Ángel habla despacio. Sabe que los cambios no se logran a contrarreloj. Se lo han enseñado más de dos décadas de trabajo en el norte de Etiopía, en una de las zonas más áridas del continente, donde intenta aliarse con la tierra para ganar el combate de la supervivencia de más de 2.400 niños huérfanos.
La lucha no resulta fácil porque en Wukro, donde actúa, solo llueve dos meses al año, julio y agosto, lo que compromete cualquier intento de cultivar la tierra. Y, sin embargo, los campesinos de la zona la trabajan. La trabajan tanto que la agotan. Y es que donde el hambre apremia el pensar en dejar reposar la tierra es imaginar un mañana que puede no existir.
En Wukro amenaza la sequía. Pero amenaza también la lluvia. Pues la poca lluvia que cae llega casi siempre en forma de torrentes. La falta de infraestructura impide que se pueda almacenar.
“De ser capaces de acumularla podríamos mejorar un poco la tierra y garantizar la seguridad alimentaria de los niños”, admite Olarán, que en el tiempo que lleva en el país ha logrado ya recuperar 18 especies vegetales que se habían perdido. Lo ha hecho gracias al apoyo de varias organizaciones que han permitido construir infraestructura para crear un espacio de cultivo.
Pero sobre todo gracias a un esfuerzo sin límites y a una voluntad de hierro. Es misionero jesuita aunque no trabaja para difundir ningún credo. No habla de Dios. Ni de religiones. Habla de desigualdades. Y es consciente de que lo hace en un momento en que el Primer Mundo se recupera de sus propios excesos.
Sabe que despertar la solidaridad en tiempos de crisis no es el mejor desayuno de domingo. Y sin embargo, lo hace. Porque es muy consciente del abismo de crisis que separa ambos mundos. “Aquí llegar a final de mes puede ser un reto. Allí lograr terminar el día es toda una aventura”.
Lo dice con una inmensa serenidad. La de quien sabe lidiar con el paso del tiempo. Pero sobre todo la de quien está acostumbrado a persistir. Pues ha sido la constancia la que le ha permitido cultivar plantas en modalidades que los libros de agronomía no reconocían.
Lo cuenta mientras recuerda el asombro de un ingeniero indio que visitó las plantaciones y le dijo: “Me cuesta creer lo que veo. Me doy cuenta que debo olvidar todo lo que he aprendido en los manuales y aprenderlo de nuevo”. Se ríe divertido antes de sentenciar, ante un público atento, que “la ignorancia es muy atrevida”.
Por el valor de la persistencia y la importancia de formar para lograr el cambio, la suya es una “dulce revolución”. Así lo cree Josep Pàmies, otro defensor de la tierra, quien lamenta que ante el excesivo consumismo, “se tenga que aprender del origen de la vida, donde nada se ha pervertido”.
Ángel asiente. Acaba de descubrir una planta medicinal que sabe útil para el mundo Occidental. “Se trata de una especie que no he visto en otros países. Os la ofrecemos con toda la bondad. Solo espero y confío que las ansias de poder y la agresividad del Primer Mundo no la destruyan porque son nuestro alimento”, manifiesta.
Llega el turno de preguntas y alguien le interroga:
- Quisera saber si ellos (los etíopes) no conocen técnicas para mejorar los cultivos. ¿Por qué no utilizan los animales para arar, por ejemplo?
- No los usan porque los consideran sus hermanos. Cuando se lo pregunté me dijeron ¿Y si ellos mueren, qué haremos, comérnoslos?
No agrega nada más. Vive de acuerdo al principio de no imponer criterios a nadie. Quizás por ello evita pronunciar la palabra desarrollo. Afirma, convencido, que deben ser los pueblos quienes decidan cuando y como formarse.
Al término de la conferencia ha hablado durante más de una hora. Y todo el tiempo lo ha hecho con esa serenidad que caracteriza a los luchadores incansables. Sin intentar culpar a nadie, aunque sabe perfectamente –porque responde sin titubear cuando le preguntan por ello- quienes son los responsables de la venta de armas a la región que se ha cobrado miles de vidas.
Cita a países concretos. Y ni así pierde la calma. Habla de Etiopia pero también del Congo y las muertes por el tan preciado coltán, que nos ensucia –a todos- las manos de sangre. Recuerda que algún periodista, en algún medio, llamó a ese valioso material el ataúd de los niños congoleses.
Termina con una frase: “Si tenéis ocasión venid a Wukro, aunque no sea físicamente”. Luego se calla y sonríe de nuevo, hasta que terminan los aplausos. Se sabe querido. Se levanta y se acerca a la gente. Entre el público varias caras conocidas. En el ambiente, la reflexión que siempre deja escuchar una mente lúcida.
Hoy es día de elecciones en Catalunya. Mientras algunos hablan sobre el futuro del país, Ángel actúa. Durante las dos últimas semanas ellos han hablado mucho. Él ha actuado. En los próximos años ellos seguirán hablando y él empezará a recoger los frutos de su lucha…
Hay personas que luchan un día y son buenas. Hay otras que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenas. Pero hay las que luchan toda la vida: esas son las imprescindibles. Bertold Brecht
domingo, 28 de noviembre de 2010
lunes, 22 de noviembre de 2010
Donde se encuentran periodismo y literatura
Las noches traen consigo el soplo de una atmósfera especial que siempre me ha resultado inspiradora para escribir. Es la hora en que las ciudades se silencian y la vida reposa. En verano, aprovecho la brisa para teclear mientras, de lejos, me acaricia el reflejo de la luna. En invierno, el aura que se crea alrededor de los fanales ilumina el escenario ideal para sumergirse en mundos recónditos.
Amo las noches. Des de siempre. Algunas sorpresas llegan de noche. A veces tenemos tiempo de verlas llegar. Otras suceden cuando ya nos hemos rendido al acelerado parpadeo de los ojos. Desde que el mundo sucede mitad entre paredes y otra mitad en el marco del ordenador, algunas buenas noticias llegan por correo electrónico.
Lidia me deja colgado hoy una de estas agradables sorpresas a través de un link en facebook. Lo veo a primera hora pero no es hasta más tarde que lo abro y lo leo. Se trata de un artículo del País sobre Orsai, una nueva revista que se publicará en España a partir de enero.
Nace de un concepto revolucionario detrás del cual está el periodista argentino Hernán Casciari. Una revista que no se podrá encontrar en los quioscos sino que se vende bajo pedido. Se puede comprar de forma individual por 16 Eur (en España) o hacerse con un pack de 10 beneficiándose del 20% de descuento.
En los tiempos que corren la puesta en marcha de un nuevo proyecto periodístico despertaría incredulidad en muchos ámbitos. Y sin embargo Orsai logró vender desde que se abrieran las ventas el pasado mes de noviembre 4.000 ejemplares en ocho días, o lo que es lo mismo un ejemplar cada 30 segundos. Los interesados la recibirán a partir del próximo año.
Mientras husmeo en su página web el éxito de la nueva publicación doy con algunos nombres que me son familiares. Juan Villoro inaugura el número 1 de Orsai. Pienso en David, que aprobaría el nuevo proyecto solo con escuchar el nombre de este gran escritor mexicano.
Junto a él el primer fascículo abre con otro tema que me apasiona. El relato de una vida sesgada. Una historia de deportados. “El limbo, desde adentro”, lo han titulado temporalmente.
Orsai pinta bien. Lo pienso mientras aplaudo que por fin una revista española tenga el valor de publicar, casi en exclusiva, crónicas. Finalmente se dará una oportunidad al gran género de América Latina. Finalmente aterrizará en España el periodismo narrativo.
Lo dicen los fundadores en su propia página “esto es un canal que siempre estará abierto para narradores de ficción, cronistas y periodistas narrativos (noveles o experimentados)”. Si alguien se atreve a desafiar la forma de narrar historias podrá verse publicado. Y además, recibirá un año de suscripción gratuito y un pago por cesión de derechos de 500 Euros.
La crónica es el género de mi segunda patria. En América Latina conocí algunos de los cronistas que más me han hecho amar el periodismo. Allí gocé de las lecturas más reveladoras. Historias a veces sencillas que me enseñaron que no es la realidad sino la pluma la que sentencia el valor de una realidad. No importa como sea. Importa como la cuentes.
También allí me inyecté de esa extraña energía que te hace creer que todo es posible si se persiste. De esta materia están hechos quienes dieron a luz a revistas como la peruana Etiqueta Negra o la colombiana Gato Pardo, donde me sumerjo siempre que necesito rescatar el espíritu periodista.
Sin esos proyectos, sin la crónica resulta imposible entender el periodismo de ese continente. Lo decía, claramente, el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán en marzo del 2008 en un artículo del País:
Algún día, cuando se escriba la historia literaria de la América Latina de principios de este siglo, se tendrá que reconocer que las grandes innovaciones de la prosa latinoamericana vinieron de la mano de los editores, de los cronistas, de los periodistas, de los escritores de non-fiction.
