecha. Aunque, si les queda un espacito debajo del árbol, les pediría que me inyecten algo más de rebeldía, mucho insomnio, las mismas ganas de devorar letras y vidas y más valor para enfrentar los sueños.

Atentamente,

Àngels

jueves, 18 de diciembre de 2008

Héroes sin zapatos

Leo al director Matteo Garrone decir en una entrevista a la revista “La Gran Ilusión” que la amenaza a Roberto Saviano le produce "pena, dolor y amargura". No es para menos. Si las cobardes intenciones de la mafia napolitana se cumplieran, el periodista italiano, autor del best-seller “Gomorra”, no llegaría a a celebrar el inicio del próximo año. Pesa sobre él la peor condena que puede amenazar a un ser humano: la muerte. Con fecha incluída: antes de Navidad.

Saviano lo sabe de sobra y por eso sus facciones no reflejan el éxito de quien puede sentarse en mesas redondas a charlar libremente sobre su obra sino más bien el terror de quien teme ser una diana del poder. Un poder corrupto que, con sus amenazas, le ha obligado a vivir con cuatro policías custodiando constantemente su seguridad. ¿La razón? Su osadía a la hora de descifrar los negocios de la Camorra. Ha vendido más de dos millones de libros y aunque no se arrepiente de haberlo escrito, se considera “prisionero” del mismo. Los que no sufrimos la amenaza en carne propia, vitoreamos el atrevimiento de denunciar una organización sin entrañas.

Lejos de Italia, un periodista afgano de 23 años llamado Sayed Perwiz Kambakhsh ha sido condenado a muerte por descargarse de internet unos artículos críticos con unas suras especialmente machistas del Corán. Reporteros Sin Fronteras acaba de denunciar el caso en la campaña anual de apadrinamiento de periodistas encarcelados que tiene esta organización. Una buena iniciativa, según declaraba el martes pasado Rosa Montero al País: “La visibilidad mediática es un arma poderosa contra el horror y a menudo la única defensa que poseen las víctimas”. Tanto así, que la escritora ha decidido amadrinar a Sayed.

Pocos meses después de iniciarme en el mundo del periodismo, murió asesinada Anna Politkóvskaya, periodista rusa especialmente crítica con el régimen del Kremlin. El caso se me quedó registrado en la mente con la fuerza con que permanecen entre los pueblos los ídolos muertos con el puño alto. Politkóvskaya había confesado en varias ocasiones haber recibido amenazas de muerte de los servicios secretos rusos y varios periódicos aseguraron que se encontraba investigando temas relacionados con Chechenia cuando fue aniquilada en el portal de su casa en Moscú.

Esta semana, una imagen entre irreverente y chistosa ha dado la vuelta al mundo. Será probablemente el zapato más visionado en las pantallas de youtube de la historia. Fue lanzada por un periodista iraquí al presidente estadounidense George Bush en una visita al país donde reina el caos. Desde entonces, se han propagado en páginas sociales como facebook el número de seguidores del “zapatazo” y Muntazer al-Zaïdi, el osado periodista en cuestión, se ha convertido en un héroe para los árabes. En el resto del mundo, sigue despertando exclamaciones a favor de “tenía que haberle dado”.

El descaro de al-Zaïdi representa la indignación humana llevada al límite de la seguridad personal y quizás, un intento de ocupar el centro de la atención mundial. Según compañeros de profesión suyos mencionados por AFP, el periodista llevaba tiempo preparando la escena. Lejos de Irak, en espacios más reservados, y sin servirse de las cámaras que registran las visitas de los ilustres en países abandonados, algunos periodistas trabajan con la misma vocación de denuncia. Pero sin tanto escándalo y con más esfuerzo. Usan las palabras en lugar de los zapatos. Pero sus trabajos, menos visibles, merecen tantos o más seguidores.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Crisis sí, pero de valores

Siempre he pensado que existen espacios que constituyen auténticas representaciones del mundo real en miniatura. Esquinas donde se resume la vida misma y se dan cita los protagonistas más simbólicos de nuestra sociedad. Pequeños globos en los que uno mira y cree no echar en falta ningún elemento de los que habitualmente pueblan las calles de nuestras ciudades.

Existen submundos de éstos en los bloques de pisos, en las oficinas, en los gimnasios… Y en los pasillos y andenes del metro. Ahí uno puede observar al estudiante aplicado, al joven rebelde siempre a punto de perder los pantalones, al jefe trajeado que camina a ritmo de minuta, al músico que roba miradas des de su sombrero mendigo, a la azafata de avión que se deja observar porque se pasea con uniforme, al desquiciado que habla solo mientras despierta recelos y a tantos otros que caen en la mediocridad al no desvelar mayor curiosidad.

Hoy me crucé, mientras iba al cine, con un nuevo elemento. Mujer, de apariencia indígena, cabellos largos, tez oscura, falda de colores y cámara digital en mano. Estaba de pie sonriendo y fotografiaba las escaleras mecánicas de Cuatro Caminos. La miré todo el rato que la tuve al alcance de los ojos mientras las mismas escaleras se me llevaban hacia el andén. Y pensé con lo irónica que es la vida, capaz de devolvernos a cada momento un pasado que se hace difícil de asumir como pretérito.

Aunque más que recordar mi experiencia en Perú, aquella mujer me trajo al presente mi regreso a España. Esa mujer era mi YO tras aterrizar en el aeropuerto del Prat en julio, sólo que en la situación inversa. Toda la fascinación que ella sentía por esa tecnología, esa aparente perfección y adelanto de Occidente constituyeron el día que pisé de nuevo el suelo de Barcelona mi mayor rechazo hacia la que no ha dejado de ser nunca mi tierra.

Desde entonces, me he perdido en análisis profundos de esas sensaciones. Sé que en el fondo escondían una partida precipitada, un cambio de valores demasiado trágico, la vuelta a la insoportable normalidad, el miedo a la monotonía ante una necesidad desbordante de novedad. He caminado por arenas movedizas mil veces intentando entender el porqué de una insatisfacción constante donde antes había conocido la felicidad. Me he cuestionado mi pertenencia a este lugar dicho país.

Y aunque sigo sin poder resolver muchas de las cuestiones esenciales para vincularme a una parcela de mundo, entendí al menos que si algo sobra en esta esquina planetaria son comodidades. Tuvimos tanto hace cuatro días, que hoy nos parece inadmisible vivir sin poder ir a Mango o a Zara cada viernes, regalarnos unas vacaciones a Tanzania, cenar fuera tres días a la semana o cambiarnos el coche que ya ha cumplido los 5 años. Y decidimos llamarle a eso crisis. Y nos sumimos en un terrible estado de desidia, al que no me atrevo a mirar a la cara.

Y es que, si bien es cierto que existe una desaceleración económica, una reducción de empleos y una falta de liquidez en los bancos, todavía la mayoría de españoles comemos en platos y tenemos un techo al que acudir. Estamos lejos de eso que ilustraba El Roto en una de sus geniales viñetas recientemente: que los pobres africanos, conscientes de nuestra crisis, debatan como ayudarnos. Por lo que a la banca y la inmobiliaria se refiere, celebro su situación tanto como ellos han celebrado el deseo de los ciudadanos adquirir créditos y pisos durante años.

Lamento la situación de todos aquellos que se encuentren al límite de sus posibilidades. Pero celebro que la historia nos amenace con sus ciclos para recordarnos que no somos invulnerables, que no siempre se puede comprar con firmas, que las posesiones no garantizan el bienestar y que hay mujeres que fotografían unas escaleras mecánicas en Madrid porque en la tierra de donde proceden probablemente el mayor lujo sea soñar con tener luz eléctrica en casa, pan en la mesa y ropa de varias marcas en el armario.

viernes, 12 de diciembre de 2008

De bruces con la muerte


Tengo una relación contradictoria con la muerte, depende del momento vital en que me encuentro. El terror o la tranquilidad con que lo afronto actúan como semáforos de mi estado de ánimo. En temporadas de desidia, me aterra con fuerza aceptar eso que le escuché decir a Sabater hace algunos días de que “querer a alguien es como darle una diana a la vida”.

En épocas de absoluta estabilidad, cuando todas aquellas parcelas de nuestra vida que componen la palabra felicidad están a flote, todos mis miedos se desvanecen. El de la muerte de mis seres queridos el que más. Me absorbe entonces esa racionalidad medio budista, absolutamente real de que, al fin y al cabo la muerte es la parte más segura de la vida. Y me creo con los ojos cerrados que viviríamos mejor de ser conscientes que existe un final y que es de lo más caprichoso que uno puede imaginarse.

No, supongo que Occidente no está nada familiarizado con la muerte. Al fin y al cabo nos pasamos la vida trabajando para ser más, acumular más y mostrar más.¿Qué sentido tendría recordar a cada momento que vamos a morir? Tal vez no lucharíamos por nada. O tal vez lo haríamos con más conciencia de aquello que es importante y lo que es puro adorno, simple periferia. Pero claro, entonces todo un sistema se derrumbaría.

Es más práctico vivir como si ella no fuera con nosotros, consiguiendo a veces –incluso- la inmortalidad moral, que no es nada más que ese sentimiento que se apodera de tantos ilusos que se creen hechos de plástico y metal. Inmortales por momentos. Ajenos a los peligros. ¿Quién no quisiera poder alejarla de nuestras vidas, esa sombra que nos hace perder la paciencia a la hora de obtener logros? Retrasarla al máximo para darnos más tiempo a conseguir el triunfo, la pareja perfecta, el tiempo de procrear, el fin de las juergas. Darle tiempo a cambio de que nos lo dé a nosotros.

“Trato imposible”, nos susurra. “Yo soy anónima, atemporal e impredecible. Vengo cuando quiero, aterrizo donde me place y me llevo a quien yo decido”, respondería. Y por eso duele tanto, porque se roba, como un viento aleatorio, a quien quiere cuando quiere. Lo sorprendente es que aún sabiendo de sus caprichos, preferimos darle la espalda y negarla a asumirla como la parte menos controlable de nuestras vidas.

