Queridos reyes magos,
Este año acudo a vosotros porque los reyes de Oriente llevan mucho tiempo sin responder a mis demandas. Casi no aparecen en los periódicos durante el año (a menos que sea en forma de conflicto, todos unidos bajo la nomenclatura de terroristas o en oscuras cárceles de una isla perdida en medio del océano). Por ello, y como veo que difícilmente nos llegarán regalos de ellos, me dirijo a vosotros, los de Occidente, que parecéis poseer más bienes y más respuestas, para haceros mi lista para el 5 de enero en la noche. Ese día me gustaría que dejaráis bajo el árbol de Navidad algunos pequeños detalles, como:
- Un nuevo mapamundi: que se ilumine como el que tengo ahora al conectarlo a la luz pero que cambie un poco los países de lugar. Me aburre ya ver tanto debate en unas zonas y tanta debacle en otras. Mézclenlos por un tiempo, por favor. Eso de separarar Norte y Sur ya hace mucho que se instauró. ¡Innoven un poco!
- Algunas nuevas filosofías: la religión católica quedó ya muy anticuada aquí en mi mundo. Todavía creen que la educación les pertenece, no lograr superar esa dicotomía de predicar la humildad pero vivir en templos de oro e imaginan que los seres humanos siguen casándose de blanco ¡porque son vírgenes! Además, prefieren que se extienda el sida a aceptar la promiscuidad. Ayúdenles un poco a entender el nuevo mundo, ustedes que pueden.
- Nuevos Bernard Leon Maddof: que roben a los ricos y les hagan igual de vulnerables que los pobres ciudadanos de pie que perdieron una casa en construcción porque todo un imperio de inmobiliarias decidió cerrar el chiringuito antes de perder un euro. Arruinen a los especuladores, aunque sea sólo un tiempo. Denles pisos de alquiler y quítenles las fincas con piscina. Sólo para que experimenten como se vive entre los mortales.
- Polvos mágicos contra la desidia: me he dado cuenta en el último tiempo que se ha extendido en el entorno ese estado de ánimo que nos impide darnos cuenta que queda un largo trecho para que los africanos tengan que prestarnos pateras para emigrar hacia sus costas. Repartan libros de El Roto, estas Navidades. Su ironía es la única que puede mostrarnos la hipérbole del lamento.
- Tiritas contra el olvido: para trasladar las víctimas de la guerra civil de las fosas comunes a la Audiencia Nacional, sacar el polvo de los barcos llenos de españoles que viajaron de incógnito a tierras latinas, rememorar la España anterior al ingreso en la UE, desempacar los pactos políticos que todos dicen no haber firmado,...(esa lista es interminable, con uno de ellos me vale!)
- Nuevos Saramagos, Lydias Cacho, Yoanis Sánchez, Susans Sontags, Josephs Stiglitz: o cualquiera otra mente brillante -periodística, filóloga, economista o escritora- que no titubeen al hablar de sus pasiones, que crean (cada uno en lo suyo), que señalen con el dedo las varas del poder y de la corrupción, que no tiemblen al reconocer errores, que identifiquen a los vanidosos, que no se escondan en las sábanas del conformismo. Que transmitan su osadía.
Sé que es mucho pedir para el nuevo año. Pero me insisten en que las demandas deben ser elevadas porque terminan rebajándose. Así que, sólo con que me traigan uno de los regalos, me daré por satisfecha. Aunque, si les queda un espacito debajo del árbol, les pediría que me inyecten algo más de rebeldía, mucho insomnio, las mismas ganas de devorar letras y vidas y más valor para enfrentar los sueños.
Atentamente,
Àngels
lunes, 22 de diciembre de 2008
jueves, 18 de diciembre de 2008
Héroes sin zapatos
Leo al director Matteo Garrone decir en una entrevista a la revista “La Gran Ilusión” que la amenaza a Roberto Saviano le produce "pena, dolor y amargura". No es para menos. Si las cobardes intenciones de la mafia napolitana se cumplieran, el periodista italiano, autor del best-seller “Gomorra”, no llegaría a a celebrar el inicio del próximo año. Pesa sobre él la peor condena que puede amenazar a un ser humano: la muerte. Con fecha incluída: antes de Navidad.
