Hay quien dirá que logramos volar. Que inventamos ese aparato, magnífico por cuanto reduce las distancias, que nos permitió elevarnos de la tierra y tomar perspectiva desde más arriba. Que nos ha acercado a las cimas de los Alpes, nos permite tocar las figuras de la costa Mediterránea, nos dibuja en la retina la silueta del Amazonas y nos deja perdernos en medio de nubes de espesor diverso. Sí, de alguna forma pudimos volar. Aunque nunca con la independencia de las aves, capaces de sentarse donde quieran y el tiempo que deseen a observar los juegos del planeta.
Ser invisibles ya fue más difícil. Lo proyectamos en películas y lo dibujamos mentalmente cada vez que deseamos pasar desapercibidos. Inventamos instrumentos para mover objetos tan deprisa que pareciera que no existen. Y creamos la magia para soñar que lo logramos. Pero nunca llegamos a cruzar la frontera del pensar que realmente pudiéramos desaparecer bajo el click de una vara mágica o los avances de la tecnología.
A lo más que nos acercamos fue al anonimato, ese truco de escondernos bajo otro nombre para ser menos vulnerables a los demás. Esa opción que permitió a mujeres de otros tiempos lograr pasar como hombres para poder escribir o estudiar. La herramienta de tantos artistas que quisieron jugar también con la identidad.
Hoy ser invisibles resulta igual de imposible que hace cinco, diez o veinte décadas. Y ser anónimos es ya casi un sueño. Vivimos registrados des de el momento en que nacemos, cuando nuestras huellas se convierten en un número más, que nos dará identidad en las calles y las pantallas de los aeropuertos. Seguimos registrados a medida que crecemos, al iniciar nuestra vida laboral, informar de la ciudad que nos acoge, realizar actividades ilegales, viajar o estudiar.
Aunque la verdadera pérdida del anonimato no la guardan los archivos de ordenadores preparados para acumular datos, sino ese circuito abierto llamado internet donde nuestros textos e imágenes se convierten en códigos capaces de viajar por todo el mundo. Donde uno puede convertirse en objeto de críticas despiadadas y elogios desmedidos. Donde la caricatura y la opinión no tienen censura. Donde se puede manipular la palabra pero también la imagen. Donde parece no existir normas. Y donde cada día más nos gusta jugar a ser alguien.
Y es que la auténtica pérdida del anonimato hoy ya no es la que nos roban los demás en las pantallas, sino aquella que nosotros autorizamos a través de decenas de redes sociales en el cibermundo, esa otra dimensión en la que además de ser, podemos parecer. Las opciones son ilimitadas. Podemos simular ser hiper sociables con centenares de amigos, de lo más cultos al admirar a nuestros escritores favoritos, amantes de las letras o de la fotografía, filósofos que describen su estado de ánimo con metáforas, queridos por familiares de todas las partes del mundo, …
El cibermundo es excelente en oportunidades. Nos permite informar de cómo nos sentimos, qué hacemos, cuales son los últimos sitios en los que hemos estado. Nos da herramientas para buscar compañeros de carrera o de trabajo. Nos vincula con personas de intereses compartidos, nos facilita el mensaje que Hotmail ya hizo perezoso, nos proporciona juegos para entretenernos, nos propone sitios donde salir y causas a las que unirnos, etc.
Sí, el cibermundo es fantástico. No lo negaremos los que formamos parte de él. Es práctico y divertido. Y nos permite espiar la vida de otros. Amigos y enemigos. Todo por satisfacer esa curiosidad de husmear tan innata en las personas. Sólo que hay que saber respetar sus reglas: porque en el cibermundo no existe la tristeza, ni la preocupación, ni las decepciones, ni los sueños rotos. El muro de las Lamentaciones no se exporta en esa dimensión.