A menos que podamos utilizarla para algo o nos parezca absolutamente lejana. Entonces la hacemos protagonista de todas las fotos, las televisiones y los periódicos. Aunque en esos casos, de tanto mirarla de perfil, raramente nos surge un efecto. En algunos países particularmente (¿Nigeria, Kenia, Iraq, Afganistán o el Congo?). Esa muerte no nos mira a nosotros a la cara. Y a los que mira, viven demasiado lejos, en países demasiado complejos. Pasamos por delante, nos escandalizamos un segundo y luego seguimos con nuestra vida.

Ahora bien, que a nadie se le ocurra cambiarle los roles a la muerte. Que nadie se atreva como hizo en 2006 Craig Ewert o Ramón Sampedro en España unos años antes, decidir sobre el destino. Y menos aún se atrevan a grabarlo y que lo vea el resto del mundo, como ha pasado estos días. Porque entonces sí se produce el revuelo, se reúnen a debatir los políticos que se escondieron a la hora de las masacres africanas y se imprimen portadas con el caso (un caso) mientras el millón de víctimas de genocidios siguen en breves de la sección de política. O sea, ¿que podemos comprarlo todo para morir en vida pero no pagar por nuestra muerte? Cuanta razón tenía el Dalai Lama…

martes, 9 de diciembre de 2008

La frágil memoria


Propongo un nuevo carné de identidad. Que lleve nuestro nombre, los apellidos si quieren, una calle donde ubicarnos, el país donde nacimos pero en lugar de un número, contenga una lista de referencias al pasado que no deberíamos olvidar. Una pequeña memoria pegada a nosotros que nos recuerde que en este nuestro país (sea libre cada uno de interpretarlo como quiera), también se pasó hambre, también se cometieron crímenes que quedaron impunes, también se conquistó, también se robó…

Aunque en los tiempos que corren, si hay un dato que consideraría esencial recordarnos en esa identidad impresa es el número de españoles que un día dejaron su patria para ir en busca de una vida mejor. Y es que, como leía recientemente en un blog sobre el mismo tema, “lo peor que le puede pasar a un pueblo para enfrentarse al presente y trabajar para el futuro es olvidarse de su propio pasado. Y eso es lo que, desgraciadamente, parece que nos está pasando con el asunto de la emigración”.

Vivimos convencidos de que los recién llegados nos robarán el trabajo, las plazas de guaedería y las viviendas protegidas de un Estado del bienestar creado precisamente para proteger a los ciudadanos con rentas más bajas. Pero claro, no nos prepararon para afrontar un hipotético caso en que los beneficiarios de tales servicios fueran ciudadanos nacidos en otra parte. Y entonces, nos convertimos en acérrimos defensores de una patria a la que sólo llamamos a veces, y dejamos de pensar en necesidades para pensar en nacionalidades.

Y, como la memoria es la más frágil de las virtudes, nos olvidamos que alguna vez escuchamos a nuestros abuelos de unos españoles que también cruzaron un océano con poca cosa más que una maleta en la mano y la incertidumbre de colofón. Para quienes lo olvidaron, sólo entre 1900 y 1930 se estima que dejaron España entre tres y cuatro millones de personas, a los que se sumarían entre 1959 y 1973 otro millón que se dirigía a Europa.

La suma se aproxima mucho al número de emigrantes que se calcula que hoy tiene nuestro país: 4,5 millones, según datos de 2004 que incluyen a los irregulares. Para algunos una auténtica avalancha generadora de conflictos incalculables. Para la historia, un peldaño más de un ciclo que se viene repitiendo desde el inicio de los tiempos y que afecta a nuestro país en la proporción más mínima: Alemania tiene 10 millones de inmigrantes, Canadá seis, Estados Unidos cerca de 40 y la China tiene 35 millones de personas viviendo en 150 países.

Así que, estaría bien analizar el tema con un poco de perspectiva, ese punto sobre el mar de la lejanía donde todo se vislumbra más claro. Lo decía ayer Almudena Grandes en su columna de la contra del País de ayer: “Ignorantes, arrogantes, pródigos en tintes y escarificaciones, miran a la cámara y dicen que el trabajo español es para los españoles, que los inmigrantes ecuatorianos huelen mal y que estudiar es de pringados”.

¿Quienes? Los nietos de aquellos inmigrantes andaluces y manchegos que llegaron a Madrid para construir chabolas “que florecían bajo la luna en el Pozo del Tío Raimundo en las décadas de 1950 y 1960”.¡Ay, débil memoria! Amplío la propuesta inicial: añadan en nuestros DNI esas pequeñas referencias. Y pinten en negrita en la parte superior una inscripción que nos recuerde que nada de lo que pasa fuera, no pasó antes aquí.

domingo, 30 de noviembre de 2008

Patrias adoptadas


Reconocer una pasión supone- pareciera-, encontrarle un origen, fundamentar el porque de tal admiración. Ubicar ese momento en el que nació la conexión, la complicidad esa que no sólo existe entre personas, sino también con algunas tierras. Justificar un tipo de romance que, por rozar más lo sentimental que lo racional, resulta difícil de explicar.

¿Por qué América Latina? ¿Porque? ¿Porqué? Me han preguntado repetidamente en el último año al optar a una beca para ir a estudiar en EEUU. Y cada vez les he respondido con la razón. Pues a la hora de repartir dinero para financiar una carrera la sentimentalidad poco cuenta, la verdad. Así que les hablé de la consolidación de las democracias, de la necesidad de luchar contra la corrupción, de la preferencia que supone para España en política exterior, de los puentes culturales y lingüísticos…

Pero no les convencí. Y la verdad es que tampoco me convencí a mi misma. Porque todo eso, que existe y es real, no enmarca para nada el porqué de esa latinidad adoptada. Pues las razones no las encontré en la política, ni en la justicia, ni en las instituciones o las partidas presupuestarias destinadas a cooperación. La verdadera admiración, el auténtico sometimiento a dos palabras –América Latina- lo encontré en el sentimiento, en la pasión como única forma de vivir, en el creer, que es lo único que no puede abandonarse aunque sientas la desidia sobrevolando por encima.

La primera dependencia –aquella que se fraguó en la distancia - nació con la música de esa parte del continente que arropa el tango, la salsa y la bachata. Ritmos que hablan tanto y tan alto que no dejan lugar a movimientos holgazanes. La segunda la forjaron las palabras de Neruda, de Borges, de Martí, de García Márquez, de Vargas Llosa, de Vallejo, …que aparecieron, a veces tarde, para dejar huellas cuya consecuencia más peligrosa fue el haber desatado un mar de curiosidad incapaz de ceder al tiempo.

Aunque todo eso resultaría absolutamente sesgado sin esa esencia latina que tan bien transmite Benedetti en unos de sus poemas y que dice, entre otras cosas:

Ustedes cuando aman/consultan el reloj/porque el tiempo que pierden/vale medio millón/nosotros cuando amamos/sin prisa y con fervor/gozamos y nos sale/barata la función. Ustedes cuando aman/al analista van/él es quien dictamina/si lo hacen bien o mal/nosotros cuando amamos/sin tanta cortedad/el subconsciente piola/se pone a disfrutar.

Al margen de la validez del estigma, no puedo negar reconocer en las palabras del uruguayo un pálpito existencial que me cuesta reconocer en la tierra del sol y playa. Y que todavía más me cuesta explicar. Porque de la misma forma que tiene valores que admiro posee otros que no respeto. Pero que cuando está a mi lado, simplemente percibo. Porque desprende un calor que invade los círculos más lejanos y se apodera de esas habitaciones donde hoy penetra el frío madrileño.

Ayer estuve en un recital del poeta dominicano José Mármol, desconocido para mí hasta entonces. Y no sé si fueron más intensas sus palabras o la acogida que recibió lo que me hizo sonreír al son de la latinidad que ya, de alguna manera, forma parte de mí. Habló de la sensibilidad necesaria para escribir, de su último libro “Torrente sanguíneo”, del trabajo “que constituye el 99% del éxito de todo escritor”, de las nuevas generaciones de la literatura de su país, de otro dominicano, el ganador del premio Pulitzer de este año, Junot Díaz, de su concepto de la religión y del amor, las gaviotas y otros vuelos:

voy a dibujar un pájaro que es su mismo vuelo/y un vuelo que aún no tiene pájaro/ vuelo que se crea con su pájaro/ pájaro agotado en los tonos de su vuelo/ no voy a dibujar un pájaro volando sino al mismo vuelo dibujándose/ y en mi turno de sentirme dios/ voy a crear un himno para el viento y la memoria.

Estando en Perú conocí a un hombre que ha vivido la vida con la intensidad de cinco hombres. Es argentino, tiene más de 70 años y un abanico de existencias escritas en su rostro. Se llama Facundo Cabral, ha recorrido el mundo con su guitarra y sus palabras y tiene un repertorio que sólo se explica por la suma de vivencias. En un auditorio de Lima le escuché recitar, en plena improvisación, un poema dedicado a América Latina. Y supe que esa tierra también era la mía, sólo que de adopción.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Quédense y vean


Siéntanse en el sillón de la sorpresa. Apaguen todas las expectativas que todavía limitan su imaginación. Predispónganse a no esperar nada. Y prendan el TV. Lo más cómodos que puedan. Y a cierta distancia del aparato familiar. Para que las ondas de la vergüenza no les afecten demasiado la perspectiva. Y observen. Porque la noche promete espectáculo.

“Dale, Jordi, sigue así, que se está viendo muy bien la entrevista”, indica un exaltado presentador desde el plató de Tele5 a Jordi González, cómodamente sentado a algunos kilómetros de Madrid delante de ese hombre-parodia. Se trata del gran momento de la semana, la esperada entrevista a Julián Muñoz, que tanta cola ha traído en los últimos días.