Saviano lo sabe de sobra y por eso sus facciones no reflejan el éxito de quien puede sentarse en mesas redondas a charlar libremente sobre su obra sino más bien el terror de quien teme ser una diana del poder. Un poder corrupto que, con sus amenazas, le ha obligado a vivir con cuatro policías custodiando constantemente su seguridad. ¿La razón? Su osadía a la hora de descifrar los negocios de la Camorra. Ha vendido más de dos millones de libros y aunque no se arrepiente de haberlo escrito, se considera “prisionero” del mismo. Los que no sufrimos la amenaza en carne propia, vitoreamos el atrevimiento de denunciar una organización sin entrañas.
Lejos de Italia, un periodista afgano de 23 años llamado Sayed Perwiz Kambakhsh ha sido condenado a muerte por descargarse de internet unos artículos críticos con unas suras especialmente machistas del Corán. Reporteros Sin Fronteras acaba de denunciar el caso en la campaña anual de apadrinamiento de periodistas encarcelados que tiene esta organización. Una buena iniciativa, según declaraba el martes pasado Rosa Montero al País: “La visibilidad mediática es un arma poderosa contra el horror y a menudo la única defensa que poseen las víctimas”. Tanto así, que la escritora ha decidido amadrinar a Sayed.
Pocos meses después de iniciarme en el mundo del periodismo, murió asesinada Anna Politkóvskaya, periodista rusa especialmente crítica con el régimen del Kremlin. El caso se me quedó registrado en la mente con la fuerza con que permanecen entre los pueblos los ídolos muertos con el puño alto. Politkóvskaya había confesado en varias ocasiones haber recibido amenazas de muerte de los servicios secretos rusos y varios periódicos aseguraron que se encontraba investigando temas relacionados con Chechenia cuando fue aniquilada en el portal de su casa en Moscú.
Esta semana, una imagen entre irreverente y chistosa ha dado la vuelta al mundo. Será probablemente el zapato más visionado en las pantallas de youtube de la historia. Fue lanzada por un periodista iraquí al presidente estadounidense George Bush en una visita al país donde reina el caos. Desde entonces, se han propagado en páginas sociales como facebook el número de seguidores del “zapatazo” y Muntazer al-Zaïdi, el osado periodista en cuestión, se ha convertido en un héroe para los árabes. En el resto del mundo, sigue despertando exclamaciones a favor de “tenía que haberle dado”.
El descaro de al-Zaïdi representa la indignación humana llevada al límite de la seguridad personal y quizás, un intento de ocupar el centro de la atención mundial. Según compañeros de profesión suyos mencionados por AFP, el periodista llevaba tiempo preparando la escena. Lejos de Irak, en espacios más reservados, y sin servirse de las cámaras que registran las visitas de los ilustres en países abandonados, algunos periodistas trabajan con la misma vocación de denuncia. Pero sin tanto escándalo y con más esfuerzo. Usan las palabras en lugar de los zapatos. Pero sus trabajos, menos visibles, merecen tantos o más seguidores.
Saviano lo sabe de sobra y por eso sus facciones no reflejan el éxito de quien puede sentarse en mesas redondas a charlar libremente sobre su obra sino más bien el terror de quien teme ser una diana del poder. Un poder corrupto que, con sus amenazas, le ha obligado a vivir con cuatro policías custodiando constantemente su seguridad. ¿La razón? Su osadía a la hora de descifrar los negocios de la Camorra. Ha vendido más de dos millones de libros y aunque no se arrepiente de haberlo escrito, se considera “prisionero” del mismo. Los que no sufrimos la amenaza en carne propia, vitoreamos el atrevimiento de denunciar una organización sin entrañas.
Lejos de Italia, un periodista afgano de 23 años llamado Sayed Perwiz Kambakhsh ha sido condenado a muerte por descargarse de internet unos artículos críticos con unas suras especialmente machistas del Corán. Reporteros Sin Fronteras acaba de denunciar el caso en la campaña anual de apadrinamiento de periodistas encarcelados que tiene esta organización. Una buena iniciativa, según declaraba el martes pasado Rosa Montero al País: “La visibilidad mediática es un arma poderosa contra el horror y a menudo la única defensa que poseen las víctimas”. Tanto así, que la escritora ha decidido amadrinar a Sayed.
