A diferencia de lo que temían muchos conocidos, Uganda no es un país peligroso, incluso para los mzungu que andamos curioseando en los rincones de la capital siempre que podemos. Muy raramente se registran ataques a turistas. Y cuando los hay a menudo es porque el visitante olvida las normas básicas que rigen el sentido común del viajar: alerta en las noches, alerta con el tráfico, alerta con los bolsos.
El mayor riesgo es que te roben. Y cuando esto sucede en ocasiones los propios ugandeses se encargan de “aplicar justicia”, a veces provocando la muerte de quienes consideran sospechosos. Es la llamada justicia popular, cruel para aquellos que venimos de sistemas judiciales mayormente eficaces, justificada para quienes conocen de cerca la impunidad.
Leo en las primeras páginas del Daily Monitor que un ugandés ha muerto por esta práctica, que también se aplica en algunas ciudades de los Andes. Ya la semana pasada escuché que en Entebbe habían linchado a alguien por intentar robar en el minibús. Estaba vez sucedió en los suburbios de Naguru, donde una turba de gente mató a un sospechoso de haber asesinado el propietario de un bar el pasado lunes.
Unas páginas más adelante el periódico reporta el caso de otras dos personas que casi corrieron la misma suerte. Se trata de dos capitalinos acusados de haber violado a una joven del distrito de Kamuli. Se salvaron porque la policía intervino justo cuando residentes del mismo barrio estaban por entrar a la casa.
A esta información se une –en portada- la alerta de Naciones Unidas sobre el uso de Stavudine, un antirretroviral contra el Sida que ha dejado de usarse en Europa y América por sus efectos secundarios hace tiempo. En África muchos hospitales públicos siguen receptándolo.
A menudo resulta difícil explicar porqué a algunas personas nos interesa el Tercer Mundo. Entre las miles de razones que me vienen a la cabeza, las decenas de experiencias que nos proporcionan estos países, el increíble reto al que nos sometemos al querer pisar estas tierras rescato una idea: estando aquí solo podemos dar las gracias por haber nacido allí. Escribir viene después.
jueves, 30 de septiembre de 2010
miércoles, 29 de septiembre de 2010
Diario de Uganda: Gallinas, shillings y matoke
No sé se si lograré acostumbrarme a la intensidad de las calles de Kampala. Mirar alguna vez por la ventana del matatu y no quedarme con los ojos abiertos ante determinadas imágenes. Las avenidas de la capital están tan colapsadas a primera hora de la mañana que muchos matatus toman atajos, lo que incrementa el abanico de paisajes urbanos.
Hoy el nuevo trayecto me deja delante de un "Cinema", según informa el cartel que cuelga de un improvisado balcón. Miro adentro y me parece que no pueden caber más de seis personas en ese cubículo. Todavía incrédula leo: "Sesiones variadas cada día". Me pregunto cuanto costará la entrada y cuantas personas asistirán.
Camino desde donde me deja el matatu hasta la oficina y cruzando la cuesta por la que subo cada día me tropiezo con un autobús en cuyo maletero lateral viajan varias decenas de gallinas. Un comerciante las baja del vehículo y las ata detenidamente en una bicicleta, donde al momento de irme he podido contar hasta ocho.
En el ascenso, un laberinto de personas y negocios, oigo repetidamente la palabra mzungu. Los ugandeses llaman así a los blancos. Y aunque me cuentan que su uso es despectivo, no dejan de decírtelo cuando te ven destacar en medio del gentío. Por la mañana, casi cada día, los niños con los que recorro el tramo del albergue a la "parada de bus" se me quedan mirando. También ellos me llaman mzungu. Algunos me tocan el brazo al pasar.
El vigor capitalino termina en cuanto cruzo la puerta de la oficina. Dentro los ritmos son pausados. Nadie levanta nunca la voz, nadie corre. Se alterna el trabajo con las conversaciones. Todo en un ambiente muy distendido. En estos días ayudo a la organización a terminar de redactar la memoria del año anterior y a actualizar la web.
A cambio, Cecore me pone en contacto con periodistas locales, organismos internacionales e institutos especializados. Además, tengo a disposición mía decenas de libros y análisis sobre los conflictos que durante años han azotado la zona de los Grandes Lagos. Tienen una interesante recopilación sobre el rol de los medios en los escenarios violentos.
Al mediodía salgo a comer siempre en lugares de comida típica. Hasta ahora solo me había atrevido con un par situados cerca de la oficina. Hoy Justine me acompaña un poco más lejos, en una callejuela repleta de imprentas. Como pollo con yam, posho y matoke.
- ¿Conoces el matoke?
- Sí (es una pasta hecha de plátano que descubrí el primer día). Deliciosa para los que amamos esta fruta.
- ¿Y el posho?
- No. Me explica que se trata de una harina de maíz.
- ¿El yam?
- Tampoco. No me sabe detallar qué es. Luego descubriré que se trata de un tubérculo dulce, cuya traducción en español es ñame.
Como con dos ugandeses a los que no conozco, que se sientan en la misma mesa. La costumbre no es rara en el país, donde ni siquiera es habitual pedir permiso para compartir el espacio. Se rompe el hielo con el habitual ¿How are you?, repetido en ocasiones hasta tres veces. Acostumbro a contestar solo a la primera. Luego sonrío.
El almuerzo me cuesta 4.000 shillings ugandeses (UGX), o lo que es lo mismo, un aproximado de 1,30 Eur. En total y si no hay gastos extraordinarios no gasto más de 3 Eur al día en Uganda. Los días en que compro provisiones en el supermercado el gasto puede ascender a 5 Eur. Casi nunca más. El autobús me cuesta 500 UGX de casa al centro (unos 0,15 Eur) y 1.000UGX (0,30Eur) en el mismo trayecto inverso. No hay explicación lógica de porqué el mismo tramo cuesta el doble en el regreso.
Después de comer salgo a pasear por el centro. No llevo bolso encima, así que puedo permitirme hacer un poco "la turista". Entro en algunos centros comerciales, donde se pueden adquirir las coloreadas telas africanas con las que visten muchas mujeres de este país. Y como en otros países en desarrollo hay infinidad de tiendas de zapatos. Los tacones no parecen un obstáculo para las ugandesas, acostumbradas al barro y a los baches. Entro en un negocio de películas piratas. Otro producto al que estoy habituada.
En el exterior, enfrente a las sedes de grandes bancos extranjeros como Barclays, se sientan muchos hombres y mujeres detrás de pañuelos enormes en los que se pueden encontrar desde cortaúñas hasta mapas de África, monederos o paraguas. También son habituales las paradas de libros usados. No faltan las novelas rosa de Nora Roberts o Danielle Steel. En muchas se encuentra también el primer libro de Barack Obama "Los sueños de mi padre: Una historia de raza y herencia", publicado en 1995 y re-editado en 2004.
Cuando llego a la oficina me choco de bruces con una música en español. “¿Quién es ese hombreeee?”. Algunos de los compañeros están comiendo delante del televisor. Y para amenizar el almuerzo tienen puesto ni más ni menos que una versión inglesa de Pasión de Gavilanes. ¡Dudo que este país deje alguna vez de sorprenderme!
martes, 28 de septiembre de 2010
Diario de Uganda: Una mirada desalentadora
La economía ugandesa ha experimentado en los últimos años un importante crecimiento, con un aumento del productor interior bruto del 7,3% de promedio entre 1990 y 2008, según datos gubernamentales.
