domingo, 21 de septiembre de 2008

Anónimos

Volar y ser invisibles. Si alguien me preguntara cual creo que son los dos sueños inconcebibles más comunes entre los humanos, creo que pensaría, automáticamente, en estos dos. El deseo de igualarnos en libertad a las aves y la posibilidad de caminar, sin ser vistos, entre conversaciones de escritores, rituales de tribus autóctonas y los más perfectos cuadros de naturaleza viva.

Hay quien dirá que logramos volar. Que inventamos ese aparato, magnífico por cuanto reduce las distancias, que nos permitió elevarnos de la tierra y tomar perspectiva desde más arriba. Que nos ha acercado a las cimas de los Alpes, nos permite tocar las figuras de la costa Mediterránea, nos dibuja en la retina la silueta del Amazonas y nos deja perdernos en medio de nubes de espesor diverso. Sí, de alguna forma pudimos volar. Aunque nunca con la independencia de las aves, capaces de sentarse donde quieran y el tiempo que deseen a observar los juegos del planeta.

Ser invisibles ya fue más difícil. Lo proyectamos en películas y lo dibujamos mentalmente cada vez que deseamos pasar desapercibidos. Inventamos instrumentos para mover objetos tan deprisa que pareciera que no existen. Y creamos la magia para soñar que lo logramos. Pero nunca llegamos a cruzar la frontera del pensar que realmente pudiéramos desaparecer bajo el click de una vara mágica o los avances de la tecnología.

A lo más que nos acercamos fue al anonimato, ese truco de escondernos bajo otro nombre para ser menos vulnerables a los demás. Esa opción que permitió a mujeres de otros tiempos lograr pasar como hombres para poder escribir o estudiar. La herramienta de tantos artistas que quisieron jugar también con la identidad.

Hoy ser invisibles resulta igual de imposible que hace cinco, diez o veinte décadas. Y ser anónimos es ya casi un sueño. Vivimos registrados des de el momento en que nacemos, cuando nuestras huellas se convierten en un número más, que nos dará identidad en las calles y las pantallas de los aeropuertos. Seguimos registrados a medida que crecemos, al iniciar nuestra vida laboral, informar de la ciudad que nos acoge, realizar actividades ilegales, viajar o estudiar.

Aunque la verdadera pérdida del anonimato no la guardan los archivos de ordenadores preparados para acumular datos, sino ese circuito abierto llamado internet donde nuestros textos e imágenes se convierten en códigos capaces de viajar por todo el mundo. Donde uno puede convertirse en objeto de críticas despiadadas y elogios desmedidos. Donde la caricatura y la opinión no tienen censura. Donde se puede manipular la palabra pero también la imagen. Donde parece no existir normas. Y donde cada día más nos gusta jugar a ser alguien.

Y es que la auténtica pérdida del anonimato hoy ya no es la que nos roban los demás en las pantallas, sino aquella que nosotros autorizamos a través de decenas de redes sociales en el cibermundo, esa otra dimensión en la que además de ser, podemos parecer. Las opciones son ilimitadas. Podemos simular ser hiper sociables con centenares de amigos, de lo más cultos al admirar a nuestros escritores favoritos, amantes de las letras o de la fotografía, filósofos que describen su estado de ánimo con metáforas, queridos por familiares de todas las partes del mundo, …

El cibermundo es excelente en oportunidades. Nos permite informar de cómo nos sentimos, qué hacemos, cuales son los últimos sitios en los que hemos estado. Nos da herramientas para buscar compañeros de carrera o de trabajo. Nos vincula con personas de intereses compartidos, nos facilita el mensaje que Hotmail ya hizo perezoso, nos proporciona juegos para entretenernos, nos propone sitios donde salir y causas a las que unirnos, etc.

