jueves, 14 de agosto de 2008

"Anna, Ayaan y Mahoma"

Hace casi dos meses, Anna* dejó Perú para irse a casar en Pakistán con un hombre que nunca había visto antes. Llevaban una “relación” de tres años a través de Internet. Habían tenido peleas y reconciliaciones. Habían superado la muerte de la madre de él, que le sumió en un estado profundo de tristeza, y la oposición de todos los amigos de ella. Habían hablado de sueños comunes, de construir una casa común, del sexo que un día compartirían y de formar familia. Y de religión, esa que compartían porque Anna, aunque fuera peruana, se había convertido al Islam hacía algunos años.

Cuando la conocí, no pude evitar preguntarle acerca de ello. En mi mente, como en la de tantos occidentales, adoptar el Islam como propio significa adentrarse hacia un mundo de restricciones, falta de libertad y obligaciones. Ella nunca lo vio así. “Cuando leí el Corán me di cuenta de que me daba tranquilidad, que respondía a muchas de las dudas que yo tenía en ese momento”, me contestó. Acude de vez en cuando a la mezquita de Lima, se niega rotundamente a usar velo y en su relación con su novio pakistaní rechazó desde siempre la sumisión. Cuando partió para conocerle, su maleta llevaba sus nervios pero también la preocupación de todos sus amigos y su familia.

Hoy, Anna es una mujer casada. Se casó de rojo cerca de Islamabad. Se ha adaptado perfectamente a la familia de su marido. Está feliz por haber cumplido su sueño y entre sus palabras no atisba el rostro del arrepentimiento para nada. En tres días regresa a Perú con su marido, el orgullo que siente por haber impuesto la osadía y la mirada más segura que antes.

Ayaan Hirsi Ali nació en Somalia. Vivió en Arabia Saudí, Etiopía y Kenia con una madre que le exigió obediencia, le anuló su capacidad de razonamiento y la consideró siempre la menos inteligente de sus hijas. Sufrió la rigidez de las escuelas coránicas, las largas horas de rezos y la sumisión total a las órdenes de su clan. A los cinco años le practicaron la ablación. Sin ninguna anestesia. Sin autorización paterna y en medio de parientes que le aguantaban las piernas. Con eso, quedaba cosida hasta que él día de su matrimonio, su marido volviera a abrir ese agujero a la fuerza. Era el precio de la fidelidad. Si su lecho de boda se manchaba de sangre, él lo exhibiría y la familia celebraría su pureza. Sino, se consideraría sucia.

Ayaan se dejó “perforar” por esta brutal penetración. Pero no el día de su boda, sino cuando ella quiso. Cuando sintió que la sangre le ardía por un hombre al que no amaba, pero deseaba. Sabía que ello le comportaría un sello que ya no podría eliminar pero prefirió el libre albedrío a los castigos del clan. Cuando finalmente su padre la casó con un somalí que vivía en Canadá, Ayaan buscó la forma de huir de ese matrimonio. Viajó a Holanda para esperar la visa a Canadá pero nunca fue a recogerla. Pidió la condición de refugiada y empezó a luchar por su libertad.

Hoy, la mayoría hemos escuchado hablar de ella. Ayaan ha sido diputada en el parlamento holandés, enarbola la defensa de las mujeres musulmanas y es considerada una de las personas más influyentes del mundo por su feroz crítica contra el Islam. En 2004 escribió el guión para “Submission”, el corto que dirigió Theo van Gogh y por el cual fue asesinado. Tras ese rodaje, Ayaan vive con guardaespaldas y viaja en coches blindados.

Anna y Ayan comparten el haber renunciado a sus religiones. Una para ingresar en el Islam, la otra para alejarse lo máximo posible de él. En estos días, tras haberme terminado la excelente biografía de Ayaan Hirsi “Mi vida, mi libertad”, he reflexionado sobre esta religión que me inquieta desde hace años. Siempre quise defenderla. Quise diferenciar los islámicos de los islamistas. Me negué a seguirle el juego a la política internacional, que desde los ataques del 11-M a las torres gemelas, había catapultado a todos los musulmanes a ser considerados unos radicales.

Luego vino el 11-M y aumentaron mis dudas. Pues los atentados ya no eran a kilómetros de casa, sino en Madrid. Las víctimas podían haber sido amigos míos. Y aún así, me rebelé de nuevo contra la equiparación entre seguidores y radicales del Islam. Supuse que, como en todas religiones, el grado del fervor es personal. Una opción. Y sobretodo, recordé las barbaries cometidas por esa nuestra religión, el cristianismo, que tan poco bien le ha hecho a la humanidad en algunas épocas. Y pensé que sería interesante contar, algún día, el número de muertes causadas por el Islam y las que ordenó la Inquisición.

Durante mi viaje a Lanzarote, sometí la tolerancia a la práctica, al decidir vencer el miedo que me daba acercarme a un chico saharaui por su religión. Laf resultó ser una de las mejores personas que he conocido en esta vida. Tiene los conceptos de bondad y respeto preservados intactos aún con los ataques de aquellos racistas que se empeñan en que todos los “moros” son iguales. Huyó de la droga aún teniéndola a sus narices. Rechazó la violencia del Frente Polisario que defendía su hermano. Y en Navidad, cuando viajé de nuevo a Lanzarote, fue el único de mis amigos en la isla que dio sangre para que mi amiga Mari saliera antes de la clínica. Ella nunca había aprobado del todo que pasara algo entre nosotros. Él dio sangre para ella.

