lunes, 2 de agosto de 2010

Espectadores nocturnos

Ella era mujer de hábitos. Tomaba cada mañana café con leche, servido con crema y sin calentarlo en exceso. Pedía siempre el periódico. A horas diferentes porque su trabajo le regalaba esa genialidad de vivir sin horarios establecidos, a expensas del día a día, según la dirección en la que soplara el aire cada mañana. Vivía sonriendo. Aún cuando dentro a veces se quebrara esa convicción de que el mundo –como su mundo- tenía que seguir evolucionando.

Él sonreía mucho menos. Prefería suspirar. Y mover la cabeza en señal de irónica confirmación de los hechos. Aunque quien sabía leerle entendía que en cada uno de esos suspiros había una sonrisa escondida. A diferencia de ella, no era hombre de hábitos. Se acercaba al bar solo ocasionalmente. Huía de las masas, esas que hacían que ella llevara colgada la etiqueta de la sociabilidad. Característica de quienes aman la soledad solo cuando el mundo se mueve demasiado rápido. No son solitarios, se lo hacen a ratos para compensar los excesos. Para reglarse espacios de romance con las palabras. Y encontrar así el ansiado equilibrio.

A pesar de lo diferentes, no obstante, a veces ella lograba abandonar su mundo expansivo y él se regalaba a los próximos. No con palabras. Su lenguaje eran las ventanas. Quería sin decirlo. Hablaba sin palabras. Escuchaba sin mirar. Era auténtico en lo más profundo de la sinceridad.

El primer día que los vi juntos andaban en ese juego de complicidades. Habían retrasado hacía mucho esa amistad, enredados en creerse transparentes el uno al otro, convencidos de mantenerse unidos tan solo por la cordialidad. Hasta que la curiosidad se hizo protagonista. Fueron cayendo entonces las barreras. Apremiaba la noche. Apremiaban los días.

Sus ojos reflejaban esa consciencia, a pesar de que solo ella se atreviera a pronunciarlo. Él usaba a los demás de escudo. Evitar el contacto directo es su mejor manera de esconder el exceso de sensibilidad. Una timidez insaciable. Por eso ama robarles la vida a los demás. Por eso busca ser protagonista de otras vidas más que de la suya. Por eso a veces se pierde en el camino del querer ser.

Jugaron a evitarse durante largas noches. Siempre en compañía. Siempre deseándose en alguna parte y de alguna manera que no logré descifrar. La mía era la mirada de quien observa porque le toca ser espectador inconsciente. Testigo de todo lo que pasa detrás de una barra, camarero de amores y des-amores.

Buscaban una nueva forma de vivir las noches. Sin prisas, sin expectaciones. Experimentando sin ser conscientes que las degustaciones nunca nos sacian del todo. Andaban des-narrando pasados. Buscando tejer presentes más que futuros. Viviendo la inmediatez. Conscientes, como pocos, de que no existe más límite que el día siguiente. Superando miedos, gozándose con solo compartir el mismo punto de luz.

Durante días los vi irse por separado. Llegué a imaginar que se trataba de una simple amistad. Que había leído complicidad donde otros entendían un cariño in crescendo. Hasta el día en que –de pronto, sin siquiera poderme imaginar que aparecerían por allí- les vi llegar de la mano en el cementerio central. Depositaron las flores encima de una tumba, se besaron y salieron caminando con la misma serenidad escondida en las miradas ocultas tras una barra de bar.

Poco tiempo después ella se mudó a provincias. Él siguió viniendo a beber de su vacío. Siempre acompañado. Siempre escondido tras los demás. Alguien, cercano casualmente a ambos, me contó tiempo después que se amaron en silencio. No por el miedo a ser juzgados ante tantos ojos observantes. Tampoco por el vértigo –siempre tan temible- a dejarse ir. Sino por el simple placer de vivir un presente que no entiende de compromisos.

A veces, sentado en casa, a segundos de dormirme me los imagino abrazados en la cama de ella. Compartiendo sábanas, con los cuerpos entrecruzados, casi sin hablarse. Protagonistas de la más perfecta escena de amor sin saber si vivían una historia de amor. O ansias de compañía. O instantes de complicidad. O el más bello gesto de amistad. Y me pregunto, justo cuando dejo caer las pestañas, en qué momento le puso nombre la humanidad a los sentimientos…

A todos aquellos que me enseñaron a vivir en libertad

2 comentarios:

Eswin Quiñónez dijo...

Fresco. Descriptivo. Oxigenado.

KALIMA dijo...

Gracias!
Abrazos catalanes!!
Muaksss