Sí, el cibermundo es fantástico. No lo negaremos los que formamos parte de él. Es práctico y divertido. Y nos permite espiar la vida de otros. Amigos y enemigos. Todo por satisfacer esa curiosidad de husmear tan innata en las personas. Sólo que hay que saber respetar sus reglas: porque en el cibermundo no existe la tristeza, ni la preocupación, ni las decepciones, ni los sueños rotos. El muro de las Lamentaciones no se exporta en esa dimensión.

martes, 16 de septiembre de 2008

Personas, la verdadera fe

Supe de Pere Casaldàliga cuando cursaba primero de periodismo en la Universitat Pompeu Fabra. Fue casi de casualidad, nos habían hecho escoger entre varios libros y, como si de tratara del presagio de algo que marcaría mis días, me decidí por ese título que escondía una parte del enigma por tierras extranjeras que tanto me fascina. “Descalzo sobre la tierra roja” es el relato de la vida de un obispo catalán que abandonó su tierra a los 40 años para entregar sus días a la causa de los menos favorecidos, los indígenas y los pobres.

En un perfecto relato, que combina la objetividad de la biografía con los viajes literarios de la crónica, Francesc Escribano, dio a conocer entonces la historia de este hombre, poeta y escritor, que ha estado siempre vinculado a la Teología de la Liberación, esa rama de la religión católica que traslada el dogma a las calles, donde se combaten las causas que tienen su escenario en el día a día de tierras muchas veces olvidadas.

Casaldàliga, primero misionero del estado de Mato Grosso, en Brasil, y luego ordenado obispo de Sao Félix de Araguaia, se posicionó muy pronto del lado de los indígenas brasileños, criticó sin piedad el régimen militar existente en ese momento y estuvo a punto de ser asesinado por ello. Apoyó la causa sandinista, lo que le costó una seria advertencia por parte del Vaticano y nunca regresó a España.

Tenía miedo de no poder entrar a Brasil, esa tierra que no le vio nacer pero que siente tan suya que cuando al cumplir los 75 años la Santa Sede le recordó que tenía que presentar su dimisión, Casaldàliga aceptó pero decidió permanecer en la diócesis que presidió durante más de 35 años. Su causa es su hogar. Es el ejemplo de que ser misionero no es un oficio que se aprenda ni se pretenda. Se es o no es. Des de las raíces que te atan a una tierra que sientes con la obligación de defender. Él lo ha sido y por eso se ha ganado numerosas distinciones y la fascinación de miles de admiradores en todo el mundo que nos inclinamos ante la consecuencia de sus ideas.

No he conocido a Pere Casaldàliga, aunque me encantaría estrechar esas delgadas manos antes de que las consuma el parkinson que sufre desde hace años. Sin embargo, tuve la suerte de conocer a otro de los grandes representantes de la Teología de la Liberación en Perú, Gustavo Gutiérrez. Fue en una de las misas que oficia el último domingo de cada mes, tras uno de los episodios más tristes que ha vivido este país en los últimos años: el terremoto que asoló Pisco y dejó casi 600 víctimas.

Hombre de una sencillez extraordinaria, Gutiérrez saludó la intrusa presencia de esas dos españolas –mi buena amiga valenciana Lidia y yo- en una ceremonia que no tenía nada que ver con las que conocía hasta entonces. Una misa donde no existen las jerarquías, donde el diálogo prevalece por sobre de los sermones y donde el juez no es tanto Dios como los hombres. Hay un espacio para la rebeldía, la sinceridad y las homilías terrenales y no existe más fidelidad a la Iglesia que la que uno se auto-imponga.

Saludamos a Gustavo cuando salimos del templo donde se ofició la misa y su profundidad y sencillez nos sacudieron tanto que quedamos absortas en el taxi de regreso a Miraflores. No necesitamos decirnos nada con Lidia para saber qué pensábamos. Nos une esa gran complicidad de las amistades que se entienden con una sola mirada, con una mueca, a veces de dolor, a veces de felicidad. La atmósfera tras esa misa llevaba compacta la lucha de alguien que no necesita predicar su trabajo, de un sacerdote, filósofo y teólogo que ha sido profundamente crítico con las políticas que han permitido que se perpetuara la pobreza en América Latina. Y que fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias por su tenacidad con esa denuncia y “su independencia frente a presiones de todo signo, que han tratado de tergiversar su mensaje".

