domingo, 11 de enero de 2009

Palestina

Más de 250.000 personas reunidas. Gritos y pancartas a favor del fin de una masacre. Centenares de banderas palestinas en alto. Representantes de los partidos políticos, los sindicatos y las organizaciones sociales. Y miles de rostros anónimos. Muchas voces distintas para una sola causa. Zapatos en alto, llamadas a Intifada, muecas de cólera, el terrorismo como enemigo en boca de la mayoría, Zapatero invitado a cerrar la embajada de Israel. Pasos firmes sobre las calles céntricas de Madrid en un gélido domingo de enero. La indignación hoy no decidió quedarse en casa.

A miles de kilómetros, el combate no se libra con pancartas, sino con tanques y aviones. Y hoy, como ayer, pero con más dureza, Israel sigue asediando la franja de Gaza. La excusa de atacar las estructuras militares de Hamás no logra hacer lo que la propaganda oficial israelí se propone con panfletos y mails masivos a los periodistas: convencernos de que lo que se libra es una guerra contra el terrorismo. Demasiados cadáveres de civiles inundan las pantallas. Demasiados rostros de inocentes, que como siempre resultan ser las dianas perfectas en cualquier guerra, los mejores candidatos a recibir la muerte.

Ya lo dijo Saramago hace una semana en un manifiesto firmado por varios intelectuales. “No es una guerra, no hay ejércitos enfrentados. Es una matanza…No es la respuesta al fin de la tregua, porque durante el tiempo en el que la tregua estuvo vigente el ejército israelí ha endurecido aún más el bloqueo sobre Gaza y no ha cesado de llevar a cabo mortíferas operaciones con la cínica justificación de que su objetivo eran miembros de Hamas... No es un estallido de violencia. Es una ofensiva planificada y anunciada hace tiempo por la potencia ocupante.”

Lo peor del caso es que aún cuando el ataque israelí –que ya se ha cobrado más de 800 vidas- lograra dañar gran parte del aparato de Hamás, no creo que exista ningún inocente capaz de tragarse que ello supondría el fin del conflicto en Gaza. Completamente incrédulo a que ello pueda suceder, Vargas Llosa defendía hoy en un artículo en El País:

“La verdad de los hechos es que, por más feroz que haya sido el castigo infligido por el Ejército de Israel a Gaza, y precisamente debido al sentimiento de impotencia y odio por lo ocurrido del millón y medio de palestinos que viven hambreados y medio asfixiados en esa ratonera, lo probable es que, una vez que el Tsahal se retire de la Franja y se restablezca "la paz", las acciones terroristas se renueven con nuevos bríos y un deseo de venganza atizado por los sufrimientos de estos días”.

Está escrito que esta operación no supondrá el final de nada, sino el principio de mucho. De mucho odio, de más ataques, de decenas de muertos. La prolongación de un conflicto eterno que suena a campanas de elecciones, a estruendos mudos –como lo acaba de llamar César Hildebrant en un brillante artículo- y a insensatez internacional. De los grandes organismos y las potencias. Porque la población ya ha decidido decir lo suyo. El dolor que en la batalla divide, aquí une.

martes, 6 de enero de 2009

La dirección del horror

Hace algunos años un compañero de piso me cuestionó la maternidad desde una perspectiva que me sonó horrible: ¿no crees que es un acto de egoísmo traer un hijo a este mundo cruel? Le miré con tal cara de sorpresa que si hoy supiera que en las últimas semanas esa misma frase se ha cruzado por mi mente varias veces, llamaría seguro al dios de la convicción para preguntarle porque ha cambiado de sentido.

“No ha cambiado de sentido”, le diría yo. Sigue prevaleciendo en mí el milagro de la vida al pesar de la muerte. Aunque cuando las muertes acechan demasiado cerca y en demasiada cantidad, la convicción disminuye. Ya no ante la maternidad que ansío tocar algún día, sino ante el optimismo por la vida que siempre he defendido. La mejor armadura contra la desazón que causan los continuos fatalismos de este mundo nuestro.

Opté por mirar las desgracias a la cara. Aún con la obsesión por el optimismo. Opté por buscar las raíces de los conflictos. Aún con la obsesión por el optimismo. Opté por intentar entender el porqué de los genocidios y las masacres. Aún con la obsesión por el optimismo. Opté por conocer los entresijos de sociedades enfrentadas con machetes. Opté por defender los derechos humanos. Opté por escribir un día sobre las historias que no tienen propietario porque nadie habla de ellas. Hasta que me cuestioné si ello seguía siendo compatible con ver el mundo desde el prisma del optimismo.

Quisiera decir que sí. Que aunque las barbaries sigan mordiendo pequeños pedazos de nuestro mundo, la vida es bella, como defendió Benigni en 1998. Aunque incluso su bella vida no terminó precisamente de la mejor forma. Resulta casi imposible equilibrar la balanza de la felicidad, a menos que decidamos suprimir para siempre la indignación. O lo que es lo mismo, cerrarle los ojos a las desgracias que abisman hoy en Gaza, ayer en Madrid, casi siempre en África. Suprimir la conciencia exterior. Y vivir únicamente la vida propia, que ya de por sí carga con sus tristezas.

Para la mayoría es la única receta válida. Aísla el dolor de los demás, evita imágenes crueles y otorga la culpa a los poderes que ordenan el mundo. A otros, sin embargo, huir de lo que pasa fuera de nuestras paredes nos parece olvidar todo un mundo. No supone ser más fuerte ni más inteligente. Seguramente al contrario: nos acercará a horrores que podríamos haber evitado. Aunque incluso de los horrores nace el arte. Sin ellos carecería de sentido El ensayo sobre la ceguera que consagró a Saramago.