Siempre le he reprochado a España la incapacidad por conrear ese género. La falta de voluntad a la hora de tejer, en un mismo papel, literatura y periodismo. Puede que ese lamento tenga su fin ahora con la aparición de Orsai.
No he leído todavía el primer número. No obstante, aplaudo desde ya, el valor de querer contar historias. Levantarse con la noticia de que el periodismo narrativo se expande es, siempre, levantarse con una alegría.
Amo las noches. Des de siempre. Algunas sorpresas llegan de noche. A veces tenemos tiempo de verlas llegar. Otras suceden cuando ya nos hemos rendido al acelerado parpadeo de los ojos. Desde que el mundo sucede mitad entre paredes y otra mitad en el marco del ordenador, algunas buenas noticias llegan por correo electrónico.
Lidia me deja colgado hoy una de estas agradables sorpresas a través de un link en facebook. Lo veo a primera hora pero no es hasta más tarde que lo abro y lo leo. Se trata de un artículo del País sobre Orsai, una nueva revista que se publicará en España a partir de enero.
Nace de un concepto revolucionario detrás del cual está el periodista argentino Hernán Casciari. Una revista que no se podrá encontrar en los quioscos sino que se vende bajo pedido. Se puede comprar de forma individual por 16 Eur (en España) o hacerse con un pack de 10 beneficiándose del 20% de descuento.
En los tiempos que corren la puesta en marcha de un nuevo proyecto periodístico despertaría incredulidad en muchos ámbitos. Y sin embargo Orsai logró vender desde que se abrieran las ventas el pasado mes de noviembre 4.000 ejemplares en ocho días, o lo que es lo mismo un ejemplar cada 30 segundos. Los interesados la recibirán a partir del próximo año.
Mientras husmeo en su página web el éxito de la nueva publicación doy con algunos nombres que me son familiares. Juan Villoro inaugura el número 1 de Orsai. Pienso en David, que aprobaría el nuevo proyecto solo con escuchar el nombre de este gran escritor mexicano.
Junto a él el primer fascículo abre con otro tema que me apasiona. El relato de una vida sesgada. Una historia de deportados. “El limbo, desde adentro”, lo han titulado temporalmente.
Orsai pinta bien. Lo pienso mientras aplaudo que por fin una revista española tenga el valor de publicar, casi en exclusiva, crónicas. Finalmente se dará una oportunidad al gran género de América Latina. Finalmente aterrizará en España el periodismo narrativo.
Lo dicen los fundadores en su propia página “esto es un canal que siempre estará abierto para narradores de ficción, cronistas y periodistas narrativos (noveles o experimentados)”. Si alguien se atreve a desafiar la forma de narrar historias podrá verse publicado. Y además, recibirá un año de suscripción gratuito y un pago por cesión de derechos de 500 Euros.
La crónica es el género de mi segunda patria. En América Latina conocí algunos de los cronistas que más me han hecho amar el periodismo. Allí gocé de las lecturas más reveladoras. Historias a veces sencillas que me enseñaron que no es la realidad sino la pluma la que sentencia el valor de una realidad. No importa como sea. Importa como la cuentes.
También allí me inyecté de esa extraña energía que te hace creer que todo es posible si se persiste. De esta materia están hechos quienes dieron a luz a revistas como la peruana Etiqueta Negra o la colombiana Gato Pardo, donde me sumerjo siempre que necesito rescatar el espíritu periodista.
Sin esos proyectos, sin la crónica resulta imposible entender el periodismo de ese continente. Lo decía, claramente, el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán en marzo del 2008 en un artículo del País:
Algún día, cuando se escriba la historia literaria de la América Latina de principios de este siglo, se tendrá que reconocer que las grandes innovaciones de la prosa latinoamericana vinieron de la mano de los editores, de los cronistas, de los periodistas, de los escritores de non-fiction.
Siempre le he reprochado a España la incapacidad por conrear ese género. La falta de voluntad a la hora de tejer, en un mismo papel, literatura y periodismo. Puede que ese lamento tenga su fin ahora con la aparición de Orsai.
No he leído todavía el primer número. No obstante, aplaudo desde ya, el valor de querer contar historias. Levantarse con la noticia de que el periodismo narrativo se expande es, siempre, levantarse con una alegría.
martes, 16 de noviembre de 2010
La paciencia como estrategia
Desde siempre me ha gustado la afilada navaja con la que Ramón Lobo analiza la realidad. Es de los periodistas que no se muerden la lengua para decir lo que piensan. De los que buscan en las últimas causas las razones de los conflictos. No teme señalar a Occidente. No le asusta acusar. Apunta a políticos, a religiosos, a organismos internacionales por igual.
Como corresponsal en varios países en conflicto ha dejado algunos testimonios importantes. Seguí, durante el tiempo en que cubrió los comicios afganos del año pasado, su "Cuaderno de Kabul", un diario con ‘Historias de mujeres, hombres y niños atrapados en una guerra’, como él mismo ha bautizado la recopilación de estos relatos convertido ahora en libro.
Ramón Lobo tiene dos blogs. “Aguas Internacionales”, su espacio diario en El País, y “En la Boca del Lobo”, un exquisito rincón donde deja correr la poesía que envuelve sus narraciones más íntimas. En ambos es el gran analista que desmenuza realidades.
El último post en “Aguas Internacionales” habla sobre la Premio Nobel de la Paz birmana Aung Suu Kyi, recientemente liberada. Hemos leído sobre ella desde que pisara de nuevo las calles decenas de referencias. Hablan sobre su pasado, sus logros, sus promesas de futuro.
El texto de Lobo habla sobre paciencia. De una paciencia “como forma de estar en el mundo y modificarlo”, instrumento del logro de Aung San Su Kyi, que es a la vez “símbolo mundial de la resistencia contra la barbarie de una dictadura, de la honestidad frente a la corrupción de los traidores que empuñan las armas contra su pueblo”.
Lobo titula el post “la paciencia como arma política” y entre las frases que podemos leer están las siguientes. Un reconocimiento a quienes saben retar el paso del tiempo. Una acusación contra quienes gobiernan de espaldas a la realidad:
Paciencia. Paciencia es de lo que carece Occidente; siempre deprisa, con líderes políticos, económicos e intelectuales de aeropuerto en aeropuerto, de hotel de lujo en hotel de lujo, de centro de convenciones en centro de convenciones, sin pisar la calle, sin mancharse de polvo los zapatos, sin hablar con nadie que no sea como ellos. Siempre decidiendo el destino de las personas que no conocen, que no escuchan, que no existen y empujados por la prisa que marcan las encuestas de opinión convertidas en guías que desplazan a los valores.
Algunas palabras cobran sentido traer determinados viajes. A la vuelta de África la palabra paciencia viene cargada no solo con todo el significado de una estrategia de vida. Sino con el de un concepto con el que a menudo se construyen los logros más perecederos. Aprender a caminar es, a veces, la mejor forma de permanecer.
A Mercè, que intuyó el universo de sensaciones que viviría en el continente africano. Por la serenidad inyectada a lo largo de años de sabios consejos.
Como corresponsal en varios países en conflicto ha dejado algunos testimonios importantes. Seguí, durante el tiempo en que cubrió los comicios afganos del año pasado, su "Cuaderno de Kabul", un diario con ‘Historias de mujeres, hombres y niños atrapados en una guerra’, como él mismo ha bautizado la recopilación de estos relatos convertido ahora en libro.
Ramón Lobo tiene dos blogs. “Aguas Internacionales”, su espacio diario en El País, y “En la Boca del Lobo”, un exquisito rincón donde deja correr la poesía que envuelve sus narraciones más íntimas. En ambos es el gran analista que desmenuza realidades.
El último post en “Aguas Internacionales” habla sobre la Premio Nobel de la Paz birmana Aung Suu Kyi, recientemente liberada. Hemos leído sobre ella desde que pisara de nuevo las calles decenas de referencias. Hablan sobre su pasado, sus logros, sus promesas de futuro.
El texto de Lobo habla sobre paciencia. De una paciencia “como forma de estar en el mundo y modificarlo”, instrumento del logro de Aung San Su Kyi, que es a la vez “símbolo mundial de la resistencia contra la barbarie de una dictadura, de la honestidad frente a la corrupción de los traidores que empuñan las armas contra su pueblo”.
Lobo titula el post “la paciencia como arma política” y entre las frases que podemos leer están las siguientes. Un reconocimiento a quienes saben retar el paso del tiempo. Una acusación contra quienes gobiernan de espaldas a la realidad:
Paciencia. Paciencia es de lo que carece Occidente; siempre deprisa, con líderes políticos, económicos e intelectuales de aeropuerto en aeropuerto, de hotel de lujo en hotel de lujo, de centro de convenciones en centro de convenciones, sin pisar la calle, sin mancharse de polvo los zapatos, sin hablar con nadie que no sea como ellos. Siempre decidiendo el destino de las personas que no conocen, que no escuchan, que no existen y empujados por la prisa que marcan las encuestas de opinión convertidas en guías que desplazan a los valores.