El año que conocí a Gustavo me acerqué también, por primera vez en mi vida, a la obra de los jesuitas. Fue a partir de un voluntariado que realicé con niños del barrio pobre del Agustino, para fortalecer algunas de sus capacidades. No era una obra utópica. Se nos capacitó muy bien para ello, a través de reflexiones y de dinámicas de grupos. La intención no era cambiar la vida de nadie, porque no teníamos los instrumentos para hacerlo. Sólo podíamos pretender ayudarles en algunos aspectos durante unas horas determinadas a la semana. Se nos prohibía casi encariñarnos demasiado, responsabilizarnos de sus vidas.

Aunque estaba financiado por los jesuitas, “Semillas de Esperanza” era un proyecto laico, llevado a cabo por personas que tenían ganas de entregar una parte de su tiempo a esos niños y liderado por gente con una capacidad de trabajo increíble. Tanto Maribel como Lucero, como María fueron y son, para mí, ejemplos de lucha. Involucradas a veces en dos trabajos, sacaban horas de sus fines de semana para organizar cada sesión, acercarse a los padres de los niños, procesar la información del barrio y organizar las actividades del sábado siguiente.

Todas estas personas, algunas anónimas, otras mucho más públicas, representan, para mí, la verdadera cara de la entrega. Desechan los sermones para concentrarse en la acción. Sacan tiempo de donde no lo hay. No usan taxis y raramente aviones. No ostentan con sus vestidos. Y sin embargo, representan la auténtica defensa de los más desfavorecidos.

Por eso, cuando escucho al Papa, ataviado con miles de euros y desplazándose en vehículo propio entre los miles de fieles que le esperaban este fin de semana pasado en Francia, sus discursos me suenan al vacío de la contradicción, de la predicación barata, de la ironía y del espectáculo mediático.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Sexos...

La nuestra es la generación de los móviles, de los ipods, de las pelis que ya no se consiguen en el videoclub sino que se bajan de Internet, de los pisos con precios inaccesibles, de los sueldos que rondan los 1.000 euros, de los billetes aéreos tirados de precio, de la falta de valores (dicen algunos), de las juergas que duran hasta el día siguiente y del amor libre, que no es más que el gran eufemismo utilizado para referirse a la promiscuidad.

Sí, es verdad que hemos crecido en unos años en que los tabús ya sólo tienen lugar dentro de los armarios. Nos gusta sentir, vivir con absoluta intensidad, tentar las provocaciones, probar los sabores de diferentes bocas y diferentes sexos. Experimentar, en definitiva. Para algunos –habitualmente de otras generaciones- ello no es más que la señal de que vivimos inmersos en tanta libertad que terminamos perdidos en ella. Arguyen que tenemos tanto para escoger y tanta poca necesidad de permanecer atados a alguien, que terminamos huyendo del valor del esfuerzo y preferimos saltar de flor en flor.

Puede que, en cuestión de parejas, tengan algo de razón. Nuestros días son sinónimos, cada vez más, de igualdad entre sexos. El dinero ya no es un condicionante para permanecer atado a nadie, los roles masculinos y femeninos han dejado de tener sentido, las responsabilidades sólo se entienden compartidas, de manera que el único juez que arbitra en las relaciones son los sentimientos. Y como éstos tienen fecha de caducidad, a menudo les damos una nueva para ir en busca de la pasión perdida, las caricias que estremecen y los fuegos que sólo alumbran los primeros encuentros.

Sí, puede que no todos estemos preparados para afrontar la estabilidad que corre el riesgo de convertirse en monotonía. Puede que tengan razón los que defienden que los años traen eso tan preciado que es vivir a resguardo de la soledad, entre los tuyos, bajo el sello de la protección. Y no niego que, acostumbrados a no sacrificar nuestra libertad, a algunos nos resulte más difícil la lucha de permanecer unidos a alguien.