La reforma monetaria, llevada a cabo desde el acceso al poder de Yoweri Museveni en 1986, así como el incremento de los precios de los cultivos de exportación –el principal de los cuales es el café- y los productos derivados del petróleo, junto con una mejora de los salarios de los funcionarios, permitieron estabilizar la economía.
Contribuyeron a ello también una inversión continua en infraestructuras, mayores incentivos para la producción y las exportaciones, el control de la inflación, la mejora de la seguridad nacional y las facilidades para que regresaran los empresarios indios, exiliados durante el gobierno de Idi Amín.
A pesar de ello, la realidad de Uganda sigue siendo tristemente desalentadora. De los 31,6 millones de habitantes que tiene el país casi un 75% vive con menos de dos dólares al día y un 31% es pobre. Ello supone unos 8,4 millones de ugandeses, de los cuales 7 millones están sumergidos en el pozo de la pobreza crónica.
Los datos del país revelan además que un 10% de los niños menores de 5 años no desayunan. La realidad -cruda de por sí- empeora en el ámbito rural, donde un 9% de la población solo puede comer una vez al día. Si bien el Gobierno asegura que el panorama ha mejorado, en Uganda la esperanza de vida sigue siendo de poco más de cincuenta años, 53 para ser exactos.
Escucho estos datos mientras asistimos, con Lydia, a la presentación del Plan de Ampliación de la Protección Social, que acaba de lanzar el Ministerio de Género, Trabajo y Desarrollo Social. Entre discurso y discurso –todo muy pomposo a pesar de la información que se presenta- pienso le espera un arduo trabajo al Gobierno. Pues en la actualidad el Ejecutivo solo garantiza protección social a un 5% de los trabajadores activos.
Si tenemos en cuenta que en menos de seis meses habrá elecciones generales en Uganda, no suena descabellado entender el plan como una medida de propaganda gubernamental. Museveni, que el próximo año cumplirá 25 años en el Gobierno, no ha mostrado ninguna voluntad de querer abandonar el poder. Cuando pregunto en la oficina si creen que volverá a ganar los comicios me dicen: “Tiene todos los instrumentos para manipular las elecciones…”.
Gabriel Opio, el ministro de Género, Trabajo y Desarrollo Social, niega que el plan tenga fines electorales. Habla des del salón del Hotel Serena, uno de los más lujosos de la capital. Después de él lo hace el segundo viceministro del Gobierno, Henry Kajura, que destina 20 minutos a justificar el programa entre broma y broma. El programa consistirá en entregar en efectivo un aproximado de 7 Eur mensuales a 60.000 familias.
Se pasa un vídeo que justifica el éxito de los programas de transferencias en efectivo en otros países, entre los cuales Zambia, Mozambique y Lesotho. “Cuando los pobres reciben el dinero lo primero que hacen es gastarlo en comida”, explica uno de los expertos en la proyección. Lo miro con escepticismo, sin saber muy bien qué creer, acordándome de Claudia de Prensa Libre, que más de una vez propuso documentar qué pasaba con el dinero de las remesas que mandaban los migrantes.
No tengo muy claro que la entrega de billetes sea la mejor manera de solucionar la extrema pobreza. Ni que quienes hablan, desde este salón con estos trajes, la hayan vivido de cerca. Pienso en Robert y su enfado con los organismos internacionales, presentes en el Hotel Serena. Me acuerdo también de Guatemala, donde más de una vez se robaron dinero de programas de asistencia social.
Suspiro. Dejar de creer no es la opción. Al final las cifras revelan que el número de pobres en el mundo disminuye. Y de alguna manera, aunque sea muy lentamente, el mundo mejora. Me aplico entonces mi propia medicina. Ese convencimiento de que no son las organizaciones sino las personas las que logran las transformaciones. A veces algunos organismos están liderados por excelentes profesionales. Y entonces las cosas cambian y los incrédulos creen.
"La visión sin ación no logra nada, la acción sin visión se olvida con el tiempo, la visión con acción cambia el mundo", Nelson Mandela
lunes, 27 de septiembre de 2010
Diario de Uganda: Serena calma
Para recorrer Kampala no se necesita dinero ni un chófer. No hace falta conocerse todos los rincones de la capital ni ser demasiado osada. No es imperativo haber estado aquí antes para sentirse segura, no es requisito ni siquiera tener un perfecto inglés. Para recorrer Kampala lo que hace falta es tener una paciencia sin límites. Una serena calma que te permita olvidar la exactitud de las horas o te mantenga impasible cuando ves un ugandés pegado a un matatu en su moto.
Y es que las distancias mínimas en este país parecen ser más un mito en extinción que una norma de tráfico. Son tantos los vehículos que se acumulan en las calles sin delimitar de Kampala que pareciera que el asfalto, decorado con infinitos baches, se prolongue hasta las aceras. Se amontonan por igual matatus, bicicletas, motos en las que se montan de lado –cuando llevan falda- las imponentes mujeres africanas y peatones.
Llego al centro de la ciudad a las 8.30, me bajo del minibus y me subo a una moto que recorre una de las siete colinas sobre las que se extiende Kampala. Después de las primeras calles tranquilas entramos en una cuesta donde uno tiene que mirar dos veces para registrar todo lo que ven los ojos. A la cantidad de vehículos que colapsan la zona en hora punta se le suma la decadencia de los negocios que rodean la carretera.
Un denso aire gris -producto de la combinación del humo de los vehículos, la densidad de gente y un cielo todavía por despejar- penetran de manera asfixiante a quien se atreva a surcar la cuesta a esas horas. Resulta imposible asimilar tanto movimiento. Abandonamos la zona y el motorista me deja pronto delante del National Insurance Corporation Building, donde está la sede de Cecore.
A la salida, unas horas más tarde, se repite la secuencia. Las calles del City Centre vuelven a estar repletas de gente, vuelven a poblar las esquinas las motos a la espera de quien quiera pagar entre 1.000 y 4.000 shillings ugandeses (UGX), o lo equivalente a unos 30 céntimos de Euro, para llegar pronto a casa. Me acompaña Justine, que me lleva hasta la estación de matatus, desde donde sale el minibús que me deja cerca de casa. Sigue el mismo trayecto que yo, por lo que se sube en el mismo vehículo.
Ha llovido fuerte durante la tarde y el Old Taxi Park no logra vaciarse de matatus. Recorremos tramos de un metro y paramos. El conductor se apoya sobre su brazo, en los lados pasan caminando vendedores informales con todo tipo de productos. Elemento común en el Tercer Mundo, donde uno puede comprar a esos surcadores de pasajeros pacientes los productos más inimaginables. Las pequeñas bolsas de comida típica es lo más habitual. Pero también pueden adquirirse en estos mercados ambulantes pequeñas radios, pinzas de pelo, libretas, bolígrafos, etc.
Cada vez que los veo me acuerdo de los peruanos, que cuando veían estos vendedores en las paradas de autobuses solían decir que la imaginación era la primera característica de la gente de su país. No era para menos. En algunos mercados del Centro Histórico de Lima se pueden comprar títulos de carrera, carnés de conducir, diplomas de lenguas e incluso exámenes de algunas materias del año anterior. Sí, el ingenio peruano sin duda trasciende fronteras.