El personaje corrupto emergiendo de una pantalla en el centro del plató. Una conexión en directo. Un público repleto de ansiosos por silbar y acusar. Que no dudaron en figurar entre los presentes. Y que probablemente recibieron consignas de comportamiento. Todo ello precedido del escándalo de haberse pagado dicha entrevista con más de 350.000 euros. Tribunales de por medio. Ascensión del escándalo ¿Resultado? Publicidad garantizada y éxito de audiencias. (auguro)

¿Queda más? Si, queda muchísimo más. La cinta en azul que se pasea insistente por el fondo del aparato para enmarcar los mejores titulares. Los momentos de un entierro, si cabe falta, para aumentar la efectividad de la emoción llamada a pantalla. Reproches, documentos para el análisis de las entrañas jurídicas, un equipo de “periodistas”, imputados por el caso en cuestión y demás individuos dispuestos a obtener el máximo de detalles del mínimo de la decencia. No, señores, el invitado no es Julián Muñoz, el invitado de la noche es el morbo.

Y por sorpresa (relativa sólo, a estas alturas y más en viernes), observo que el morbo es también el protagonista de otros shows. En este caso, no es Tele 5, pero sí su hermano gemelo en llamar al espectáculo, Antena3, que para compensar la exclusiva de la competencia se lanza a una carta que de actualidad tiene poco. La presencia del “primer hombre embarazado” como coincidieron en titular todos los medios al referirse a Thomas Beatie, el transexual estadounidense que hace unos meses anunció en el programa de Oprah Winfrey, encontrarse en el quinto mes de gestación.

Sabemos que quedarse en casa el viernes puede resultar apoteósico. Aunque algunas veces el aparato supera incluso las expectativas más torpes. Que la televisión vive del espectáculo lo sabemos des de hace años, que tenemos la alternativa de cambiar de canal, también. Lo que a veces sorprende es que exista quien no tenga reparo ni en vender la dignidad. Aunque pensándolo bien, en un mundo donde las declaraciones tienen precio, no es de extrañar que lo tenga también el alma.

Y sin alma se quedan muchos de los participantes de “El juego de tu vida”, esa maravilla de la nueva era, que coloca en el estrato a ciudadanos hambrientos de dinero a cambio de hacer públicas sus intimidades. Es verdad que tiene usted problemas sexuales que dejan insatisfecha a su mujer? Que encuentra más atractiva a su cuñada que a su esposa? Que considera a su marido un ‘pobre diablo’? Que aprovecha su trabajo de vigilante de seguridad para masturbarse? Y la mejor… Es verdad que le ha sido infiel a su pareja? No. ¿No? Anda, mentira y pá casa. Sin dinero ni sin dignidad. Porque la suya pertenece ahora a todos los españoles. y el bolígrado parece que nunca miente.

Cuanta razón tiene Iñaki Gabilondo al anunciar esta semana que la televisión “ya ha entrado en el mundo del espectáculo”. ¡¡Pero cuanto hace ya que lo hizo!! Son los beneficios de la libertad de prensa, de existir cadenas privadas, de no tener un Consejo Audiovisual Español y de que nos guste tanto el morbo.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Vértigos


Decía Milan Kundera en "La Insoportable Levedad del Ser" que el vértigo significa que “la profundidad que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados”. Sentimos a la vez un deseo imperante y un rechazo absoluto. Se mezclan lo ansiado y lo temido. Y tal vez por eso, resulta el vértigo tan difícil de eliminar.

Cuando tenía poco menos de 10 años subí a la Torre Eiffel con mi familia por primera vez. Habíamos viajado a la ciudad de la luz para sumergirnos en el mundo de fantasía que es Disneyland. Y aunque las fotos me recuerdan sobre todo las risas vividas en aquel parque temático, en mi mente sobrevivió una imagen que nunca me ha abandonado: la cara de pánico de mi hermana al haberla asustado cuando se acercaba al borde de aquella estructura metálica. Sus ojos me miraron con cara de terror. Y alguien atrás le dio nombre a esa sensación de miedo al vacío. Era la primera vez que escuchaba la palabra vértigo.

Años más tarde, volví a rozarme con las tentaciones de la gravedad, aunque esta vez el destino fue más cruel. Menos de lo que podía haberlo sido. Pero más que nunca antes. Se llevó a alguien de muy arriba, lo azotó al suelo y me lo plantó delante, para que en medio de un charco de sangre, reaccionara. Lo hice entonces pero nunca me acordé de todos los detalles de cómo había sucedido todo. Dicen que la mente humana es lo suficientemente inteligente como para borrar los entresijos del dolor.

Días más tarde, cuando ese amigo se estaba recuperando y se había esfumado toda posibilidad de un mal irreversible, seguía obsesionada en una imagen. La caída al vacío. La consciencia de surcar el nada hasta tocar suelo. Cerraba los ojos y lo veía de la mano de saber que serían segundos, pero después… todo acabaría. Y aunque él se riera ya de lo acontecido, tratando con el gesto de olvidar que hubo un día en que la vida le regaló una segunda oportunidad, yo seguía visionando el terror de la consciencia. El vértigo de la inmediatez que llevaba la máscara de la muerte.

Otras veces, a lo largo de mi vida, asocié esa palabra a contextos menos fúnebres. Más bien al contrario, a situaciones de gran aceleramiento. Al entusiasmo por un viaje esperado. A la cercanía de esa persona capaz de alterar las sensaciones habituales. Al nerviosismo por ese examen que pudiera cambiar mi futuro. El vértigo eran, entonces, ansias. Y como señalaba Kundera, mezclaban dos caras de una misma realidad: las ganas por convertirse en presente y el terror a la fugacidad inmediata.

Hace pocos días, leí en un blog la idea de alguien que asociaba el riesgo con el universo de oportunidades que nos ofrece nuestro mundo. Y me di cuenta que ése es el verdadero sentido del vértigo: el de dilapidar nuestros sueños en un mundo de posibilidades donde queremos trepar siempre hacia el más allá. Más vida, más riqueza, más espacio, más estatus, más amigos, más éxito…

Por eso, los verdaderos momentos de miedo no los vivimos a orillas de ninguna escalera, jugando con el espacio. Sino con el tiempo. Con el terror a la muerte, al fracaso, a la soledad, al declive, a la pobreza… en esos instantes en que, como el protagonista de Paul Auster, nos sentimos vulnerables. Verdaderos Mr. Vértigos.

viernes, 21 de noviembre de 2008

La lección de Binta


Binta tiene 7 años, vive en Senegal, en una pequeña aldea junto al río Casamance, donde las casas entienden poco de decoración y las escuelas son casi un privilegio. Su padre es un humilde pero astuto pescador. Un día uno de sus vecinos le muestra un reloj conseguido en un viaje a Europa, donde –le explica- se pesca con grandes redes y barcos que detectan los bancos de peces.

Sumido en una gran preocupación, el padre de Binta empieza entonces una travesía burocrática para llevar su mensaje a las diferentes autoridades de la región. Visita al subprefecto, quien le deriva al prefecto, que a su vez le deriva al gobernador de la región. Cuando éste finalmente le atiende, el padre de Binta le hace llegar su propuesta: ha decidido que como en Europa van a morirse los peces en masa, los árboles, la gente vive obsesionada con la hora y la productividad, considera que sería una buena idea adoptar a un “blanco” para que vaya a vivir a África.

Lejos de pretender hablar en lengua de dogma, “Binta y la gran idea”, documental grabado en 2004 por Javier Fesser para la UNICEF, incita en tan sólo 30 minutos a reflexionar sobre la pertinencia del desarrollo. Ese concepto que desde hace años acuñamos en Occidente y bajo cuya vara vamos ofreciendo ayuda en los países del “tercer mundo”. Se da por sentado que nosotros ocupamos la cúspide del desarrollo mientras algunas zonas de África, Asia y América Latina todavía construyen los cimientos de sus futuras democracias.

¿Pero, estamos tan desarrollados en este nuestro mundo civilizado? A veces, lo dudo. Algunas semanas certifico que no. Que nuestro país haría bien en seguir el caso de otros países teóricamente menos desarrollados. Países capaces, por ejemplo, de juzgar las dictaduras de su pasado sin el temblor que parece invadir al Estado español. Suráfrica, Perú, Argentina, Bosnia, Croacia, Sudán y así hasta 30 países han revisado su pasado más trágico, dejando –afirmaba El País esta semana- “en evidencia la escasa implicación del Gobierno español”.

Suena realmente a ironía poco divertida e incomprensible que este país, que teóricamente asumió la democracia hace más de 70 años, no haya realizado jamás una investigación sobre los crímenes cometidos durante la Guerra Civil. Tras repartir justicia por media América Latina, Garzón ha intentado proceder finalmente aquí, pero claro, media España se le lanzó al cuello. La España donde todavía resisten 194 calles con nombres vinculados al franquismo. Ver para creer.

¿Conclusión? Se deben investigar los crímenes del franquismo pero que lo hagan otros. Los juzgados de los lugares donde se cometieron los secuestros y han aparecido las fosas. ¿Lo mejor? Las declaraciones de Zapatero de ayer jueves señalando que es un “buen dato” que el franquismo caiga en el olvido…Defiende Amnistía Internacional en un documento remitido al presidente del Gobierno, con la firma de más de 40 juristas internacionales de prestigio que “Para pasar página primero hay que leerla”. Pero no. En España no se procede así y algunas semanas parecemos estar debajo de la pirámide de los avances morales.

Porque ésta, no lo neguemos, ha sido una gran semana. Se fraguan las expectativas de tantas organizaciones de víctimas del franquismo, el PSOE se enfrenta con uno de los suyos por la placa de una monja en el Congreso, un hospital público de Madrid receta castidad en vez de preservativos para combatir el sida, nos enteramos que el Consejo Audiovisual de Cataluña regala las licencias de radio, Tele5 paga a Roldán y Julián Muñoz cantidades nada despreciables por entrevistarles, una discoteca de Valencia sortea un implante de pechos… ¡Qué gran semana!. Menos mal que aquí somos civilizados…

martes, 18 de noviembre de 2008

“No hay héroes sin acción”


Me despierta más antipatía que simpatía por muchas de sus opiniones políticas e incluso filosóficas. Me ha indignado, a menudo, con algunas de sus sentencias sobre ese sentimiento tan complicado que son los nacionalismos. Pero hoy le escuché dejando en las frías calles de Madrid esos prejuicios que necesité abandonar también para leer y enamorarme de cada novela de Vargas Llosa. Y la verdad es que el esfuerzo valió la pena.

