miércoles, 3 de junio de 2009

Trenes al destino


Era la primera vez que viajaba a Mailand. Desconocía incluso que ese pequeño país existiera en el mapa. Por eso cuando Víctor me dijo que se encontraba allí en misión humanitaria y me invitó a visitarle tuve que recurrir a ese pequeño atlas que arrastro donde sea que vaya para ubicarme en el planeta.

Viajé en avión hasta la capital. Y de allí cogí un tren hasta el pueblo donde Víctor llevaba tres meses trabajando para las autoridades locales, Turlen. Una joya en medio del continente africano. Incluso tras la reciente guerra civil que lo había desangrado. Tantas veces la historia repetida. Le llaman conflicto étnico. Para él, que había estado tantas veces en escenarios parecidos, no era más que otro puzzle de intereses regionales.

Nada nuevo bajo la capa del sol, diría Virgilio. "Nada nuevo", repetía Víctor decenas de veces. Para quienes le conocemos la mirada, sabemos que no puede resumir todo lo que guarda dentro. Por eso le disfrutamos sin preguntas y gozamos cada paraje en el que se encuentra. Hasta que termina el fin de semana. Entonces me deja en una estación de trenes (a veces aeropuertos asolados), me guiña el ojo y veo como sale por la puerta. Evita los despidos. Odia los sentimientos que huelen a negación.

Le conozco tanto que con un suspiro puedo leerle la ansiedad. La amistad es probablemente el más libre de los sentimientos. Perfecto cuando no acumula apegos. Cero exigencias. Sólo que esa vez, deseé profundamente que se hubiera quedado hasta que se fuera el tren. Pues fue partir Víctor, y enfrentar el más caótico de los avatares. En Turlen para acceder a los trenes hay que embarcar como en un avión. Es consecuencia de la herencia colonial, dicen algunos, que quisieron darle al pueblo el glamour de capital que no era.

Embarqué con normalidad pero al dejar una de las dos maletas, vi que seguía una dirección contraria a la que me acababan de sellar. Y segundos después, la mirada de ese señor. La alarma. Y mi obsesión por recuperarla. Algo olía mal. La cinta que llevaba esa segunda maleta no se dirigía a los compartimentos del tren sino que se alejaba de la estación. Miré durante unos segundos la dirección que tomaba antes de percatarme de que, evidentemente, algo estaba quebrando la normalidad. Luego salí corriendo a buscarla.

En segundos había desaparecido de mi vista. Husmeé entre la gente que estaba en la zona donde observé girar la cinta hasta que la divisé al fondo. Esa cinta recorría parte de la sección trasera de la estación. E iba rápido. Aceleraba su ritmo. A medida que me acercaba a ella parecía estar más lejos. Un completo surrealismo. La imagen de una mentira que se me dibujaba enfrente. A lo lejos, un reloj. Y la preocupación por el tiempo.

El tren hacia la capital salía en cinco minutos. La otra maleta debía estar ya en el compartimento asignado. Pero no podía dejar justo ésta en Turlen. Víctor me había entregado dos horas antes esos papeles que hacía tanto tiempo que le había pedido su hermana. Mientras perseguía ese bulto, convertido en obsesión, retumbaban en mi cabeza sus últimas palabras: “Dáselo en mano, le ilusionará que seas tu quien se lo entregue”.

No podía pensar. Sudaba de imaginar que podía fallarle a Víctor. Pero me preocupaba también porque ése era el último tren que salía en dirección a la capital ese día. Y mi vuelo despegaba de madrugada. Si seguía buscando la maleta, perdería el tren, el avión y de rebote la ilusión de Víctor y de Ana, mi jefa, que confiaba en que el lunes se sellara el acuerdo con Campbell, la nueva editora de la empresa.

Faltaban 3 minutos para que cerraran las puertas del tren. Hice como si no viera aquel reloj. Seguí corriendo tras la cinta. Veloz, mucho más que aquella correa que me retaba. No puede uno sentir que le roba la razón un presente surrealista. Las agujas del reloj. La desesperación. Miré a mi alrededor y vi que me encontraba fuera de la estación. Lejos, casi en las afueras del pueblo. Sonrisas a mi alrededor.

Y de repente, la maleta. Apoyada en una mesa con dos señores al lado. La cogí sin pensármelo y miré hacia atrás. Quedaba un minuto para que se fuera el tren. Era imposible llegar a la estación. Estaba demasiado perdida y tenía poco tiempo... Deshacer el camino andado me tomaría al menos 10 minutos... Cuando de repente, alguien me cogió del brazo, me indicó una puerta y me acompañó a cruzarla.

Enfrente estaba el tren que salía hacia la capital. Miré sin comprender nada. Volteé de nuevo la cabeza en un intento desesperado por llamar a la lógica pero detrás no quedaba nadie. Crucé la puerta, caminé despacio hacia el tren y justo cuando iba a partir uno de los revisores abrió la puerta, me miró y me dio la mano para que subiera. Me tomó la maleta que acababa de recuperar y la dejó justo al lado de la que se había facturado. Sonrió y me invitó a sentarme. "Le estábamos esperando", me dijo.

* A D.B por prometerme que los trenes que se llevan dentro nunca se pierden.

4 comentarios:

Unknown dijo...

Gracias, Àngels.

¡ Hacía tiempo que no leía un relato corto tan poético !

Anónimo dijo...

ep, no ser si el text te part de realitat, pero la veritat és que no pensava que m'enganxés tant un text tant breu i intens com aquest.
Molt emocionant.
petons
bep
Ivars D'Urgell

Anónimo dijo...

quina passada!!!!!!!!! a veure quan fem el del Max ehhh.

petonets

lgg dijo...

qué bueno, nena!!! bueno para recordar que puede que no hayas perdido ese tren, que te está esperando, porque es tu tren... En contrapartida a la posibilidad de que hay varios trenes, y si no coges uno, siempre habrá otro después, pero en la misma dirección? con el mismo recorrido?

love you!