Algunas palabras cobran sentido traer determinados viajes. A la vuelta de África la palabra paciencia viene cargada no solo con todo el significado de una estrategia de vida. Sino con el de un concepto con el que a menudo se construyen los logros más perecederos. Aprender a caminar es, a veces, la mejor forma de permanecer.
A Mercè, que intuyó el universo de sensaciones que viviría en el continente africano. Por la serenidad inyectada a lo largo de años de sabios consejos.
viernes, 12 de noviembre de 2010
Diario de Uganda: El legado en palabras (Hasta siempre África)
Hace algún tiempo escuché una de esas frases que permanecen intactas, durante años, en un rincón de la memoria. “La primera lección de un escritor es no preguntarse por qué escribe”.
La recomendación, que me llegó por la jefa de prensa de Amnistía Internacional en Perú, Nuria Frigola, acababa de ser pronunciada por el escritor peruano Alonso Cueto en la apertura de un taller de escritura a la que ella asistió.
Durante tiempo he recordado esas palabras. Hoy -tras haber hecho de las letras mi mejor aliado de este viaje- suscribo con mayúsculas la frase de Cueto. Solo que algo, en la forma de interpretar esa frase, ha cambiado para siempre con el descubrir de África.
Pues durante años estuve convencida de que Cueto se refería a lo aparentemente absurdo del acto de escribir. A esa acción solitaria de sentarse frente a un ordenador o ante unas hojas en blanco, a menudo hasta altas horas de la mañana, sin saber para quien tecleamos. Sin identificar qué nos mueve a un acto con el qué no le rendimos cuentas a nadie.
Creía entonces que la recomendación de Cueto se refería a la incapacidad de encontrar un por qué. Evasión por ignorancia. Hoy, sin embargo, creo que es la obviedad la que está detrás de lo absurdo de la frase. Quizás porque hoy, después de surcar caminos y palabras en la misma medida durante 50 días, sé mejor que nunca porque algunos escribimos.
No escribimos para que nos lean. Tampoco para dejar constancia de lo que vivimos. Ni siquiera para intentar impresionar a un tercero. Porque desconocemos, muchas veces, a nuestros lectores. Escribimos, quienes así lo sentimos, en un acto de incontenido impulso.
Escribir no es un ejercicio de solidaridad hacia nadie. No nace de la voluntad de compartir ni de ayudar a difundir realidades. No es ese acto de divulgación de injusticias que creímos durante años. Estas son solo algunas de sus funciones. No la razón principal. Escribir es el más egoísta de los impulsos. Escribimos porque tejer palabras es lo que verdaderamente nos hace felices.
Porque nos permite vivir dos veces una vida de por sí intensa. Porque tras lograr encadenar letras al ritmo de lo ansiado algo se sacia dentro nuestro. Como ya dijeron otros, es un dolor y una satisfacción al mismo tiempo. El deseo de lograr plasmar lo que instantes antes solo eran conceptos. Y el placer de dormirnos conscientes del logro de haberlo hecho realidad.
Escribimos porque las letras se convirtieron hace años en el más fiel compañero de sensaciones. Porque, con ellas, aprendimos a observar la realidad. Porque nos permiten darle nombre a lo etéreo en la misma medida en que nos ayudan a desentrañar las complejidades del vivir.
Porque aún cuando escribimos prosa elaboramos una poesía de la vida. Y ya no sabemos vivir sin ella. Porque, a pesar de que nos exija tanto como nos proporciona, sucumbimos a las letras desde el primer día que degustamos su sabor. Sellamos, entonces, un pacto de dependencia del que no siempre fuimos conscientes.
Mi experiencia en Uganda ha ido vinculada, desde el primer día, a esa necesidad de escribir. Ha sido la primera vez en la que he hecho del placer costumbre con tanta frecuencia. Y aún cuando la tecnología no lo ponía fácil y debía escribir con la poca luz de unas viejas velas, no he dejado de escribir.
No siempre he sido lo metódica que requiere un diario. A menudo los posts de este blog se han subido días más tarde. He tenido que actualizar, a veces, dos o tres días a la vez. Pero eso, que no deja de ser real, es tan solo la consecuencia de otra escritura, la mental.
Escribimos antes de sentarnos a escribir. Desde el momento justo en que estas ventanas que son los ojos se alían con la imaginación para trazar palabras. Escribimos mientras vivimos y esa, que es la primera escritura, es la única que hace posible la otra.
Le he robado en varias ocasiones la frase a Javier Reverte al decir que África es el más literario de los continentes. No he podido pisarlos todavía todos. Pero, si obviamos la comparación con otras tierras, solo puedo admitir lo poético de este país.
Pues cada uno de los colores, de los aromas, toda la intensidad que llena las calles de Uganda invitan a ser descritos en juegos de palabras. Algunas situaciones, los rostros de tantas personas, lo salvaje de la vida africana piden a gritos ser plasmados en hojas de papel.
Lo invisible del escritor adquiere en esta tierra todo su sentido. Quizás por ello sea aquí donde uno resuelve la pregunta (informulable) de porque escribimos. Escribir África fue una de las formas de devolverle a la tierra lo que esta me obsequió a cada instante. Y quizás este -el recuerdo de la tierra y el sello de las palabras- sean el mayor legado de mi primera incursión al continente negro.
Habrán más Áfricas. Y de nuevo las escribiremos.
"Il y a des écrivains qui ont besoin de géographies et d'autres de concentration: des voyageurs et des voyants" (Nicolas Bouvier)
La recomendación, que me llegó por la jefa de prensa de Amnistía Internacional en Perú, Nuria Frigola, acababa de ser pronunciada por el escritor peruano Alonso Cueto en la apertura de un taller de escritura a la que ella asistió.
Durante tiempo he recordado esas palabras. Hoy -tras haber hecho de las letras mi mejor aliado de este viaje- suscribo con mayúsculas la frase de Cueto. Solo que algo, en la forma de interpretar esa frase, ha cambiado para siempre con el descubrir de África.
Pues durante años estuve convencida de que Cueto se refería a lo aparentemente absurdo del acto de escribir. A esa acción solitaria de sentarse frente a un ordenador o ante unas hojas en blanco, a menudo hasta altas horas de la mañana, sin saber para quien tecleamos. Sin identificar qué nos mueve a un acto con el qué no le rendimos cuentas a nadie.
Creía entonces que la recomendación de Cueto se refería a la incapacidad de encontrar un por qué. Evasión por ignorancia. Hoy, sin embargo, creo que es la obviedad la que está detrás de lo absurdo de la frase. Quizás porque hoy, después de surcar caminos y palabras en la misma medida durante 50 días, sé mejor que nunca porque algunos escribimos.
No escribimos para que nos lean. Tampoco para dejar constancia de lo que vivimos. Ni siquiera para intentar impresionar a un tercero. Porque desconocemos, muchas veces, a nuestros lectores. Escribimos, quienes así lo sentimos, en un acto de incontenido impulso.
Escribir no es un ejercicio de solidaridad hacia nadie. No nace de la voluntad de compartir ni de ayudar a difundir realidades. No es ese acto de divulgación de injusticias que creímos durante años. Estas son solo algunas de sus funciones. No la razón principal. Escribir es el más egoísta de los impulsos. Escribimos porque tejer palabras es lo que verdaderamente nos hace felices.
Porque nos permite vivir dos veces una vida de por sí intensa. Porque tras lograr encadenar letras al ritmo de lo ansiado algo se sacia dentro nuestro. Como ya dijeron otros, es un dolor y una satisfacción al mismo tiempo. El deseo de lograr plasmar lo que instantes antes solo eran conceptos. Y el placer de dormirnos conscientes del logro de haberlo hecho realidad.
Escribimos porque las letras se convirtieron hace años en el más fiel compañero de sensaciones. Porque, con ellas, aprendimos a observar la realidad. Porque nos permiten darle nombre a lo etéreo en la misma medida en que nos ayudan a desentrañar las complejidades del vivir.
Porque aún cuando escribimos prosa elaboramos una poesía de la vida. Y ya no sabemos vivir sin ella. Porque, a pesar de que nos exija tanto como nos proporciona, sucumbimos a las letras desde el primer día que degustamos su sabor. Sellamos, entonces, un pacto de dependencia del que no siempre fuimos conscientes.
Mi experiencia en Uganda ha ido vinculada, desde el primer día, a esa necesidad de escribir. Ha sido la primera vez en la que he hecho del placer costumbre con tanta frecuencia. Y aún cuando la tecnología no lo ponía fácil y debía escribir con la poca luz de unas viejas velas, no he dejado de escribir.