Lo recuerdo mientras seguimos paradas en el matatu. Hace ya media hora que estamos en el mismo sitio y solo habremos avanzado diez metros. Paciencia. África es el continente perfecto para ejercerse en el arte de ralentizar. No existe la prisa. Muchos ugandeses ni siquiera usan reloj. Por la mañana cuando llego a la oficina solo dos de sus miembros llegan a las 9. Los demás han establecido su margen hasta las 10.30. Nadie se queja de los retrasos. Nadie contesta malhumorado al "buenos días" de quien llega tarde.
Justine aprovecha la tregua en el camino para enseñarme algunas palabras útiles en el matatu.
- Cuando quieras bajarte le dice al conductor Muamu Awo
- Cuando quieras llegar hasta el final del trayecto Ku stage
Ensayo la pronunciación mientras ella me anota las frases en una libreta donde empiezo a acumular anotaciones varias. Todavía parados observo como surcan los ugandeses los milímetros que dejan los matatus pegados. De repente una moto se queda atascada entre un coche y un camión. El conductor de la moto tiene que golpearlo para que se tire para atrás y le deje seguir. Me quedo mirándolo temiendo por el conductor de la moto. Le pregunto a mi vecino: "¿Está bien?" Sí, está bien, me dice casi sin mirarle. Relativizar es el segundo deporte nacional en Uganda. Serenarse el primero.
Logramos salir del centro y adentrarnos entonces en los barrios de Kampala, donde percibo la verdadera África. Los niños jugando en la calle, las colinas, la mezcla de verde con el barro de los caminos. La tierra, en su máximo esplendor. Me bajo donde me indica Justine. Nos despedimos y camino hasta casa. Son las 18.30 y en el camino al albergue me acompañan los escolares uniformados que acaban de salir de clase. Es una imagen perfecta. Me doy cuenta que me encanta recorrer ese tramo.
Al llegar a casa me abre Issa, un ugandés que siempre me recibe sonriendo.
- Welcome back, Angels.
- Thanks, Issa.
- How was the day?.
- It was great, thanks.
Entro, me cambio y me dirijo a la terraza, donde ya me he acostumbrado a disfrutar del atardecer. De repente, al mirarme los pies, los observo de color. Es el barro rojo de los caminos que, al haber llovido, se ha impregnado en la piel. Colores, también en la tierra. Recuerdo a Arantza que el sábado me decía: "Siempre que regreso a casa lo veo todo apagado". ¿Será ese el precio de regresar a Europa?
domingo, 26 de septiembre de 2010
Diario de Uganda: Hora de hacerse a la mar
Los niños huérfanos sufren en África un doble estigma. El de no tener padres y el de no pertenecer ya nunca más a una tribu. Y eso, que en otras regiones puede tener poco significado, aquí es una de las bases de esta sociedad. Casados y con hijos, los ugandeses siguen preguntándose de qué tribu son.
Quizás por eso las chicas que llevan este orfanato no escatiman en cuidados. Los niños de Malayaka House reciben dosis de afecto sin límite. Fuera, otros pequeños con padres no tienen la misma suerte. Algunos recorren durante todo el día el trayecto de casa a las fuentes de agua, que a veces están a una hora de camino. En el Primer Mundo son niños. Aquí, son una fuerza de trabajo.
Pasamos el domingo con los pequeños hasta que por la tarde viene la cónsul honoraria de España en Uganda a visitar el orfanato. Aprovecho su regreso a la capital para volver a Kampala. Le doy la dirección a su chófer, al que le cuesta encontrar el albergue. Me pregunta si yo me acuerdo del camino y me doy cuenta que todos los barrios me parecen iguales en Kampala. Y que si me alejan del camino con el que ya me he familiarizado estoy perdida. Me río, una vez más, porque sé que llegaremos. Una monja nos indica la ruta. Y, efectivamente, llegamos.
Antes de dormirme me sumerjo un rato en "El sueño de África", el primer libro de la trilogía de Javier Reverte sobre este continente que comencé a leer durante el vuelo. Me dejo absorber por la perfección de sus descripciones hasta que, de repente, leo algo todavía mejor que el relato de su llegada a esta tierra. Aquello que nos motiva a algunos a seguir en movimiento. Un párrafo robado del "Moby Dick" de Herman Melville:
“Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que hay en mi alma un noviembre húmedo y lluvioso […], cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que me hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle a quitarle de un golpe el sombrero a los transeúntes, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda”.
Antes de irme a Perú, tras muchos años de estar en Barcelona –solo interrumpidos por un Erasmus en Austria- pensaba muchas veces, antes de acostarme, en la muerte. De hecho, no solo la pensaba. Casi la sentía. Me dormía percibiendo que podía morir. Dejé España y se apagó esa sensación.
Nunca más la volví a sentir tan intensa. Ni en Guatemala durante 9 meses ni en El Salvador de paso, donde la vi muy cerca. Tiempo después, alguien me dijo que soñar con la muerte significa necesidad de cambio. Quizás a Melville le sucediera en ocasiones algo parecido a esa certidumbre que tuve, hace poco, de que era momento de hacerse a la mar. Momento de conocer África.
sábado, 25 de septiembre de 2010
Diario de Uganda: A orillas del lago Victoria
He decidido prescindir de John, el motorista que hasta ahora me llevaba a los sitios. Siempre que visito un país intento viajar con los medios locales y no quiero que Uganda sea una excepción. Hasta ahora solo Guatemala lo fue. Evitaba allí los autobuses por el miedo que me generaba esa costumbre de las maras de balear estos vehículos en algunos barrios. Tampoco los necesité mucho por la cercanía de mi casa al periódico.
En Kampala viajar con matatus se presenta como un reto. Es sábado y me voy a Entebbe, donde colaboraré los fines de semana con el orfanato de una organización española. Rebbeca, una de las ‘anties’ del albergue me despierta a las 7. Desayuno en la terraza a pesar del aire fresco que todavía no abandona la noche. No me canso de disfrutar del panorama que ofrecen las terrazas de esta casa. Algo, en los árboles que rodean el edificio y la tierra que cubre el camino de piedras que lleva aquí, me hace sentir en casa. Puede que Kampala no sea sino un gran pueblo.
A las 8.30 salgo de casa. Le pregunto a un niño donde puedo coger el bus para el City Centre. Me señala el camino y a los dos minutos me pregunta: Good morning how are you?. Saludar, aún cuando ya se haya iniciado las conversaciones, parece una obligación en Uganda. En el camino, otros niños me miran. La eterna curiosidad de la otredad.
Llego a la esquina donde debe pasar el matatu. Le pregunto a varios conductores si van al centro. Me dicen que no, me miran. Me miran ellos, me miran los pasajeros y quienes aguardan su minibús. Le pregunto a uno de los chicos que esperan cual debo tomar y me dice que él me avisa. Cuando finalmente subo en uno de estos mini-buses le pregunto a mi vecino si voy bien para el Old Taxi Park, esa explanada donde llegué el primer día y de donde parten los autobuses a Entebbe.
Me responde que sí, y me dice que él me avisa cuando lleguemos. Cada día que pasa me sorprende más la amabilidad de esta gente. En América Latina muchas veces la cortesía lleva implícito un interés hacia el extranjero, a menudo sexual. En Uganda –y hasta el momento- solo me he encontrado con ayudas desinteresadas. A pesar de que sé bien que aquí el extranjero también es adulado.