Robándole minutos a la campaña de promoción de su obra, “La Hermandad de la Buena Suerte”, ganadora del último Premio Planeta, Fernando Savater acudió esta tarde a la Casa Encendida para hablar de algo que considero lo más lejano a la política: los viajes. La aventura del descubrir. La acción de los múltiples despertares. El espacio de los apátridas voluntarios. Ese mundo donde “No hay héroe sin acción”, sentenciaba el título de la conferencia.

Savater empezó hablando de la intencionalidad, ésa que empuja a la aventura y le da el auténtico sentido. Que no entiende de kilómetros ni de logros sino de convicciones personales. “No importa lo que uno hace sino aquello que cree que está haciendo”. Es el irónico sabor de la percepción, de la experiencia que se vive aquello que le da el sentido real. “El verdadero viaje es el que hacemos imaginándolo”. En los preparativos al será... En el soñar, “que no es una forma pequeña de viajar”, lanzó el filósofo. Y remató después, con esa frase de R.L. Stevenson:

“Viajar con esperanza es mejor que llegar”

¿Viajamos, entonces, para soñar? O ¿soñamos el viajar? Sea cómo sea, viajó Ulises, viajó Dante, viajaron los protagonistas de Tolkien, viajó Cortázar en “La vuelta al día en 80 mundos”, viajaron los grandes autores y viajamos todos, aunque sea una sola vez, señaló. “Porque nacer es ya llegar a un país extranjero”.

Y entre esta llegada y la partida inevitable -“la gran aventura de ir al otro mundo”- se pasean las tentaciones, las maletas, los destinos idealizados, las imágenes enfrascadas en postales y “los riesgos de no volver”… Experiencias todas ellas que no son sino “una metáfora del nacer”. Una forma de obligarse a mantener “la perpetua infancia”. Vivencias, todas ellas, que se hacen “a despecho de la muerte”.

Y aunque ese último viaje, que no es sino “partir mucho”, marque el momento más trascendental de la vida, no dejan de ser las aventuras “que ponen en peligro el alma”, las más auténticas, comentó. Ésas donde no entran en juego los kilómetros ni los trenes. Porque pueden sacudirte con la misma intensidad que los trayectos a los destinos más exóticos. Porque ponen a prueba tu integridad y tus valores, tu moral y tus creencias. “Porque son trastornos que vienen del espíritu”, clausuró.

Ya en el turno de preguntas, Savater habló de la rutina, ese “mecanismo de auto-defensa”, que en épocas nos “permite descansar del estrés de la novedad” y experimentar “otras cosas como el cariño o el estudio”. E irónico, bromeó que “incluso Tarzán necesita cuando llega a casa descansar de ser Tarzán”. Pues, considera, además, que “un viaje perpetuo, sería un perpetuo exilio” porque, en realidad, “nos vamos para regresar”.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Ruidos

Amaneceres de un nuevo verano español. El olor del hogar, que esta vez sabía menos reconfortante. La pérdida del sentido de la realidad. No sólo por el inevitable cambio horario, sino por el choque imprevisto. Por el rechazo a algo que, ¿ya no te pertenece? Los silencios. Los recuerdos. El presente que huye mientras pienso en un pasad…que no quiero catapultar al pretérito. Ruidos

La lucha y el debate, marcos que ahora ocupan las rebajas, los nuevos modelos veraniegos y la crisis. La indignación ante la falta de indignación. El análisis de los porqués. Las letras convertidas en refugio. La búsqueda de un nuevo yo, en un nuevo donde. Las amistades que conviene conservar. La dificultad de hacerlo cuando la necesidad es dentro y el entorno una repetición. Ruidos.

La pelea entre mundos de un mismo cuerpo. La discordia entre la ambición y la realidad. Resultados que aplazan los deseos a un futuro incierto. La paciencia como lección. El recuerdo de que la constancia convirtió los magos en profetas. La profesión la forma de huir del caos y aterrizar en una realidad robada del pasado. La visita de alguien que tardó más en salir a explorar, pero que hoy también está de acuerdo en que esto “ya fue”. Ruidos.

El vacío que azota las cumbres borrascosas. La necesidad de sentarse. ¿Sólo para unos meses? Un debate sobre alguien tan cercano que se confunde con uno mismo pero que parece ya no ser ese mismo de antes. ¿La pérdida de la inocencia? La rabia del cuestionamiento. Y después, la apacible calma. Y de nuevo, la confianza. Auto-impuesta, obligada, aceptada, parte de… La voluntad de desterrar el miedo al paraíso de los inmortales. Ruidos.

Los recuerdos y los tiempos, de nuevo en montañas rusas incapaces de frenar. Un futuro por reconfigurar. La seguridad que es posible. El amor, que llega en tierra y tiempos diferentes. Y se debe reacomodar. Y volverlo a entender. O preferir no entenderlo nunca. Porque es tan irracional que su sentido yace aquí y no en la lógica de parámetros demasiado relativos. La huida por días a otro mundo no tan lejano. Y con el viaje, la esperanza de que volar todavía es alimento imprescindible. Ruidos.

La partida necesaria. Las sensaciones que no se sienten, que no se fuerzan, que deben reaparecer con la calma con que se duermen las aguas para luego volver a despertarse. El nuevo hogar. El pecado de mirar el infinito por escribir. La confusión entre la paz ¿requerida? y el alboroto ¿necesario? La opción entre dentro y fuera. El convencimiento del cambio donde purgar y la esperanza en las nuevas calles. Ruidos.

El confort que regresa, una ciudad mediterránea que huele, de nuevo. La muerte que asoma, que, desafiante, corta el día. La vida, la eterna fuente de alegría. El sentido del todo y del porqué. La necesidad de producir, de crear, de relatar. El convencimiento de cómo y en qué invertir el tiempo. La confianza restablecida. La fuerza, que vislumbran de nuevo. Ruidos.

Ruidos que nos definen, velan por nuestros sueños, motivan desesperanzas, animan luchas, analizan porqués. Y a veces, únicamente nos esclavizan. Son simples murmullos. Voces que es mejor silenciar para darle a la sorpresa el placer de construir nuevas vías de trenes hacia un destino que el ruído nunca intuirá.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Anónimos

Volar y ser invisibles. Si alguien me preguntara cual creo que son los dos sueños inconcebibles más comunes entre los humanos, creo que pensaría, automáticamente, en estos dos. El deseo de igualarnos en libertad a las aves y la posibilidad de caminar, sin ser vistos, entre conversaciones de escritores, rituales de tribus autóctonas y los más perfectos cuadros de naturaleza viva.

Hay quien dirá que logramos volar. Que inventamos ese aparato, magnífico por cuanto reduce las distancias, que nos permitió elevarnos de la tierra y tomar perspectiva desde más arriba. Que nos ha acercado a las cimas de los Alpes, nos permite tocar las figuras de la costa Mediterránea, nos dibuja en la retina la silueta del Amazonas y nos deja perdernos en medio de nubes de espesor diverso. Sí, de alguna forma pudimos volar. Aunque nunca con la independencia de las aves, capaces de sentarse donde quieran y el tiempo que deseen a observar los juegos del planeta.

Ser invisibles ya fue más difícil. Lo proyectamos en películas y lo dibujamos mentalmente cada vez que deseamos pasar desapercibidos. Inventamos instrumentos para mover objetos tan deprisa que pareciera que no existen. Y creamos la magia para soñar que lo logramos. Pero nunca llegamos a cruzar la frontera del pensar que realmente pudiéramos desaparecer bajo el click de una vara mágica o los avances de la tecnología.

A lo más que nos acercamos fue al anonimato, ese truco de escondernos bajo otro nombre para ser menos vulnerables a los demás. Esa opción que permitió a mujeres de otros tiempos lograr pasar como hombres para poder escribir o estudiar. La herramienta de tantos artistas que quisieron jugar también con la identidad.

Hoy ser invisibles resulta igual de imposible que hace cinco, diez o veinte décadas. Y ser anónimos es ya casi un sueño. Vivimos registrados des de el momento en que nacemos, cuando nuestras huellas se convierten en un número más, que nos dará identidad en las calles y las pantallas de los aeropuertos. Seguimos registrados a medida que crecemos, al iniciar nuestra vida laboral, informar de la ciudad que nos acoge, realizar actividades ilegales, viajar o estudiar.

Aunque la verdadera pérdida del anonimato no la guardan los archivos de ordenadores preparados para acumular datos, sino ese circuito abierto llamado internet donde nuestros textos e imágenes se convierten en códigos capaces de viajar por todo el mundo. Donde uno puede convertirse en objeto de críticas despiadadas y elogios desmedidos. Donde la caricatura y la opinión no tienen censura. Donde se puede manipular la palabra pero también la imagen. Donde parece no existir normas. Y donde cada día más nos gusta jugar a ser alguien.

Y es que la auténtica pérdida del anonimato hoy ya no es la que nos roban los demás en las pantallas, sino aquella que nosotros autorizamos a través de decenas de redes sociales en el cibermundo, esa otra dimensión en la que además de ser, podemos parecer. Las opciones son ilimitadas. Podemos simular ser hiper sociables con centenares de amigos, de lo más cultos al admirar a nuestros escritores favoritos, amantes de las letras o de la fotografía, filósofos que describen su estado de ánimo con metáforas, queridos por familiares de todas las partes del mundo, …

El cibermundo es excelente en oportunidades. Nos permite informar de cómo nos sentimos, qué hacemos, cuales son los últimos sitios en los que hemos estado. Nos da herramientas para buscar compañeros de carrera o de trabajo. Nos vincula con personas de intereses compartidos, nos facilita el mensaje que Hotmail ya hizo perezoso, nos proporciona juegos para entretenernos, nos propone sitios donde salir y causas a las que unirnos, etc.