No siempre he sido lo metódica que requiere un diario. A menudo los posts de este blog se han subido días más tarde. He tenido que actualizar, a veces, dos o tres días a la vez. Pero eso, que no deja de ser real, es tan solo la consecuencia de otra escritura, la mental.
Escribimos antes de sentarnos a escribir. Desde el momento justo en que estas ventanas que son los ojos se alían con la imaginación para trazar palabras. Escribimos mientras vivimos y esa, que es la primera escritura, es la única que hace posible la otra.
Le he robado en varias ocasiones la frase a Javier Reverte al decir que África es el más literario de los continentes. No he podido pisarlos todavía todos. Pero, si obviamos la comparación con otras tierras, solo puedo admitir lo poético de este país.
Pues cada uno de los colores, de los aromas, toda la intensidad que llena las calles de Uganda invitan a ser descritos en juegos de palabras. Algunas situaciones, los rostros de tantas personas, lo salvaje de la vida africana piden a gritos ser plasmados en hojas de papel.
Lo invisible del escritor adquiere en esta tierra todo su sentido. Quizás por ello sea aquí donde uno resuelve la pregunta (informulable) de porque escribimos. Escribir África fue una de las formas de devolverle a la tierra lo que esta me obsequió a cada instante. Y quizás este -el recuerdo de la tierra y el sello de las palabras- sean el mayor legado de mi primera incursión al continente negro.
Habrán más Áfricas. Y de nuevo las escribiremos.
"Il y a des écrivains qui ont besoin de géographies et d'autres de concentration: des voyageurs et des voyants" (Nicolas Bouvier)
lunes, 8 de noviembre de 2010
Diario de Uganda: Desde lo alto de Kampala
En Kampala no sopla la brisa. No está cerca el Mediterráneo. Ni siquiera asoma el mar. Soplan otros vientos. Procedentes de otras tierras, dejan otros aromas a su paso.
La noche ugandesa es cómplice de los vientos. Desde el centro de la ciudad su roce se percibe con dificultad. Es preciso subirse a los barrios más elevados para sentirlo de cerca. Para gozar la serenidad que su paso deja. Para ser partícipe del volar. Para sentirse libre como quien es capaz de surcar los cielos sin destino conocido.
Haz me ha llevado a Muyenga, una de las colinas desde las que se observa Kampala. Es de noche y en la terraza del Hotel Internacional el aire frío castiga los pies al aire libre. Venimos de tomar uno de estos cafés que sentencian eternidades.
Momentos reveladores que vivimos con la intensidad a la que obliga la fugacidad. Ya no creo en promesas sencillas. Las palabras son las aliadas de las mentes inquietas. Pero también el más efímero de los instrumentos cuando se dejan volar al aire. Sin acciones que las conviertan en realidad.
El último trago de amor sentó las bases de nuevas interpretaciones. Ahora, como siempre antes, pero con mayor cautela, vivo. Sigo viviendo intensamente. Pues, aunque parezca contradicción, también desde la serenidad es posible alcanzar los extremos. Puede que más. Porque se aprende a vivir con más consciencia.
La experiencia es ese grado que te enseña a gozar del presente mientras te observa, sentada a tu lado, la musa del realismo. Juntas equilibran el complicado mundo de las emociones. El recuerdo de una historia amarga llega siempre de la mano de nuevas palpitaciones. La experiencia reta constantemente la ilusión.
No es contradicción. No cuando el tiempo apremia. Cuando no se necesitan evaluar las declaraciones. Algunas aventuras solo se escriben en las telas de lo efímero. Consciente de ello, hoy te escucho y te disfruto. Eres una de esas mentes reveladoras con las que nos cruzamos solo de vez en cuando.
Por eso la conversación fluye. Por eso te he pedido que me llevaras a ver Kampala desde lo alto. Por eso mismo accediste. Conoces la fuerza de la noche, la importancia de la petición a pocos días de abandonar tu país. Porque vives, en cada segundo que transcurre, dos veces vida.
Eres un extraterrestre en tu mundo. Lo sabes bien. Demasiadas veces te sientes extranjero. Lo leo solo con observarte. Cada vez que te indignas con el mundo que te rodea. Y sin embargo eres preso de una contradicción que conozco bien: amar sin desear la tierra que nos ha visto nacer.
Calma. Inspiras calma. Luego entenderé porque. En solo cinco días sabré –no sé si consciente del riesgo que entraña- demasiado de tu pasado. Entenderé entonces el porqué de esa mirada. Demasiadas experiencias, demasiado duras, demasiado pronto.
Una vida sencilla es hoy, una vida cómoda, para ti. Normalidad es sinónimo, en ocasiones, de confort. Y hoy buscas ese bienestar. El simple despertar en una habitación con cama y el derecho a un trabajo. Todo lo demás, ya pasó, me contarás luego.
¿Pasó? Me pregunto. ¿Se pueden olvidar determinadas cicatrices? Olvídalo, me pides. No quieres hurgar más en esos años. Te miro y te admiro. Por lograr vencer las contradicciones. Pudieron hacerte un hombre vulgar y sin embargo te han hecho un hombre bueno. Solo cuando te atacan, atacas. Aunque nos pese, las secuelas de la ferocidad son inmunes al paso del tiempo.
Leo tu dolor mientras me tomo una de las últimas Bell. Sentados al lado, te miro pensando en la injusticia del pertenecer a mundos tan distinto. La distancia mínima que nos separa hoy no borra el abismo de infancias que tuvimos.
El lugar de nacimiento sigue siendo la más grande de las inmoralidades. Y a pesar de todo, sonríes. No olvidas pero te sobrepones. Proyectas. Sueñas. Caminas sin prisa. Paseas. Vives.
Te diré luego que una parte de mí amará siempre una parte de hombres como tú. Habla la mitad que le corresponde a lo espontáneo del sentir. La otra, la que analiza las compatibilidades de la vida diaria, le pertenece a las arenas movedizas de la realidad. La cotidianeidad es el 50% -no siempre compatible- del amar.
Lo sabes de sobras. Por eso, como yo, me miras consciente del presente. De la suerte del poder mirar en este instante en la misma dirección. Del valor del hoy y el ahora. Dejando esa mitad intacta en el recuerdo de la posteridad.
“He descubierto que dejarse ir es una excelente terapia, que los frenos no están para las rectas" (Ramón Lobo)
La noche ugandesa es cómplice de los vientos. Desde el centro de la ciudad su roce se percibe con dificultad. Es preciso subirse a los barrios más elevados para sentirlo de cerca. Para gozar la serenidad que su paso deja. Para ser partícipe del volar. Para sentirse libre como quien es capaz de surcar los cielos sin destino conocido.
Haz me ha llevado a Muyenga, una de las colinas desde las que se observa Kampala. Es de noche y en la terraza del Hotel Internacional el aire frío castiga los pies al aire libre. Venimos de tomar uno de estos cafés que sentencian eternidades.
Momentos reveladores que vivimos con la intensidad a la que obliga la fugacidad. Ya no creo en promesas sencillas. Las palabras son las aliadas de las mentes inquietas. Pero también el más efímero de los instrumentos cuando se dejan volar al aire. Sin acciones que las conviertan en realidad.
El último trago de amor sentó las bases de nuevas interpretaciones. Ahora, como siempre antes, pero con mayor cautela, vivo. Sigo viviendo intensamente. Pues, aunque parezca contradicción, también desde la serenidad es posible alcanzar los extremos. Puede que más. Porque se aprende a vivir con más consciencia.
La experiencia es ese grado que te enseña a gozar del presente mientras te observa, sentada a tu lado, la musa del realismo. Juntas equilibran el complicado mundo de las emociones. El recuerdo de una historia amarga llega siempre de la mano de nuevas palpitaciones. La experiencia reta constantemente la ilusión.
No es contradicción. No cuando el tiempo apremia. Cuando no se necesitan evaluar las declaraciones. Algunas aventuras solo se escriben en las telas de lo efímero. Consciente de ello, hoy te escucho y te disfruto. Eres una de esas mentes reveladoras con las que nos cruzamos solo de vez en cuando.
Por eso la conversación fluye. Por eso te he pedido que me llevaras a ver Kampala desde lo alto. Por eso mismo accediste. Conoces la fuerza de la noche, la importancia de la petición a pocos días de abandonar tu país. Porque vives, en cada segundo que transcurre, dos veces vida.
Eres un extraterrestre en tu mundo. Lo sabes bien. Demasiadas veces te sientes extranjero. Lo leo solo con observarte. Cada vez que te indignas con el mundo que te rodea. Y sin embargo eres preso de una contradicción que conozco bien: amar sin desear la tierra que nos ha visto nacer.
Calma. Inspiras calma. Luego entenderé porque. En solo cinco días sabré –no sé si consciente del riesgo que entraña- demasiado de tu pasado. Entenderé entonces el porqué de esa mirada. Demasiadas experiencias, demasiado duras, demasiado pronto.
