domingo, 26 de septiembre de 2010

Diario de Uganda: Hora de hacerse a la mar


Los niños huérfanos sufren en África un doble estigma. El de no tener padres y el de no pertenecer ya nunca más a una tribu. Y eso, que en otras regiones puede tener poco significado, aquí es una de las bases de esta sociedad. Casados y con hijos, los ugandeses siguen preguntándose de qué tribu son.

Quizás por eso las chicas que llevan este orfanato no escatiman en cuidados. Los niños de Malayaka House reciben dosis de afecto sin límite. Fuera, otros pequeños con padres no tienen la misma suerte. Algunos recorren durante todo el día el trayecto de casa a las fuentes de agua, que a veces están a una hora de camino. En el Primer Mundo son niños. Aquí, son una fuerza de trabajo.

Pasamos el domingo con los pequeños hasta que por la tarde viene la cónsul honoraria de España en Uganda a visitar el orfanato. Aprovecho su regreso a la capital para volver a Kampala. Le doy la dirección a su chófer, al que le cuesta encontrar el albergue. Me pregunta si yo me acuerdo del camino y me doy cuenta que todos los barrios me parecen iguales en Kampala. Y que si me alejan del camino con el que ya me he familiarizado estoy perdida. Me río, una vez más, porque sé que llegaremos. Una monja nos indica la ruta. Y, efectivamente, llegamos.

Antes de dormirme me sumerjo un rato en "El sueño de África", el primer libro de la trilogía de Javier Reverte sobre este continente que comencé a leer durante el vuelo. Me dejo absorber por la perfección de sus descripciones hasta que, de repente, leo algo todavía mejor que el relato de su llegada a esta tierra. Aquello que nos motiva a algunos a seguir en movimiento. Un párrafo robado del "Moby Dick" de Herman Melville:

“Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que hay en mi alma un noviembre húmedo y lluvioso […], cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que me hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle a quitarle de un golpe el sombrero a los transeúntes, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda”.


Antes de irme a Perú, tras muchos años de estar en Barcelona –solo interrumpidos por un Erasmus en Austria- pensaba muchas veces, antes de acostarme, en la muerte. De hecho, no solo la pensaba. Casi la sentía. Me dormía percibiendo que podía morir. Dejé España y se apagó esa sensación.

Nunca más la volví a sentir tan intensa. Ni en Guatemala durante 9 meses ni en El Salvador de paso, donde la vi muy cerca. Tiempo después, alguien me dijo que soñar con la muerte significa necesidad de cambio. Quizás a Melville le sucediera en ocasiones algo parecido a esa certidumbre que tuve, hace poco, de que era momento de hacerse a la mar. Momento de conocer África.

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