viernes, 19 de junio de 2009

Le llaman complicidad


Algunos libros duermen en el rincón de los recuerdos atados por un hilo con el escenario que cobijó su lectura. Y así tiempo, espacio y letras tejen un mismo cuadro imposible de dividir en el libro del pasado.

Figuran en esta zona del cerebro los trayectos en tren de un Interrail veraniego donde sufrí la búsqueda de identidad de la protagonista de “Un jardín en Badalpur”, la segunda parte de la obra de Kenizé Mourad que despertó mi apetito por Istanbul y Beirut. El sofá de mi casa albergó el envenenamiento de los niños de “Flores en el ático”, cuyo comentario de texto, escrito con menos de 20 años, sigo llevándome conmigo en las estancias largas al extranjero.

En el autobús de Barcelona, poco antes de partir a Perú, rompí la monotonía del trayecto hasta el Paseo San Juan con las historias de “La tía Julia y el escribidor”, las confesiones juveniles de Vargas Llosa. Y también en Barcelona, me hice adicta, para siempre, y otra vez en un tren, de la extravagante historia de amor entre Gala y Dalí, pareja excéntrica donde las haya.

Devoré sin pausa las páginas de la biografía de Gala, mujer ávida de vivencias, de sexo, inspiración eterna de Dalí, musa a veces y destructora en otras ocasiones. Amante de pescadores a quienes se llevaba mar adentro en Portlligat, eterna pasional que se hizo construir un cuarto oval donde recibir a “los otros”. Obsesiva por inspirar, por motivar la creación y por salvar a artistas. Mujer. Contradicción. Pasión. Crueldad.

La historia de Gala y Dalí despertó en mí, durante aquellos viajes en un tren de cercanías, algo que ha seguido seduciéndome con los años: la excentricidad de algunas parejas unidas por el arte. “Tengo una curiosidad, no sé si malsana, con las historias de amor fuera de lo convencional”, me decía hoy un amigo. Me adhiero a tu obsesión, pensé al instante.

La conversación tenía su origen en un artículo publicado hace unos meses en El País sobre Sylvia Plath y Anne Sexton, dos poetas unidas por la pasión literaria. Diferentes en cuanto a orígenes sociales, las norteamericanas se conocieron en un curso de escritura que impartía el poeta Robert Lowell en Boston. Desde entonces, las vinculó una fuerte amistad, quizás la rivalidad literaria y, sin duda, la admiración incondicional de Sexton a su compañera.

“Según Robert Lowell, maestro del confesionalismo, ‘Anne era más auténtica pero sabía menos. Sylvia aprendió de Anne’”, recoge el texto. Fuera cual fuera la dirección del aprendizaje poético, lo que nadie pone en tela de juicio es el dramatismo de la relación que se quebraría con el suicidio de Plath, en 1963. "Sylvia y yo hablábamos muchas veces y extensamente de nuestros intentos de suicidio, entrando en los detalles, con profundidad", relató Sexton en una de sus cartas. Años antes habían compartido veladas de martinis en el Ritz de Boston.

He acudido hoy a esa crónica a raíz de la visita en España de la fotógrafa Annie Leibovitz, quien ayer presentó la exposición “Vida de una fotógrafa. 1990-2005”. Y más que por sus imágenes, la visita me seduce por la relación que durante 15 años mantuvo con la escritora Susan Sontag, sobre quien ya he revelado mi interés varias veces en este blog.

Sencilla, poco amiga de las cámaras –como dicta el mito de quienes persiguen capturar al otro- Leibovitz declaró anoche que los retratos de Sontag le ayudaron a superar su muerte. La búsqueda de las imágenes para la exposición se convirtieron, así, en la catarsis de un amor quebrado por la enfermedad que persiguió durante años a Sontag.

En el inventario de relaciones artísticas que me han ido seduciendo no pueden faltar los mexicanos Diego Rivera y Frida Kahlo. Hará poco más de un año, cuando mi estancia en Lima llegaba a su fin, tuve la posibilidad de acercarme a su vida y obra en una exposición que daba cuenta de lo complejo y a la vez motivador de esas relaciones.

Cuando al escribir de estas historias poco convencionales, me pregunto qué me atrapa tanto, me vienen a la mente dos palabras: extravagancia y complicidad. La primera entendida como la búsqueda de una forma de vida fuera de lo que ordenan las normas sociales, con el atrevimiento implícito de retar las convenciones a apartarse del camino.

La segunda, como la más gratificante de las sensaciones que puede unirnos a alguien. En el periplo de historias de amor vividas quedan atrás informáticos, comerciantes, profesores… Hoy, y cada vez más, estoy convencida que no puedo entregarme a alguien que no comparta un mínimo ese mundo de pasiones que acaba tejiendo nuestra vida. Esa necesidad de cuestionar y cuestionarnos. Ese apetito de conocimiento en la forma que sea. Esa necesidad de devorar letras, historias, vidas. VIDA. Le llaman complicidad. Y bajo su manto suele cobijarse el amor.


"Mis admiradores creen que me he curado; pero no, sólo me he hecho poeta", Anne Sexton.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pienso que sólo el supertalento, la inteligencia, la contemplación, el sentir y el buenpensar nos conducen a caminos no convencionales. Unos lo perciben como una excentricidad, otros como un modo de vivir fuera de la realidad, pero sólo una mirada penetrante, sagaz y atrevida puede hacernos entender que hay algos, mases e innumerosos mundos, vidas y existencias, más allá de nuestra cotidiana monotonía. ¿Qué pasaría, si, a la vez, pudiera tener mi vida y la del otro?

Gracias Angels, puedo decir que hoy sí, he leído algo que me gustó

Incógnito

lgg dijo...

Genial, nena, como siempre... Cada vez tengo más claro, que la complicidad en las relaciones es algo fundamental (y no sólo las amorosas, también las amistades, eh?)
Besos!