Sin embargo, el sexo libre tiene poco que ver con todo esto. La promiscuidad, esa de la que tanto se nos acusa, es algo ajeno a la lucha por una vida común. Supone someternos a los caprichos de la química, ese espacio donde dos cuerpos se entregan para sacar el máximo del goce. Y lo mire por donde lo mire, no consigo verle su lado negativo. No si se goza de la libertad para hacerlo y se salvaguarda la salud.

Crecí en una familia ausente de tabús sexuales, rodeada de conversaciones sobre el tema y entre hermanos que nunca tuvimos problema en delatar nuestras noches de placer. Luego, en el camino hacia la madurez, me encontré con amistades de todo tipo, desde las que eran incapaces de pronunciar algunas palabras que consideran pecaminosas hasta los que declararon abiertamente sus preferencias sexuales.

Hoy, hablar de sexo en mi entorno es cómo comer, salir a tomarnos unas cervezas o ir a bailar. Compartimos, con los más cercanos, los detalles de nuestros encuentros, hablamos de abstinencia y de conexiones, hacemos referencia a los orgasmos y los placeres del autoestímulo sin complejos, presenciamos la osadía del beso robado, compartimos la habitación de al lado del placer de una pareja amiga, no conocemos el ruborizarse ante imágenes subidas de tono, hablamos de tamaños, de placeres localizados, de cuanto desvela una mano sobre experiencia, de gemidos, del fingir y de la necesaria satisfacción.

Vivimos y hablamos sin tapujos del sexo. A menudo con diferentes personas, otras veces con las que, en un momento determinado son nuestras parejas. Y lo hacemos con la misma dedicación con la que nos sacamos nuestras carreras, nos entregamos al trabajo o a la familia. No porque debamos reivindicar el derecho a la libertad sexual, cómo tuvieron que hacer generaciones anteriores, sino porque queremos. Porque escogimos sentir el placer sin los límites morales que antaño impusieron quienes lo hacían de escondidas ni porque debamos demostrar nada a nadie. Sólo porque entendemos que si algo nos gusta no existe sentido en reprimirnos.

Somos una generación afortunada, aunque algunos piensen lo contrario. Decidimos averiguar los misterios que esconden las caricias autorizadas, tentar el ritmo de un pulso que se dispara, buscar nuevos escenarios, explorar nuevas formas, morder la tentación, robarle horas al sueño para tantear cuerpos sudorosos, pedir lo que nos satisface y estar dispuestos a dar por igual, confesar nuestras preferencias, gritar cuanto sentimos, liberar el deseo. Vivir. Sin tabús ni complejos. Sin miedo a uno mismo ni al otro.

Descubrí la fuerza de la sensualidad y la sexualidad con parejas que nunca se escondieron a la hora de ponerle nombre a los juegos. Me enfrenté, como todo aprendizaje, a momentos de frustración y otros de increíble conexión. Aprendí en cada peldaño a liberarme un poco más. Me entregué, algunas veces mucho y otras menos. Aprendí lo que me gustaba y lo que les gusta a ellos. Cada vez con libertad. Y con el convencimiento de que el sexo es ése espacio donde se refleja aquello que somos. Nuestra seguridad y nuestra osadía con la vida. Y nunca, nunca sentí que había algo de negativo en el placer de conocerse y experimentar.

* A Didi, por la amistad sincera de vivir sin tabús

lunes, 8 de septiembre de 2008

A orillas de la Costa Brava se mecen los recuerdos


Te recuerdo sobretodo porque en tus mares se dibujó una historia de infidelidades de una de las más famosas parejas artísticas de nuestra tierra. La de un hombre con un bigote afilado que supo venderse en nombre de la locura y de una mujer que fue musa en la pintura y amante despiadada en la vida real. Que retó la noche tantas veces y se adentró en las aguas de Portlligat para besar los ojos de la tentación. Que quiso, un poco más lejos del mar un castillo donde hoy descansa para siempre.