De camino al Old Taxi Park se suceden los negocios informales. La calle está repleta de gente, vislumbro el mayor número de trastos expuestos al aire libre que nunca he visto hasta ahora. Se levanta el polvo, ese que cuentan que tanto castiga los pulmones de los capitalinos. Algunos trabajadores descansan en el suelo. Se ven puertas de hierro, sillas, vallas, neumáticos, estanterías, bidones…todo ello expuesto al lado de las calles. En una perfecta anarquía en la que destaca la belleza africana. La femenina sobre todo. Cuesta asumir esa mezcla de elegancia que caracteriza la vestimenta de muchas mujeres ugandeses con el desorden que impera en el ambiente.
Al llegar al Old Taxi Park el chico del matatu me lleva hasta los autobuses que van a Entebbe. Me choca la mano y se despide. Recorro el mismo trayecto que cuando llegué a la capital por primera vez. Solo que ahora, unos días más tarde, la realidad me supera menos. Y es desde esta asimilación cuando en realidad se empieza a disfrutar un país. Sentada al lado de la ventana, absorbo las imágenes, los olores.
Miro con todos los sentidos. Desde lo más profundo del respirar. África tiene nombre de mujer y son sus rostros, los de ellas, a los que uno no dejaría nunca de mirar. Puede que el deseo de ser invisible adquiera aquí todo su sentido. El ambiente huele a chimeneas. A ratos me duermo. Me despierto solo cuando el matatu frena en seco.
El día en el orfanato se convierte en un laberinto de sensaciones. En lo duro están las historias de los niños, la mayoría abandonados en mercados, en bosques, incluso en letrinas. Hay varios gemelos e incluso unos trillizos. “Aquí se consideran fruto de un embrujo”, me cuenta Arantza, una de las que tira adelante este proyecto, no sin dificultades.
“Te enfrentas con infinidad de problemas, muchos de ellos generados por el propio gobierno, pero además con muchos ugandeses que intentan engañarte”, agrega. Robert Fleming, el fundador del orfanato, se indigna además con la ineficiencia de Naciones Unidas, que tiene en Uganda varios cuerpos de paz. Se indigna por los vehículos que llevan, por su burocracia, por la lejanía a la realidad desde la que operan. “No sé donde están, no los veo en el campo, no los veo en los centros de salud, no los veo aquí”. Está profundamente enfadado.
En lo positivo están la infinidad de momentos increíbles que te regalan los niños, la visita a casa de Tony –uno de los ayudantes del orfanato- para conocer a su bebe recién nacido, el paseo hasta el lago Victoria, los minutos en los que sentada a orillas de ese increíble mar de sueños sigues sin concebir el hecho de estar acá, el trabajo de las chicas que llevan el orfanato, los paisajes, los cánticos de las iglesias que acompañan los despertares. La calidez de África. La sensualidad de su entorno. La capacidad de seguir maravillándonos. Me duermo respirando ese continente.
En Kampala viajar con matatus se presenta como un reto. Es sábado y me voy a Entebbe, donde colaboraré los fines de semana con el orfanato de una organización española. Rebbeca, una de las ‘anties’ del albergue me despierta a las 7. Desayuno en la terraza a pesar del aire fresco que todavía no abandona la noche. No me canso de disfrutar del panorama que ofrecen las terrazas de esta casa. Algo, en los árboles que rodean el edificio y la tierra que cubre el camino de piedras que lleva aquí, me hace sentir en casa. Puede que Kampala no sea sino un gran pueblo.
A las 8.30 salgo de casa. Le pregunto a un niño donde puedo coger el bus para el City Centre. Me señala el camino y a los dos minutos me pregunta: Good morning how are you?. Saludar, aún cuando ya se haya iniciado las conversaciones, parece una obligación en Uganda. En el camino, otros niños me miran. La eterna curiosidad de la otredad.
Llego a la esquina donde debe pasar el matatu. Le pregunto a varios conductores si van al centro. Me dicen que no, me miran. Me miran ellos, me miran los pasajeros y quienes aguardan su minibús. Le pregunto a uno de los chicos que esperan cual debo tomar y me dice que él me avisa. Cuando finalmente subo en uno de estos mini-buses le pregunto a mi vecino si voy bien para el Old Taxi Park, esa explanada donde llegué el primer día y de donde parten los autobuses a Entebbe.
Me responde que sí, y me dice que él me avisa cuando lleguemos. Cada día que pasa me sorprende más la amabilidad de esta gente. En América Latina muchas veces la cortesía lleva implícito un interés hacia el extranjero, a menudo sexual. En Uganda –y hasta el momento- solo me he encontrado con ayudas desinteresadas. A pesar de que sé bien que aquí el extranjero también es adulado.
De camino al Old Taxi Park se suceden los negocios informales. La calle está repleta de gente, vislumbro el mayor número de trastos expuestos al aire libre que nunca he visto hasta ahora. Se levanta el polvo, ese que cuentan que tanto castiga los pulmones de los capitalinos. Algunos trabajadores descansan en el suelo. Se ven puertas de hierro, sillas, vallas, neumáticos, estanterías, bidones…todo ello expuesto al lado de las calles. En una perfecta anarquía en la que destaca la belleza africana. La femenina sobre todo. Cuesta asumir esa mezcla de elegancia que caracteriza la vestimenta de muchas mujeres ugandeses con el desorden que impera en el ambiente.
Al llegar al Old Taxi Park el chico del matatu me lleva hasta los autobuses que van a Entebbe. Me choca la mano y se despide. Recorro el mismo trayecto que cuando llegué a la capital por primera vez. Solo que ahora, unos días más tarde, la realidad me supera menos. Y es desde esta asimilación cuando en realidad se empieza a disfrutar un país. Sentada al lado de la ventana, absorbo las imágenes, los olores.
Miro con todos los sentidos. Desde lo más profundo del respirar. África tiene nombre de mujer y son sus rostros, los de ellas, a los que uno no dejaría nunca de mirar. Puede que el deseo de ser invisible adquiera aquí todo su sentido. El ambiente huele a chimeneas. A ratos me duermo. Me despierto solo cuando el matatu frena en seco.
El día en el orfanato se convierte en un laberinto de sensaciones. En lo duro están las historias de los niños, la mayoría abandonados en mercados, en bosques, incluso en letrinas. Hay varios gemelos e incluso unos trillizos. “Aquí se consideran fruto de un embrujo”, me cuenta Arantza, una de las que tira adelante este proyecto, no sin dificultades.
“Te enfrentas con infinidad de problemas, muchos de ellos generados por el propio gobierno, pero además con muchos ugandeses que intentan engañarte”, agrega. Robert Fleming, el fundador del orfanato, se indigna además con la ineficiencia de Naciones Unidas, que tiene en Uganda varios cuerpos de paz. Se indigna por los vehículos que llevan, por su burocracia, por la lejanía a la realidad desde la que operan. “No sé donde están, no los veo en el campo, no los veo en los centros de salud, no los veo aquí”. Está profundamente enfadado.
En lo positivo están la infinidad de momentos increíbles que te regalan los niños, la visita a casa de Tony –uno de los ayudantes del orfanato- para conocer a su bebe recién nacido, el paseo hasta el lago Victoria, los minutos en los que sentada a orillas de ese increíble mar de sueños sigues sin concebir el hecho de estar acá, el trabajo de las chicas que llevan el orfanato, los paisajes, los cánticos de las iglesias que acompañan los despertares. La calidez de África. La sensualidad de su entorno. La capacidad de seguir maravillándonos. Me duermo respirando ese continente.
viernes, 24 de septiembre de 2010
Diario de Uganda: Desarmar la mente
En Uganda se hablan unas 33 lenguas. La mayoría de ellas pertenecen al grupo lingüístico Bantu, como es el caso del Luganda, el Lusoga y el Lutori. Otros grupos como el Nilotic y el Cushitic se hablan en el norte y el este, donde en ocasiones solo unos miles de personas lo usan.