Pocos meses después de iniciarme en el mundo del periodismo, murió asesinada Anna Politkóvskaya, periodista rusa especialmente crítica con el régimen del Kremlin. El caso se me quedó registrado en la mente con la fuerza con que permanecen entre los pueblos los ídolos muertos con el puño alto. Politkóvskaya había confesado en varias ocasiones haber recibido amenazas de muerte de los servicios secretos rusos y varios periódicos aseguraron que se encontraba investigando temas relacionados con Chechenia cuando fue aniquilada en el portal de su casa en Moscú.
Esta semana, una imagen entre irreverente y chistosa ha dado la vuelta al mundo. Será probablemente el zapato más visionado en las pantallas de youtube de la historia. Fue lanzada por un periodista iraquí al presidente estadounidense George Bush en una visita al país donde reina el caos. Desde entonces, se han propagado en páginas sociales como facebook el número de seguidores del “zapatazo” y Muntazer al-Zaïdi, el osado periodista en cuestión, se ha convertido en un héroe para los árabes. En el resto del mundo, sigue despertando exclamaciones a favor de “tenía que haberle dado”.
El descaro de al-Zaïdi representa la indignación humana llevada al límite de la seguridad personal y quizás, un intento de ocupar el centro de la atención mundial. Según compañeros de profesión suyos mencionados por AFP, el periodista llevaba tiempo preparando la escena. Lejos de Irak, en espacios más reservados, y sin servirse de las cámaras que registran las visitas de los ilustres en países abandonados, algunos periodistas trabajan con la misma vocación de denuncia. Pero sin tanto escándalo y con más esfuerzo. Usan las palabras en lugar de los zapatos. Pero sus trabajos, menos visibles, merecen tantos o más seguidores.
lunes, 15 de diciembre de 2008
Crisis sí, pero de valores
Siempre he pensado que existen espacios que constituyen auténticas representaciones del mundo real en miniatura. Esquinas donde se resume la vida misma y se dan cita los protagonistas más simbólicos de nuestra sociedad. Pequeños globos en los que uno mira y cree no echar en falta ningún elemento de los que habitualmente pueblan las calles de nuestras ciudades.
Existen submundos de éstos en los bloques de pisos, en las oficinas, en los gimnasios… Y en los pasillos y andenes del metro. Ahí uno puede observar al estudiante aplicado, al joven rebelde siempre a punto de perder los pantalones, al jefe trajeado que camina a ritmo de minuta, al músico que roba miradas des de su sombrero mendigo, a la azafata de avión que se deja observar porque se pasea con uniforme, al desquiciado que habla solo mientras despierta recelos y a tantos otros que caen en la mediocridad al no desvelar mayor curiosidad.
Hoy me crucé, mientras iba al cine, con un nuevo elemento. Mujer, de apariencia indígena, cabellos largos, tez oscura, falda de colores y cámara digital en mano. Estaba de pie sonriendo y fotografiaba las escaleras mecánicas de Cuatro Caminos. La miré todo el rato que la tuve al alcance de los ojos mientras las mismas escaleras se me llevaban hacia el andén. Y pensé con lo irónica que es la vida, capaz de devolvernos a cada momento un pasado que se hace difícil de asumir como pretérito.
Aunque más que recordar mi experiencia en Perú, aquella mujer me trajo al presente mi regreso a España. Esa mujer era mi YO tras aterrizar en el aeropuerto del Prat en julio, sólo que en la situación inversa. Toda la fascinación que ella sentía por esa tecnología, esa aparente perfección y adelanto de Occidente constituyeron el día que pisé de nuevo el suelo de Barcelona mi mayor rechazo hacia la que no ha dejado de ser nunca mi tierra.
Desde entonces, me he perdido en análisis profundos de esas sensaciones. Sé que en el fondo escondían una partida precipitada, un cambio de valores demasiado trágico, la vuelta a la insoportable normalidad, el miedo a la monotonía ante una necesidad desbordante de novedad. He caminado por arenas movedizas mil veces intentando entender el porqué de una insatisfacción constante donde antes había conocido la felicidad. Me he cuestionado mi pertenencia a este lugar dicho país.