Sí, el cibermundo es fantástico. No lo negaremos los que formamos parte de él. Es práctico y divertido. Y nos permite espiar la vida de otros. Amigos y enemigos. Todo por satisfacer esa curiosidad de husmear tan innata en las personas. Sólo que hay que saber respetar sus reglas: porque en el cibermundo no existe la tristeza, ni la preocupación, ni las decepciones, ni los sueños rotos. El muro de las Lamentaciones no se exporta en esa dimensión.

martes, 16 de septiembre de 2008

Personas, la verdadera fe

Supe de Pere Casaldàliga cuando cursaba primero de periodismo en la Universitat Pompeu Fabra. Fue casi de casualidad, nos habían hecho escoger entre varios libros y, como si de tratara del presagio de algo que marcaría mis días, me decidí por ese título que escondía una parte del enigma por tierras extranjeras que tanto me fascina. “Descalzo sobre la tierra roja” es el relato de la vida de un obispo catalán que abandonó su tierra a los 40 años para entregar sus días a la causa de los menos favorecidos, los indígenas y los pobres.

En un perfecto relato, que combina la objetividad de la biografía con los viajes literarios de la crónica, Francesc Escribano, dio a conocer entonces la historia de este hombre, poeta y escritor, que ha estado siempre vinculado a la Teología de la Liberación, esa rama de la religión católica que traslada el dogma a las calles, donde se combaten las causas que tienen su escenario en el día a día de tierras muchas veces olvidadas.

Casaldàliga, primero misionero del estado de Mato Grosso, en Brasil, y luego ordenado obispo de Sao Félix de Araguaia, se posicionó muy pronto del lado de los indígenas brasileños, criticó sin piedad el régimen militar existente en ese momento y estuvo a punto de ser asesinado por ello. Apoyó la causa sandinista, lo que le costó una seria advertencia por parte del Vaticano y nunca regresó a España.

Tenía miedo de no poder entrar a Brasil, esa tierra que no le vio nacer pero que siente tan suya que cuando al cumplir los 75 años la Santa Sede le recordó que tenía que presentar su dimisión, Casaldàliga aceptó pero decidió permanecer en la diócesis que presidió durante más de 35 años. Su causa es su hogar. Es el ejemplo de que ser misionero no es un oficio que se aprenda ni se pretenda. Se es o no es. Des de las raíces que te atan a una tierra que sientes con la obligación de defender. Él lo ha sido y por eso se ha ganado numerosas distinciones y la fascinación de miles de admiradores en todo el mundo que nos inclinamos ante la consecuencia de sus ideas.

No he conocido a Pere Casaldàliga, aunque me encantaría estrechar esas delgadas manos antes de que las consuma el parkinson que sufre desde hace años. Sin embargo, tuve la suerte de conocer a otro de los grandes representantes de la Teología de la Liberación en Perú, Gustavo Gutiérrez. Fue en una de las misas que oficia el último domingo de cada mes, tras uno de los episodios más tristes que ha vivido este país en los últimos años: el terremoto que asoló Pisco y dejó casi 600 víctimas.

Hombre de una sencillez extraordinaria, Gutiérrez saludó la intrusa presencia de esas dos españolas –mi buena amiga valenciana Lidia y yo- en una ceremonia que no tenía nada que ver con las que conocía hasta entonces. Una misa donde no existen las jerarquías, donde el diálogo prevalece por sobre de los sermones y donde el juez no es tanto Dios como los hombres. Hay un espacio para la rebeldía, la sinceridad y las homilías terrenales y no existe más fidelidad a la Iglesia que la que uno se auto-imponga.

Saludamos a Gustavo cuando salimos del templo donde se ofició la misa y su profundidad y sencillez nos sacudieron tanto que quedamos absortas en el taxi de regreso a Miraflores. No necesitamos decirnos nada con Lidia para saber qué pensábamos. Nos une esa gran complicidad de las amistades que se entienden con una sola mirada, con una mueca, a veces de dolor, a veces de felicidad. La atmósfera tras esa misa llevaba compacta la lucha de alguien que no necesita predicar su trabajo, de un sacerdote, filósofo y teólogo que ha sido profundamente crítico con las políticas que han permitido que se perpetuara la pobreza en América Latina. Y que fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias por su tenacidad con esa denuncia y “su independencia frente a presiones de todo signo, que han tratado de tergiversar su mensaje".

El año que conocí a Gustavo me acerqué también, por primera vez en mi vida, a la obra de los jesuitas. Fue a partir de un voluntariado que realicé con niños del barrio pobre del Agustino, para fortalecer algunas de sus capacidades. No era una obra utópica. Se nos capacitó muy bien para ello, a través de reflexiones y de dinámicas de grupos. La intención no era cambiar la vida de nadie, porque no teníamos los instrumentos para hacerlo. Sólo podíamos pretender ayudarles en algunos aspectos durante unas horas determinadas a la semana. Se nos prohibía casi encariñarnos demasiado, responsabilizarnos de sus vidas.

Aunque estaba financiado por los jesuitas, “Semillas de Esperanza” era un proyecto laico, llevado a cabo por personas que tenían ganas de entregar una parte de su tiempo a esos niños y liderado por gente con una capacidad de trabajo increíble. Tanto Maribel como Lucero, como María fueron y son, para mí, ejemplos de lucha. Involucradas a veces en dos trabajos, sacaban horas de sus fines de semana para organizar cada sesión, acercarse a los padres de los niños, procesar la información del barrio y organizar las actividades del sábado siguiente.

Todas estas personas, algunas anónimas, otras mucho más públicas, representan, para mí, la verdadera cara de la entrega. Desechan los sermones para concentrarse en la acción. Sacan tiempo de donde no lo hay. No usan taxis y raramente aviones. No ostentan con sus vestidos. Y sin embargo, representan la auténtica defensa de los más desfavorecidos.

Por eso, cuando escucho al Papa, ataviado con miles de euros y desplazándose en vehículo propio entre los miles de fieles que le esperaban este fin de semana pasado en Francia, sus discursos me suenan al vacío de la contradicción, de la predicación barata, de la ironía y del espectáculo mediático.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Sexos...

La nuestra es la generación de los móviles, de los ipods, de las pelis que ya no se consiguen en el videoclub sino que se bajan de Internet, de los pisos con precios inaccesibles, de los sueldos que rondan los 1.000 euros, de los billetes aéreos tirados de precio, de la falta de valores (dicen algunos), de las juergas que duran hasta el día siguiente y del amor libre, que no es más que el gran eufemismo utilizado para referirse a la promiscuidad.

Sí, es verdad que hemos crecido en unos años en que los tabús ya sólo tienen lugar dentro de los armarios. Nos gusta sentir, vivir con absoluta intensidad, tentar las provocaciones, probar los sabores de diferentes bocas y diferentes sexos. Experimentar, en definitiva. Para algunos –habitualmente de otras generaciones- ello no es más que la señal de que vivimos inmersos en tanta libertad que terminamos perdidos en ella. Arguyen que tenemos tanto para escoger y tanta poca necesidad de permanecer atados a alguien, que terminamos huyendo del valor del esfuerzo y preferimos saltar de flor en flor.

Puede que, en cuestión de parejas, tengan algo de razón. Nuestros días son sinónimos, cada vez más, de igualdad entre sexos. El dinero ya no es un condicionante para permanecer atado a nadie, los roles masculinos y femeninos han dejado de tener sentido, las responsabilidades sólo se entienden compartidas, de manera que el único juez que arbitra en las relaciones son los sentimientos. Y como éstos tienen fecha de caducidad, a menudo les damos una nueva para ir en busca de la pasión perdida, las caricias que estremecen y los fuegos que sólo alumbran los primeros encuentros.

Sí, puede que no todos estemos preparados para afrontar la estabilidad que corre el riesgo de convertirse en monotonía. Puede que tengan razón los que defienden que los años traen eso tan preciado que es vivir a resguardo de la soledad, entre los tuyos, bajo el sello de la protección. Y no niego que, acostumbrados a no sacrificar nuestra libertad, a algunos nos resulte más difícil la lucha de permanecer unidos a alguien.

Sin embargo, el sexo libre tiene poco que ver con todo esto. La promiscuidad, esa de la que tanto se nos acusa, es algo ajeno a la lucha por una vida común. Supone someternos a los caprichos de la química, ese espacio donde dos cuerpos se entregan para sacar el máximo del goce. Y lo mire por donde lo mire, no consigo verle su lado negativo. No si se goza de la libertad para hacerlo y se salvaguarda la salud.

Crecí en una familia ausente de tabús sexuales, rodeada de conversaciones sobre el tema y entre hermanos que nunca tuvimos problema en delatar nuestras noches de placer. Luego, en el camino hacia la madurez, me encontré con amistades de todo tipo, desde las que eran incapaces de pronunciar algunas palabras que consideran pecaminosas hasta los que declararon abiertamente sus preferencias sexuales.

Hoy, hablar de sexo en mi entorno es cómo comer, salir a tomarnos unas cervezas o ir a bailar. Compartimos, con los más cercanos, los detalles de nuestros encuentros, hablamos de abstinencia y de conexiones, hacemos referencia a los orgasmos y los placeres del autoestímulo sin complejos, presenciamos la osadía del beso robado, compartimos la habitación de al lado del placer de una pareja amiga, no conocemos el ruborizarse ante imágenes subidas de tono, hablamos de tamaños, de placeres localizados, de cuanto desvela una mano sobre experiencia, de gemidos, del fingir y de la necesaria satisfacción.