Aunque si hay un idioma curioso este es el Karimojong. Hablado en el nordeste, en la región de Karamoja, esta lengua tiene un vocabulario de tan solo 180 palabras. Característica por las tradiciones tribales que rigen la vida de sus ciudadanos, esta región conserva antiguas prácticas, por lo que se trata de una zona profundamente estigmatizada entre los ugandeses.
Desde hace años la persistencia de algunas de estas costumbres ha hecho de la región una de las más conflictivas del país. Cuando me lo cuentan pienso de inmediato en el LRA, el grupo rebelde de Lord Joseph Kony que desde el inicio del gobierno de Yoweri Museveni en 1986 y durante 20 años ha aterrorizado la población del norte del país, causando miles de muertos y una población desplazada que solo recientemente está empezando a regresar a sus hogares.
El conflicto en Karamoja tiene algo que ver con el LRA en tanto que la proximidad de los distritos de Gulu y Kitgum, los más castigados por el grupo rebelde, permitió que muchas de las armas de esta zona se filtraran en Karamoja. Pero los enfrentamientos en esta región tienen que ver con algo mucho más cotidiano: el matrimonio.
Para que los hombres de esta zona puedan casarse necesitan reunir 100 vacas, que regalan a la familia de la futura esposa. La escasez de vacas, en una zona profundamente árida, ha provocado que muchos karamojong roben estos animales a sus vecinos para poder contraer matrimonio, enfrentamiento que muchas veces termina con la muerte de algunos de ellos.
El asunto, que ha empeorado debido a las sequías de los últimos años, se ve agravado debido a la proximidad de otras comunidades con las mismas costumbres en la vecina Kenia. “Es un tema muy complicado porque requiere cambiar la actitud de un pueblo”, me explica durante día de trabajo Lydia Aballa, una de las mujeres que integra Cecore.
“Después de muchos análisis hemos llegado a la conclusión que no se trata sólo de desarmar a las personas, sino de desarmar sobre todo la mente”, me cuenta. “Hay que cambiar las estructuras mentales, enseñar que el conflicto no se soluciona solo con el enfrentamiento”, agrega. “Pero además, y sobre todo, hay que proporcionar alternativas económicas”, sentencia.
No es la primera vez que escucho que detrás de un conflicto armado yace la lucha por los recursos naturales. Iraq, Angola o el Congo son otros ejemplos de guerras encubiertas, detrás de las cuales no está otra pelea que la propiedad de recursos naturales como el petróleo o los diamantes. El eterno problema de los países en vías de desarrollo que gozan de riquezas. El miserable destino de muchas regiones. La triste realidad de una "pobre África rica", como resumía de manera excelente un titular de la Vanguardia ese verano.
Lo hablamos con Lydia mientras me cuenta otros de los proyectos que lleva a cabo Cecore. Me habla de los sin-tierra, grupos étnicos minoritarios a quienes la creación de los parques naturales ha dejado muchas veces sin el derecho de explotar los recursos naturales. Me cuenta de la necesidad de enseñarles sus derechos más fundamentales. Me sitúa sobre un mapa Amudat, Moroto y Serere, los distritos donde todavía se aplica la ablación.
Hablamos del trasfondo de la guerra civil en Uganda, de la permanencia durante casi 25 años del mismo presidente, de las elecciones del próximo año, que raramente cambiarán el panorama político. Hablamos de los grupos rebeldes del sur de Sudán, de las consecuencias del genocidio ruandés, de la situación en Kenia. Mientras le escucho miro fuera del edificio de 10 plantas del centro de Kampala donde está situada la oficina de Cecore. Y recuerdo porqué siempre quise conocer esta región.
De vuelta a casa me lleva Fisher, uno de los expertos en armas pequeñas y minorías étnicas de la organización. Viajo con Justine, otra de las veteranas, que me enseña el camino a recorrer con matatu para no depender de los boda-boda. Durante el trayecto, una aventura por las calles sin asfaltar de esta ciudad-caos, me pregunta Fisher:
- ¿Eres católica?
- No
- ¿Qué eres?
- No soy nada…
- Y entonces ¿en qué crees?
- Creo en algunas personas, Fisher
Se queda meditando un rato:
- Pero entonces, ¿No rezas?
- No, no rezo
Medita un rato más:
- No lo puedo entender, ¿en qué personas crees?
- Creo en personas coherentes. En personas cuyos proyectos respecto.
- No lo entiendo
- Jajaja, no tienes qué entenderlo
Nos reímos. De fondo sigue sonando la música católica que lleva puesta desde que entramos en el coche. Me deja delante del albergue y espera a que me abran. Me desean ambos un buen fin de semana. Sonríen y se van. Cuando subo al albergue escucho un fuerte alboroto. Salgo a la terraza y veo a un centenar de niños reunidos en un terreno que hay enfrente del albergue, elevado por encima del nivel de la calle, de manera que los ojos de los niños quedan a la altura de los míos.
Han improvisado un partido de futbol en el que algunos juegan y muchos otros animan. En los lados se crean, además, pequeños grupos de chicos y chicas que se persiguen. La seducción en su máximo esplendor. Cojo una cerveza de la nevera, me planto delante y observo durante rato. Rodeada de árboles, presencio como va bajando el sol. Y siento que quizás no haya nada más perfecto en este momento que estar mirando a unos niños jugar mientras anochece en África.
Si escuchas una voz que te dice: No puedes pintar. Entonces como sea pinta y esa voz será silenciada, Vincent Van Gogh.
jueves, 23 de septiembre de 2010
Diario de Uganda: Primeras impresiones
Hay un momento inédito en todo viaje. Un instante que queda para siempre sellado en la memoria por acoger las primeras imágenes de un país. La postal con la que siempre asociaremos la llegada a ese nuevo entorno. Las primeras impresiones. Hoy escribo desde el privilegio de ese espacio-tiempo, cuando están a punto de cumplirse 24 horas desde que pisé por primera vez el África subsahariana. África, el destino que siempre quise conocer, el continente-enigma.
Llegué a Entebbe con un día de retraso. La mala visibilidad en Amsterdam y la huelga de controladores aéreos en Francia me obligaron a hacer noche en Holanda, sin más consecuencia que el incremento de esa alteración emocional que todo viaje ansiado despierta. Cuando finalmente volé, lo hice –sin embargo- desde una calma inesperada. Sabía que, de alguna forma, África representa no sólo un nuevo descubrimiento exterior para mí sino la continuación de una apuesta interna en una etapa impregnada de reflexión. Todo viaje emprendido solo significa, ante todo, un reto personal. Un encuentro con la soledad, el único escenario desde el que se puede escribir.
Volé consciente de ello en un viaje casi sin turbulencias, en un avión sin llenar, donde muchos optaron por dormir, lo que alentaba la serenidad en el ambiente. Pasé gran parte del vuelo leyendo un ensayo-intento-de-racionalizar la crueldad del genocidio ruandés, con ratos en los que saltaba a la historia de Uganda.
