miércoles, 27 de agosto de 2008

Eire, la tierra entre las tierras

Leí alguna vez que las palabras no pertenecen a quienes las escriben sino a quien las necesitan. Tal vez por eso, uno siente que a veces te persiguen, se ponen en los labios de alguien, asoman en los bares, se filtran en las llamadas, se sientan junto a ti a esperar que las mires, les hagas caso y les devuelvas a su patria… Esa hoja en blanco donde dejarán de ser recuerdo para convertirse en eternidad.

Eire me persigue desde hace días. Me silbó en el oído poco después de llegar de Perú a través de las memorias de Sonsoles, esa leonesa con la que compartí tres meses en un pueblo cerca de Dublín. Hacía poco que había empezado este blog y al escucharla, supe que Eire no tardaría en figurar en estas páginas. Podía haber sido el primer post dedicado a esos viajes que te marcan de por vida. Pero le pasó delante Lanzarote. De forma súbita e inesperada. Como si la isla volcánica reclamara su sitio en honor a la Kalima que da nombre al blog y que siempre reivindico entre las mejores memorias.

Pasaron los días. Alguien muy especial leyó el post de Lanzarote y me pidió que escribiera sobre Eire. Quería saber de esa tierra que nunca ha pisado a través de mis sensaciones. Le dije que lo haría. Que su espacio estaba ya adjudicado en las líneas de este blog como en las minutas de eternidad que se acumulan en lo largo de una vida.

Hace unos días conocí otro amante del país de James Joyce y Oscar Wilde. No lo supe hasta ayer, que hicimos honor a Eire en el bar de su líder revolucionario. En el Collins de Sagrada Familia me he emborrachado, he debatido de amor, he robado un micrófono a un cantante, he besado a escondidas, he reído y he delatado mi abstinencia. Ayer me tomé tres Guiness. Volví a debatir. Más y más fuerte que otras veces. De abandonos, del derecho a criticar, de las aberraciones que no tienen patria, de los riesgos del periodismo.

Hoy pasé de nuevo por delante del Michael Collins. Había acabado de comer y me estaba refugiando en el parque que hay delante para sumergirme en ese libro que acompaña mis almuerzos y algunas noches. Hablaba de despedidas. Y pensé en los taxis. Y en los momentos previos a subirse a un taxi. Cuando te despides de alguien, y hay tanta metáfora en el como te despides, que podrían escribirse ensayos y ensayos. Y ello estuvo a punto de robarle el espacio a Eire. Pero luego seguí leyendo y el recuerdo de un mar que me fascina me hizo pensar en los viajes. Dejé perderse la mirada entre los árboles del parque y sentí a Eire respirando detrás mío.

Así que dejo los taxis y las despedidas para otro día y homenajeo, con este post, a una de las tierras que más me ha seducido. Que me persiguió durante años y sigue formando parte de las memorias que más me sacuden con sólo escuchar tu nombre. No es para menos. No conozco un solo viajero que no se haya enamorado de tus valles, de la mezcla de colores que se citan en tus playas, de los bares donde se confunden las edades, de los puentes que cruzan Dublín.

Te conocí cuando tenía 18 años. Era el verano del 99 y ese número marcó tanto el porvenir que todavía hoy lo combino para escribir las contraseñas de algunos accesos. Había terminado primero de bachillerato y quería mejorar mi inglés. La experiencia no era nueva. Había vivido veranos en Francia desde los 13 años. Y sí, en cada uno de ellos pensé que era lo mejor que había conocido hasta el momento. Pero nunca, nunca antes necesité 9 meses para conseguir regresar de allí, estando aquí.

Eire supuso una carta de libertad. A vivir sin consciencia de nada más que el derecho a descubrir y a sentir. Aunque ello contradijera otros sentimientos. Supuso la fascinación ante los paisajes más vírgenes que había visto nunca. La osadía nocturna. El acercamiento a Robbie Williams, que ese verano cantaba “Angels”, como el augurio de algo que iría siempre vinculado a Eire. Y que todavía hoy sorprende a quien me escucha decir: “Esta canción sonaba el verano del 99”. Sí, las fechas significativas sólo se recuerdan por vivencias igual de especiales.