Te recuerdo porque, además de ser la cuna de las creaciones de Dalí, me diste siempre una costa que rememorar en este nuestro país donde demasiadas arenas han cedido al turismo masivo. Porque en la mesa de uno de tus restaurantes que asoman al mar vi recibir, una vez, un anillo del color de las promesas. Porque me cediste Palamós para descubrir que ese niño ya no era tan niño y que bajo su sensibilidad se escondía carácter.

Te recuerdo porque dentro de esa casa de Calella de Palafrugell permanece uno de los últimos momentos que pasé con ese amigo que hoy he vuelto a ver, cuando ya no es Barcelona sino Boston su ciudad. Porque formaste parte de las rutas que nos impusimos tres amigas que firmamos el pacto del descubrir mientras huíamos de ese otro turismo, que se escribe en las libretas de las universidades. Y así, acogiste esas risas sin medida que conocieron las carreteras de l’Escala y los puertos de Sant Pere de Salvador y Cadaqués. Porque escuchaste, sin opinar, las reflexiones frente al mar d’Empuriabrava, esa ciudad hecha de tierra agujereada donde el primer impulso es al rechazo.

Aunque creo, ahora que he vuelto a ceder a tu armonía, que te recuerdo porque eres única entre las costas de Cataluña. Podrías ser ciudad de sirenas, y retener en tus arrecifes los tesoros de piratas que cayeron ante el canto demasiado tentador de tus atardeceres. Podrías usar toda la fuerza de los acantilados que perfilan tu rostro para dibujar historias de miedo. Batallar con la ferocidad de tus olas para que te borraran de las letras de tantas canciones y dejaras, así de ser esa Costa Brava especial que llevamos dentro todos los catalanes.

Y, sin embargo, pasan los años, y como el buen vino, sólo logras mejorar los paisajes que te rodean para hacer alarde de esa, tu magia. Te entregas a los viajantes que se atreven con tus sendas mientras escondes, en lo más oculto de tus arenas, aquellos secretos reservados a los que osan trepidar las rocas. Ahí das cobijo a las mejores calas, alas a los sueños y paz a los espíritus inquietos.

No lo leí en los cuentos. Lo experimenté antes y lo he vuelto a hacer ahora, cuando escuché los deseos de este buen amigo italiano que deseaba conocerte. Salimos sin planes. Ascendimos por la costa. El interior siempre estará ahí, dijimos. Para cuando apure el tiempo. Nos acompañaron los vallenatos y la salsa, el merengue y los romances. Y la gran necesidad de contarnos ese año y medio desde que nos vimos la última vez. Éramos los mismos, la complicidad lo advertía, y a la vez, éramos otros. Nuevos. Más maduros, menos anclados a la Europa que nos dio a conocer. Más latinos. Menos dueños de nosotros mismos y más del tiempo.

Hablamos de la edad, esa a la que aluden nuestros mundos para evaluar el éxito, la misma que dejamos que nos persiga para postergar o adelantar nuestros proyectos. Compartimos cervezas, cenas y almuerzos frente al mar. Debatimos sobre la patria, esa que no tiene que ver con las fronteras sino con los muros que encierran nuestros sueños. Nos cuestionamos donde nos haremos hombres y mujeres con responsabilidades ya inquebrantables. Nos contamos los secretos vividos en la Isla Margarita y en la tierra de Machu Picchu.

Invocamos los cuatro meses compartidos en ese Erasmus que nunca, nunca logra dejarte impasible. Nos reímos con el recuerdo de las noches que le pertenecieron al alcohol. Con la imagen de esa habitación convertida en restaurante italiano, los exámenes olvidados en nombre de la resaca, la fugaz visita a un Madrid en pleno invierno, la aparición de un famoso en Roma y las comidas en ese hostal que merecieron el nombre de Casa del Batterio. Y sí, admitimos que ese fue un tiempo que debería poderse recuperar. Con los mismos y en el mismo Krems austríaco que nos acogió hace seis años.