Una vida sencilla es hoy, una vida cómoda, para ti. Normalidad es sinónimo, en ocasiones, de confort. Y hoy buscas ese bienestar. El simple despertar en una habitación con cama y el derecho a un trabajo. Todo lo demás, ya pasó, me contarás luego.
¿Pasó? Me pregunto. ¿Se pueden olvidar determinadas cicatrices? Olvídalo, me pides. No quieres hurgar más en esos años. Te miro y te admiro. Por lograr vencer las contradicciones. Pudieron hacerte un hombre vulgar y sin embargo te han hecho un hombre bueno. Solo cuando te atacan, atacas. Aunque nos pese, las secuelas de la ferocidad son inmunes al paso del tiempo.
Leo tu dolor mientras me tomo una de las últimas Bell. Sentados al lado, te miro pensando en la injusticia del pertenecer a mundos tan distinto. La distancia mínima que nos separa hoy no borra el abismo de infancias que tuvimos.
El lugar de nacimiento sigue siendo la más grande de las inmoralidades. Y a pesar de todo, sonríes. No olvidas pero te sobrepones. Proyectas. Sueñas. Caminas sin prisa. Paseas. Vives.
Te diré luego que una parte de mí amará siempre una parte de hombres como tú. Habla la mitad que le corresponde a lo espontáneo del sentir. La otra, la que analiza las compatibilidades de la vida diaria, le pertenece a las arenas movedizas de la realidad. La cotidianeidad es el 50% -no siempre compatible- del amar.
Lo sabes de sobras. Por eso, como yo, me miras consciente del presente. De la suerte del poder mirar en este instante en la misma dirección. Del valor del hoy y el ahora. Dejando esa mitad intacta en el recuerdo de la posteridad.
“He descubierto que dejarse ir es una excelente terapia, que los frenos no están para las rectas" (Ramón Lobo)
domingo, 7 de noviembre de 2010
Diario de Uganda: Un viaje de doble sentido
Todo viaje hacia alguna parte es, ante todo, un viaje hace adentro. Hacia uno mismo. Aún cuando el destino figure en nuestros sueños desde hace tiempo, decidimos emprender camino en el instante en el que se cruza necesidad de búsqueda interior y exterior.
África estuvo siempre entre los destinos que quise conocer. El África negra. El África subsahariana. La otra, a la que pertenece Marruecos, fue recorrida antes. En otros tiempos y con otras personas. Cuando la necesidad era completamente diferente y me sentía atada a otros sueños. Anhelos que dejé en el camino. Que simplemente mutaron.
La vida, finalmente, es cíclica. Y ya no se trata solo de lo que somos o no somos. Sino de aquello a lo que aspiramos en un momento determinado. De alguna forma u otra, lo que nos configura como seres humanos, como personas únicas, no cambia con los años. Solo evoluciona. La esencia estuvo allí desde hace tiempo. Con los años adquirimos nuevas partes de un nosotros que siempre nos identificó. Los ciclos, son los ciclos, los que dan prioridad a unas cosas u otras.
Viajé a Uganda para cumplir un sueño externo. El de pisar una tierra ajena cuyas imágenes me habían seducido desde hacía mucho tiempo. Imaginé que no iba a ser una experiencia fácil. El encuentro con la soledad nunca lo es. Y sin embargo, nos da la posibilidad de volver a encontrarnos con nosotros mismos.
Lejos de los deseos vinculados a los demás o incluso de la imagen que de nosotros mismos construimos sin ser del todo sinceros, los viajes en soledad nos dan la oportunidad de sentar a escucharnos. De reconocer la esencia de lo que nos hace quienes somos. Nos obliga a cuestionarnos qué queremos. Y porqué lo queremos. Nos permite despegarnos de las ambiciones profesionales, que tanto pueden encarcelarnos.
Uganda ha significado el conocimiento de una tierra increíblemente sensual vivida con la disposición de querer conocerla en todas sus dimensiones. Una experiencia que me ha devuelto a las sensaciones más salvajes del viajar. Cuando abrimos todos los poros de la piel para absorber cada uno de los pedazos de vida ajena que deja de ser ajena a medida que la aprendemos a leer.
Y sin embargo esto ha sido tan solo la mitad del viaje. El resto, la otra mitad ha sido un viaje interior. Cada vez que me preguntan porqué estoy en Uganda respondo en dos partes. La primera con lo material. El voluntariado que vine a realizar. La segunda responde a una necesidad mucho más ‘espiritual’, si esta palabra puede resumir el viaje interior. Necesitaba parar, les digo.
Necesitaba releerme. Despegarme de lo que creemos que son las necesidades. Aprender que somos no por lo que hacemos sino simplemente por lo que sentimos. Existimos antes de que nos ocupemos de algo o de alguien. Somos por sí mismos. Y somos en libertad. Al final nacemos y morimos solos. Y en medio del camino a veces, algunos más que otros, necesitamos redescubrirnos en esta soledad.
Poco después de haber llegado a Kampala, sentada en un restaurante esperando ser atendida, alguien reconoció este estado de ingravidez en mis pensamientos. Fue un cliente cualquiera. No lo conocía de antes. Ni siquiera lo vi cuando entró. Al sentarse enfrente mío me encontró mirando hacia adelante.
- Disculpe, le voy a tapar la vista, me dijo
- No se preocupe, no estoy mirando hacia fuera.
- Ah, esas miradas son las más interesantes, agregó
Sonreí. A veces la complicidad se teje en unas milésimas de segundos. Y alguien, un completo desconocido, entiende ese viaje interior que estás recorriendo.
Cada vez que he salido a caminar Uganda me he encontrado surcando pasajes exteriores e interiores en la misma medida. He absorbido todos los colores de este país al tiempo que recorría pedazos de vida pasada y trazaba un presente solo basado en vivir. Quizás nunca antes viví tan intensamente el presente.
Quizás nunca necesité hacerlo como ahora. Demasiadas veces vivimos en el anhelo, en construcciones futuras de nuestra vida. Sin ser conscientes que lo único verdaderamente real es el momento presente. Jamás el futuro será como lo imaginemos. Y sin embargo, será. De una u otra forma será.
Uganda me ha regalado decenas de increíbles presentes que solo un verbo explica. Vivir. Ni siquiera vivir para contarla, como resumió Garcia Márquez su autobiografía. Simplemente vivir. Escribir viene después. Cuando nos encontramos de nuevo con la esencia de nosotros mismos. Al entender que regresamos a ese ciclo en el que necesitamos la libertad.
Sabemos entonces que releímos el mundo. Que nos releímos a nosotros mismos. Sabemos, tras ese tiempo, que podemos hacer maletas, regresar al mundo que sí usa relojes y correr de nuevo. O caminar despacio. Ahora sabemos que podemos escoger. Porque tuvimos el tiempo de parar. Porque nos dimos el tiempo para meditar. Para ser sin tener. Para vivir.
Es domingo, luce un sol espléndido. Salgo a caminar y sucede, como muchos otros días, que solo conozco el punto de origen. El resto del trayecto lo marcan los pies. Y una necesidad sin límites de seguir caminando bajo este sol, sobre la tierra roja.
África estuvo siempre entre los destinos que quise conocer. El África negra. El África subsahariana. La otra, a la que pertenece Marruecos, fue recorrida antes. En otros tiempos y con otras personas. Cuando la necesidad era completamente diferente y me sentía atada a otros sueños. Anhelos que dejé en el camino. Que simplemente mutaron.
La vida, finalmente, es cíclica. Y ya no se trata solo de lo que somos o no somos. Sino de aquello a lo que aspiramos en un momento determinado. De alguna forma u otra, lo que nos configura como seres humanos, como personas únicas, no cambia con los años. Solo evoluciona. La esencia estuvo allí desde hace tiempo. Con los años adquirimos nuevas partes de un nosotros que siempre nos identificó. Los ciclos, son los ciclos, los que dan prioridad a unas cosas u otras.
Viajé a Uganda para cumplir un sueño externo. El de pisar una tierra ajena cuyas imágenes me habían seducido desde hacía mucho tiempo. Imaginé que no iba a ser una experiencia fácil. El encuentro con la soledad nunca lo es. Y sin embargo, nos da la posibilidad de volver a encontrarnos con nosotros mismos.
Lejos de los deseos vinculados a los demás o incluso de la imagen que de nosotros mismos construimos sin ser del todo sinceros, los viajes en soledad nos dan la oportunidad de sentar a escucharnos. De reconocer la esencia de lo que nos hace quienes somos. Nos obliga a cuestionarnos qué queremos. Y porqué lo queremos. Nos permite despegarnos de las ambiciones profesionales, que tanto pueden encarcelarnos.
