Asoman los primeros rayos de luz a las 6 de la mañana. Muy pronto. Son días de aparente descanso. Todavía puedo dormir algunas horas más, me digo, mientras se levanta el cuerpo y los brazos adormecidos bajan la persiana. Fuera la vida acaba de empezar.
Se acuesta la luna –espía de las noches de verano- y el sol dora de nuevo el campo. En el huerto crecen los tomates que me servirán de cena. Y las lechugas y las judías que obligan a una recolección casi diaria. Y las berenjenas que cocerá mamá a última hora de la tarde en esa chimenea que alumbra algunas noches de verano durante las cuales la compañía de amigos se alía con el aire que mece los árboles.
Todo queda a oscuras cuando bajo la persiana. Regresa el sueño –pesado debido a los madrugones provocados por la insaciable sed de la lectura, de vuelta de un país lejano-. Y de repente la sonrisa. El chillido. Y ese cuerpecito. El mejor despertar se llama Max. Enérgico como prueba de que la genética no es una broma, hace equilibrios mientras rodea su cuna. Ha llegado la hora de dormir. La niñera se llama aquí abuela. Y su paciencia es tal que se tumba hasta que la respiración del pequeño desvela un sueño profundo.
Pa amb tomàquet para desayunar. Café con leche de soja para acompañarlo. Y de repente la respuesta a aquella pregunta hecha en otro continente. “¿Qué es lo que más extrañas de tu país?”. No extraño cosas en concreto, extraño espacios asociados a momentos. Como ese instante en el que todo lo necesario para empezar el día está delante de las narices y las ventanas abiertas son el decorado perfecto para morder el primer pedazo de día.
Digiero el café con leche mientras llega la bolsa de la compra. La prueba de que Max se ha quedado dormido. Leo a grandes rasgos los titulares de las primeras páginas y me llevo el resto a la piscina, donde el viajero es siempre extranjero. “¿Y ahora en qué país estás?” He estado en Guatemala. “Ah, y ¿qué tal?” Sonrisas internas… Y la mirada perdida ¿Se pueden resumir 9 meses de intensidad? Intentémoslo…"Muy bien, gracias"…De lejos, los murmullos revelan un submundo de conversaciones capaces de recorrer todos los rincones del pueblo.
Discurre la tarde con la rapidez que otorga la cotidianeidad. Cada uno a su hora llegan los camiones que descargarán en la empresa familiar. Al fondo el ruido de las máquinas deja constancia de las actividades. Dentro, mamá desconoce la quietud. Recorre todas las estancias con la misma certeza con la que cuida a los más pequeños. La experiencia se convertierte con los pequeños en tesoro. Hasta que el sol baje de intensidad. Entonces se dirigirá al huerto y cuidará ese espacio, donde –como en casa- también es dueña. Y sus cuidados se olerán en el plato.
El calor familiar atrae en ocasiones a la hermana, cliente asidua de los productos cultivados en casa. Con su llegada se esparcen los gritos de los más pequeños. Jugarán a pelota en el jardín, donde reclaman la presencia de un adulto. Se reirán, se tumbarán en el suelo. Y de repente llegarán -con ellos- las mejores escenas del día. Testigos de la alegría infantil. Momentos inéditos esos en que Martí devorará un helado mientras Max, dos años menor, le persigue. Risas inquebrantables. El campo de fondo y el aire de testigo. “Nos iremos cuando salgan dos estrellas”, reprocha Martí a la pregunta de si es momento de irse. Nuevas risas. El ingenio, entre los más jóvenes, resulta doblemente ingenioso.
Algunos atardeceres la compañía es de vecinos. Muchos son habituales. Otros nuevos. Se acercan a las sillas situadas enfrente del jardín y se charla. Se comparten vivencias diarias, se sigue curioseando sobre los demás. Se habla de nietos. Y de esas horas pasadas al lado de un fuego haciendo mermeladas y jugo de tomate casero. Y de la manzanilla recogida en un campo para regalarla a los hijos.
Y de repente asoma esa certeza incierta, en boca de una vecina:
-Mi hija me dice que todo eso se perderá el día que yo no esté.
Y me quedo pensando: ¿De verdad puede toda esta vida desvanecerse?
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