Fue mi refugio. Sólo durante tres meses. Pero fue mi refugio. En un momento en que necesitaba aislarme de la civilización, esa que tiene su máximo exponente en las ciudades. ¿O será que eso es la jungla? Me lo cuestioné. Entonces y ahora sigo haciéndolo todavía a veces. Aunque creo que en ese momento no debatía el nombre, sólo sabía que no quería pasar el verano en ese enjambre de vehículos, turistas más rojos de lo habitual y calles invadidas de mesas veraniegas que es Barcelona. Así que huí.
Rechacé lo recomendable, como tantas veces antes y después he hecho, que era pensar en unas prácticas que me adentraran por primera vez en el mundo del periodismo. Prácticas no remuneradas, que en ese momento no me podía permitir. Barajé compaginarlo con algún trabajo en un hotel del Pirineo, pero cuando empecé a sumar horas, el resultado olía tanto a cadenas que decidí desistir de ello. Y me fui.
Había escogido las Islas Canarias, y entre ellas, una de las menos masificadas: Lanzarote. No tenía muchos referentes de esa isla más que su origen volcánico, que tiñe de negro la arena de las playas. Y el clima cálido que se adueña de sus costas durante todo el año. El resto… El resto fue el descubrir de un espacio, que a veces olvido entre las postales de veranos vividos que se entremezclan en la memoria, pero que en estos días me hizo revivir el escritor y periodista Juan Cruz en su blog “Mira que te lo tengo dicho”.
Lanzarote supuso romper con las obligaciones universitarias de un año que había sido especialmente intenso. Supuso la vida comunitaria de todos aquellos que trabajan en un hotel. Las miradas cómplices con algún camarero. La confluencia de decenas de nacionalices. El descubrir que las Canarias, aunque rocen con África y pertenezcan a España, tienen más esencia latina que peninsular. La indignación. De tantos inmigrantes que llegan a sus costas sin más certificado que una mirada de desconcierto. La diversión. De noches y noches en Puerto del Carmen donde me convencí que el género era la salsa y los hombres, los latinos.
Aunque sobretodo, Lanzarote supuso la libertad. La de pasarme horas y horas jugando con niños en el hotel. La de tener coche para explorar y descubrir esa isla que es tan chiquita que resulta casi imposible no ver el mar por ambas costas. Nuestro más fiel compañero de rutas. Aquel que a veces cuidamos y otras, llevadas por la velocidad del aire que rozábamos con las manos, sometimos a su máxima potencia. Nunca fue peligroso. En las carreteras de Lanzarote, custodiadas por lavas en forma de imaginación, no se puede correr. Se puede soñar, dejar que el tiempo fluya. Imaginar como será el Sáhara de verdad al que recuerdan pueblos como Haria.
Se puede escribir…Y dibujar. Desde cualquiera de los bares de Playa Honda, Playa Blanca o La Santa. Todas ellas dan al mar. En todas ellas no existe más ruido que el horizonte y más vista que las olas que retan las rocas. Se puede creer que algunos habitantes consiguieron vencer la rigidez de la lava y lograron cultivar viñedos en medio de campos negros. Se pueden ver lagunas verdes porque las algas tuvieron un repentino capricho. Sonreír desde el Mirador del Río, al observar la isla de la Graciosa. Y querer sentir que si cierras los ojos no hará falta un barco para llegar hasta ella.
Se pueden conocer diferentes tipos de cactus. Y miles de cuevas subterráneas formadas por los juegos de la lava en Los Jameos. Acercarse al Timanfaya y comprobar que esa tierra, como toda pero más que otra, late de vida todavía hoy. Y perderse entre los jeroglíficos de los caminos que recorren el Parque Nacional. Y escuchar hablar de un hombre, con una energía y una vitalidad inmortalizada por todos aquellos que le conocieron, que ideó una isla de casas blancas con ventanas verdes y azules. Y visitar el sitio donde acercarse un poquito más a su obra: la Fundación César Manrique.
Mi hermana viaja en un mes a Lanzarote. Me preguntó hace un tiempo qué tal era. Le dije que a mí me había encantado pero que a algunas personas no les gustaba. Ayer, almorzando en Calafell, volvimos a hablar del tema. Y empecé a recordar sitios y recomendarle visitas. Y a contarle que hacía poco había leído a Juan Cruz, que se encontraba en la isla y había hablado de unas piedras que recogió en Famara, esa playa que “te atrapa al llegar como una presencia y como una ausencia al mismo tiempo”.
Y me di cuenta de que hablar de ello despertaban en mí unos cantos de sirena. Que tenían nombre de Lanzarote, subían por las paredes del pasado, cruzaban la nostalgia y arremetían contra el presente. Hasta que le dije, con la mirada en el recuerdo: “No sabes cuanto daría ahora por estar ahí”.
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3 comentarios:
Hola tata.
Me encanta viaje a Kalima, estoy enganchada a él, me obliga a leer y ver todo lo que sale de esta mente maravillosa.
Ya sabes que cuando no estás te echamos mucho de menos, pero para cuando te vayas tendremos viaje a Kalina donde leer lo que pasa por tu cabecita y parecer que estás un poquito más cerca de nosotros.
Te cuento a la vuelta si comparto tus ideas de cantos de sirena, aunque mas que sirenas puede que oiga cantos de Martí (jejejeje)
Un besito
Me apunto Lanzarote como próximo destino. Lo ideal sería pasar una temporda allí, como tú, aunque a mí seguro que no me mirarían tanto los camareros...
¡Besitos!
A Lanzarote hay que saber apreciarla. Sí, yo tambien conozco a gente que no disfrutó de la isla.
Esa gente no vivió un atardecer cuando la marea baja y descubre esos laberintos húmedos llenos de fauna y vegetación, mientras la brisa y el olor de mar acarician su rostro quemado de un día soleado y ventoso. Cuando los niños juegan y dan rienda suelta a su imaginación, cuando luchan contra los mas monstruosos seres que se refugian en las rocas, con el mar azul oscuro, el cielo anaranjado, las barcas blancas y verdes, como las casas de la isla, como testigos de tal aventura y en un lugar privilegiado para la contemplación de tales aventuras, los volcanes, dormidos, que no muertos, reivindicando el alma de la isla. Reivindicando lo que fue antaño, cuando Cesar Manrique, unió el espíritu de la isla con el más elevado espíritu humano, cuando se supo sacar provecho a las bellezas de esta isla sin destruirlas. Aún quedan rincones de la isla, que permanecen impunes a la locura del hombre, veo que tú has visto algunos y has vivido la magia de esta isla, diferente a las demás Islas Canarias, sin desmerecer a ninguna. En estos rincones mágicos, puedes vivir momentos mágicos, y los que más los viven son los niños. Te lo digo por experiencia propia. Un placer leerte.
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