Uganda ha significado el conocimiento de una tierra increíblemente sensual vivida con la disposición de querer conocerla en todas sus dimensiones. Una experiencia que me ha devuelto a las sensaciones más salvajes del viajar. Cuando abrimos todos los poros de la piel para absorber cada uno de los pedazos de vida ajena que deja de ser ajena a medida que la aprendemos a leer.
Y sin embargo esto ha sido tan solo la mitad del viaje. El resto, la otra mitad ha sido un viaje interior. Cada vez que me preguntan porqué estoy en Uganda respondo en dos partes. La primera con lo material. El voluntariado que vine a realizar. La segunda responde a una necesidad mucho más ‘espiritual’, si esta palabra puede resumir el viaje interior. Necesitaba parar, les digo.
Necesitaba releerme. Despegarme de lo que creemos que son las necesidades. Aprender que somos no por lo que hacemos sino simplemente por lo que sentimos. Existimos antes de que nos ocupemos de algo o de alguien. Somos por sí mismos. Y somos en libertad. Al final nacemos y morimos solos. Y en medio del camino a veces, algunos más que otros, necesitamos redescubrirnos en esta soledad.
Poco después de haber llegado a Kampala, sentada en un restaurante esperando ser atendida, alguien reconoció este estado de ingravidez en mis pensamientos. Fue un cliente cualquiera. No lo conocía de antes. Ni siquiera lo vi cuando entró. Al sentarse enfrente mío me encontró mirando hacia adelante.
- Disculpe, le voy a tapar la vista, me dijo
- No se preocupe, no estoy mirando hacia fuera.
- Ah, esas miradas son las más interesantes, agregó
Sonreí. A veces la complicidad se teje en unas milésimas de segundos. Y alguien, un completo desconocido, entiende ese viaje interior que estás recorriendo.
Cada vez que he salido a caminar Uganda me he encontrado surcando pasajes exteriores e interiores en la misma medida. He absorbido todos los colores de este país al tiempo que recorría pedazos de vida pasada y trazaba un presente solo basado en vivir. Quizás nunca antes viví tan intensamente el presente.
Quizás nunca necesité hacerlo como ahora. Demasiadas veces vivimos en el anhelo, en construcciones futuras de nuestra vida. Sin ser conscientes que lo único verdaderamente real es el momento presente. Jamás el futuro será como lo imaginemos. Y sin embargo, será. De una u otra forma será.
Uganda me ha regalado decenas de increíbles presentes que solo un verbo explica. Vivir. Ni siquiera vivir para contarla, como resumió Garcia Márquez su autobiografía. Simplemente vivir. Escribir viene después. Cuando nos encontramos de nuevo con la esencia de nosotros mismos. Al entender que regresamos a ese ciclo en el que necesitamos la libertad.
Sabemos entonces que releímos el mundo. Que nos releímos a nosotros mismos. Sabemos, tras ese tiempo, que podemos hacer maletas, regresar al mundo que sí usa relojes y correr de nuevo. O caminar despacio. Ahora sabemos que podemos escoger. Porque tuvimos el tiempo de parar. Porque nos dimos el tiempo para meditar. Para ser sin tener. Para vivir.
Es domingo, luce un sol espléndido. Salgo a caminar y sucede, como muchos otros días, que solo conozco el punto de origen. El resto del trayecto lo marcan los pies. Y una necesidad sin límites de seguir caminando bajo este sol, sobre la tierra roja.
sábado, 6 de noviembre de 2010
Diario de Uganda: Titulares para la cena
Hacer planes en Uganda resulta inútil. Uno puede intentarlo y creer que se van a cumplir. Pero en lo más profundo de sí mismo sabe que están sujetos a todos los cambios posibles. Parte del viaje consiste en asimilar esas desviaciones en el camino.
El día de ayer iba a ser tranquilo. Una visita a la mezquita de Gadaffi durante la plegaria del viernes y otra a la principal radio televisión de Uganda, Ugandan Broadcasting Corporation (UBC). Lo primero, una experiencia que terminó siendo más espiritual de lo que podría haber imaginado, me sirvió para comprobar que aún quienes nos creemos libres de prejuicios, no tenemos idea de cuán influenciados vivimos por ellos.
Lo segundo resultó ser la confirmación de que, aunque el orden de los factores cambie, aunque los tiempos sean otros, las cosas terminan sucediendo en Uganda. Solo así se puede entender que de los caóticos estudios de grabación de UBC acaben saliendo los boletines de noticias puntuales.
De los dos edificios que integran esta corporación, el espacio televisivo es el más surrealista. La redacción está compuesta por una quincena de escritorios desordenados donde merodean jóvenes periodistas. El jefe de redacción se sitúa en medio, en una mesa diminuta desde la que nos cuenta como se 'organizan' diariamente.
Enfrente, justo al otro lado, se encuentra la sala de edición, compuesta mayormente por hombres que se divierten con nuestra visita. Desde el pasado verano España está asociada para muchos africanos al mundial de futbol. Aunque la relación futbolística de este continente con Europa se remonta a antes de esta victoria. Los ugandeses, como los latinoamericanos, son fervientes seguidores tanto de la liga española como de la inglesa.
La visita en la UBC nos deja el dulce sabor de la conversación con Haz Ashley, el coordinador técnico de los estudios de radio, con el que tendremos ocasión de hablar más adelante. Extrañamente agudo, Haz resulta ser una de las pocas personas que a simple vista intuyes transparentes. Una especie en extinción en un mundo que a veces parece gobernado por las apariencias.
Los planes para ese viernes tenían que haber terminado allí, pero de repente el Alto Comisionado Adjunto de Trinidad y Tobago llamó a Kamilah y nos encontramos intercambiando opiniones sobre Uganda en un restaurante cerca de Garden City. La conversación sobre las costumbres de los karamojong atrapó de tal manera a ambos que quisieron ver las imágenes que Kamilah tomó en el norte.
¿Conclusión? Una pizza y un proyector en casa de un amigo. Nada de formalidades y muchas risas. De fondo, las imágenes de los guerreros del norte, comunidades que no entienden de edades, que expresan los años con la altura, que nombran a sus hijos con la época del año en la que nacen, que conservan bailes tradicionales. Comunidades que no entienden de países porque la única nacionalidad a la que pertenecen es su tribu. Y éstas hace años que fueron menospreciadas por líneas divisorias sin sentido.
De regreso a casa, el Alto Comisionado nos acerca al Old Taxi Park. Miro alrededor, paisajes que pronto abandonaré. Observando fuera, donde las calles no dejan nunca de respirar vida, veo de repente acercarse un vendedor de periódicos.
“Saturday Monitor”. ¿Comooooo?? Son las 8 de la noche y Uganda vende ya las noticias del día siguiente. Me pregunto a qué hora cerrarán las redacciones si las imprentas han mandado a la calle ya los titulares del día siguiente. Como siempre África es imprevisible. Distinta. Sorprendente hasta el punto de obligarte a reinterpretar las pautas que rigen el mundo. A releer la vida.
Hace dos días la correa del reloj se rompió, convirtiendo el hecho en metáfora del tiempo
El día de ayer iba a ser tranquilo. Una visita a la mezquita de Gadaffi durante la plegaria del viernes y otra a la principal radio televisión de Uganda, Ugandan Broadcasting Corporation (UBC). Lo primero, una experiencia que terminó siendo más espiritual de lo que podría haber imaginado, me sirvió para comprobar que aún quienes nos creemos libres de prejuicios, no tenemos idea de cuán influenciados vivimos por ellos.
Lo segundo resultó ser la confirmación de que, aunque el orden de los factores cambie, aunque los tiempos sean otros, las cosas terminan sucediendo en Uganda. Solo así se puede entender que de los caóticos estudios de grabación de UBC acaben saliendo los boletines de noticias puntuales.
De los dos edificios que integran esta corporación, el espacio televisivo es el más surrealista. La redacción está compuesta por una quincena de escritorios desordenados donde merodean jóvenes periodistas. El jefe de redacción se sitúa en medio, en una mesa diminuta desde la que nos cuenta como se 'organizan' diariamente.
Enfrente, justo al otro lado, se encuentra la sala de edición, compuesta mayormente por hombres que se divierten con nuestra visita. Desde el pasado verano España está asociada para muchos africanos al mundial de futbol. Aunque la relación futbolística de este continente con Europa se remonta a antes de esta victoria. Los ugandeses, como los latinoamericanos, son fervientes seguidores tanto de la liga española como de la inglesa.
La visita en la UBC nos deja el dulce sabor de la conversación con Haz Ashley, el coordinador técnico de los estudios de radio, con el que tendremos ocasión de hablar más adelante. Extrañamente agudo, Haz resulta ser una de las pocas personas que a simple vista intuyes transparentes. Una especie en extinción en un mundo que a veces parece gobernado por las apariencias.
