He decidido prescindir de John, el motorista que hasta ahora me llevaba a los sitios. Siempre que visito un país intento viajar con los medios locales y no quiero que Uganda sea una excepción. Hasta ahora solo Guatemala lo fue. Evitaba allí los autobuses por el miedo que me generaba esa costumbre de las maras de balear estos vehículos en algunos barrios. Tampoco los necesité mucho por la cercanía de mi casa al periódico.
En Kampala viajar con matatus se presenta como un reto. Es sábado y me voy a Entebbe, donde colaboraré los fines de semana con el orfanato de una organización española. Rebbeca, una de las ‘anties’ del albergue me despierta a las 7. Desayuno en la terraza a pesar del aire fresco que todavía no abandona la noche. No me canso de disfrutar del panorama que ofrecen las terrazas de esta casa. Algo, en los árboles que rodean el edificio y la tierra que cubre el camino de piedras que lleva aquí, me hace sentir en casa. Puede que Kampala no sea sino un gran pueblo.
A las 8.30 salgo de casa. Le pregunto a un niño donde puedo coger el bus para el City Centre. Me señala el camino y a los dos minutos me pregunta: Good morning how are you?. Saludar, aún cuando ya se haya iniciado las conversaciones, parece una obligación en Uganda. En el camino, otros niños me miran. La eterna curiosidad de la otredad.
Llego a la esquina donde debe pasar el matatu. Le pregunto a varios conductores si van al centro. Me dicen que no, me miran. Me miran ellos, me miran los pasajeros y quienes aguardan su minibús. Le pregunto a uno de los chicos que esperan cual debo tomar y me dice que él me avisa. Cuando finalmente subo en uno de estos mini-buses le pregunto a mi vecino si voy bien para el Old Taxi Park, esa explanada donde llegué el primer día y de donde parten los autobuses a Entebbe.
Me responde que sí, y me dice que él me avisa cuando lleguemos. Cada día que pasa me sorprende más la amabilidad de esta gente. En América Latina muchas veces la cortesía lleva implícito un interés hacia el extranjero, a menudo sexual. En Uganda –y hasta el momento- solo me he encontrado con ayudas desinteresadas. A pesar de que sé bien que aquí el extranjero también es adulado.
De camino al Old Taxi Park se suceden los negocios informales. La calle está repleta de gente, vislumbro el mayor número de trastos expuestos al aire libre que nunca he visto hasta ahora. Se levanta el polvo, ese que cuentan que tanto castiga los pulmones de los capitalinos. Algunos trabajadores descansan en el suelo. Se ven puertas de hierro, sillas, vallas, neumáticos, estanterías, bidones…todo ello expuesto al lado de las calles. En una perfecta anarquía en la que destaca la belleza africana. La femenina sobre todo. Cuesta asumir esa mezcla de elegancia que caracteriza la vestimenta de muchas mujeres ugandeses con el desorden que impera en el ambiente.
Al llegar al Old Taxi Park el chico del matatu me lleva hasta los autobuses que van a Entebbe. Me choca la mano y se despide. Recorro el mismo trayecto que cuando llegué a la capital por primera vez. Solo que ahora, unos días más tarde, la realidad me supera menos. Y es desde esta asimilación cuando en realidad se empieza a disfrutar un país. Sentada al lado de la ventana, absorbo las imágenes, los olores.
Miro con todos los sentidos. Desde lo más profundo del respirar. África tiene nombre de mujer y son sus rostros, los de ellas, a los que uno no dejaría nunca de mirar. Puede que el deseo de ser invisible adquiera aquí todo su sentido. El ambiente huele a chimeneas. A ratos me duermo. Me despierto solo cuando el matatu frena en seco.
El día en el orfanato se convierte en un laberinto de sensaciones. En lo duro están las historias de los niños, la mayoría abandonados en mercados, en bosques, incluso en letrinas. Hay varios gemelos e incluso unos trillizos. “Aquí se consideran fruto de un embrujo”, me cuenta Arantza, una de las que tira adelante este proyecto, no sin dificultades.
“Te enfrentas con infinidad de problemas, muchos de ellos generados por el propio gobierno, pero además con muchos ugandeses que intentan engañarte”, agrega. Robert Fleming, el fundador del orfanato, se indigna además con la ineficiencia de Naciones Unidas, que tiene en Uganda varios cuerpos de paz. Se indigna por los vehículos que llevan, por su burocracia, por la lejanía a la realidad desde la que operan. “No sé donde están, no los veo en el campo, no los veo en los centros de salud, no los veo aquí”. Está profundamente enfadado.
En lo positivo están la infinidad de momentos increíbles que te regalan los niños, la visita a casa de Tony –uno de los ayudantes del orfanato- para conocer a su bebe recién nacido, el paseo hasta el lago Victoria, los minutos en los que sentada a orillas de ese increíble mar de sueños sigues sin concebir el hecho de estar acá, el trabajo de las chicas que llevan el orfanato, los paisajes, los cánticos de las iglesias que acompañan los despertares. La calidez de África. La sensualidad de su entorno. La capacidad de seguir maravillándonos. Me duermo respirando ese continente.
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1 comentario:
Àngels! M'he llegit les tres cròniques de cop i m'he emocionat. Ho descrius tot tan i tan bé que és com si t'estigués veient!
Ànims en la teva aventura darling!
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