Ray había alcanzado ese momento de la vida en que todo, lo bueno y lo malo, se lee desde el prisma de la distancia. Ese instante en que lo tenue sustituye lo pasional. Una época que pertenece a la experiencia, desde cuya atalaya es más fácil vislumbrar los errores y los aciertos.
Había escuchado que a muchos esa lucidez les llega cerca de los cincuenta años. Él tenía treinta pero extrañas circunstancias lo habían curtido en el arte de vivir. Gozaba del privilegio de saber qué quería. Tenía un buen trabajo, amplios círculos de amigos, el afecto de muchos, algunos viajes en la maleta, retos para alimentar el presente.
Magma era su equivalente en femenino. Había llegado al mismo puerto tras cruzar océanos distintos. Su vida había sido intensa. Cargaba con dos muertes. Y un pasado de largos peregrinajes. Algunos recorridos por vocación. Otros por esa necesidad inherente al ser humano de seguir luchando.
Había sido la más pasional de las hijas de Gringen, ese pequeño país escondido entre las montañas de Ungen, al norte del continente africano. Vivió allí toda su infancia hasta que el persistente recuerdo de los muertos la obligó a migrar. Aterrizó en Kadime justo un año después de perder a sus padres.
A diferencia de tantos que la habían precedido, la adaptación no fue difícil para Magma. Sintió desde el principio que debía estar allí. Quizá por ello llevó tan bien las primeras noches en la intemperie. Era verano. Las calles almacenaban de día el calor necesario para cubrirla de noche. Esa calidez, aún cuando emergía del asfalto, y la sensación de certeza, constituían el mejor somnífero.
A veces, cuando despuntaba el amanecer, sentía cercanas las miradas de algunos habitantes. Sabía que era momento de despertarse. Lo hacía sonriendo, consciente de lo satírico de vivir bajo la más absoluta normalidad eventos para otros absurdos. Pasó así algunas noches hasta que un día, mientras recorría la ciudad, encontró una puerta abierta. La misma curiosidad que había guiado casi todas las acciones la empujó a entrar.
Asomó la mirada entre espacios oscuros. Caminó lenta pero segura hasta cruzar el pasillo que daba a un comedor. No había nadie. Siguió recorriendo todas las habitaciones hasta descubrir que alguien debió de haberse ido corriendo de aquel lugar. Sobre la mesa figuraba el nombre de un hotel de una ciudad que desconocía. Debajo, las iniciales de un vuelo de la misma compañía que la había traído a ese continente.
Entendió que la partida debió de haber sido hacía pocos minutos. Siguió explorando rincones hasta regresar al comedor. Algo había en esa habitación que la retenía. Se tumbó al sofá, y cerró los ojos para intentar percibir qué era. Su madre le había enseñado a visualizar sensaciones en forma de animales. En su mundo cada ser simbolizaba una sensación. Interpretarlas había sido la clave de los habitantes de Gringen durante años.
Cuando se despertó habían pasado varias horas. Fuera estaba oscureciendo, así que decidió quedarse a pasar la noche. El día siguiente utilizó algunos billetes que había en la cocina para salir a comprar. Por la tarde recorrió algunos negocios en búsqueda de trabajo. Al tercer día lo encontró en uno de los restaurantes de la ciudad. El propietario era un argentino que había visitado Gringen. Cuando le preguntó donde vivía solo obtuvo de ella una sonrisa.
Transcurrieron así varios días, así que de repente una noche Ray regresó de su viaje. Cuando abrió la puerta Magma yacía dormida en el sofá. La vio tan solo entrar en el comedor. Se quedó mirándola unos minutos, luego se sentó a su lado y prendió el televisor. A los pocos minutos el sonido de fondo la despertó.
No se asustó al verle. Se movió despacio, le miró a los ojos y le dijo:
- ¿Qué tal el viaje?
- Bien, más cansado de lo que esperaba debido al retraso desde Zelad pero bien.
- Me alegro, ¿quieres comer algo?
- No gracias, nos sirvieron varias veces en el avión
Dicho esto se volvieron a mirar el televisor. Era tarde y pasaban una de esas películas que han recorrido las pantallas del mismo canal decenas de veces. El viaje había agotado a Ray, así que transcurridos diez minutos, se acercó a Magma, la besó en la mejilla y le dio las buenas noches. Ella iría después.