Los planes para ese viernes tenían que haber terminado allí, pero de repente el Alto Comisionado Adjunto de Trinidad y Tobago llamó a Kamilah y nos encontramos intercambiando opiniones sobre Uganda en un restaurante cerca de Garden City. La conversación sobre las costumbres de los karamojong atrapó de tal manera a ambos que quisieron ver las imágenes que Kamilah tomó en el norte.
¿Conclusión? Una pizza y un proyector en casa de un amigo. Nada de formalidades y muchas risas. De fondo, las imágenes de los guerreros del norte, comunidades que no entienden de edades, que expresan los años con la altura, que nombran a sus hijos con la época del año en la que nacen, que conservan bailes tradicionales. Comunidades que no entienden de países porque la única nacionalidad a la que pertenecen es su tribu. Y éstas hace años que fueron menospreciadas por líneas divisorias sin sentido.
De regreso a casa, el Alto Comisionado nos acerca al Old Taxi Park. Miro alrededor, paisajes que pronto abandonaré. Observando fuera, donde las calles no dejan nunca de respirar vida, veo de repente acercarse un vendedor de periódicos.
“Saturday Monitor”. ¿Comooooo?? Son las 8 de la noche y Uganda vende ya las noticias del día siguiente. Me pregunto a qué hora cerrarán las redacciones si las imprentas han mandado a la calle ya los titulares del día siguiente. Como siempre África es imprevisible. Distinta. Sorprendente hasta el punto de obligarte a reinterpretar las pautas que rigen el mundo. A releer la vida.
Hace dos días la correa del reloj se rompió, convirtiendo el hecho en metáfora del tiempo
viernes, 5 de noviembre de 2010
Diario de Uganda: Un rasguño y proseguimos
Hay situaciones extremas, situaciones cómicas y situaciones peligrosas. En algunos sitios las tres van de la mano. En las calles de Kampala casi siempre se solapan.
Luego está lo que Javier Pérez Reverte bautizó como La Situación. El escenario con el que Teresa Mendoza, la protagonista de 'La Reina del Sur' denominaba a los momentos claves en los que uno sabe que la vida cambia. Que en un segundo el futuro se convierte en pasado y ya nada volverá a ser lo mismo.
Cuando uno se monta en un boda-boda sabe que está expuesto a las tres situaciones. Quizás por ello no deja nunca de controlar los camiones y coches que pasan a menos de un metro. Y sobre todo las decenas de otros boda-boda que te rozan mientras te adelantan convirtiendo las distancias mínimas en una ironía destinada a los manuales de conducción.
No hace falta ser muy astuto para deducir que la mayoría de ugandeses conducen sin autorización. Sin haber pasado ningún examen. Lo gracioso del caso es que, a menudo, caminando por las calles del centro, uno se encuentra con un coche destartalado cargando un flamante cartel en la parte superior en el que se exhibe: Coche de auto-escuela. ¿Aprender normas de tráfico en una ciudad donde escasean los semáforos y los pasos de peatones?
La Situación se presenta mientras camino hacia Garden City. Acabo de preguntar una dirección cuando al girarme escucho un fuerte estruendo. Un boda-boda se ha aplastaado literalmente al coche de enfrente. Mientras miro atrás si vienen más vehículos, sufriendo por el pasajero, que se ha caído al suelo, observo el conductor del coche.
Frena, mira por el retrovisor, mueve la cabeza en señal de irónica desaprobación y sigue adelante. Detrás, el pasajero se levanta rápido, se arregla la ropa, mira en ambas direcciones y…¡se sube de nuevo al boda-boda! Vamos, le dice al conductor, que arranca el motor y sigue dirección al destino previsto.
Lo que en Europa involucraría a seguros y terminaría en gritos aquí se queda en unos rasguños en la piel, la ropa arañada y un movimiento de cabeza. Todo ha transcurrido en un minuto. Y en un minuto se desvanece. Prosigue el tráfico. Prosigue la vida. Y La Situación queda atrás como lo que puedo ser y no fue.
Luego está lo que Javier Pérez Reverte bautizó como La Situación. El escenario con el que Teresa Mendoza, la protagonista de 'La Reina del Sur' denominaba a los momentos claves en los que uno sabe que la vida cambia. Que en un segundo el futuro se convierte en pasado y ya nada volverá a ser lo mismo.
Cuando uno se monta en un boda-boda sabe que está expuesto a las tres situaciones. Quizás por ello no deja nunca de controlar los camiones y coches que pasan a menos de un metro. Y sobre todo las decenas de otros boda-boda que te rozan mientras te adelantan convirtiendo las distancias mínimas en una ironía destinada a los manuales de conducción.
No hace falta ser muy astuto para deducir que la mayoría de ugandeses conducen sin autorización. Sin haber pasado ningún examen. Lo gracioso del caso es que, a menudo, caminando por las calles del centro, uno se encuentra con un coche destartalado cargando un flamante cartel en la parte superior en el que se exhibe: Coche de auto-escuela. ¿Aprender normas de tráfico en una ciudad donde escasean los semáforos y los pasos de peatones?
La Situación se presenta mientras camino hacia Garden City. Acabo de preguntar una dirección cuando al girarme escucho un fuerte estruendo. Un boda-boda se ha aplastaado literalmente al coche de enfrente. Mientras miro atrás si vienen más vehículos, sufriendo por el pasajero, que se ha caído al suelo, observo el conductor del coche.
Frena, mira por el retrovisor, mueve la cabeza en señal de irónica desaprobación y sigue adelante. Detrás, el pasajero se levanta rápido, se arregla la ropa, mira en ambas direcciones y…¡se sube de nuevo al boda-boda! Vamos, le dice al conductor, que arranca el motor y sigue dirección al destino previsto.
Lo que en Europa involucraría a seguros y terminaría en gritos aquí se queda en unos rasguños en la piel, la ropa arañada y un movimiento de cabeza. Todo ha transcurrido en un minuto. Y en un minuto se desvanece. Prosigue el tráfico. Prosigue la vida. Y La Situación queda atrás como lo que puedo ser y no fue.
jueves, 4 de noviembre de 2010
Diario de Uganda: Una mzungu en Bujagali Falls
Ser blanca y querer visitar los sitios turísticos con medios locales no siempre combina en la mente ugandesa. Los locales nos asocian con dinero y por lo tanto con taxis privados. Medios cómodos que reduzcan el espacio y el tiempo para llegar a los sitios.
Pero sucede que algunos mzungu no queremos llegar rápido. Porque en este momento y en este lugar no tenemos prisa. Nos interesa más el camino que el destino. Y aunque nos cueste hacerlo entender sabemos que lo conseguiremos.
Lo logramos hoy cuando con kamilah decidimos llegar a las cascadas de Bujagali con un matatu. El viaje de ida y vuelta con un taxi cuesta 20.000Sh. Hacerlo en matatu reduce 10 veces el coste. Pagamos 1.000Sh por trayecto.
Se disminuyen los costes y se multiplica la experiencia. Con capacidad para 10 personas, la pequeña furgoneta termina albergando a 20 más una decena de paquetes. La imagen de los hombres empujando cajas en la parte trasera merece una foto. Acabábamos de negarnos a tomar el matatu anterior por considerar que iba sobrecargado cuando nos damos cuenta que éste termina en las mismas condiciones.
Cuando arranca el vehículo se mueve a derecha e izquierda en una perfecta inestabilidad. Por suerte la carretera es estrecha y el conductor no puede correr aunque quisiera. Viajamos delante, ante la mirada curiosa de locales más acostumbrados a surcar estos caminos para ir a trabajar la tierra.
Llegamos al cruce donde se abre el camino hasta la entrada de las cascadas de Bujagali. Nos queda por recorrer un kilómetro de tierra que nos lleva más de lo previsto. En Uganda a menudo las metáforas nacen en la realidad para infiltrarse en las palabras.
Algunas imágenes parecen surgidas ante sí para convertirse en narración. Predestinadas a quedar inmortalizadas, como este edificio alzado con pedazos de barro que funge, a la vez, como escuela e iglesia. Rodeada a esa hora de la mañana por una decena de niños que no saben retener el impulso de llamarme mzungu.
Mzungu aquí y mzungu más adelante cuando vemos aparecer ese cartel que nos provoca una risa espontánea. “Hassan’s–Mzungu Guest House”.La curiosidad del texto nos hace entablar conversación con los propietarios.
- ¿Conocen California? ¿Son de allí?
- No, señor, no somos de allí pero sabemos donde está el lugar.
- Ah, ok. Mi hijo vive allí, con una americana.
Con una mzungu, pienso. Y de repente entendemos la lógica. Del cartel. No de la realidad que en ese momento aparece en la mente como una fotografía integrada por dos vidas. La de esta familia ugandesa que exhibe su ropa fuera de la choza, expuesto al violento sol africano. Y la otra vida, la de un ugandés en Estados Unidos. Tan cerca en vínculos de sangre. Y tan lejos en comodidades. Un abismo de vidas.