Y Eire logró esa magia de los recuerdos eternos que dan miedo porque nunca volverán a ser los mismos. No podría imaginar ese pueblo donde dormí durante algunas noches y madrugué tantas otras, edificado como me cuentan está ahora. Prefiero el Rush de los campos vírgenes, donde nos colábamos con Sonsoles y Giorgia a observar esa isla que decían pertenecía a un rico extranjero. Las noches vividas al lado del mar con la única construcción de las rocas.

Prefiero las decenas de parques a los que podía llevar a Robbie, el niño que cuidaba, a los miles de edificios que ahora le dan carácter de ciudad. Prefiero seguir pensando que Rush es ese pueblo con casa unifamiliares y jardines en todos los patios. Donde todas las calles desembocan en el mismo parque y no resulta extraño encontrarte a los amigos en el mismo videoclub. Donde el supermercado es uno y el bar siempre el mismo. Donde la calidez es la bandera con la que os identifican. Y la Guiness la única cerveza oficial. Aunque esto, seguramente será lo único que no habrá cambiado.

Me enamoré tanto de Rush que durante todo el tiempo que viví en Eire, nunca me alejé de ella más de dos días. Visité Dublín para cruzar el río Liffey, beber en el Temple Bar, pasear por los jardines del Trinity College y darme cuenta que los verdaderos habitantes de O’Connell Street en verano eran los españoles. Para saludar a Molly Malone, ese personaje que nadie sabe si existió de verdad o es mito, que protagoniza una de las canciones más conocidas del folclore irlandés. Para subirme en sus autobuses de dos pisos. Para conocer la fábrica Guiness. Para enseñársela a mi hermana y ese novio de entonces.

Creo que, en realidad, visité Dublín para no decir que no había estado en él. Para saber que había conocido algo más que aquel pequeño escondite llamado Rush, donde me sentí siempre arropada por la calidez de sus habitantes. Donde me encantaba salir a caminar. Si llovía mejor porque era un verano extrañamente seco y queríamos sentir la esencia de esa tierra. Empapadas llegamos a decenas de fiestas y pedimos entrar en el Harbour Bar, el único que había por ese entonces y donde terminamos poniendo cócteles en las noches de máxima borrachera. Ahí me declaré a Michael, tuve que enfrentar la mirada de su hermana y el susurro de sus amigos. Qué poco me importaba!!

Desde Rush acudíamos a las clases que nos habían concertado en Malahide. Y cogíamos los minibuses nocturnos para ir a la discoteca de Skerries. En sus calles paseamos en bicicletas “prestadas”, retamos la salida del sol, la propiedad de los besos y el sentido de la cordura. El valor de soñar y la dificultad de aterrizar cuando tu avión despega de Eire. Y saber que aunque lo dejes, una parte de ti se quedará para siempre ahí. Para resguardar cada una de esas letras que ahora han volado hasta esta, tu eternidad.


A tí, David, por alentar mi escritura

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Este es uno de los textos más conmovedores que te he leído. Gracias por llevarme a ese lugar con nombre de utopía. Todos tenemos derecho a tener un Eire en nuestra vida. Yo tengo el mío: se llama Negritos, un pueblo costero al norte del Perú donde se quedó mi infancia. Hay lugares de los que ya no se vuelve, te digo ahora, parafraseando a un poeta. Esos, los lugares con tiempo, son irrepetibles.
Un abrazo
D.

Pao Ugaz dijo...

querida Maso,
Es un texto hermoso, me hizo acordar Las Salinas de Chilca donde pase todos los veranos de mi adolescencia -y donde nos encontramos por efectos del azar peruviano- y donde absorbi la belleza de la costa desertica de mi pais,
besos
Pao

Lux Lisbon dijo...

Nineta!
sóc la Mu....és que després d'aquest estiu que he passat a Eire, llegint-he m'han agafat anyorances de sabors i olors i colors d'aquesta terra humida i freda de gent càlida.....

Anónimo dijo...

Bellas palabras.
Comparto muchas de esas sensaciones, ya lo sabes.
Pero me atrae la "metáfora en el cómo nos despedimos", el momento previo al taxi, la despedida, el pensamiento que se hace y deshace... Es un lugar común, como un verano en Irlanda.
Mientras no regresamos a nuestros "eires" particulares, aguardo una nueva reflexión.
Con gran ilusión.
Sastipen!