Delante, el ordenador de KLM iba indicando nuestra situación. Después de algunas ojeadas, el mapa nos ubicaba ya en el continente africano. Dejé escapar una sonrisa. Horas más tarde, aparecería el Lago Victoria, hablaría el capitán e iniciaríamos el descenso. Hasta que, de repente, alcanzamos velocidad cero, se abrieron las puertas y supe que estaba a metros de pisar una región, la de los Grandes Lagos, que siempre quise conocer. No podía contener ya la curiosidad.
Al bajar del avión me esperaba Dilia, la presidenta española de un orfanato en Entebbe con la que había contactado antes del viaje. Me llevaron a cenar con otros españoles y pronto nos acostamos. De noche, Uganda asomaba con las sombras de ese país increíblemente verde castigado durante años por un conflicto interno y la dictadura de un hombre que, como tantos gobernantes, han pasado a la historia por lo cruel de sus actos, Idi Amin.
Tumbada en la cama del orfanato, donde pasé la primera noche, algo me impidió dormirme pronto. Al despertar, el grupo de españoles que estaban de visita y con los que cené el día anterior, ya estaban de pie. Desayunamos juntos pero pronto los dejé. Tenía ganas de llegar a Kampala, dejar maletas y empezar a situarme. La primera sorpresa fue cuando el boda-boda al que llamó Dilia apareció. Esperaba una moto-taxi como las habituales de Perú y muchos otros destinos. En su lugar apareció simplemente una moto, donde debíamos caber el conductor, yo y la maleta de 23 Kg…
Evidentemente cupimos. Y no solo eso, sino que el trío –ninguna novedad en Uganda, donde el número tres parece ser el mínimo de pasajeros a llevar en moto- cruzamos un camino repleto de baches y llegamos al centre de Entebbe. Cambié algo de dinero y me subí a un matatu, ese minibús sin más paradas establecidas que las que solicite el pasajero.
A poco de iniciar el trayecto aparecen las primeras aguas del Lago Victoria, un símbolo literario donde exista. Discurren escuelas, negocios informales al aire libre, caminos de tierra que se adentran lejos de la mirada, suben y bajan continuamente pasajeros. Tengo al lado una mujer joven de unos 25 años que luego me será de gran ayuda. A su lado sube al rato un hombre con dos niñas. Una de ellas me mira.
La inocencia tiene en los pequeños ese descaro de curiosidad que los años roban. Soy la única blanca en el matatu. Le respondo a la mirada con una sonrisa que me devuelve. Su rostro tiene algo de osadía que su padre reprueba. Le muevo la cabeza en señal de aprobación. ¿Cómo no permitir su curiosidad cuando la más indiscreta en ese mini-bus soy yo? Miro fuera sin cesar, intentando absorber todo, consiente –no obstante- que lo percibido en ese momento supera al viajero. Solo las palabras podrán en orden, más tarde, las sensaciones.
A medida que llego a Kampala se incrementa el tráfico, asoma una ciudad caótica al fondo, con algunos edificios financieros a la derecha y un gran desconcierto, que no hace más que aumentar, al otro lado. De repente rodean el matatu centenares de personas, aparece un mercado a la izquierda y la carretera –un camino sin asfaltar- se convierte en un sinfín de mini-buses peleando por avanzar.
El conductor para a ratos el motor, la chica de al lado me pregunta si bajo en el parque. Le digo que sí, sin mucho convencimiento, sin idea realmente de donde se encuentra ese sitio al que me han indicado que debo bajarme. ¿Primera vez aquí? Primera vez en África, admito sonriendo. La sensación de estar perdida en medio de tanta gente desconocida y de una ciudad nueva solo puede enfrentarse con la risa. "Yo te llevo al parque", me dice.
Bajamos, pago a una bici para que me lleve la maleta al parque –siguiendo el consejo de esa cómplice inesperada- en medio de centenares de miradas curiosas y de muy poco espacio por donde circular y observo. En breve llegamos al parque, me busca el matatu que me lleva a Rubaga, el barrio donde se encuentra el albergue pero pasa media hora en la cual no sé si reírme o preocuparme.
El conductor ni nadie alrededor conoce la dirección que les doy. Ubican la carretera que lleva allí pero no el sitio exacto al que debo bajar. Pago algo por una tarjeta telefónica que me permita llamar al albergue desde el teléfono de uno de los pasajeros. Pero salta un contestador automático. Todos quieren ayudarme, todos preguntan la dirección. Nadie sabe. Hasta que al final regresa el conductor diciéndome que ya le han indicado como llegar. Solo puedo creerle. Miro atrás en el momento de arrancar. Hay otras mujeres en el matatu. No pasará nada. No pasa nada.
Me dejan en la rotonda correcta. Allí se repite la escena conductor de moto-Àngels-maleta, aunque esta vez el equipaje viaja sin ser atado, delante de mí, que lo sostengo. Volvemos a recorrer baches, vuelvo a adentrarme en caminos sin asfaltar hasta que, por fin, diviso el albergue. "Bienvenida", me reciben varias caras sonrientes. Gracias. Icu Guesthouse es un acogedor albergue en medio de un entorno tranquilo y verde. Un oasis entre tanto caos. Un espacio desde el que se divisan las montañas que rodean Kampala. Un espacio donde sentirse en casa lejos del hogar.
Por la tarde me voy al centro de la ciudad. Quiero acercarme a ver a la gente de la organización con la que colaboraré. Desde el albergue me llaman a un conductor de ‘matatu’ de confianza y entonces sí, descubro que el peligro de Uganda no es su inseguridad ni sus calles, sino quienes conducen por sus calles.
Sin casco, con la conducción por la izquierda y casi obedecer a señales, los ugandeses han aprendido a lidiar con el caos de la capital haciendo increíbles y laberínticos movimientos entre los coches. Sentada detrás, intento entender a John, el "taxista", que me habla sin parar y al que no entiendo más que a ratos. El inglés africanizado tiene algo de complejo. Y entenderlo detrás de un matatu no es lo más fácil del mundo. Se me escapa la risa. Leo el surrealismo del momento ligado a lo inédito de la experiencia. Siento Uganda, siento la vida. Me siento viva. Me siento vida.
Al llegar al Centro de Resolución de Conflictos (Cecore) con los que trabajaré percibo esa timidez ugandesa de la que me hablaron en Entebbe las chicas españolas del orfanato. Las mujeres africanas hablan bajito, dan la mano sin firmeza y evitan la mirada. No está Lydia, la coordinadora de los voluntarios. Otra mujer me da información de la organización, me invita a consultar los documentos que quiera y me da la bienvenida. Husmeo algo de información que tienen sobre el papel de los medios en los conflictos de esa región, charlas de algún ponente y congresos organizados sobre el tema. Querré saber más sobre ese aspecto que hace algún tiempo que me interesa.
A las cinco John me espera delante del edificio donde está Cecore. Temía no reconocerle entre tanto "taxista"…Volvemos a surcar las calles, ahora más densas por coincidir con la hora en que cierran muchas empresas. Vuelve a crear laberintos entre coches y autobuses. Vuelve a hablarme sin parar. Vuelvo a no escucharle más que palabras. Vuelvo a reírme. Hasta que llego al albergue.
- Mañana te recojo a las 8.20, my friend, me dice John.
- Gracias. Hasta mañana.
Pienso en que tengo que comprarme un casco, como hizo otra voluntaria alojada en el albergue.
