lunes, 27 de septiembre de 2010
Diario de Uganda: Serena calma
Para recorrer Kampala no se necesita dinero ni un chófer. No hace falta conocerse todos los rincones de la capital ni ser demasiado osada. No es imperativo haber estado aquí antes para sentirse segura, no es requisito ni siquiera tener un perfecto inglés. Para recorrer Kampala lo que hace falta es tener una paciencia sin límites. Una serena calma que te permita olvidar la exactitud de las horas o te mantenga impasible cuando ves un ugandés pegado a un matatu en su moto.
Y es que las distancias mínimas en este país parecen ser más un mito en extinción que una norma de tráfico. Son tantos los vehículos que se acumulan en las calles sin delimitar de Kampala que pareciera que el asfalto, decorado con infinitos baches, se prolongue hasta las aceras. Se amontonan por igual matatus, bicicletas, motos en las que se montan de lado –cuando llevan falda- las imponentes mujeres africanas y peatones.
Llego al centro de la ciudad a las 8.30, me bajo del minibus y me subo a una moto que recorre una de las siete colinas sobre las que se extiende Kampala. Después de las primeras calles tranquilas entramos en una cuesta donde uno tiene que mirar dos veces para registrar todo lo que ven los ojos. A la cantidad de vehículos que colapsan la zona en hora punta se le suma la decadencia de los negocios que rodean la carretera.
Un denso aire gris -producto de la combinación del humo de los vehículos, la densidad de gente y un cielo todavía por despejar- penetran de manera asfixiante a quien se atreva a surcar la cuesta a esas horas. Resulta imposible asimilar tanto movimiento. Abandonamos la zona y el motorista me deja pronto delante del National Insurance Corporation Building, donde está la sede de Cecore.
A la salida, unas horas más tarde, se repite la secuencia. Las calles del City Centre vuelven a estar repletas de gente, vuelven a poblar las esquinas las motos a la espera de quien quiera pagar entre 1.000 y 4.000 shillings ugandeses (UGX), o lo equivalente a unos 30 céntimos de Euro, para llegar pronto a casa. Me acompaña Justine, que me lleva hasta la estación de matatus, desde donde sale el minibús que me deja cerca de casa. Sigue el mismo trayecto que yo, por lo que se sube en el mismo vehículo.
Ha llovido fuerte durante la tarde y el Old Taxi Park no logra vaciarse de matatus. Recorremos tramos de un metro y paramos. El conductor se apoya sobre su brazo, en los lados pasan caminando vendedores informales con todo tipo de productos. Elemento común en el Tercer Mundo, donde uno puede comprar a esos surcadores de pasajeros pacientes los productos más inimaginables. Las pequeñas bolsas de comida típica es lo más habitual. Pero también pueden adquirirse en estos mercados ambulantes pequeñas radios, pinzas de pelo, libretas, bolígrafos, etc.
Cada vez que los veo me acuerdo de los peruanos, que cuando veían estos vendedores en las paradas de autobuses solían decir que la imaginación era la primera característica de la gente de su país. No era para menos. En algunos mercados del Centro Histórico de Lima se pueden comprar títulos de carrera, carnés de conducir, diplomas de lenguas e incluso exámenes de algunas materias del año anterior. Sí, el ingenio peruano sin duda trasciende fronteras.
Lo recuerdo mientras seguimos paradas en el matatu. Hace ya media hora que estamos en el mismo sitio y solo habremos avanzado diez metros. Paciencia. África es el continente perfecto para ejercerse en el arte de ralentizar. No existe la prisa. Muchos ugandeses ni siquiera usan reloj. Por la mañana cuando llego a la oficina solo dos de sus miembros llegan a las 9. Los demás han establecido su margen hasta las 10.30. Nadie se queja de los retrasos. Nadie contesta malhumorado al "buenos días" de quien llega tarde.
Justine aprovecha la tregua en el camino para enseñarme algunas palabras útiles en el matatu.
- Cuando quieras bajarte le dice al conductor Muamu Awo
- Cuando quieras llegar hasta el final del trayecto Ku stage
Ensayo la pronunciación mientras ella me anota las frases en una libreta donde empiezo a acumular anotaciones varias. Todavía parados observo como surcan los ugandeses los milímetros que dejan los matatus pegados. De repente una moto se queda atascada entre un coche y un camión. El conductor de la moto tiene que golpearlo para que se tire para atrás y le deje seguir. Me quedo mirándolo temiendo por el conductor de la moto. Le pregunto a mi vecino: "¿Está bien?" Sí, está bien, me dice casi sin mirarle. Relativizar es el segundo deporte nacional en Uganda. Serenarse el primero.
Logramos salir del centro y adentrarnos entonces en los barrios de Kampala, donde percibo la verdadera África. Los niños jugando en la calle, las colinas, la mezcla de verde con el barro de los caminos. La tierra, en su máximo esplendor. Me bajo donde me indica Justine. Nos despedimos y camino hasta casa. Son las 18.30 y en el camino al albergue me acompañan los escolares uniformados que acaban de salir de clase. Es una imagen perfecta. Me doy cuenta que me encanta recorrer ese tramo.
Al llegar a casa me abre Issa, un ugandés que siempre me recibe sonriendo.
- Welcome back, Angels.
- Thanks, Issa.
- How was the day?.
- It was great, thanks.
Entro, me cambio y me dirijo a la terraza, donde ya me he acostumbrado a disfrutar del atardecer. De repente, al mirarme los pies, los observo de color. Es el barro rojo de los caminos que, al haber llovido, se ha impregnado en la piel. Colores, también en la tierra. Recuerdo a Arantza que el sábado me decía: "Siempre que regreso a casa lo veo todo apagado". ¿Será ese el precio de regresar a Europa?
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