Sin esos horrores tampoco existiría la obra de Alberto García- Alix, ese fotógrafo madrileño cuya obra podemos ver hoy en el Museo Reina Sofía. Premio Nacional en 1998, ese domador de la imagen, sabe perfectamente qué es y donde afecta el dolor. Sus imágenes reflejan la muerte advertida y el camino de la adicción que lleva a ello. Habla sin tapujos de la heroína para decirnos que “el fracaso narcotizado no duele, tampoco el miedo”. Nos acerca a los protagonistas de una época cuyo “error” fue que “su mística estaba anclada a una épica destructiva”. Nos anuncia que aquello que desfila ante sí es “el epitafio de un tiempo futuro”.

Nos habla de las condenas recibidas por profanar el amor. “¿Quién alimentó su egoísmo por no creer en nada?”, le pide algún dios. Tal vez el subconsciente. “Por matar el miedo soy capaz de cualquier delito”, advierte ese hombre que vio la muerte muy de cerca. “Una forma de ver es una forma de ser”, declara abiertamente. Por ello, sus imágenes no rehúsan las jeringas ni las cicatrices. Como no rechazó nunca Kapuscinski mirar a la cara del conflicto de Ruanda. Ni lo hizo Paul A. Baran al definir las miserias del subdesarrollo. O René Dumont al ponerle nombre a la explotación y la pobreza.

Entre las desgracias que nos llegan estos días de Palestina, se mezclan los regalos que unos reyes traen precisamente de allí, de Oriente. Puede que algunos escojan mirar sólo dentro de los segundos. Los muertos en otra tierra parecen inevitables, nos causan dolor y empañan los brindis. Pero forman parte de este mundo tanto como los regalos que brotan de las chimeneas. Generan indignación y alimentan algunos talentos. De su obra aprendemos a veces para que no se repitan los horrores. Y otras, sólo para ser conscientes de donde vivimos.

(También crean dudas existenciales imposibles de resolver…)

jueves, 1 de enero de 2009

Llegó, se vivió, a veces se fue y otras se quedó. 2008

Ayer terminó un año para dar la bienvenida a otro. No sabemos qué nos deparará, aunque podamos intuir la dirección que tomarán algunos eventos. Puedo imaginar que será el año en que viviré más que nunca mi personal incursión en los países en desarrollo, a través de ese postgrado en el que me sumergiré a partir de enero. Que sentiré más cerca y más fuerte Palestina, el Sáhara, Afganistán y, en general, el Oriente Próximo, des de otra perspectiva diferente a la mediática.

Que me seguiré indignando con una crisis muy económica y muy poco humana que prolifera cuanto más se pronuncia. Que conoceré Ginebra con las ansias de las ciudades que se postergan entre los destinos marcados en la agenda de las viviendas. Que viviré el despertar de la primavera en ese Madrid hoy helado mucho más intensamente que otros abriles. Que pelearé por ese objetivo declarado que es el puente al trampolín de los que quieren vivir para contar historias con el rigor de las verdades que existen siempre sólo a medias.

Que intentaré, una vez más, robarle tiempo a los de fuera para dárselo al gusanillo de aquí dentro que reclama letras para meditar como absorber todo. Que seguiré gozando, como nunca, de la vida que hay en mi sobrino. Y de la nueva vida que está en camino. Que tendré que decidir si la senda es América Latina o la curiosidad me arrastra a África. Que me prometeré superar el miedo a atraveserse a ser más y mejor. Que deberé combatir contra los que prefieren creer en la desidia que en las posibilidades de lo imposible. Y sobre todo que intentaré vivir, a veces con la sabiduría de las experiencias pasadas y otras, intentando alejarlas para que no me muerdan tanto como para quedar vacía de energía.

Atrás queda 2008. Un año de impases. De inicios y de finales, a veces demasiado repentinos. De cambios, en definitiva, que no siempre asimilé fácilmente. Fue el año en que tomé un avión de no regreso a un país que marcó una y muchas pasiones. A las letras, ante todo, a algunos cuerpos también, a una forma de vivir, sobre todo. Fue el año en que aprendí muchas formas de no hacer las cosas y empecé el único camino que he decidido recorrer en dirección a USA. Una época de definiciones, hacia lo que descarto porque ya fue vivido y lo que aún repitiéndose mil veces quiero tener a mi lado. De escoger amigos y experiencias. También trabajos.

Fue un año de grandes viajes. Hacia las culturas pre-incas del norte de Perú, la selva de Tarma, las calles de Quito y de Cajamarca, las iglesias de una ciudad alemana que me recordó que en medio de la oscuridad, el viaje siempre da perspectiva. Y el salto a Madrid, esa nueva ciudad a la que encargo la tarea de recuperar la estabilidad que necesito para poder volver a violar, luego, sus normas. La ruptura con la Barcelona del pasado de la que necesité separarme para serle fiel a ese antes y después latino.

El año de Juan Rulfo, de Vargas Llosa, de Paul Auster, de Galeano (gracias a tí, Lidia, siempre cercana), de Juan Cruz, de más Saramago, de Juan Millás y su mundo. De los viejos y grandes amigos robados a Italia y Irlanda con los que diciembre me regaló. De la descubierta de algunos cantautores y otros poetas, mil palabras orefcidas por grandes amigos. Ayer se fue 2008. Como todos los años pasados se fue para siempre. Pero fue vivido con la única intensidad con que me autorizo a vivir. Y hoy deja atrás algunas cosas que se fueron y otras que quedarán para siempre.