Al día siguiente desayunaron juntos. Él le preparó café. Ella le acarició con una sonrisa. No volvieron a encontrarse hasta la noche cuando de nuevo comieron juntos. Luego se sentaron, como ayer pero como por primera vez, a ver una película. Los brazos de él rodearon los de ella durante largo rato. Hasta que el sueño los venció y se acostaron,
Sucedió así durante veinte días sin que él le llegara a preguntar nunca nada. Las caricias dieron lugar a los besos y los cuidados. La mirada entre ellos no había cambiado. La envolvía la misma seguridad que el primer día. La misma serenidad. Esa extraña convicción que ampara el presente.
A las tres semanas de su primer encuentro hicieron el amor. Nunca estuvo escrito. Nunca fue lo importante en esa secuencia de afectos. Nunca lo intuyeron inmediato. Llegó, como todo lo demás, como la más normal de las cosas. Como ese encuentro, como tantas de las cosas que suceden sin que lleguemos a analizarlas.
El sabor del deseo les llevó a más. La pasión se entrelazó con la ternura hasta tejer días perfectos. No conocían el futuro. No hablaban de pasados desconocidos. No pronunciaban palabras que pudieran dañar al otro. Cada mañana, al levantarse, se regalaban la misma mirada que un día les convirtió en cómplices.
Pasaron los años. No tuvieron niños. No los vieron discutir jamás. No les conocieron malas palabras. Todavía hoy, al caminar por la plaza de Kadime, se les puede ver recorriendo el parque. Observando los nidos de pájaros. Sentándose a compartir lecturas. Mirando a través de las aguas de la fuente central. Enlazando la misma mirada cómplice. Fluyendo a través de días sin tiempo, de presentes sin mañanas, de intuitivos afectos...Conscientes del privilegio de saberse distintos.
“Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante". El Principito
domingo, 28 de agosto de 2011
lunes, 8 de agosto de 2011
Voces desde la consciencia
“Lo malo de la experiencia es que es enemiga de la espontaneidad y del arrojo”. Así de contundente lo escribía. Así de convincente abría ese día su post Laura Llo (www.laurallo.com). Era una más de sus reflexiones en voz alta acerca del difícil arte de amar. Otro excelente análisis de aquello sin lo que no podemos vivir. Pero que a la vez ya no dejamos que nos enturbie la mirada.
Nos hicimos mayores. Crecimos. Nos volvimos menos espontáneos, sí. Más cautos, puede ser. Más perversos con el dolor, al que cerramos la puerta en cuanto se atreve simplemente a asomar su mirada. No hay espacio para ti. En ningún ámbito de la vida. Pero menos. Y especialmente. En el amor.
Ya vivimos nuestra bohemia. Ya nos enamoramos de poetas. Ya hicimos el amor bajo las estrellas. Ya le rogamos a lo imposible que nos regalara algunos fragmentos de vida. Algunas horas con él. Una tarde de pasión. Una noche inesperada. Unas palabras que nos seducen doble porque les amamos a ellos y amamos las letras.
Ya nos quedamos horas frente a una terraza mirando un mar tan perdido como nuestro deseo. Ya peleamos contra lo prohibido. Ya le dimos una oportunidad a la distancia. Ya volvimos a empezar. Y erramos al hacerlo por querer vivir cerca todo aquello que hasta entonces había estado lejos.
Y volvimos a equivocarnos. Por cerrar las puertas, entonces, a la realidad solo con la condición de sentir. Sentir sin hacerle caso a las señales de alerta. Sentir por el simple derecho a sentir. Por la necesidad de cosquilleo. Y engañarnos, de nuevo, solo porque nos convenía a nosotros. Él nunca nos ofreció un futuro. Porque era y es un adicto a las mentiras. Y aún sabiéndolo, lo toleramos.
Ya intentamos comprenderles. Ya logramos desengancharnos de esa nuestra necesidad de amar músicos. Ya entendimos que no es suficiente la fascinación por vuestro mundo. Que no nos sirven las partituras vacías de contenido. Que exigimos música, sí. Pero si nos regaláis sinceridad tiraremos al mar las demás composiciones. Y escogeremos, con seguridad, cantos menos sonoros pero más reales.