Vivimos y hablamos sin tapujos del sexo. A menudo con diferentes personas, otras veces con las que, en un momento determinado son nuestras parejas. Y lo hacemos con la misma dedicación con la que nos sacamos nuestras carreras, nos entregamos al trabajo o a la familia. No porque debamos reivindicar el derecho a la libertad sexual, cómo tuvieron que hacer generaciones anteriores, sino porque queremos. Porque escogimos sentir el placer sin los límites morales que antaño impusieron quienes lo hacían de escondidas ni porque debamos demostrar nada a nadie. Sólo porque entendemos que si algo nos gusta no existe sentido en reprimirnos.

Somos una generación afortunada, aunque algunos piensen lo contrario. Decidimos averiguar los misterios que esconden las caricias autorizadas, tentar el ritmo de un pulso que se dispara, buscar nuevos escenarios, explorar nuevas formas, morder la tentación, robarle horas al sueño para tantear cuerpos sudorosos, pedir lo que nos satisface y estar dispuestos a dar por igual, confesar nuestras preferencias, gritar cuanto sentimos, liberar el deseo. Vivir. Sin tabús ni complejos. Sin miedo a uno mismo ni al otro.

Descubrí la fuerza de la sensualidad y la sexualidad con parejas que nunca se escondieron a la hora de ponerle nombre a los juegos. Me enfrenté, como todo aprendizaje, a momentos de frustración y otros de increíble conexión. Aprendí en cada peldaño a liberarme un poco más. Me entregué, algunas veces mucho y otras menos. Aprendí lo que me gustaba y lo que les gusta a ellos. Cada vez con libertad. Y con el convencimiento de que el sexo es ése espacio donde se refleja aquello que somos. Nuestra seguridad y nuestra osadía con la vida. Y nunca, nunca sentí que había algo de negativo en el placer de conocerse y experimentar.

* A Didi, por la amistad sincera de vivir sin tabús

lunes, 8 de septiembre de 2008

A orillas de la Costa Brava se mecen los recuerdos


Te recuerdo sobretodo porque en tus mares se dibujó una historia de infidelidades de una de las más famosas parejas artísticas de nuestra tierra. La de un hombre con un bigote afilado que supo venderse en nombre de la locura y de una mujer que fue musa en la pintura y amante despiadada en la vida real. Que retó la noche tantas veces y se adentró en las aguas de Portlligat para besar los ojos de la tentación. Que quiso, un poco más lejos del mar un castillo donde hoy descansa para siempre.

Te recuerdo porque, además de ser la cuna de las creaciones de Dalí, me diste siempre una costa que rememorar en este nuestro país donde demasiadas arenas han cedido al turismo masivo. Porque en la mesa de uno de tus restaurantes que asoman al mar vi recibir, una vez, un anillo del color de las promesas. Porque me cediste Palamós para descubrir que ese niño ya no era tan niño y que bajo su sensibilidad se escondía carácter.

Te recuerdo porque dentro de esa casa de Calella de Palafrugell permanece uno de los últimos momentos que pasé con ese amigo que hoy he vuelto a ver, cuando ya no es Barcelona sino Boston su ciudad. Porque formaste parte de las rutas que nos impusimos tres amigas que firmamos el pacto del descubrir mientras huíamos de ese otro turismo, que se escribe en las libretas de las universidades. Y así, acogiste esas risas sin medida que conocieron las carreteras de l’Escala y los puertos de Sant Pere de Salvador y Cadaqués. Porque escuchaste, sin opinar, las reflexiones frente al mar d’Empuriabrava, esa ciudad hecha de tierra agujereada donde el primer impulso es al rechazo.

Aunque creo, ahora que he vuelto a ceder a tu armonía, que te recuerdo porque eres única entre las costas de Cataluña. Podrías ser ciudad de sirenas, y retener en tus arrecifes los tesoros de piratas que cayeron ante el canto demasiado tentador de tus atardeceres. Podrías usar toda la fuerza de los acantilados que perfilan tu rostro para dibujar historias de miedo. Batallar con la ferocidad de tus olas para que te borraran de las letras de tantas canciones y dejaras, así de ser esa Costa Brava especial que llevamos dentro todos los catalanes.

Y, sin embargo, pasan los años, y como el buen vino, sólo logras mejorar los paisajes que te rodean para hacer alarde de esa, tu magia. Te entregas a los viajantes que se atreven con tus sendas mientras escondes, en lo más oculto de tus arenas, aquellos secretos reservados a los que osan trepidar las rocas. Ahí das cobijo a las mejores calas, alas a los sueños y paz a los espíritus inquietos.

No lo leí en los cuentos. Lo experimenté antes y lo he vuelto a hacer ahora, cuando escuché los deseos de este buen amigo italiano que deseaba conocerte. Salimos sin planes. Ascendimos por la costa. El interior siempre estará ahí, dijimos. Para cuando apure el tiempo. Nos acompañaron los vallenatos y la salsa, el merengue y los romances. Y la gran necesidad de contarnos ese año y medio desde que nos vimos la última vez. Éramos los mismos, la complicidad lo advertía, y a la vez, éramos otros. Nuevos. Más maduros, menos anclados a la Europa que nos dio a conocer. Más latinos. Menos dueños de nosotros mismos y más del tiempo.

Hablamos de la edad, esa a la que aluden nuestros mundos para evaluar el éxito, la misma que dejamos que nos persiga para postergar o adelantar nuestros proyectos. Compartimos cervezas, cenas y almuerzos frente al mar. Debatimos sobre la patria, esa que no tiene que ver con las fronteras sino con los muros que encierran nuestros sueños. Nos cuestionamos donde nos haremos hombres y mujeres con responsabilidades ya inquebrantables. Nos contamos los secretos vividos en la Isla Margarita y en la tierra de Machu Picchu.

Invocamos los cuatro meses compartidos en ese Erasmus que nunca, nunca logra dejarte impasible. Nos reímos con el recuerdo de las noches que le pertenecieron al alcohol. Con la imagen de esa habitación convertida en restaurante italiano, los exámenes olvidados en nombre de la resaca, la fugaz visita a un Madrid en pleno invierno, la aparición de un famoso en Roma y las comidas en ese hostal que merecieron el nombre de Casa del Batterio. Y sí, admitimos que ese fue un tiempo que debería poderse recuperar. Con los mismos y en el mismo Krems austríaco que nos acogió hace seis años.

Puede que estemos creciendo, dejamos que se intuyera. Sabemos que necesitamos menos la noche para salir y más para escribir. Empezamos a escapar de las estridencias que antes eran necesidad y que hoy preferimos de fondo de una conversación. Optamos por la calma, la que nos transmitieron los mares de tus costas. Aunque sabemos que no por ello somos menos viajeros de la vida. Es sólo que las maletas son otras y los acompañantes diferentes.

Crecimos, sí, pero no abandonamos nuestros ideales. Es más, hoy los alejamos de los ruidos, les damos un espacio y los hacemos prioridad. Creemos que lo hacemos porque el futuro es el que otorga la razón pero en días así, nos damos cuenta que es el presente el único que tiene sentido. Es quien nos habla al oído de aquello que deseamos, del espacio que es más nuestro que nunca y de la necesidad de escucharlo. Y al hacerlo, el futuro simplemente se traza solo, sin angustias ni apuestas en nombre del éxito.

Miramos juntos, Alfredo, este fin de semana, todas las postales que la Costa Brava nos ofrecía. Compartimos la misma dirección de las miradas que se perdían en el infinito. Nos dimos de la mano de la suerte del ser comprendidos. Viajamos a través de las evocaciones de todos los países visitados y por visitar. Y todo, todo, por recordarnos, al final, que aunque conozcamos el mar del Caribe, el Mediterráneo siempre olerá a la tierra que nos vio nacer.

jueves, 4 de septiembre de 2008

¡¡Felicidad.es !!

Querido espacio,

Te escribo desde ese sofá y a esa hora con los que he establecido una mágica complicidad a raíz de pasar horas y horas dedicado a ti. Algunos creen que demasiadas, que me absorbe vida y que no debe ser una obligación. Debe y no debe, les respondo. Porque toda pasión que quiera convertirse, además, en oficio, debe y merece el respeto y la dedicación del tiempo y del espacio.

Así pues, hoy, como muchas noches otras noches, te entrego una parte de mí. En horas intempestivas. Con la luna trepando entre castillos de nubes y el aire de finales de verano asomando para ver qué escribo. Hoy al menos curiosea. Otras noches me abandona y entonces debo lidiar con el calor de una Barcelona que me enfrenta, en estos días, al reto de vivir un nuevo futuro sin plagiar el pasado. No es tarea fácil. Nunca lo fueron las épocas-puente. Pero hoy, al menos, estás tú para ayudarme.

Eres el más fiel de los amigos. No te lamentas. No me exiges. No me obligas a nada. No esperas. No me llevas de la mano de las normas de ninguna sociedad. Sólo me ofreces tu espalda, hecha de tinta y de oídos, para que vuelque mis sueños. Mi rebeldía. Mis sensaciones. Y mis contradicciones. Eres el altavoz de mis pensamientos. Un libro que compartimos los miembros de la cofradía de la escritura. Una página siempre abierta para que no me duerma sin nada en la mente que podría haberte contado. Mi creación. Mi compañero.

Te creé, sin darme cuenta, un mes después de llegar de Perú. Y aunque en ese momento no fuera consciente, hoy sé que, con ello, ese día honraba el re-descubrir de la literatura que allí viví. Quisieron mis manos no olvidar todas las grandes discusiones sobre textos vividas en la ciudad virreinal, todas las amistades trazadas con la excusa y la razón de las palabras, el renacer de las caricias entregadas a las hojas en blanco y el atrapar al vuelo la revelación que esa, mi América Latina, es y será la tierra de la crónica.

Te debo mucho a ti, Perú. Por esa experiencia interna y por la externa que todavía salpica mi estabilidad. Por grabar en linotipias de acero mi vocación eterna. Le debo a tu tierra y a las personas que fueron maestros en el periodismo y amigos en los bares, a veces amantes en las noches. Pero le debo también a todos los que me alentaron siempre, dentro y fuera de Perú, a no ignorar mi complicidad con la tinta.

