martes, 1 de septiembre de 2009

Mares


No nací al lado del mar, más bien al contrario, tierra adentro donde necesitabas al menos una hora para poder ver el inmenso espacio azul al que dejan lugar las arenas de nuestra costa. Fui sólo picoteando pedazos de su aroma, gotas de su sabor durante los años de mi juventud.

Guardo en la terraza costera del piso de un ex las mejores risas de ese momento, cuando las necesidades eran tan distintas y la materia indefinida. Lejos de lo que somos ahora. Atesoro también en un mar los recuerdos de otra costa, irlandesa, pisada a los 18 años con el hambre de vida cobijado en la mirada que todavía me persigue. Un año después lo tomaría por compañero. Era otro mar, más asequible. Más cercano. Igual sinónimo de libertad que todos los anteriores. Cobijaba los secretos de toda una ciudad: Barcelona.

Durante los seis años que pasé en la ciudad, entregué decenas de veces el secreto de lo interior a esas aguas. Era el baúl de los pensamientos regalados al aire que a menudo necesitamos soltar pero no demasiado alto. Él se los llevaba lejos, se iban sin destino. Me he pasado largas horas mirando el movimiento de las olas, observando la inmensidad de cada mar en el que me he asomado. En el Adriático, en el Pacífico, en el Mediterráneo o en el Atlántico, tan diferentes todos ellos, he olido con la misma furia la esencia de la inmensidad.

En los últimos meses he pensado y repensado el concepto de inmensidad. Y analizado si se encuentra mar adentro, donde todo es movimiento e intriga. Donde la constante es la búsqueda y la novedad. O por el contrario, en las aguas tranquilas de cerros vallados. Entre la calidez de quienes garantizan seguridad, donde nada se mueve demasiado si tú no lo autorizas. Y así no hay regresar que poner en orden, no hay vuelta que reparar. Puedes edificar dentro tu albergue de felicidad, que los aires de tormenta sólo mecerán lo mínimo de la estabilidad.

En estos días, que regreso a la casa y el pueblo donde nací, observo con extrema curiosidad la vida de aquellos que me rodean. Amigos y conocidos que han sentado ya las bases de los próximos años de su vida, los muros de la casa. Siempre tan en condicional como sorpresiva la vida, sin duda. Y al verlo, si bien pueden llamarme en un principio las tentaciones del confort, termino siempre huyendo de esa definida estabilidad.

Me miento a veces que quisiera mi hogar, mi alma gemela, tal vez, haber encontrado mi lugar en el mundo. Pero luego, al observar con los ojos de la sinceridad que todos poseemos, aunque a veces engañados, me encuentro en la misma necesidad de movimiento de hace 10 años cuando pisé las arenas de Rush, esa localidad irlandesa donde tantas veces me senté a mirar lo frenético de las olas. Y entonces me doy cuenta que mi estado es el movimiento y que el resto no es que uno no lo encuentra, sino que no lo quiere. Huir es la forma más fácil de rechazar lo que creemos querer pero en el fondo no deseamos.

Me muevo a menudo. Entre ciudades, entre amigos, entre páginas de libros sin los que no sé vivir, entre debates que enriquecen mi ser, entre calles y mares de ciudades con costa, entre dudas, entre peleas por el querer ser, entre sueños, entre palabras. Y por duro que a veces sea la incertidumbre que ese pasear conlleva, no podría vivir sin ello. Sin ese movimiento que a todo le da sentido. En su ausencia, se congela el júbilo, se congela el amor, la magia, el aire que mece los sentidos y la necesidad de vivir.

Se van las olas y llega el desierto…

2 comentarios:

El condor pasa dijo...

Huyes a Guatemala =) All the best!

X dijo...

Ya decía yo que tenías décadas sin postear! jajaja suerte niña y nos vemos soon!