martes, 6 de enero de 2009

La dirección del horror

Hace algunos años un compañero de piso me cuestionó la maternidad desde una perspectiva que me sonó horrible: ¿no crees que es un acto de egoísmo traer un hijo a este mundo cruel? Le miré con tal cara de sorpresa que si hoy supiera que en las últimas semanas esa misma frase se ha cruzado por mi mente varias veces, llamaría seguro al dios de la convicción para preguntarle porque ha cambiado de sentido.

“No ha cambiado de sentido”, le diría yo. Sigue prevaleciendo en mí el milagro de la vida al pesar de la muerte. Aunque cuando las muertes acechan demasiado cerca y en demasiada cantidad, la convicción disminuye. Ya no ante la maternidad que ansío tocar algún día, sino ante el optimismo por la vida que siempre he defendido. La mejor armadura contra la desazón que causan los continuos fatalismos de este mundo nuestro.

Opté por mirar las desgracias a la cara. Aún con la obsesión por el optimismo. Opté por buscar las raíces de los conflictos. Aún con la obsesión por el optimismo. Opté por intentar entender el porqué de los genocidios y las masacres. Aún con la obsesión por el optimismo. Opté por conocer los entresijos de sociedades enfrentadas con machetes. Opté por defender los derechos humanos. Opté por escribir un día sobre las historias que no tienen propietario porque nadie habla de ellas. Hasta que me cuestioné si ello seguía siendo compatible con ver el mundo desde el prisma del optimismo.

Quisiera decir que sí. Que aunque las barbaries sigan mordiendo pequeños pedazos de nuestro mundo, la vida es bella, como defendió Benigni en 1998. Aunque incluso su bella vida no terminó precisamente de la mejor forma. Resulta casi imposible equilibrar la balanza de la felicidad, a menos que decidamos suprimir para siempre la indignación. O lo que es lo mismo, cerrarle los ojos a las desgracias que abisman hoy en Gaza, ayer en Madrid, casi siempre en África. Suprimir la conciencia exterior. Y vivir únicamente la vida propia, que ya de por sí carga con sus tristezas.

Para la mayoría es la única receta válida. Aísla el dolor de los demás, evita imágenes crueles y otorga la culpa a los poderes que ordenan el mundo. A otros, sin embargo, huir de lo que pasa fuera de nuestras paredes nos parece olvidar todo un mundo. No supone ser más fuerte ni más inteligente. Seguramente al contrario: nos acercará a horrores que podríamos haber evitado. Aunque incluso de los horrores nace el arte. Sin ellos carecería de sentido El ensayo sobre la ceguera que consagró a Saramago.

Sin esos horrores tampoco existiría la obra de Alberto García- Alix, ese fotógrafo madrileño cuya obra podemos ver hoy en el Museo Reina Sofía. Premio Nacional en 1998, ese domador de la imagen, sabe perfectamente qué es y donde afecta el dolor. Sus imágenes reflejan la muerte advertida y el camino de la adicción que lleva a ello. Habla sin tapujos de la heroína para decirnos que “el fracaso narcotizado no duele, tampoco el miedo”. Nos acerca a los protagonistas de una época cuyo “error” fue que “su mística estaba anclada a una épica destructiva”. Nos anuncia que aquello que desfila ante sí es “el epitafio de un tiempo futuro”.

Nos habla de las condenas recibidas por profanar el amor. “¿Quién alimentó su egoísmo por no creer en nada?”, le pide algún dios. Tal vez el subconsciente. “Por matar el miedo soy capaz de cualquier delito”, advierte ese hombre que vio la muerte muy de cerca. “Una forma de ver es una forma de ser”, declara abiertamente. Por ello, sus imágenes no rehúsan las jeringas ni las cicatrices. Como no rechazó nunca Kapuscinski mirar a la cara del conflicto de Ruanda. Ni lo hizo Paul A. Baran al definir las miserias del subdesarrollo. O René Dumont al ponerle nombre a la explotación y la pobreza.

Entre las desgracias que nos llegan estos días de Palestina, se mezclan los regalos que unos reyes traen precisamente de allí, de Oriente. Puede que algunos escojan mirar sólo dentro de los segundos. Los muertos en otra tierra parecen inevitables, nos causan dolor y empañan los brindis. Pero forman parte de este mundo tanto como los regalos que brotan de las chimeneas. Generan indignación y alimentan algunos talentos. De su obra aprendemos a veces para que no se repitan los horrores. Y otras, sólo para ser conscientes de donde vivimos.

(También crean dudas existenciales imposibles de resolver…)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Una reflexión que se agradece en este Día de Reyes. Cuando parece que hay muy poco por celebrar, un fogonazo de inteligencia siempre ilumina.