viernes, 12 de diciembre de 2008

De bruces con la muerte


Tengo una relación contradictoria con la muerte, depende del momento vital en que me encuentro. El terror o la tranquilidad con que lo afronto actúan como semáforos de mi estado de ánimo. En temporadas de desidia, me aterra con fuerza aceptar eso que le escuché decir a Sabater hace algunos días de que “querer a alguien es como darle una diana a la vida”.

En épocas de absoluta estabilidad, cuando todas aquellas parcelas de nuestra vida que componen la palabra felicidad están a flote, todos mis miedos se desvanecen. El de la muerte de mis seres queridos el que más. Me absorbe entonces esa racionalidad medio budista, absolutamente real de que, al fin y al cabo la muerte es la parte más segura de la vida. Y me creo con los ojos cerrados que viviríamos mejor de ser conscientes que existe un final y que es de lo más caprichoso que uno puede imaginarse.

No, supongo que Occidente no está nada familiarizado con la muerte. Al fin y al cabo nos pasamos la vida trabajando para ser más, acumular más y mostrar más.¿Qué sentido tendría recordar a cada momento que vamos a morir? Tal vez no lucharíamos por nada. O tal vez lo haríamos con más conciencia de aquello que es importante y lo que es puro adorno, simple periferia. Pero claro, entonces todo un sistema se derrumbaría.

Es más práctico vivir como si ella no fuera con nosotros, consiguiendo a veces –incluso- la inmortalidad moral, que no es nada más que ese sentimiento que se apodera de tantos ilusos que se creen hechos de plástico y metal. Inmortales por momentos. Ajenos a los peligros. ¿Quién no quisiera poder alejarla de nuestras vidas, esa sombra que nos hace perder la paciencia a la hora de obtener logros? Retrasarla al máximo para darnos más tiempo a conseguir el triunfo, la pareja perfecta, el tiempo de procrear, el fin de las juergas. Darle tiempo a cambio de que nos lo dé a nosotros.

“Trato imposible”, nos susurra. “Yo soy anónima, atemporal e impredecible. Vengo cuando quiero, aterrizo donde me place y me llevo a quien yo decido”, respondería. Y por eso duele tanto, porque se roba, como un viento aleatorio, a quien quiere cuando quiere. Lo sorprendente es que aún sabiendo de sus caprichos, preferimos darle la espalda y negarla a asumirla como la parte menos controlable de nuestras vidas.

A menos que podamos utilizarla para algo o nos parezca absolutamente lejana. Entonces la hacemos protagonista de todas las fotos, las televisiones y los periódicos. Aunque en esos casos, de tanto mirarla de perfil, raramente nos surge un efecto. En algunos países particularmente (¿Nigeria, Kenia, Iraq, Afganistán o el Congo?). Esa muerte no nos mira a nosotros a la cara. Y a los que mira, viven demasiado lejos, en países demasiado complejos. Pasamos por delante, nos escandalizamos un segundo y luego seguimos con nuestra vida.

Ahora bien, que a nadie se le ocurra cambiarle los roles a la muerte. Que nadie se atreva como hizo en 2006 Craig Ewert o Ramón Sampedro en España unos años antes, decidir sobre el destino. Y menos aún se atrevan a grabarlo y que lo vea el resto del mundo, como ha pasado estos días. Porque entonces sí se produce el revuelo, se reúnen a debatir los políticos que se escondieron a la hora de las masacres africanas y se imprimen portadas con el caso (un caso) mientras el millón de víctimas de genocidios siguen en breves de la sección de política. O sea, ¿que podemos comprarlo todo para morir en vida pero no pagar por nuestra muerte? Cuanta razón tenía el Dalai Lama…

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