Cuesta sobrevivir a la muerte. Es lo único que sé. La única certeza que tengo, dos años después de que te fueras, papá. Lo demás todo son dudas. ¿A donde te fuiste? ¿Donde ubico tu presencia de tantos años ahora que no estás? ¿Qué supone esta dualidad vida/muerte que nos hace tan fugaces? ¿Donde sitúo en mi mundo racional la irracionalidad que supone que alguien, en tan poco tiempo, dejara de ser?
Ciertamente nuestra mente no está preparada para asumir la desaparición de alguien. Menos de quien nos acompañó desde el momento en que nacimos. Es algo así como negarse a la negación. Sé que mi dolor es simple y llanamente un acto de posesión. Pero no querer tenerte al lado sería tan absurdo como decir que no te sigo pensando y queriendo.
A veces creo que tengo más dudas hoy que los meses posteriores a que te fueras, cuando intenté asimilar que la vida es así de caprichosa y a veces nos quita a las personas. Cuando defendía la idea de que, a pesar de haberte ido pronto, habías sido feliz. De que habías vivido la vida intensa que siempre quisiste. De que tu gobernaste tus días y no al revés. De que tuviste éxito en lo que quisiste. Y sentías esa felicidad.
Una parte de mi sigue creyéndolo. Sólo que ahora, aún cuando sé que no debería, actúo de forma egoísta. Quizás porque quisiera poderte contar cosas. Porque quisiera que estuvieras al otro lado del teléfono cuando llamo a casa.
Porque quisiera poderte explicar todo lo que vivo en esta nueva vida. En esta otra experiencia. Y sé que me preguntarías por todas aquellas cosas que sólo podrías ver a través de mis ojos. Y me escucharías atentamente. Y esperarías a que te lo contara en persona en la próxima visita a casa.
Soy egoísta también porque quisiera que me vieras feliz. En esta felicidad adquirida después de mucho tiempo. “No puede ser fácil el camino”, me dijiste una vez. Ciertamente no lo fue durante muchos meses. Pero de nuevo, como siempre termina pasando, todo tiene sentido de nuevo. Regresa la alegría, la motivación, los retos, las descubiertas. Volvemos a creer. Volvemos a ilusionarnos.
Y este es el consuelo. Saber que aunque no estés, aunque no sepa dónde buscarte, la vida, papá, no me va mal. Pero te extraño. Confieso que te extraño y que a veces me enfado. Y me pregunto si es normal negarme hoy más que ayer a que no estés. Serán cosas de la vida, como el nacer y el morir. Tan raras. Tan difíciles de explicar. Tan inalcanzables a la lógica.
¿Lo contradictorio? Que una vez más vuelvo a escribir cuando necesito hablarte a ti. De alguna forma las palabras que te escribo me desbloquean. Y sé que a partir de aquí podré escribir de nuevo. Como si al compartir el dolor, lograra que se fuera.
No necesito decirte más. Te quiero. Por tus valores. Por la energía con la que empezabas cada día. Por haberle dado alas a cada uno de mis sueños. Por haberme recordarme siempre que lo importante requiere esfuerzo.
Por haber luchado siempre por aquello en lo que creías. Por haber dejado a una familia unida. Por habernos enseñado a querer. Y porque, aunque a veces lo negara, me identifiqué siempre en tu rebeldía.
Estás en mi, papá. Hoy y siempre.
Tegucigalpa, 6/3/2014
jueves, 6 de marzo de 2014
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