Supongamos que hay un día que hay que romper el bloqueo. Atreverse a teclear de nuevo más allá de los muros. Abrir la hoja en blanco. Dejar volar las letras. Reencontrarse. Afrontar el miedo a ser.
Supongamos que es verano, que ha pasado mucho tiempo desde que lo hiciste por última vez. Que no sabes muy bien qué rumbo cogerán las palabras. Que desconoces lo que quieres decir. Que quizás no te preocupe mucho hacia donde quieran ir las frases.
Supongamos que existen mundos muy oscuros, que hace mucho se instalaron dentro de ti. Agujeros profundos donde ni siquiera se puede ver el horizonte.Y que durante tiempo, mucho tiempo, no distinguiste los amaneceres de las noches. Supongamos que exista la tristeza. Que la negaste. Que viviste durante años en el lado/cerebro de las emociones donde nada malo puede suceder. En una permanente primavera que creíste una forma de ser. Hasta que la forma se hizo realidad.
Y la realidad no fue la vida sino la muerte. Supongamos que existe el morir. Aunque no logras entenderlo. Aunque sigas interrogándote. Si no entiendes, no puedes asumir (creíste). Decides no sentir. Te encierras. Supongamos que es posible cerrar las puertas a la vida. Y volverse gris. Dejarse invadir solo por la racional. Viviremos de acuerdo a las normas, asumiste. Supongamos que pudiste. ¿Se puede? Deberás. Porque sólo ahí, en ese estado, no se siente. No hay dolor.
Supongamos que mataste las sensaciones. ¿Muertas? Escondidas. Tiempo, mucho tiempo. Los meses suficientes para creerte que estamos hechos para sobrevivir. Que impera el hacer, no el ser. Que hay momentos en que manda el deber. Supongamos que existen instantes en que creíste haber ahogado tu creer. Que ni siquiera te diste cuenta de la traición. Que instalaste en la balanza de la vida lo que convenía a falta de lo escogido, lo deseado.
Supongamos que ninguna traición dura eternamente. Que ningún muro es tan alto como para asfixiar lo innato. Que decidiste coger un avión. Y caminaste día a día para reencontrarte. Que instalaste la foto de papá en un sitio donde pudieras recordarte que heredaste su energía. Que pasaste momentos duros. Que extrañaste/extrañas a los tuyos. Las caricias. Los abrazos de los que quedamos. Que lloraste. Echándolo profundamente de menos al año de haberlo perdido. Supongamos que ese mismo día nació también la vida. Otra vida. El perdón por haberse ido. Te llevo dentro. Lo he sentido cada uno de los días de todos los caminos que he emprendido desde ese 6 de marzo.
Supongamos que puede aceptarse la muerte sin ni siquiera haber entendido una décima parte de lo que supone la absurda idea de no volver a verte. Supongamos que se puede aprender a vivir sin ti aún cuando nadie nos haya dado instrucciones para ello. Que se puede ir rompiendo la tristeza en el momento preciso en que afrontamos de nuevo el sueño/realidad de regresar a los ideales. Supongamos que no es utopía que la edad no tiene por qué oxidar los sueños. Que los juegos de palabras pueden convivir con la razón.
Que podemos bailar también al son del equilibrio. Encontrando nuevas formas de paz. Viviendo dejándonos ir. Pero sin dejar que otros escapen. Queriendo con razón. Amando la vida sin saltarnos los marcos que elegimos. Siendo. No ejerciendo. Tejiendo nuevas alegrías. Encontrando nuevos amigos. Supongamos que no te he podido escribir durante mucho tiempo más que brevedades. Y que hoy que puedo te doy gracias por la vida que dejaste en mí. Por permitirse ser. Por llenarme de energía. Supongamos que puedo escribir a la vida cuando sigo llorando la muerte. Pero desde otro rincón. Desde otros abismos.
Supongamos que después de mucho tiempo, de saberlo pero no sentirlo, me di cuenta que el problema no es la muerte, sino la ausencia de vida.
*Supongamos que escribirte me hace más libre.
Washington, 24 de junio de 2013. Tu día. Mi lugar