Llego a la habitación con dolor de cabeza. Conozco las señales de lo intenso. Martillean tanto que provocan dolor de cabeza. Me tumbo un rato, luego bajo y conozco a un holandés que recorre la región. Cuando se retira subo a escribir. Las palabras escritas desde esta habitación temporal tienen algo de mágico. Nacidas de la fascinación de las primeras impresiones, surgen solas, quizás alentadas por el maravilloso ocaso que se percibe aquí, acompañada detrás por una excepcional vista a las montañas.
Y mientras escribo aparece un ugandés. Me pregunta si no bajo a cenar. "Comí muy tarde", le respondo. "Ah, ok". Es propietario de una agencia de viajes al límite con Ruanda. "¿Viajarás por el país?", me pregunta. "Seguro, pero al final de mi estancia", le digo. "Este país tiene que ser increíble", agrego. Se alegra de que me guste. "Voy a cenar, luego estaré en la terraza, tomando algo". "Voy en 30 minutos, le digo". Inspira tanta tranquilidad que no puedo rechazar la bebida. Mañana habrá más África. ¡Salud!
'África tiene un aura especial y la tersura de un sueño infantil. África es también literaria, quizás el más literario de todos los continentes’, Javier Reverte en ‘El sueño de África.
Llegué a Entebbe con un día de retraso. La mala visibilidad en Amsterdam y la huelga de controladores aéreos en Francia me obligaron a hacer noche en Holanda, sin más consecuencia que el incremento de esa alteración emocional que todo viaje ansiado despierta. Cuando finalmente volé, lo hice –sin embargo- desde una calma inesperada. Sabía que, de alguna forma, África representa no sólo un nuevo descubrimiento exterior para mí sino la continuación de una apuesta interna en una etapa impregnada de reflexión. Todo viaje emprendido solo significa, ante todo, un reto personal. Un encuentro con la soledad, el único escenario desde el que se puede escribir.
Volé consciente de ello en un viaje casi sin turbulencias, en un avión sin llenar, donde muchos optaron por dormir, lo que alentaba la serenidad en el ambiente. Pasé gran parte del vuelo leyendo un ensayo-intento-de-racionalizar la crueldad del genocidio ruandés, con ratos en los que saltaba a la historia de Uganda.
Delante, el ordenador de KLM iba indicando nuestra situación. Después de algunas ojeadas, el mapa nos ubicaba ya en el continente africano. Dejé escapar una sonrisa. Horas más tarde, aparecería el Lago Victoria, hablaría el capitán e iniciaríamos el descenso. Hasta que, de repente, alcanzamos velocidad cero, se abrieron las puertas y supe que estaba a metros de pisar una región, la de los Grandes Lagos, que siempre quise conocer. No podía contener ya la curiosidad.
Al bajar del avión me esperaba Dilia, la presidenta española de un orfanato en Entebbe con la que había contactado antes del viaje. Me llevaron a cenar con otros españoles y pronto nos acostamos. De noche, Uganda asomaba con las sombras de ese país increíblemente verde castigado durante años por un conflicto interno y la dictadura de un hombre que, como tantos gobernantes, han pasado a la historia por lo cruel de sus actos, Idi Amin.
Tumbada en la cama del orfanato, donde pasé la primera noche, algo me impidió dormirme pronto. Al despertar, el grupo de españoles que estaban de visita y con los que cené el día anterior, ya estaban de pie. Desayunamos juntos pero pronto los dejé. Tenía ganas de llegar a Kampala, dejar maletas y empezar a situarme. La primera sorpresa fue cuando el boda-boda al que llamó Dilia apareció. Esperaba una moto-taxi como las habituales de Perú y muchos otros destinos. En su lugar apareció simplemente una moto, donde debíamos caber el conductor, yo y la maleta de 23 Kg…
Evidentemente cupimos. Y no solo eso, sino que el trío –ninguna novedad en Uganda, donde el número tres parece ser el mínimo de pasajeros a llevar en moto- cruzamos un camino repleto de baches y llegamos al centre de Entebbe. Cambié algo de dinero y me subí a un matatu, ese minibús sin más paradas establecidas que las que solicite el pasajero.
A poco de iniciar el trayecto aparecen las primeras aguas del Lago Victoria, un símbolo literario donde exista. Discurren escuelas, negocios informales al aire libre, caminos de tierra que se adentran lejos de la mirada, suben y bajan continuamente pasajeros. Tengo al lado una mujer joven de unos 25 años que luego me será de gran ayuda. A su lado sube al rato un hombre con dos niñas. Una de ellas me mira.
La inocencia tiene en los pequeños ese descaro de curiosidad que los años roban. Soy la única blanca en el matatu. Le respondo a la mirada con una sonrisa que me devuelve. Su rostro tiene algo de osadía que su padre reprueba. Le muevo la cabeza en señal de aprobación. ¿Cómo no permitir su curiosidad cuando la más indiscreta en ese mini-bus soy yo? Miro fuera sin cesar, intentando absorber todo, consiente –no obstante- que lo percibido en ese momento supera al viajero. Solo las palabras podrán en orden, más tarde, las sensaciones.
A medida que llego a Kampala se incrementa el tráfico, asoma una ciudad caótica al fondo, con algunos edificios financieros a la derecha y un gran desconcierto, que no hace más que aumentar, al otro lado. De repente rodean el matatu centenares de personas, aparece un mercado a la izquierda y la carretera –un camino sin asfaltar- se convierte en un sinfín de mini-buses peleando por avanzar.
El conductor para a ratos el motor, la chica de al lado me pregunta si bajo en el parque. Le digo que sí, sin mucho convencimiento, sin idea realmente de donde se encuentra ese sitio al que me han indicado que debo bajarme. ¿Primera vez aquí? Primera vez en África, admito sonriendo. La sensación de estar perdida en medio de tanta gente desconocida y de una ciudad nueva solo puede enfrentarse con la risa. "Yo te llevo al parque", me dice.
Bajamos, pago a una bici para que me lleve la maleta al parque –siguiendo el consejo de esa cómplice inesperada- en medio de centenares de miradas curiosas y de muy poco espacio por donde circular y observo. En breve llegamos al parque, me busca el matatu que me lleva a Rubaga, el barrio donde se encuentra el albergue pero pasa media hora en la cual no sé si reírme o preocuparme.
El conductor ni nadie alrededor conoce la dirección que les doy. Ubican la carretera que lleva allí pero no el sitio exacto al que debo bajar. Pago algo por una tarjeta telefónica que me permita llamar al albergue desde el teléfono de uno de los pasajeros. Pero salta un contestador automático. Todos quieren ayudarme, todos preguntan la dirección. Nadie sabe. Hasta que al final regresa el conductor diciéndome que ya le han indicado como llegar. Solo puedo creerle. Miro atrás en el momento de arrancar. Hay otras mujeres en el matatu. No pasará nada. No pasa nada.
Me dejan en la rotonda correcta. Allí se repite la escena conductor de moto-Àngels-maleta, aunque esta vez el equipaje viaja sin ser atado, delante de mí, que lo sostengo. Volvemos a recorrer baches, vuelvo a adentrarme en caminos sin asfaltar hasta que, por fin, diviso el albergue. "Bienvenida", me reciben varias caras sonrientes. Gracias. Icu Guesthouse es un acogedor albergue en medio de un entorno tranquilo y verde. Un oasis entre tanto caos. Un espacio desde el que se divisan las montañas que rodean Kampala. Un espacio donde sentirse en casa lejos del hogar.
