No hace falta que nos lo digan los ilustres. Lo presenciamos cada día al observar las centenares de contradicciones que inundan los coros políticos. Me decía mi padre hace unos días que unos consejeros de Lleida que asesoran al candidato demócrata Barack Obama habían afirmado que de todas las promesas electorales que se hacen, sólo se cumplen, de media, el 40%. Las palabras se convierten, así, en retórica, los altavoces en un poder temporal demasiado tentador, y los escenarios, el plató para convencer de un carisma construido en los laboratorios. Y el resto, los que asistimos al espectáculo, ganado dispuesto a creer.
Pero ¿a creer en qué? Cuanto más les sigues, más te das cuenta que el juego es entre ellos, los árbitros son las grandes multinacionales, los aplausos y los silbidos las pantallas de medios partidistas y las marcas en el terreno unas normas escritas para ser obviadas. Y así, lo único que importa es la apariencia. La idea de que la política es una obra de teatro y los políticos marionetas que sirven a un público expectante. Pero el público cada vez es menos fiel. Cada día se cree menos las representaciones de esa platea cambiante que tiene como protagonistas a unos seres que antes de ganar prometen X y cuando consiguen el poder desarrollan Y.
Y, sin embargo, los títeres siguen entrenando para su papel. Buscan, entre los semejantes, aquellos que pueden seducir más al electorado. Hoy es Sarah Palin, la aspirante republicana a la vicepresidencia de EEUU. Escogida para combatir el carisma de Obama que parece arrasar entre los estadounidenses. Ayer fue Joseph Biden, el otro elegido en el segundo lugar de la presidencia. Esta vez primó, no tanto el carisma, que es propiedad de Obama, sino la experiencia internacional del demócrata, con la que se pretende cubrir el vacío del que podría ser el primer presidente negro de EEUU.
Todo está calculado. Nada parece escapar a los cómputos que deben garantizar el ascenso al poder. Y, sin embargo escapan. Se hurga en el pasado de los candidatos y, de repente, aparece un hermanastro keniano que vive en la miseria. Y sólo dos días después de presentar la que parecía ser la mujer de oro, la representante de los valores cristianos, sabemos que su hija de 17 años, está embarazada. Lo han anunciado los propios republicanos. No vaya a ser que lo saquen otros. Y de paso, han aprovechado para asegurar que la joven tiene previsto casarse y seguir con el embarazo. Qué poco nos importaría la vida privada de los presidenciables si prevaleciera la coherencia entre sus ideas y sus acciones.
Pero claro, la vida está llena de contradicciones. Ningún teatro es perfecto. Nadie es bueno o malo del todo. Eso lo sabemos. Sólo que algunos pretenden hacernos creer que no existen manchas negras en su pasado. O lo queremos creer nosotros. Y de esta forma, asistimos, entre lamentos, al espectáculo de la decepción. No son héroes. No siempre son coherentes. Creen en Dios y ordenan matar en el Medio Oriente. Niegan pactar con el Gobierno central y acaban siendo sus máximos aliados. Son férreos defensores de los valores tradicionales y no pueden impedir que hijas solteras se queden embarazadas. Particularmente, las vidas privadas no me importan. Pero a ellos sí. Les importa y les cuestan millones de millones.
Leía hace un tiempo, en un diario peruano, la crónica de un ciudadano que había asistido a la visita de Hillary Clinton en una de las ciudades donde se presentó en pre-campaña. Observaba asombrado como la entonces presidenciable se dirigía a los ciudadanos, como subía a un metro, como se preparaba para su jornada. Parecía emocionado y así se lo dijo a uno de los asesores de la senadora: “¡Qué emocionante, vuestro trabajo resulta divertido!”. “No, no es divertido, aquí hay mucho en juego”, le espetó el señor.
Tintes, vestidos, gestos, sonrisas, todo está calculado en las campañas electorales. Como si de un ensayo teatral se tratara. Todo es postizo. Impuesto. Y si todo es tan poco real, qué nos hace pensar que, luego, una vez coronados presidentes, la sinceridad arrasará de mano de los principios? Si no lo hizo antes, ¿como puede la moral mandar después, cuando los tentáculos del poder exhiban toda su fuerza?
No lo hará. Intentará convencer a los títeres, obligarles a que se lleven a cabo las promesas, ser la gran protagonista de la obra. Pero se tendrá que recordar que su libertad está limitada a los períodos electorales y su vigencia a la de un barómetro. Perderá fuerza. Sí, la moral. Para cedérsela a la intención de voto. Para controlar a la oposición. Y asegurarse que aquello que hagan los políticos no sea siempre lo más correcto sino lo que más votos les proporcione.
Quisiera poder creer en la política. O en una parte de ella. Esa que ha permitido que hoy los matrimonios homosexuales sean legales en mi país. Que parece legislar para que no se repitan algunas atrocidades del pasado. Que protege, con sus declaraciones bienintencionadas, a los ciudadanos dotándolos de derechos. Que pone sobre hojas de papel propiedades tan inherentes a los humanos como la libertad o el derecho a la vida.
Quisiera quedarme con todo ello, que le da -dicen- desarrollo a nuestros países. Pero invade tanto, tanto, la escenografía que le rodea, que a menudo nos olvidamos de los beneficios que trae. Nos extenuan los dicursos, nos aburren las falsas peleas en el ring por el poder, nos agota el intercambio de papeletas por esperanzas. Nos decepciona el espectáculo político. Y así, pierden ellos y perdemos nosotros.
1 comentario:
politica no es real, solo se usa para endulsar la vida de los fieles seguidores que cuando entra un gobierno nuevo piensa que llego el salvador pues a mi corta edad no creo en eso diske politicos pues para llegar a ser un politicucho es lo mas facil no tienes q saber mucho para q el pueblo crea en ti.
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