lunes, 15 de diciembre de 2008

Crisis sí, pero de valores

Siempre he pensado que existen espacios que constituyen auténticas representaciones del mundo real en miniatura. Esquinas donde se resume la vida misma y se dan cita los protagonistas más simbólicos de nuestra sociedad. Pequeños globos en los que uno mira y cree no echar en falta ningún elemento de los que habitualmente pueblan las calles de nuestras ciudades.

Existen submundos de éstos en los bloques de pisos, en las oficinas, en los gimnasios… Y en los pasillos y andenes del metro. Ahí uno puede observar al estudiante aplicado, al joven rebelde siempre a punto de perder los pantalones, al jefe trajeado que camina a ritmo de minuta, al músico que roba miradas des de su sombrero mendigo, a la azafata de avión que se deja observar porque se pasea con uniforme, al desquiciado que habla solo mientras despierta recelos y a tantos otros que caen en la mediocridad al no desvelar mayor curiosidad.

Hoy me crucé, mientras iba al cine, con un nuevo elemento. Mujer, de apariencia indígena, cabellos largos, tez oscura, falda de colores y cámara digital en mano. Estaba de pie sonriendo y fotografiaba las escaleras mecánicas de Cuatro Caminos. La miré todo el rato que la tuve al alcance de los ojos mientras las mismas escaleras se me llevaban hacia el andén. Y pensé con lo irónica que es la vida, capaz de devolvernos a cada momento un pasado que se hace difícil de asumir como pretérito.

Aunque más que recordar mi experiencia en Perú, aquella mujer me trajo al presente mi regreso a España. Esa mujer era mi YO tras aterrizar en el aeropuerto del Prat en julio, sólo que en la situación inversa. Toda la fascinación que ella sentía por esa tecnología, esa aparente perfección y adelanto de Occidente constituyeron el día que pisé de nuevo el suelo de Barcelona mi mayor rechazo hacia la que no ha dejado de ser nunca mi tierra.

Desde entonces, me he perdido en análisis profundos de esas sensaciones. Sé que en el fondo escondían una partida precipitada, un cambio de valores demasiado trágico, la vuelta a la insoportable normalidad, el miedo a la monotonía ante una necesidad desbordante de novedad. He caminado por arenas movedizas mil veces intentando entender el porqué de una insatisfacción constante donde antes había conocido la felicidad. Me he cuestionado mi pertenencia a este lugar dicho país.

Y aunque sigo sin poder resolver muchas de las cuestiones esenciales para vincularme a una parcela de mundo, entendí al menos que si algo sobra en esta esquina planetaria son comodidades. Tuvimos tanto hace cuatro días, que hoy nos parece inadmisible vivir sin poder ir a Mango o a Zara cada viernes, regalarnos unas vacaciones a Tanzania, cenar fuera tres días a la semana o cambiarnos el coche que ya ha cumplido los 5 años. Y decidimos llamarle a eso crisis. Y nos sumimos en un terrible estado de desidia, al que no me atrevo a mirar a la cara.

Y es que, si bien es cierto que existe una desaceleración económica, una reducción de empleos y una falta de liquidez en los bancos, todavía la mayoría de españoles comemos en platos y tenemos un techo al que acudir. Estamos lejos de eso que ilustraba El Roto en una de sus geniales viñetas recientemente: que los pobres africanos, conscientes de nuestra crisis, debatan como ayudarnos. Por lo que a la banca y la inmobiliaria se refiere, celebro su situación tanto como ellos han celebrado el deseo de los ciudadanos adquirir créditos y pisos durante años.

Lamento la situación de todos aquellos que se encuentren al límite de sus posibilidades. Pero celebro que la historia nos amenace con sus ciclos para recordarnos que no somos invulnerables, que no siempre se puede comprar con firmas, que las posesiones no garantizan el bienestar y que hay mujeres que fotografían unas escaleras mecánicas en Madrid porque en la tierra de donde proceden probablemente el mayor lujo sea soñar con tener luz eléctrica en casa, pan en la mesa y ropa de varias marcas en el armario.