Puede que estemos creciendo, dejamos que se intuyera. Sabemos que necesitamos menos la noche para salir y más para escribir. Empezamos a escapar de las estridencias que antes eran necesidad y que hoy preferimos de fondo de una conversación. Optamos por la calma, la que nos transmitieron los mares de tus costas. Aunque sabemos que no por ello somos menos viajeros de la vida. Es sólo que las maletas son otras y los acompañantes diferentes.

Crecimos, sí, pero no abandonamos nuestros ideales. Es más, hoy los alejamos de los ruidos, les damos un espacio y los hacemos prioridad. Creemos que lo hacemos porque el futuro es el que otorga la razón pero en días así, nos damos cuenta que es el presente el único que tiene sentido. Es quien nos habla al oído de aquello que deseamos, del espacio que es más nuestro que nunca y de la necesidad de escucharlo. Y al hacerlo, el futuro simplemente se traza solo, sin angustias ni apuestas en nombre del éxito.

Miramos juntos, Alfredo, este fin de semana, todas las postales que la Costa Brava nos ofrecía. Compartimos la misma dirección de las miradas que se perdían en el infinito. Nos dimos de la mano de la suerte del ser comprendidos. Viajamos a través de las evocaciones de todos los países visitados y por visitar. Y todo, todo, por recordarnos, al final, que aunque conozcamos el mar del Caribe, el Mediterráneo siempre olerá a la tierra que nos vio nacer.

jueves, 4 de septiembre de 2008

¡¡Felicidad.es !!

Querido espacio,

Te escribo desde ese sofá y a esa hora con los que he establecido una mágica complicidad a raíz de pasar horas y horas dedicado a ti. Algunos creen que demasiadas, que me absorbe vida y que no debe ser una obligación. Debe y no debe, les respondo. Porque toda pasión que quiera convertirse, además, en oficio, debe y merece el respeto y la dedicación del tiempo y del espacio.

Así pues, hoy, como muchas noches otras noches, te entrego una parte de mí. En horas intempestivas. Con la luna trepando entre castillos de nubes y el aire de finales de verano asomando para ver qué escribo. Hoy al menos curiosea. Otras noches me abandona y entonces debo lidiar con el calor de una Barcelona que me enfrenta, en estos días, al reto de vivir un nuevo futuro sin plagiar el pasado. No es tarea fácil. Nunca lo fueron las épocas-puente. Pero hoy, al menos, estás tú para ayudarme.

Eres el más fiel de los amigos. No te lamentas. No me exiges. No me obligas a nada. No esperas. No me llevas de la mano de las normas de ninguna sociedad. Sólo me ofreces tu espalda, hecha de tinta y de oídos, para que vuelque mis sueños. Mi rebeldía. Mis sensaciones. Y mis contradicciones. Eres el altavoz de mis pensamientos. Un libro que compartimos los miembros de la cofradía de la escritura. Una página siempre abierta para que no me duerma sin nada en la mente que podría haberte contado. Mi creación. Mi compañero.

Te creé, sin darme cuenta, un mes después de llegar de Perú. Y aunque en ese momento no fuera consciente, hoy sé que, con ello, ese día honraba el re-descubrir de la literatura que allí viví. Quisieron mis manos no olvidar todas las grandes discusiones sobre textos vividas en la ciudad virreinal, todas las amistades trazadas con la excusa y la razón de las palabras, el renacer de las caricias entregadas a las hojas en blanco y el atrapar al vuelo la revelación que esa, mi América Latina, es y será la tierra de la crónica.

Te debo mucho a ti, Perú. Por esa experiencia interna y por la externa que todavía salpica mi estabilidad. Por grabar en linotipias de acero mi vocación eterna. Le debo a tu tierra y a las personas que fueron maestros en el periodismo y amigos en los bares, a veces amantes en las noches. Pero le debo también a todos los que me alentaron siempre, dentro y fuera de Perú, a no ignorar mi complicidad con la tinta.