Y aunque sigo sin poder resolver muchas de las cuestiones esenciales para vincularme a una parcela de mundo, entendí al menos que si algo sobra en esta esquina planetaria son comodidades. Tuvimos tanto hace cuatro días, que hoy nos parece inadmisible vivir sin poder ir a Mango o a Zara cada viernes, regalarnos unas vacaciones a Tanzania, cenar fuera tres días a la semana o cambiarnos el coche que ya ha cumplido los 5 años. Y decidimos llamarle a eso crisis. Y nos sumimos en un terrible estado de desidia, al que no me atrevo a mirar a la cara.
Y es que, si bien es cierto que existe una desaceleración económica, una reducción de empleos y una falta de liquidez en los bancos, todavía la mayoría de españoles comemos en platos y tenemos un techo al que acudir. Estamos lejos de eso que ilustraba El Roto en una de sus geniales viñetas recientemente: que los pobres africanos, conscientes de nuestra crisis, debatan como ayudarnos. Por lo que a la banca y la inmobiliaria se refiere, celebro su situación tanto como ellos han celebrado el deseo de los ciudadanos adquirir créditos y pisos durante años.
Lamento la situación de todos aquellos que se encuentren al límite de sus posibilidades. Pero celebro que la historia nos amenace con sus ciclos para recordarnos que no somos invulnerables, que no siempre se puede comprar con firmas, que las posesiones no garantizan el bienestar y que hay mujeres que fotografían unas escaleras mecánicas en Madrid porque en la tierra de donde proceden probablemente el mayor lujo sea soñar con tener luz eléctrica en casa, pan en la mesa y ropa de varias marcas en el armario.
Existen submundos de éstos en los bloques de pisos, en las oficinas, en los gimnasios… Y en los pasillos y andenes del metro. Ahí uno puede observar al estudiante aplicado, al joven rebelde siempre a punto de perder los pantalones, al jefe trajeado que camina a ritmo de minuta, al músico que roba miradas des de su sombrero mendigo, a la azafata de avión que se deja observar porque se pasea con uniforme, al desquiciado que habla solo mientras despierta recelos y a tantos otros que caen en la mediocridad al no desvelar mayor curiosidad.
Hoy me crucé, mientras iba al cine, con un nuevo elemento. Mujer, de apariencia indígena, cabellos largos, tez oscura, falda de colores y cámara digital en mano. Estaba de pie sonriendo y fotografiaba las escaleras mecánicas de Cuatro Caminos. La miré todo el rato que la tuve al alcance de los ojos mientras las mismas escaleras se me llevaban hacia el andén. Y pensé con lo irónica que es la vida, capaz de devolvernos a cada momento un pasado que se hace difícil de asumir como pretérito.
Aunque más que recordar mi experiencia en Perú, aquella mujer me trajo al presente mi regreso a España. Esa mujer era mi YO tras aterrizar en el aeropuerto del Prat en julio, sólo que en la situación inversa. Toda la fascinación que ella sentía por esa tecnología, esa aparente perfección y adelanto de Occidente constituyeron el día que pisé de nuevo el suelo de Barcelona mi mayor rechazo hacia la que no ha dejado de ser nunca mi tierra.
Desde entonces, me he perdido en análisis profundos de esas sensaciones. Sé que en el fondo escondían una partida precipitada, un cambio de valores demasiado trágico, la vuelta a la insoportable normalidad, el miedo a la monotonía ante una necesidad desbordante de novedad. He caminado por arenas movedizas mil veces intentando entender el porqué de una insatisfacción constante donde antes había conocido la felicidad. Me he cuestionado mi pertenencia a este lugar dicho país.
Y aunque sigo sin poder resolver muchas de las cuestiones esenciales para vincularme a una parcela de mundo, entendí al menos que si algo sobra en esta esquina planetaria son comodidades. Tuvimos tanto hace cuatro días, que hoy nos parece inadmisible vivir sin poder ir a Mango o a Zara cada viernes, regalarnos unas vacaciones a Tanzania, cenar fuera tres días a la semana o cambiarnos el coche que ya ha cumplido los 5 años. Y decidimos llamarle a eso crisis. Y nos sumimos en un terrible estado de desidia, al que no me atrevo a mirar a la cara.