Como no podía entender tal dicotomía, pensé que la respuesta de tales contradicciones en el si del Islam sólo podía estar en la interpretación que las personas hacían de los textos sagrados. Habíamos debatido el tema varias veces con amigos y siempre terminaba predominando la idea de que ni el Corán ni la Biblia podían contener algunas de las acciones que llevaban a cabo los radicales. Tras leerme la biografía de Ayaan Hirsi, veo las cosas de otra forma. El Corán expresa algunos buenos sentimientos, pero también alienta a las mujeres a someterse y cuenta sin tapujos, como Mahoma, tuvo relaciones con una niña de nueve años. Este es solo uno de sus pasajes:

“Los hombres tienen autoridad sobre las mujeres en virtud de la preferencia que Alá ha dado a unos más que a otros y de los bienes que gastan. Las mujeres virtuosas son devotas y cuidan, en ausencia de sus maridos, de lo que Alá manda que cuiden. ¡Amonestad a aquéllas de quienes temáis que se rebelen, dejadlas solas en el lecho, pegadles! Si os obedecen, no os metáis más con ellas. Alá es excelso, grande”.

Ayaan lo contó a las cámaras y fue perseguida. Sólo por llamar al profeta “pedófilo”, algo de lo que podemos acusar a nuestros obispos y no a los de otras religiones. La tolerancia no es aceptar la sumisión, ni la pedofilia, ni la ablación, ni las violaciones, ni los golpes. La tolerancia no es cerrar los ojos y defender la integración sin saber lo que estamos queriendo integrar.

* El nombre de Anna es un seudónimo.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué fuerte historia. Pero esa violencia también aparece en la Biblia, así que hay que tomar con cuidado toda referencia. Tengo entendido que el Islám también enseña mucho la compasión, puedes explicar un poco ese lado bueno?
Tienes un estilo estupendo de contar las cosas.
Un gran abrazo desde Alcanfores.
Ya sabes dónde queda.
D.

Anónimo dijo...

eLo hemos discutido tantas veces...y tantas veces más lo debatiremos. Cuando los atentados, cuando las caricaturas de Mahoma, cuando la prohibición del velo islámico...
Cualquier religión se basa en la interpretación que hace un ser humano de un texto que se escribió hace siglos y siglos con lo que ello conlleva.
El islam, como cualquier otra religión, tiene aspectos positivos y creo que la clave está en integrar, absorver o tomar prestados esos puntos que nos gustan. Pero creo que el respeto, la tolerancia a que cualquiera haga lo que sienta o quiera no debe de dejarnos perder derechos que hemos tardado en conquistar. Especialmente como mujeres.

Creo que el reto de nuestras sociedades globalizadas es encontrar la frágil frontera entre el respeto al otro, la conservación de lo propio y la integración de lo bueno que podamos sumar.

No sé, es complicado, sino no necesitaríamos debatirlo, no?

Dd.

Maria Clarinda dijo...

Belo e com muita força, este teu"GRITO"!

Anónimo dijo...

Cuando escribimos sobre un tema, hacemos una película, tomamos una fotografia o, simplemente, emitimos un juicio, no podemos evitar discriminar. Discriminar en un sentido neutro, esencial. Pero, inevitablemente, esa elección, consciente o inconsciente, termina por sustentar (y sustentarse por) un determinado valor o valores.
Creo que juzgar a una determinada cultura o religión es siempre peligroso. Y más cuando, al hacerlo, dejamos de juzgar lo propio, que al fin y al cabo es lo que tenemos más cercano y lo primero que podemos intentar cambiar.
Lo que escribes es real. Real, abominable y denunciable. Pero no hace falta remontarnos a la Inquisición (que en España no se abolió hasta bien entrado el S.XIX, no lo olvidemos) para encontrar un sinfín de barbaridades acometidas en y por Occidente en el plano personal y colectivo, contra otras culturas o contra sus propios hijos. Esto sucede aquí y ahora, a menudo en nombre de la "libertad".
Permíteme un ejemplo cercano. Mi madre tiene ahora sesenta años. Sus padres no la dejaron estudiar. No le permitian salir de casa con según quien. La sometieron a su voluntad como a tantas otras mujeres de su (y tambien de nuestra) generación. Mi tío, por ser el chico, tuvo todas las oportunidades que se le antojaron. Mis abuelos eran occidentales, republicanos y habian luchado contra la dictadura.
Una excepción, dirán algunos, un caso concreto. Quizás si. No se puede comparar. Quizás no. Pero me pregunto en cuántas "excepciones" nos basamos al emitir nuestros juicios, escribir, tomar fotografías, discriminar. ¿Cuál es la verdadera información que nos alcanza? ¿Conocemos la realidad o solamente aquello que tomamos para conformar la imagen que pretendemos administrar?
Un último y simple ejemplo que, desgraciadamente, no es excepcional; miren las estadísticas de mujeres muertas en nuestro país en lo que va de año. En un país moderno, democrático y occidental. Un país en el que nos permitimos el lujo de juzgar otros "mundos", casi siempre más míseros que éste.
Yo no puedo siquiera detenerme a pensar en el Islam sin antes sentir vergüenza por mi propia y demasiado a menudo inhumana cultura.
Pongamos cuidado al caminar...
Sastipen!!