A Rosario, amiga y escritora, por vislumbrar tan pronto, aquello que yo todavía ignoraba. A las brujas de la noche y de la mañana, que saben mejor que nadie leer en nuestros ojos. A mi familia impecable, que no podría aunque lo intentara, no apoyarme siempre. A las amigas, y no las migas de la vida, que me leen en este humilde espacio, me quieren y me comparten con las tierras lejanas, osadías y rebeldías. A los escritores que voy descubriendo en el camino del vivir y que acompañan almuerzos, viajes en trenes, lecciones y metáforas. Al insomnio, por darme las energías para deslizar palabras. Y a la constancia, que es la única compañera del éxito.

Querido espacio. Fuiste una vez una idea y hoy eres realidad. No tienes más importancia que la que yo te otorgo. Que podría ser minúscula, pero es enorme. No porque contigo me sienta más fuerte, más capaz o menos anónima. Sino porque hoy sé que soy un poco más leal a mis inquietudes, mis sueños y mi pasión por construir frases. Porque, aunque contigo renuncie, a menudo, a los otros, me dedico más a ti, Y con ello, me consagro más a mí.

Eres una pasión y una adicción. Una pantalla al mundo y una ventana a mi misma. La primera piedra del castillo de las acciones que sirven para derrotar a las utopías. Un muro que une otros afectados de la misma enfermedad feliz. Que alimenta sinergias dentro y fuera de esta red. Que entabla conexiones sin límite de caducidad y de edad. Sin fronteras.

Te creé, sin darme cuenta, un mes después de llegar de Perú. Y hoy cumples un mes. Porque eres motivo de alegría, te dedico y te doy gracias, por esa felicidad. Y te digo también, a ti, ¡felicidades!

martes, 2 de septiembre de 2008

Política, la representación más cotizada

Quisiera poder creer en la política. Pensar que es ese instrumento con el que se deben llevar las luchas sociales a una esfera más poderosa, más útil, más eficaz. Y, sin embargo, no sólo cada vez me es más difícil creer en ella, sino que hoy estoy convencida que es el arte que más se contradice con sus principios. Lo dijo, Ronald Reagan: “La política es la segunda profesión más baja”. Y lo reiteró Francis Bacon, al considerar que “es muy difícil hacer compatibles la política y la moral”.

No hace falta que nos lo digan los ilustres. Lo presenciamos cada día al observar las centenares de contradicciones que inundan los coros políticos. Me decía mi padre hace unos días que unos consejeros de Lleida que asesoran al candidato demócrata Barack Obama habían afirmado que de todas las promesas electorales que se hacen, sólo se cumplen, de media, el 40%. Las palabras se convierten, así, en retórica, los altavoces en un poder temporal demasiado tentador, y los escenarios, el plató para convencer de un carisma construido en los laboratorios. Y el resto, los que asistimos al espectáculo, ganado dispuesto a creer.

Pero ¿a creer en qué? Cuanto más les sigues, más te das cuenta que el juego es entre ellos, los árbitros son las grandes multinacionales, los aplausos y los silbidos las pantallas de medios partidistas y las marcas en el terreno unas normas escritas para ser obviadas. Y así, lo único que importa es la apariencia. La idea de que la política es una obra de teatro y los políticos marionetas que sirven a un público expectante. Pero el público cada vez es menos fiel. Cada día se cree menos las representaciones de esa platea cambiante que tiene como protagonistas a unos seres que antes de ganar prometen X y cuando consiguen el poder desarrollan Y.

Y, sin embargo, los títeres siguen entrenando para su papel. Buscan, entre los semejantes, aquellos que pueden seducir más al electorado. Hoy es Sarah Palin, la aspirante republicana a la vicepresidencia de EEUU. Escogida para combatir el carisma de Obama que parece arrasar entre los estadounidenses. Ayer fue Joseph Biden, el otro elegido en el segundo lugar de la presidencia. Esta vez primó, no tanto el carisma, que es propiedad de Obama, sino la experiencia internacional del demócrata, con la que se pretende cubrir el vacío del que podría ser el primer presidente negro de EEUU.