Y es que, si bien es cierto que existe una desaceleración económica, una reducción de empleos y una falta de liquidez en los bancos, todavía la mayoría de españoles comemos en platos y tenemos un techo al que acudir. Estamos lejos de eso que ilustraba El Roto en una de sus geniales viñetas recientemente: que los pobres africanos, conscientes de nuestra crisis, debatan como ayudarnos. Por lo que a la banca y la inmobiliaria se refiere, celebro su situación tanto como ellos han celebrado el deseo de los ciudadanos adquirir créditos y pisos durante años.
Lamento la situación de todos aquellos que se encuentren al límite de sus posibilidades. Pero celebro que la historia nos amenace con sus ciclos para recordarnos que no somos invulnerables, que no siempre se puede comprar con firmas, que las posesiones no garantizan el bienestar y que hay mujeres que fotografían unas escaleras mecánicas en Madrid porque en la tierra de donde proceden probablemente el mayor lujo sea soñar con tener luz eléctrica en casa, pan en la mesa y ropa de varias marcas en el armario.
viernes, 12 de diciembre de 2008
De bruces con la muerte
Tengo una relación contradictoria con la muerte, depende del momento vital en que me encuentro. El terror o la tranquilidad con que lo afronto actúan como semáforos de mi estado de ánimo. En temporadas de desidia, me aterra con fuerza aceptar eso que le escuché decir a Sabater hace algunos días de que “querer a alguien es como darle una diana a la vida”.
En épocas de absoluta estabilidad, cuando todas aquellas parcelas de nuestra vida que componen la palabra felicidad están a flote, todos mis miedos se desvanecen. El de la muerte de mis seres queridos el que más. Me absorbe entonces esa racionalidad medio budista, absolutamente real de que, al fin y al cabo la muerte es la parte más segura de la vida. Y me creo con los ojos cerrados que viviríamos mejor de ser conscientes que existe un final y que es de lo más caprichoso que uno puede imaginarse.
No, supongo que Occidente no está nada familiarizado con la muerte. Al fin y al cabo nos pasamos la vida trabajando para ser más, acumular más y mostrar más.¿Qué sentido tendría recordar a cada momento que vamos a morir? Tal vez no lucharíamos por nada. O tal vez lo haríamos con más conciencia de aquello que es importante y lo que es puro adorno, simple periferia. Pero claro, entonces todo un sistema se derrumbaría.
Es más práctico vivir como si ella no fuera con nosotros, consiguiendo a veces –incluso- la inmortalidad moral, que no es nada más que ese sentimiento que se apodera de tantos ilusos que se creen hechos de plástico y metal. Inmortales por momentos. Ajenos a los peligros. ¿Quién no quisiera poder alejarla de nuestras vidas, esa sombra que nos hace perder la paciencia a la hora de obtener logros? Retrasarla al máximo para darnos más tiempo a conseguir el triunfo, la pareja perfecta, el tiempo de procrear, el fin de las juergas. Darle tiempo a cambio de que nos lo dé a nosotros.
“Trato imposible”, nos susurra. “Yo soy anónima, atemporal e impredecible. Vengo cuando quiero, aterrizo donde me place y me llevo a quien yo decido”, respondería. Y por eso duele tanto, porque se roba, como un viento aleatorio, a quien quiere cuando quiere. Lo sorprendente es que aún sabiendo de sus caprichos, preferimos darle la espalda y negarla a asumirla como la parte menos controlable de nuestras vidas.
A menos que podamos utilizarla para algo o nos parezca absolutamente lejana. Entonces la hacemos protagonista de todas las fotos, las televisiones y los periódicos. Aunque en esos casos, de tanto mirarla de perfil, raramente nos surge un efecto. En algunos países particularmente (¿Nigeria, Kenia, Iraq, Afganistán o el Congo?). Esa muerte no nos mira a nosotros a la cara. Y a los que mira, viven demasiado lejos, en países demasiado complejos. Pasamos por delante, nos escandalizamos un segundo y luego seguimos con nuestra vida.
