Viajaba de vuelta. De regreso de un destino por el que pasé de forma transitoria, siempre siendo consciente que era eso, un soplo de experiencia en el tiempo, que nunca decidí vivir con la consistencia que he mordido otras ciudades. Un paso más en la búsqueda de...de un imaginario que existe en tanto que se sueña, que se contruye y se edifica con los párpados de esa visión que llamamos futuro.
Tan transitorio hasta que paré el fluir del tiempo y decidí mirar por la ventana. Incliné la cabeza para poder observar bien el paisaje que discurría ante mí. Y me atreví a mirar. Durante diez minutos. Veinte quizás. Quieta, apoyada la cabeza en mis manos, observada por quienes iban pasando por la cafetería de este tren que une dos ciudades principales. Sin ni siquiera darle importancia a las suposiciones que podría despertar entre aquellos que no entienden que a veces uno simplemente necesita mirar. Pararse y mirar. Percatarse. Frenar la velocidad con la que escojo vivir la mayoría del tiempo.
Luego regresé al asiento asignado. Intenté leer. Pero pudo más el llanto de esa niña que viajaba pocos metros más atrás. Así que cogí los audífonos y me dejé llevar por la película de turno. Podía haber sido cualquier historia banal pero resultó tratar sobre el valor, ése que lleva algunos seres humanos a decidir hacer algo por los demás. Aún cuando la excusa sea la más obvia de todas cuanto existan: el amor. No vería más de 15 minutos. Los últimos 15 minutos. Y aún así intensos. Más para quienes seguirían el argumento.
Poco antes de terminar percibí el gesto con el que algunos fanáticos de exhibir el dolor en salas oscuras intentamos disimulamos el llanto. Era consciente que la mínima distancia que nos separaba haría que me percatara. Y aún así, no disimuló. Más aún, en cuanto terminaron las últimas escenas, se giró, me miró directo a los ojos y me pidió que le dejara pasar. Al verle, ver ese hombre llorar con una imágenes fingidas sentí una profunda ternura mezclada de ironía.
Hacía tiempo que no veía a un hombre llorar. No es defensa del tópico. Tampoco apología de él. El último creo que fue mi hermano al verse obligado a despedirme antes de una partida inminente. ÉL (amor) no llora. Dice que no le surgen las lágrimas y nos bendice a los que podemos. Prefiere escribir poemas en un pañuelo. Y ÉL (amigo eterno de cines), simplemente se ríe de mí cada vez que suelto emociones entre espectadores que aguantan, más o menos, pero que no tiran tan rápido de kleenex.
Con los años a veces observo con pánico que lloro menos. Que aguanto más los adioses, las despedidas de amigos con los que he compartido épocas que, mejores o peores, pero que ante todo no se repetirán. Y no sé si alegrarme porque he aprendido a fluir en los mares de sentimientos a los que estamos condenados los que llegamos un día a sitios de los que somos conscientes que desertaremos pronto.
O, por el contrario, lamentarme de eso por lo que abogo desde que descubriera el sabor de la intensidad: la pasión. Por ellos (amores), por ellas (amistades), por los momentos, por algunas imágenes, por las ciudades, por los vientos que susurran misterios, por las noches, por las palabras...Por todo aquello que nunca se paga y que, sin embargo, atesora lo más esencial del vivir.
¿Será que aprendemos a cubrirnos las espaldas de las lágrimas que acechan con su libertad cuando y donde quieran? ¿O que debemos aceptar que la madurez es, también, sentir menos o más espaciado? ¿O que algunas épocas se tiñen de sobresaltos continuos mientras en otras necesitamos la apaciguada calma para hacer trabajar otros sentidos? ¿Y que siguen siento infinitas las sensaciones?
Mientras intento resolver el enigma, recuerdo con curiosidad esa sensación que atravesó mi mente mientras le miraba a los ojos. Y el agradecimiento profundo de recordarme que algunos (hombres y mujeres) todavía lloran al perderse en una pantalla de imaginación que recrea el valor.
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