martes, 9 de diciembre de 2008
La frágil memoria
Propongo un nuevo carné de identidad. Que lleve nuestro nombre, los apellidos si quieren, una calle donde ubicarnos, el país donde nacimos pero en lugar de un número, contenga una lista de referencias al pasado que no deberíamos olvidar. Una pequeña memoria pegada a nosotros que nos recuerde que en este nuestro país (sea libre cada uno de interpretarlo como quiera), también se pasó hambre, también se cometieron crímenes que quedaron impunes, también se conquistó, también se robó…
Aunque en los tiempos que corren, si hay un dato que consideraría esencial recordarnos en esa identidad impresa es el número de españoles que un día dejaron su patria para ir en busca de una vida mejor. Y es que, como leía recientemente en un blog sobre el mismo tema, “lo peor que le puede pasar a un pueblo para enfrentarse al presente y trabajar para el futuro es olvidarse de su propio pasado. Y eso es lo que, desgraciadamente, parece que nos está pasando con el asunto de la emigración”.
Vivimos convencidos de que los recién llegados nos robarán el trabajo, las plazas de guaedería y las viviendas protegidas de un Estado del bienestar creado precisamente para proteger a los ciudadanos con rentas más bajas. Pero claro, no nos prepararon para afrontar un hipotético caso en que los beneficiarios de tales servicios fueran ciudadanos nacidos en otra parte. Y entonces, nos convertimos en acérrimos defensores de una patria a la que sólo llamamos a veces, y dejamos de pensar en necesidades para pensar en nacionalidades.
Y, como la memoria es la más frágil de las virtudes, nos olvidamos que alguna vez escuchamos a nuestros abuelos de unos españoles que también cruzaron un océano con poca cosa más que una maleta en la mano y la incertidumbre de colofón. Para quienes lo olvidaron, sólo entre 1900 y 1930 se estima que dejaron España entre tres y cuatro millones de personas, a los que se sumarían entre 1959 y 1973 otro millón que se dirigía a Europa.
La suma se aproxima mucho al número de emigrantes que se calcula que hoy tiene nuestro país: 4,5 millones, según datos de 2004 que incluyen a los irregulares. Para algunos una auténtica avalancha generadora de conflictos incalculables. Para la historia, un peldaño más de un ciclo que se viene repitiendo desde el inicio de los tiempos y que afecta a nuestro país en la proporción más mínima: Alemania tiene 10 millones de inmigrantes, Canadá seis, Estados Unidos cerca de 40 y la China tiene 35 millones de personas viviendo en 150 países.
Así que, estaría bien analizar el tema con un poco de perspectiva, ese punto sobre el mar de la lejanía donde todo se vislumbra más claro. Lo decía ayer Almudena Grandes en su columna de la contra del País de ayer: “Ignorantes, arrogantes, pródigos en tintes y escarificaciones, miran a la cámara y dicen que el trabajo español es para los españoles, que los inmigrantes ecuatorianos huelen mal y que estudiar es de pringados”.
¿Quienes? Los nietos de aquellos inmigrantes andaluces y manchegos que llegaron a Madrid para construir chabolas “que florecían bajo la luna en el Pozo del Tío Raimundo en las décadas de 1950 y 1960”.¡Ay, débil memoria! Amplío la propuesta inicial: añadan en nuestros DNI esas pequeñas referencias. Y pinten en negrita en la parte superior una inscripción que nos recuerde que nada de lo que pasa fuera, no pasó antes aquí.
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