A Rosario, amiga y escritora, por vislumbrar tan pronto, aquello que yo todavía ignoraba. A las brujas de la noche y de la mañana, que saben mejor que nadie leer en nuestros ojos. A mi familia impecable, que no podría aunque lo intentara, no apoyarme siempre. A las amigas, y no las migas de la vida, que me leen en este humilde espacio, me quieren y me comparten con las tierras lejanas, osadías y rebeldías. A los escritores que voy descubriendo en el camino del vivir y que acompañan almuerzos, viajes en trenes, lecciones y metáforas. Al insomnio, por darme las energías para deslizar palabras. Y a la constancia, que es la única compañera del éxito.

Querido espacio. Fuiste una vez una idea y hoy eres realidad. No tienes más importancia que la que yo te otorgo. Que podría ser minúscula, pero es enorme. No porque contigo me sienta más fuerte, más capaz o menos anónima. Sino porque hoy sé que soy un poco más leal a mis inquietudes, mis sueños y mi pasión por construir frases. Porque, aunque contigo renuncie, a menudo, a los otros, me dedico más a ti, Y con ello, me consagro más a mí.

Eres una pasión y una adicción. Una pantalla al mundo y una ventana a mi misma. La primera piedra del castillo de las acciones que sirven para derrotar a las utopías. Un muro que une otros afectados de la misma enfermedad feliz. Que alimenta sinergias dentro y fuera de esta red. Que entabla conexiones sin límite de caducidad y de edad. Sin fronteras.

Te creé, sin darme cuenta, un mes después de llegar de Perú. Y hoy cumples un mes. Porque eres motivo de alegría, te dedico y te doy gracias, por esa felicidad. Y te digo también, a ti, ¡felicidades!

martes, 2 de septiembre de 2008

Política, la representación más cotizada

Quisiera poder creer en la política. Pensar que es ese instrumento con el que se deben llevar las luchas sociales a una esfera más poderosa, más útil, más eficaz. Y, sin embargo, no sólo cada vez me es más difícil creer en ella, sino que hoy estoy convencida que es el arte que más se contradice con sus principios. Lo dijo, Ronald Reagan: “La política es la segunda profesión más baja”. Y lo reiteró Francis Bacon, al considerar que “es muy difícil hacer compatibles la política y la moral”.

No hace falta que nos lo digan los ilustres. Lo presenciamos cada día al observar las centenares de contradicciones que inundan los coros políticos. Me decía mi padre hace unos días que unos consejeros de Lleida que asesoran al candidato demócrata Barack Obama habían afirmado que de todas las promesas electorales que se hacen, sólo se cumplen, de media, el 40%. Las palabras se convierten, así, en retórica, los altavoces en un poder temporal demasiado tentador, y los escenarios, el plató para convencer de un carisma construido en los laboratorios. Y el resto, los que asistimos al espectáculo, ganado dispuesto a creer.

Pero ¿a creer en qué? Cuanto más les sigues, más te das cuenta que el juego es entre ellos, los árbitros son las grandes multinacionales, los aplausos y los silbidos las pantallas de medios partidistas y las marcas en el terreno unas normas escritas para ser obviadas. Y así, lo único que importa es la apariencia. La idea de que la política es una obra de teatro y los políticos marionetas que sirven a un público expectante. Pero el público cada vez es menos fiel. Cada día se cree menos las representaciones de esa platea cambiante que tiene como protagonistas a unos seres que antes de ganar prometen X y cuando consiguen el poder desarrollan Y.

Y, sin embargo, los títeres siguen entrenando para su papel. Buscan, entre los semejantes, aquellos que pueden seducir más al electorado. Hoy es Sarah Palin, la aspirante republicana a la vicepresidencia de EEUU. Escogida para combatir el carisma de Obama que parece arrasar entre los estadounidenses. Ayer fue Joseph Biden, el otro elegido en el segundo lugar de la presidencia. Esta vez primó, no tanto el carisma, que es propiedad de Obama, sino la experiencia internacional del demócrata, con la que se pretende cubrir el vacío del que podría ser el primer presidente negro de EEUU.

Todo está calculado. Nada parece escapar a los cómputos que deben garantizar el ascenso al poder. Y, sin embargo escapan. Se hurga en el pasado de los candidatos y, de repente, aparece un hermanastro keniano que vive en la miseria. Y sólo dos días después de presentar la que parecía ser la mujer de oro, la representante de los valores cristianos, sabemos que su hija de 17 años, está embarazada. Lo han anunciado los propios republicanos. No vaya a ser que lo saquen otros. Y de paso, han aprovechado para asegurar que la joven tiene previsto casarse y seguir con el embarazo. Qué poco nos importaría la vida privada de los presidenciables si prevaleciera la coherencia entre sus ideas y sus acciones.

Pero claro, la vida está llena de contradicciones. Ningún teatro es perfecto. Nadie es bueno o malo del todo. Eso lo sabemos. Sólo que algunos pretenden hacernos creer que no existen manchas negras en su pasado. O lo queremos creer nosotros. Y de esta forma, asistimos, entre lamentos, al espectáculo de la decepción. No son héroes. No siempre son coherentes. Creen en Dios y ordenan matar en el Medio Oriente. Niegan pactar con el Gobierno central y acaban siendo sus máximos aliados. Son férreos defensores de los valores tradicionales y no pueden impedir que hijas solteras se queden embarazadas. Particularmente, las vidas privadas no me importan. Pero a ellos sí. Les importa y les cuestan millones de millones.

Leía hace un tiempo, en un diario peruano, la crónica de un ciudadano que había asistido a la visita de Hillary Clinton en una de las ciudades donde se presentó en pre-campaña. Observaba asombrado como la entonces presidenciable se dirigía a los ciudadanos, como subía a un metro, como se preparaba para su jornada. Parecía emocionado y así se lo dijo a uno de los asesores de la senadora: “¡Qué emocionante, vuestro trabajo resulta divertido!”. “No, no es divertido, aquí hay mucho en juego”, le espetó el señor.

Tintes, vestidos, gestos, sonrisas, todo está calculado en las campañas electorales. Como si de un ensayo teatral se tratara. Todo es postizo. Impuesto. Y si todo es tan poco real, qué nos hace pensar que, luego, una vez coronados presidentes, la sinceridad arrasará de mano de los principios? Si no lo hizo antes, ¿como puede la moral mandar después, cuando los tentáculos del poder exhiban toda su fuerza?

No lo hará. Intentará convencer a los títeres, obligarles a que se lleven a cabo las promesas, ser la gran protagonista de la obra. Pero se tendrá que recordar que su libertad está limitada a los períodos electorales y su vigencia a la de un barómetro. Perderá fuerza. Sí, la moral. Para cedérsela a la intención de voto. Para controlar a la oposición. Y asegurarse que aquello que hagan los políticos no sea siempre lo más correcto sino lo que más votos les proporcione.

Quisiera poder creer en la política. O en una parte de ella. Esa que ha permitido que hoy los matrimonios homosexuales sean legales en mi país. Que parece legislar para que no se repitan algunas atrocidades del pasado. Que protege, con sus declaraciones bienintencionadas, a los ciudadanos dotándolos de derechos. Que pone sobre hojas de papel propiedades tan inherentes a los humanos como la libertad o el derecho a la vida.

Quisiera quedarme con todo ello, que le da -dicen- desarrollo a nuestros países. Pero invade tanto, tanto, la escenografía que le rodea, que a menudo nos olvidamos de los beneficios que trae. Nos extenuan los dicursos, nos aburren las falsas peleas en el ring por el poder, nos agota el intercambio de papeletas por esperanzas. Nos decepciona el espectáculo político. Y así, pierden ellos y perdemos nosotros.

viernes, 29 de agosto de 2008

Amor...del más desinteresado

Estoy enamorada de un hombrecito. Es rubio y tiene los ojos azul océano. Y una sonrisa tan sincera que cuando se ríe parece que no existiera otra ocupación en el mundo que pararse a mirarlo a él. Le encanta el agua, mirar el rastro que dejan los aviones en el cielo, recoger caracoles y pintar. Si bien sus dibujos todavía son tan surrealistas que requieren de una gran imaginación para lograr entenderlos.

Aunque creo que su mayor pasión es abrazar. Abraza cuando se despierta, cuando lo llevas de la mano a ver el humo que sale de su chimenea favorita, cuando lo acompañas a observar como el viento mueve las astas de unos molinos multicolores. Abraza cuando te sumerges entre sus caprichos mar adentro, cuando le dedicas la más pícara de las sonrisas, cuando le das el último beso de la noche, el que da paso a los sueños. Cuando te tumbas con él a saborear la importancia de jugar en el césped de casa.

Te vi por primera vez cuando apenas tenía unas horas. Eras el primero que llegaba al mundo. Y yo la primera en cruzar esas puertas del hospital para conocerte. Resultaste tan real entre la irrealidad donde te escondiste durante el embarazo que sólo pude emocionarme. Pasó en medio de paredes que olían a cansancio y alegría. Entre risas de quienes presenciaron la ilusión que vivían mis sentidos. Y entre mi propio asombro. Y es que, aunque hoy nos burlemos de aquel rostro apenas situado en este mundo, en ese entonces eras cuerpo envuelto en poesía.

Nos tuvimos que separar pronto por el anhelo del descubrir que invade algunas sangres y no nos deja vivir nunca en paz. Nos persigue cuando se ha instalado la calma y nos cuestiona, luego, el vivir en frenesí. Aunque su peor cara es que nos obliga a escoger. Entre la calidez de casa y la fascinación por tierras lejanas. Y aunque siempre fue duro partir, desde que tú llegaste lo ha sido más. Lo fue entonces, ese mes de enero de 2007 y lo fue un año más tarde, cuando regresé, como dice el tópico, a casa por Navidad.