Ahora bien, que a nadie se le ocurra cambiarle los roles a la muerte. Que nadie se atreva como hizo en 2006 Craig Ewert o Ramón Sampedro en España unos años antes, decidir sobre el destino. Y menos aún se atrevan a grabarlo y que lo vea el resto del mundo, como ha pasado estos días. Porque entonces sí se produce el revuelo, se reúnen a debatir los políticos que se escondieron a la hora de las masacres africanas y se imprimen portadas con el caso (un caso) mientras el millón de víctimas de genocidios siguen en breves de la sección de política. O sea, ¿que podemos comprarlo todo para morir en vida pero no pagar por nuestra muerte? Cuanta razón tenía el Dalai Lama…
martes, 9 de diciembre de 2008
La frágil memoria
Propongo un nuevo carné de identidad. Que lleve nuestro nombre, los apellidos si quieren, una calle donde ubicarnos, el país donde nacimos pero en lugar de un número, contenga una lista de referencias al pasado que no deberíamos olvidar. Una pequeña memoria pegada a nosotros que nos recuerde que en este nuestro país (sea libre cada uno de interpretarlo como quiera), también se pasó hambre, también se cometieron crímenes que quedaron impunes, también se conquistó, también se robó…
Aunque en los tiempos que corren, si hay un dato que consideraría esencial recordarnos en esa identidad impresa es el número de españoles que un día dejaron su patria para ir en busca de una vida mejor. Y es que, como leía recientemente en un blog sobre el mismo tema, “lo peor que le puede pasar a un pueblo para enfrentarse al presente y trabajar para el futuro es olvidarse de su propio pasado. Y eso es lo que, desgraciadamente, parece que nos está pasando con el asunto de la emigración”.
Vivimos convencidos de que los recién llegados nos robarán el trabajo, las plazas de guaedería y las viviendas protegidas de un Estado del bienestar creado precisamente para proteger a los ciudadanos con rentas más bajas. Pero claro, no nos prepararon para afrontar un hipotético caso en que los beneficiarios de tales servicios fueran ciudadanos nacidos en otra parte. Y entonces, nos convertimos en acérrimos defensores de una patria a la que sólo llamamos a veces, y dejamos de pensar en necesidades para pensar en nacionalidades.
Y, como la memoria es la más frágil de las virtudes, nos olvidamos que alguna vez escuchamos a nuestros abuelos de unos españoles que también cruzaron un océano con poca cosa más que una maleta en la mano y la incertidumbre de colofón. Para quienes lo olvidaron, sólo entre 1900 y 1930 se estima que dejaron España entre tres y cuatro millones de personas, a los que se sumarían entre 1959 y 1973 otro millón que se dirigía a Europa.
La suma se aproxima mucho al número de emigrantes que se calcula que hoy tiene nuestro país: 4,5 millones, según datos de 2004 que incluyen a los irregulares. Para algunos una auténtica avalancha generadora de conflictos incalculables. Para la historia, un peldaño más de un ciclo que se viene repitiendo desde el inicio de los tiempos y que afecta a nuestro país en la proporción más mínima: Alemania tiene 10 millones de inmigrantes, Canadá seis, Estados Unidos cerca de 40 y la China tiene 35 millones de personas viviendo en 150 países.
Así que, estaría bien analizar el tema con un poco de perspectiva, ese punto sobre el mar de la lejanía donde todo se vislumbra más claro. Lo decía ayer Almudena Grandes en su columna de la contra del País de ayer: “Ignorantes, arrogantes, pródigos en tintes y escarificaciones, miran a la cámara y dicen que el trabajo español es para los españoles, que los inmigrantes ecuatorianos huelen mal y que estudiar es de pringados”.
¿Quienes? Los nietos de aquellos inmigrantes andaluces y manchegos que llegaron a Madrid para construir chabolas “que florecían bajo la luna en el Pozo del Tío Raimundo en las décadas de 1950 y 1960”.¡Ay, débil memoria! Amplío la propuesta inicial: añadan en nuestros DNI esas pequeñas referencias. Y pinten en negrita en la parte superior una inscripción que nos recuerde que nada de lo que pasa fuera, no pasó antes aquí.
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