Todo está calculado. Nada parece escapar a los cómputos que deben garantizar el ascenso al poder. Y, sin embargo escapan. Se hurga en el pasado de los candidatos y, de repente, aparece un hermanastro keniano que vive en la miseria. Y sólo dos días después de presentar la que parecía ser la mujer de oro, la representante de los valores cristianos, sabemos que su hija de 17 años, está embarazada. Lo han anunciado los propios republicanos. No vaya a ser que lo saquen otros. Y de paso, han aprovechado para asegurar que la joven tiene previsto casarse y seguir con el embarazo. Qué poco nos importaría la vida privada de los presidenciables si prevaleciera la coherencia entre sus ideas y sus acciones.

Pero claro, la vida está llena de contradicciones. Ningún teatro es perfecto. Nadie es bueno o malo del todo. Eso lo sabemos. Sólo que algunos pretenden hacernos creer que no existen manchas negras en su pasado. O lo queremos creer nosotros. Y de esta forma, asistimos, entre lamentos, al espectáculo de la decepción. No son héroes. No siempre son coherentes. Creen en Dios y ordenan matar en el Medio Oriente. Niegan pactar con el Gobierno central y acaban siendo sus máximos aliados. Son férreos defensores de los valores tradicionales y no pueden impedir que hijas solteras se queden embarazadas. Particularmente, las vidas privadas no me importan. Pero a ellos sí. Les importa y les cuestan millones de millones.

Leía hace un tiempo, en un diario peruano, la crónica de un ciudadano que había asistido a la visita de Hillary Clinton en una de las ciudades donde se presentó en pre-campaña. Observaba asombrado como la entonces presidenciable se dirigía a los ciudadanos, como subía a un metro, como se preparaba para su jornada. Parecía emocionado y así se lo dijo a uno de los asesores de la senadora: “¡Qué emocionante, vuestro trabajo resulta divertido!”. “No, no es divertido, aquí hay mucho en juego”, le espetó el señor.

Tintes, vestidos, gestos, sonrisas, todo está calculado en las campañas electorales. Como si de un ensayo teatral se tratara. Todo es postizo. Impuesto. Y si todo es tan poco real, qué nos hace pensar que, luego, una vez coronados presidentes, la sinceridad arrasará de mano de los principios? Si no lo hizo antes, ¿como puede la moral mandar después, cuando los tentáculos del poder exhiban toda su fuerza?

No lo hará. Intentará convencer a los títeres, obligarles a que se lleven a cabo las promesas, ser la gran protagonista de la obra. Pero se tendrá que recordar que su libertad está limitada a los períodos electorales y su vigencia a la de un barómetro. Perderá fuerza. Sí, la moral. Para cedérsela a la intención de voto. Para controlar a la oposición. Y asegurarse que aquello que hagan los políticos no sea siempre lo más correcto sino lo que más votos les proporcione.

Quisiera poder creer en la política. O en una parte de ella. Esa que ha permitido que hoy los matrimonios homosexuales sean legales en mi país. Que parece legislar para que no se repitan algunas atrocidades del pasado. Que protege, con sus declaraciones bienintencionadas, a los ciudadanos dotándolos de derechos. Que pone sobre hojas de papel propiedades tan inherentes a los humanos como la libertad o el derecho a la vida.

Quisiera quedarme con todo ello, que le da -dicen- desarrollo a nuestros países. Pero invade tanto, tanto, la escenografía que le rodea, que a menudo nos olvidamos de los beneficios que trae. Nos extenuan los dicursos, nos aburren las falsas peleas en el ring por el poder, nos agota el intercambio de papeletas por esperanzas. Nos decepciona el espectáculo político. Y así, pierden ellos y perdemos nosotros.