Aunque, tu sabes, mejor que yo, que siempre estuvimos unidos. Eres de los que han nacido con Internet integrado en sus vidas. A través del skype nos pudimos ver cuando solicitabas una tía que vivía al otro lado del Atlántico. Pudimos no echarnos de menos demasiado, aunque no siempre que me llamaras estuviera frente al ordenador. Y yo pude escucharte decir las primeras palabras. Seguí gozando de tu risa sincera y observé tus primeros pasos. No, no nos perdimos tanto como hubiéramos lamentado sin esa pantalla. Aunque claro está, la tecnología no sustituye el contacto.

Y por eso, siempre que nos hemos vuelto encontrar, tras meses de distancia, ambos lo hemos disfrutado sin medida. Lo saben los que nos rodean. De nuestras travesuras conjuntas. De esa complicidad que no se construye sino que viene en las células compartidas. Esas paredes que no deberían haberse pintado, esas gotas que cayeron más allá de lo permitido, ese dulce que otros no hubieran autorizado. Dicen que seré incapaz de educar a un hijo mostrando tanta debilidad. ¿¿Pero como puedo no mimarte?? Si tus ojos reflejan, como ventanas, una ternura que cautiva al más exigente de los padres.

Eres energía y calidez. Y cada vez más, carácter. No podía ser de otra forma viniendo de ese cauce de caracteres. Ya no dejas que te embauquen con la sabiduría de la experiencia. Has aprendido a decir “ven” y ahora eres tú que nos ordenas. Aunque afortunadamente, algunos son menos débiles que yo y conocen la negación. Esa que es tan necesaria para que aprendas que, entre las mil cosas que lograrás, habrá algunas que no podrás obtener. Lo meditas a menudo. O eso imagino, cuando te veo mirar al infinito. Pareces no estar pero siempre escuchas. Aprendes a ritmo de marea y ya tus dedos empiezan a moverse para figurar números. Tres semanas bastan para ver como galopa tu vocabulario.

Aunque lo mejor de observarte es ver que sigues siendo aquel hombrecito alegre que conocimos un 30 de octubre. Una buena amiga y psicóloga nos dijo una vez que eras un niño muy feliz. ¿Cómo puedes no serlo, con tanto amor que hay a tu alrededor? Eres una suerte y una realidad. Y nos haces con tu presencia inmensamente feliz a todos los que te gozamos. Llevas por nombre el apellido de un revolucionario cubano. También periodista, filósofo y poeta. Me encantaría que compartieras con él la pasión por las palabras. Esa de la que soy víctima yo también. Aunque sólo con que vivas tal y como sueñas, me daré por complacida.


Hoy dejaste esparcir el contagio de tu risa entre todos los que te escuchaban en la piscina. Dejaste que te miraran y te mimaran. Y ahora, en un ratito, serás el protagonista central de una cena de amigos. Nos reiremos contigo. Te brindaremos las mejores caricias y los gestos más efusivos de cariño. Y tú nos regalarás esa sonrisa cómplice, tus gestos graciosos y muchos, muchos gritos de alegría. Y así, Martí, harás que esos que hoy se encuentran alrededor de una mesa sean, por unas horas, un poco menos adultos y un poco más niños.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Eire, la tierra entre las tierras

Leí alguna vez que las palabras no pertenecen a quienes las escriben sino a quien las necesitan. Tal vez por eso, uno siente que a veces te persiguen, se ponen en los labios de alguien, asoman en los bares, se filtran en las llamadas, se sientan junto a ti a esperar que las mires, les hagas caso y les devuelvas a su patria… Esa hoja en blanco donde dejarán de ser recuerdo para convertirse en eternidad.

Eire me persigue desde hace días. Me silbó en el oído poco después de llegar de Perú a través de las memorias de Sonsoles, esa leonesa con la que compartí tres meses en un pueblo cerca de Dublín. Hacía poco que había empezado este blog y al escucharla, supe que Eire no tardaría en figurar en estas páginas. Podía haber sido el primer post dedicado a esos viajes que te marcan de por vida. Pero le pasó delante Lanzarote. De forma súbita e inesperada. Como si la isla volcánica reclamara su sitio en honor a la Kalima que da nombre al blog y que siempre reivindico entre las mejores memorias.

Pasaron los días. Alguien muy especial leyó el post de Lanzarote y me pidió que escribiera sobre Eire. Quería saber de esa tierra que nunca ha pisado a través de mis sensaciones. Le dije que lo haría. Que su espacio estaba ya adjudicado en las líneas de este blog como en las minutas de eternidad que se acumulan en lo largo de una vida.

Hace unos días conocí otro amante del país de James Joyce y Oscar Wilde. No lo supe hasta ayer, que hicimos honor a Eire en el bar de su líder revolucionario. En el Collins de Sagrada Familia me he emborrachado, he debatido de amor, he robado un micrófono a un cantante, he besado a escondidas, he reído y he delatado mi abstinencia. Ayer me tomé tres Guiness. Volví a debatir. Más y más fuerte que otras veces. De abandonos, del derecho a criticar, de las aberraciones que no tienen patria, de los riesgos del periodismo.

Hoy pasé de nuevo por delante del Michael Collins. Había acabado de comer y me estaba refugiando en el parque que hay delante para sumergirme en ese libro que acompaña mis almuerzos y algunas noches. Hablaba de despedidas. Y pensé en los taxis. Y en los momentos previos a subirse a un taxi. Cuando te despides de alguien, y hay tanta metáfora en el como te despides, que podrían escribirse ensayos y ensayos. Y ello estuvo a punto de robarle el espacio a Eire. Pero luego seguí leyendo y el recuerdo de un mar que me fascina me hizo pensar en los viajes. Dejé perderse la mirada entre los árboles del parque y sentí a Eire respirando detrás mío.

Así que dejo los taxis y las despedidas para otro día y homenajeo, con este post, a una de las tierras que más me ha seducido. Que me persiguió durante años y sigue formando parte de las memorias que más me sacuden con sólo escuchar tu nombre. No es para menos. No conozco un solo viajero que no se haya enamorado de tus valles, de la mezcla de colores que se citan en tus playas, de los bares donde se confunden las edades, de los puentes que cruzan Dublín.

Te conocí cuando tenía 18 años. Era el verano del 99 y ese número marcó tanto el porvenir que todavía hoy lo combino para escribir las contraseñas de algunos accesos. Había terminado primero de bachillerato y quería mejorar mi inglés. La experiencia no era nueva. Había vivido veranos en Francia desde los 13 años. Y sí, en cada uno de ellos pensé que era lo mejor que había conocido hasta el momento. Pero nunca, nunca antes necesité 9 meses para conseguir regresar de allí, estando aquí.

Eire supuso una carta de libertad. A vivir sin consciencia de nada más que el derecho a descubrir y a sentir. Aunque ello contradijera otros sentimientos. Supuso la fascinación ante los paisajes más vírgenes que había visto nunca. La osadía nocturna. El acercamiento a Robbie Williams, que ese verano cantaba “Angels”, como el augurio de algo que iría siempre vinculado a Eire. Y que todavía hoy sorprende a quien me escucha decir: “Esta canción sonaba el verano del 99”. Sí, las fechas significativas sólo se recuerdan por vivencias igual de especiales.

Y Eire logró esa magia de los recuerdos eternos que dan miedo porque nunca volverán a ser los mismos. No podría imaginar ese pueblo donde dormí durante algunas noches y madrugué tantas otras, edificado como me cuentan está ahora. Prefiero el Rush de los campos vírgenes, donde nos colábamos con Sonsoles y Giorgia a observar esa isla que decían pertenecía a un rico extranjero. Las noches vividas al lado del mar con la única construcción de las rocas.

Prefiero las decenas de parques a los que podía llevar a Robbie, el niño que cuidaba, a los miles de edificios que ahora le dan carácter de ciudad. Prefiero seguir pensando que Rush es ese pueblo con casa unifamiliares y jardines en todos los patios. Donde todas las calles desembocan en el mismo parque y no resulta extraño encontrarte a los amigos en el mismo videoclub. Donde el supermercado es uno y el bar siempre el mismo. Donde la calidez es la bandera con la que os identifican. Y la Guiness la única cerveza oficial. Aunque esto, seguramente será lo único que no habrá cambiado.

Me enamoré tanto de Rush que durante todo el tiempo que viví en Eire, nunca me alejé de ella más de dos días. Visité Dublín para cruzar el río Liffey, beber en el Temple Bar, pasear por los jardines del Trinity College y darme cuenta que los verdaderos habitantes de O’Connell Street en verano eran los españoles. Para saludar a Molly Malone, ese personaje que nadie sabe si existió de verdad o es mito, que protagoniza una de las canciones más conocidas del folclore irlandés. Para subirme en sus autobuses de dos pisos. Para conocer la fábrica Guiness. Para enseñársela a mi hermana y ese novio de entonces.

Creo que, en realidad, visité Dublín para no decir que no había estado en él. Para saber que había conocido algo más que aquel pequeño escondite llamado Rush, donde me sentí siempre arropada por la calidez de sus habitantes. Donde me encantaba salir a caminar. Si llovía mejor porque era un verano extrañamente seco y queríamos sentir la esencia de esa tierra. Empapadas llegamos a decenas de fiestas y pedimos entrar en el Harbour Bar, el único que había por ese entonces y donde terminamos poniendo cócteles en las noches de máxima borrachera. Ahí me declaré a Michael, tuve que enfrentar la mirada de su hermana y el susurro de sus amigos. Qué poco me importaba!!

Desde Rush acudíamos a las clases que nos habían concertado en Malahide. Y cogíamos los minibuses nocturnos para ir a la discoteca de Skerries. En sus calles paseamos en bicicletas “prestadas”, retamos la salida del sol, la propiedad de los besos y el sentido de la cordura. El valor de soñar y la dificultad de aterrizar cuando tu avión despega de Eire. Y saber que aunque lo dejes, una parte de ti se quedará para siempre ahí. Para resguardar cada una de esas letras que ahora han volado hasta esta, tu eternidad.


A tí, David, por alentar mi escritura