viernes, 12 de septiembre de 2008

Sexos...

La nuestra es la generación de los móviles, de los ipods, de las pelis que ya no se consiguen en el videoclub sino que se bajan de Internet, de los pisos con precios inaccesibles, de los sueldos que rondan los 1.000 euros, de los billetes aéreos tirados de precio, de la falta de valores (dicen algunos), de las juergas que duran hasta el día siguiente y del amor libre, que no es más que el gran eufemismo utilizado para referirse a la promiscuidad.

Sí, es verdad que hemos crecido en unos años en que los tabús ya sólo tienen lugar dentro de los armarios. Nos gusta sentir, vivir con absoluta intensidad, tentar las provocaciones, probar los sabores de diferentes bocas y diferentes sexos. Experimentar, en definitiva. Para algunos –habitualmente de otras generaciones- ello no es más que la señal de que vivimos inmersos en tanta libertad que terminamos perdidos en ella. Arguyen que tenemos tanto para escoger y tanta poca necesidad de permanecer atados a alguien, que terminamos huyendo del valor del esfuerzo y preferimos saltar de flor en flor.

Puede que, en cuestión de parejas, tengan algo de razón. Nuestros días son sinónimos, cada vez más, de igualdad entre sexos. El dinero ya no es un condicionante para permanecer atado a nadie, los roles masculinos y femeninos han dejado de tener sentido, las responsabilidades sólo se entienden compartidas, de manera que el único juez que arbitra en las relaciones son los sentimientos. Y como éstos tienen fecha de caducidad, a menudo les damos una nueva para ir en busca de la pasión perdida, las caricias que estremecen y los fuegos que sólo alumbran los primeros encuentros.

Sí, puede que no todos estemos preparados para afrontar la estabilidad que corre el riesgo de convertirse en monotonía. Puede que tengan razón los que defienden que los años traen eso tan preciado que es vivir a resguardo de la soledad, entre los tuyos, bajo el sello de la protección. Y no niego que, acostumbrados a no sacrificar nuestra libertad, a algunos nos resulte más difícil la lucha de permanecer unidos a alguien.

Sin embargo, el sexo libre tiene poco que ver con todo esto. La promiscuidad, esa de la que tanto se nos acusa, es algo ajeno a la lucha por una vida común. Supone someternos a los caprichos de la química, ese espacio donde dos cuerpos se entregan para sacar el máximo del goce. Y lo mire por donde lo mire, no consigo verle su lado negativo. No si se goza de la libertad para hacerlo y se salvaguarda la salud.

Crecí en una familia ausente de tabús sexuales, rodeada de conversaciones sobre el tema y entre hermanos que nunca tuvimos problema en delatar nuestras noches de placer. Luego, en el camino hacia la madurez, me encontré con amistades de todo tipo, desde las que eran incapaces de pronunciar algunas palabras que consideran pecaminosas hasta los que declararon abiertamente sus preferencias sexuales.

Hoy, hablar de sexo en mi entorno es cómo comer, salir a tomarnos unas cervezas o ir a bailar. Compartimos, con los más cercanos, los detalles de nuestros encuentros, hablamos de abstinencia y de conexiones, hacemos referencia a los orgasmos y los placeres del autoestímulo sin complejos, presenciamos la osadía del beso robado, compartimos la habitación de al lado del placer de una pareja amiga, no conocemos el ruborizarse ante imágenes subidas de tono, hablamos de tamaños, de placeres localizados, de cuanto desvela una mano sobre experiencia, de gemidos, del fingir y de la necesaria satisfacción.

Vivimos y hablamos sin tapujos del sexo. A menudo con diferentes personas, otras veces con las que, en un momento determinado son nuestras parejas. Y lo hacemos con la misma dedicación con la que nos sacamos nuestras carreras, nos entregamos al trabajo o a la familia. No porque debamos reivindicar el derecho a la libertad sexual, cómo tuvieron que hacer generaciones anteriores, sino porque queremos. Porque escogimos sentir el placer sin los límites morales que antaño impusieron quienes lo hacían de escondidas ni porque debamos demostrar nada a nadie. Sólo porque entendemos que si algo nos gusta no existe sentido en reprimirnos.

Somos una generación afortunada, aunque algunos piensen lo contrario. Decidimos averiguar los misterios que esconden las caricias autorizadas, tentar el ritmo de un pulso que se dispara, buscar nuevos escenarios, explorar nuevas formas, morder la tentación, robarle horas al sueño para tantear cuerpos sudorosos, pedir lo que nos satisface y estar dispuestos a dar por igual, confesar nuestras preferencias, gritar cuanto sentimos, liberar el deseo. Vivir. Sin tabús ni complejos. Sin miedo a uno mismo ni al otro.

Descubrí la fuerza de la sensualidad y la sexualidad con parejas que nunca se escondieron a la hora de ponerle nombre a los juegos. Me enfrenté, como todo aprendizaje, a momentos de frustración y otros de increíble conexión. Aprendí en cada peldaño a liberarme un poco más. Me entregué, algunas veces mucho y otras menos. Aprendí lo que me gustaba y lo que les gusta a ellos. Cada vez con libertad. Y con el convencimiento de que el sexo es ése espacio donde se refleja aquello que somos. Nuestra seguridad y nuestra osadía con la vida. Y nunca, nunca sentí que había algo de negativo en el placer de conocerse y experimentar.

* A Didi, por la amistad sincera de vivir sin tabús

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