Por la tarde me voy al centro de la ciudad. Quiero acercarme a ver a la gente de la organización con la que colaboraré. Desde el albergue me llaman a un conductor de ‘matatu’ de confianza y entonces sí, descubro que el peligro de Uganda no es su inseguridad ni sus calles, sino quienes conducen por sus calles.
Sin casco, con la conducción por la izquierda y casi obedecer a señales, los ugandeses han aprendido a lidiar con el caos de la capital haciendo increíbles y laberínticos movimientos entre los coches. Sentada detrás, intento entender a John, el "taxista", que me habla sin parar y al que no entiendo más que a ratos. El inglés africanizado tiene algo de complejo. Y entenderlo detrás de un matatu no es lo más fácil del mundo. Se me escapa la risa. Leo el surrealismo del momento ligado a lo inédito de la experiencia. Siento Uganda, siento la vida. Me siento viva. Me siento vida.
Al llegar al Centro de Resolución de Conflictos (Cecore) con los que trabajaré percibo esa timidez ugandesa de la que me hablaron en Entebbe las chicas españolas del orfanato. Las mujeres africanas hablan bajito, dan la mano sin firmeza y evitan la mirada. No está Lydia, la coordinadora de los voluntarios. Otra mujer me da información de la organización, me invita a consultar los documentos que quiera y me da la bienvenida. Husmeo algo de información que tienen sobre el papel de los medios en los conflictos de esa región, charlas de algún ponente y congresos organizados sobre el tema. Querré saber más sobre ese aspecto que hace algún tiempo que me interesa.
A las cinco John me espera delante del edificio donde está Cecore. Temía no reconocerle entre tanto "taxista"…Volvemos a surcar las calles, ahora más densas por coincidir con la hora en que cierran muchas empresas. Vuelve a crear laberintos entre coches y autobuses. Vuelve a hablarme sin parar. Vuelvo a no escucharle más que palabras. Vuelvo a reírme. Hasta que llego al albergue.
- Mañana te recojo a las 8.20, my friend, me dice John.
- Gracias. Hasta mañana.
Pienso en que tengo que comprarme un casco, como hizo otra voluntaria alojada en el albergue.
Llego a la habitación con dolor de cabeza. Conozco las señales de lo intenso. Martillean tanto que provocan dolor de cabeza. Me tumbo un rato, luego bajo y conozco a un holandés que recorre la región. Cuando se retira subo a escribir. Las palabras escritas desde esta habitación temporal tienen algo de mágico. Nacidas de la fascinación de las primeras impresiones, surgen solas, quizás alentadas por el maravilloso ocaso que se percibe aquí, acompañada detrás por una excepcional vista a las montañas.
Y mientras escribo aparece un ugandés. Me pregunta si no bajo a cenar. "Comí muy tarde", le respondo. "Ah, ok". Es propietario de una agencia de viajes al límite con Ruanda. "¿Viajarás por el país?", me pregunta. "Seguro, pero al final de mi estancia", le digo. "Este país tiene que ser increíble", agrego. Se alegra de que me guste. "Voy a cenar, luego estaré en la terraza, tomando algo". "Voy en 30 minutos, le digo". Inspira tanta tranquilidad que no puedo rechazar la bebida. Mañana habrá más África. ¡Salud!
'África tiene un aura especial y la tersura de un sueño infantil. África es también literaria, quizás el más literario de todos los continentes’, Javier Reverte en ‘El sueño de África.
martes, 7 de septiembre de 2010
Instantes de felicidad
Existen espacios convertidos en eternidad como aquel Macondo creado por uno de los mayores representantes del Realismo Mágico. Existen juegos asociados a nombres como aquella Rayuela ante la cual Horacio Oliveira se quedaba pensativo, analizando el sentido de un cielo que no lograba alcanzar. Existen poemas convertidos en lemas como el tan reivindicado ‘No te Salves’, donde hace tiempo encontramos la razón del vivir.
Y existen días asociados para siempre a la felicidad, momentos que quisiéramos eternizar, instantes tejidos de las mismas partículas que configuran la alegría. Días como aquel 4 de septiembre de 2010 que muchos de nosotros almacenamos desde ya en el baúl de las experiencias inolvidables. No para que no las borre la memoria sino porque –adrede- las emplazamos en ese rincón donde podamos encontrarlas cuando necesitemos recordar la esencia de la vida.
Porque al final, ese día, que tuvo mucho de celebración y muy poco de tradicional, que aglutinó muchas risas y algún que otro llanto, fue en esencia una reivindicación de VIDA.
Vida entre los más pequeños, ladrones de momentos, símbolos de la inocencia, del descubrir. Testigos del amor, fruto de la calidez que nace para que otros la hagan crecer. Entre todos los pequeños, ellos –los propios- vestidos de blanco, riéndose continuamente sin entender esa fiesta en la que, por un día no eran los protagonistas. ‘La fiesta mayor de los papás’, la bautizó Martí.
Vida también entre las parejas ya consolidadas, reflejo de tanta lucha por lograr encarrilar dos personalidades en un mismo tren a un destino no siempre común. Vida en los otros, almas todavía libres enzarzadas en el juego de la seducción. Protagonistas de tantas risas pasadas las diez de la noche, escenario de pasiones, mezcla de juegos que siguen proporcionándonos diversión.
Vida en los regalos, que ese día no eran los habituales paquetes con lazos, sino todos aquellos amigos sin los cuales no tendríamos nada que celebrar. Compañeros de viaje a quienes debemos muchos de los mejores instantes, brazos donde depositamos los secretos de todo lo bueno y lo malo. Espacios que atesoran el privilegio de compartir una gran parte de nuestro mundo.
Vida con la música, la que puso color a vuestra llegada y la que acompañó los mejores momentos del día. Vida en el agua, elemento indispensable y destino de tantos sorprendidos. Vida en la noche, que nos permitió acercarnos a vuestra infancia y recordar el inicio de vuestra historia a través de imágenes.
Vida en la muerte, en los ausentes que, no obstante, nunca nos abandonan, que son el recuerdo de lo que ansiamos, a quienes representamos y tenemos siempre presentes.
Vida en la rebeldía. En el negarse a una celebración oficial, a sellar el amor a manos de una institución. Y a la vez vida en la tradición, representada por la familia, el pilar sin el cual no seríamos los mismos.
Y de trasfondo, como escenario de todo ello, una protagonista: la felicidad, a quien encontré al día siguiente, sentada al borde de una piscina donde hacía algunas horas habíamos ahogado tantas risas. Dentro, en el agua saltó él ¿el novio? con amigos y cantó esa frase que hoy nos admite recordar con especial fuerza. ‘¡¡Soy feliz, soy feliz!!’.
Y mientras le escucho rememorar el momento pienso en Benedetti y su 'Defensa de la alegría' donde nos invitaba a "Defender la alegría como una trinchera/defenderla del escándalo y la rutina/de la miseria y los miserables/de las ausencias transitorias
y las definitivas/ defender la alegría como un principio/ defenderla del pasmo y las pesadillas/de los neutrales y de los neutrones/de las dulces infamias/y los graves diagnósticos".
Existen espacios convertidos en eternidad, existen juegos asociados a nombres, existen poemas convertidos en lemas y existen celebraciones-no bodas donde se encuentran para la eternidad amigos, risas y vida…¡Instantes eternos de felicidad!
¡¡Gracias por el maravilloso día que nos hicistéis pasar!!
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