Ya nos enamoramos de falsos vientos. De falsas promesas. Y así llegamos hasta hoy. A este presente de increíble lucidez, desde donde podemos mirar al pasado y recordar, con una sonrisa, momentos compartidos. Pero sin ninguna... ninguna pizca de nostalgia. Conscientes de que hay amores que solo se viven a cierta edad. Cuando la inocencia nos permite todavía asociar amor con sufrimiento. Cuando la intensidad nos abruma porque llega a pequeñas dosis.
Ya crecimos. Ya maduramos. Ya logramos el deseado equilibrio. De saber que se puede querer y no poseer. Que se debe luchar y no por ello entregarse. Que no sirve perderse entre un mar de sentimientos. Que es mejor navegar juntos entre espacios de libertad. Que la entrega solo tiene sentido cuando es compartida. Y que tan solo sobre bases firmes se construyen relaciones duraderas.
“Lo malo de la experiencia es que es enemiga de la espontaneidad". Sí. Lo bueno... Lo bueno es que nos sopla aquello que de verdad necesitamos. Y sobre todo... aquello que merecemos. Y sucede que en este convenio de merecimiento también hay estrellas. Y mares. Y canciones. Y poesía. Sueños que no se van al amanecer. Porque por fin supimos escoger.
Nos hicimos mayores. Crecimos. Nos volvimos menos espontáneos, sí. Más cautos, puede ser. Más perversos con el dolor, al que cerramos la puerta en cuanto se atreve simplemente a asomar su mirada. No hay espacio para ti. En ningún ámbito de la vida. Pero menos. Y especialmente. En el amor.
Ya vivimos nuestra bohemia. Ya nos enamoramos de poetas. Ya hicimos el amor bajo las estrellas. Ya le rogamos a lo imposible que nos regalara algunos fragmentos de vida. Algunas horas con él. Una tarde de pasión. Una noche inesperada. Unas palabras que nos seducen doble porque les amamos a ellos y amamos las letras.
Ya nos quedamos horas frente a una terraza mirando un mar tan perdido como nuestro deseo. Ya peleamos contra lo prohibido. Ya le dimos una oportunidad a la distancia. Ya volvimos a empezar. Y erramos al hacerlo por querer vivir cerca todo aquello que hasta entonces había estado lejos.
Y volvimos a equivocarnos. Por cerrar las puertas, entonces, a la realidad solo con la condición de sentir. Sentir sin hacerle caso a las señales de alerta. Sentir por el simple derecho a sentir. Por la necesidad de cosquilleo. Y engañarnos, de nuevo, solo porque nos convenía a nosotros. Él nunca nos ofreció un futuro. Porque era y es un adicto a las mentiras. Y aún sabiéndolo, lo toleramos.
Ya intentamos comprenderles. Ya logramos desengancharnos de esa nuestra necesidad de amar músicos. Ya entendimos que no es suficiente la fascinación por vuestro mundo. Que no nos sirven las partituras vacías de contenido. Que exigimos música, sí. Pero si nos regaláis sinceridad tiraremos al mar las demás composiciones. Y escogeremos, con seguridad, cantos menos sonoros pero más reales.
Ya nos enamoramos de falsos vientos. De falsas promesas. Y así llegamos hasta hoy. A este presente de increíble lucidez, desde donde podemos mirar al pasado y recordar, con una sonrisa, momentos compartidos. Pero sin ninguna... ninguna pizca de nostalgia. Conscientes de que hay amores que solo se viven a cierta edad. Cuando la inocencia nos permite todavía asociar amor con sufrimiento. Cuando la intensidad nos abruma porque llega a pequeñas dosis.
Ya crecimos. Ya maduramos. Ya logramos el deseado equilibrio. De saber que se puede querer y no poseer. Que se debe luchar y no por ello entregarse. Que no sirve perderse entre un mar de sentimientos. Que es mejor navegar juntos entre espacios de libertad. Que la entrega solo tiene sentido cuando es compartida. Y que tan solo sobre bases firmes se construyen relaciones duraderas.
“Lo malo de la experiencia es que es enemiga de la espontaneidad". Sí. Lo bueno... Lo bueno es que nos sopla aquello que de verdad necesitamos. Y sobre todo... aquello que merecemos. Y sucede que en este convenio de merecimiento también hay estrellas. Y mares. Y canciones. Y poesía. Sueños que no se van al amanecer. Porque por fin supimos escoger.
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