Seguimos caminando solo para descubrir que, tal y como auguró Kamilah anoche, los ugandeses del área rural reinventan a cada suspiro el sentido de la hospitalidad. Pues solo unos metros más adelante, en un nuevo encuentro inesperado, Cassías nos invita a ir a su casa.
Cassías es un entrañable campesino que carga hierba para los animales. Tendrá unos 60 años, escritos en todas y cada una de las arrugas que asoman en el rostro. Es energético y, en el camino a su casa, no para de preguntarnos qué tal es su inglés.
A la llegada le ordena a la vaca que se aparte, nos presenta a la mujer y a su hijo y nos pide que le tomemos fotos. Aunque lo intenta no puede contener la felicidad de tener visitantes en casa.
Llegamos a las cascadas de Bujagali sobre las 12, una hora en la que el sol se siente fuerte sobre la piel. Como las Fuentes del Nilo, este emplazamiento ha perdido parte de su belleza por la construcción de una presa. Y sin embargo, sigue siendo el Nilo. Y los rápidos que asoman en esta parte siguen seduciendo.
El hecho de que no sea fin de semana nos ahorra la visita rodeados de mzungus que llegan en paquetes organizados. Encontramos, sin embargo, otros visitantes improvisados. Alumnos musulmanes de dos escuelas de la zona seducidos muy pronto por la posibilidad de fotografiarse junto a una turista blanca.
“Queremos una foto contigo mzungu”, me dicen medio tímidos mirando la cámara de Kamilah. Hay días de soledad y días de multitudes. Y hoy, sin duda, a pesar de que el Nilo invite a la reflexión, son los demás los que marcan los ritmos. Accedemos a las fotos, con la imprudencia de no recordar que los niños siempre quieren más. Y hoy quieren más imágenes de si mismos con esos extranjeros.
Hay algo de genuino en la inocencia del momento que te impide cortar de raíz con la petición. Algo que tiene que ver con la fascinación por lo diferente. Finalmente ellos son materia exótica para ti de la misma forma que tu lo eres para ellos. La naturaleza del viajero se rige por normas no escritas. Y negar el derecho del local a disfrutarte va en contra de ellas.
El camino de vuelta a la ciudad es más tranquilo. Caminamos cansadas. Serenas. Entramos a Jinja con el matatu, recogemos maletas en el hotel y embarcamos de nuevo rumbo a Kampala. El trayecto sucede tranquilo. Estoy terminando una novela apasionante. Viajo sumergida en la lectura cuando de pronto, a pocos kilómetros de Kampala, se suelta una gallina.
“Grrrrrrrrr”, grita. “Ahhhhhh”, grito yo, del susto. Había sido una vuelta tranquila. Pero me olvidé que en Uganda la calma no existe. Y es lo imprevisible lo que rige el camino. Me río tan fuerte que todo el autobús me mira. Luego pensaré que aún cuando uno cree que el viaje ha terminado, éste marca sus propios tiempos. La vida, al final, sucede a su propio ritmo, ajena a nuestras decisiones.
Pero sucede que algunos mzungu no queremos llegar rápido. Porque en este momento y en este lugar no tenemos prisa. Nos interesa más el camino que el destino. Y aunque nos cueste hacerlo entender sabemos que lo conseguiremos.
Lo logramos hoy cuando con kamilah decidimos llegar a las cascadas de Bujagali con un matatu. El viaje de ida y vuelta con un taxi cuesta 20.000Sh. Hacerlo en matatu reduce 10 veces el coste. Pagamos 1.000Sh por trayecto.
Se disminuyen los costes y se multiplica la experiencia. Con capacidad para 10 personas, la pequeña furgoneta termina albergando a 20 más una decena de paquetes. La imagen de los hombres empujando cajas en la parte trasera merece una foto. Acabábamos de negarnos a tomar el matatu anterior por considerar que iba sobrecargado cuando nos damos cuenta que éste termina en las mismas condiciones.
Cuando arranca el vehículo se mueve a derecha e izquierda en una perfecta inestabilidad. Por suerte la carretera es estrecha y el conductor no puede correr aunque quisiera. Viajamos delante, ante la mirada curiosa de locales más acostumbrados a surcar estos caminos para ir a trabajar la tierra.
Llegamos al cruce donde se abre el camino hasta la entrada de las cascadas de Bujagali. Nos queda por recorrer un kilómetro de tierra que nos lleva más de lo previsto. En Uganda a menudo las metáforas nacen en la realidad para infiltrarse en las palabras.
Algunas imágenes parecen surgidas ante sí para convertirse en narración. Predestinadas a quedar inmortalizadas, como este edificio alzado con pedazos de barro que funge, a la vez, como escuela e iglesia. Rodeada a esa hora de la mañana por una decena de niños que no saben retener el impulso de llamarme mzungu.
Mzungu aquí y mzungu más adelante cuando vemos aparecer ese cartel que nos provoca una risa espontánea. “Hassan’s–Mzungu Guest House”.La curiosidad del texto nos hace entablar conversación con los propietarios.
- ¿Conocen California? ¿Son de allí?
- No, señor, no somos de allí pero sabemos donde está el lugar.
- Ah, ok. Mi hijo vive allí, con una americana.
Con una mzungu, pienso. Y de repente entendemos la lógica. Del cartel. No de la realidad que en ese momento aparece en la mente como una fotografía integrada por dos vidas. La de esta familia ugandesa que exhibe su ropa fuera de la choza, expuesto al violento sol africano. Y la otra vida, la de un ugandés en Estados Unidos. Tan cerca en vínculos de sangre. Y tan lejos en comodidades. Un abismo de vidas.
Seguimos caminando solo para descubrir que, tal y como auguró Kamilah anoche, los ugandeses del área rural reinventan a cada suspiro el sentido de la hospitalidad. Pues solo unos metros más adelante, en un nuevo encuentro inesperado, Cassías nos invita a ir a su casa.
Cassías es un entrañable campesino que carga hierba para los animales. Tendrá unos 60 años, escritos en todas y cada una de las arrugas que asoman en el rostro. Es energético y, en el camino a su casa, no para de preguntarnos qué tal es su inglés.
A la llegada le ordena a la vaca que se aparte, nos presenta a la mujer y a su hijo y nos pide que le tomemos fotos. Aunque lo intenta no puede contener la felicidad de tener visitantes en casa.
Llegamos a las cascadas de Bujagali sobre las 12, una hora en la que el sol se siente fuerte sobre la piel. Como las Fuentes del Nilo, este emplazamiento ha perdido parte de su belleza por la construcción de una presa. Y sin embargo, sigue siendo el Nilo. Y los rápidos que asoman en esta parte siguen seduciendo.
El hecho de que no sea fin de semana nos ahorra la visita rodeados de mzungus que llegan en paquetes organizados. Encontramos, sin embargo, otros visitantes improvisados. Alumnos musulmanes de dos escuelas de la zona seducidos muy pronto por la posibilidad de fotografiarse junto a una turista blanca.
“Queremos una foto contigo mzungu”, me dicen medio tímidos mirando la cámara de Kamilah. Hay días de soledad y días de multitudes. Y hoy, sin duda, a pesar de que el Nilo invite a la reflexión, son los demás los que marcan los ritmos. Accedemos a las fotos, con la imprudencia de no recordar que los niños siempre quieren más. Y hoy quieren más imágenes de si mismos con esos extranjeros.
Hay algo de genuino en la inocencia del momento que te impide cortar de raíz con la petición. Algo que tiene que ver con la fascinación por lo diferente. Finalmente ellos son materia exótica para ti de la misma forma que tu lo eres para ellos. La naturaleza del viajero se rige por normas no escritas. Y negar el derecho del local a disfrutarte va en contra de ellas.
El camino de vuelta a la ciudad es más tranquilo. Caminamos cansadas. Serenas. Entramos a Jinja con el matatu, recogemos maletas en el hotel y embarcamos de nuevo rumbo a Kampala. El trayecto sucede tranquilo. Estoy terminando una novela apasionante. Viajo sumergida en la lectura cuando de pronto, a pocos kilómetros de Kampala, se suelta una gallina.
“Grrrrrrrrr”, grita. “Ahhhhhh”, grito yo, del susto. Había sido una vuelta tranquila. Pero me olvidé que en Uganda la calma no existe. Y es lo imprevisible lo que rige el camino. Me río tan fuerte que todo el autobús me mira. Luego pensaré que aún cuando uno cree que el viaje ha terminado, éste marca sus propios tiempos. La vida, al final, sucede a su propio ritmo, ajena a nuestras decisiones.
miércoles, 3 de noviembre de 2010
Diario de Uganda: Reinventar la hospitalidad
Han pasado casi dos meses desde que pisé por primera vez esta tierra. Lo preceden otros viajes en otras tierras. Con otras personas, otros protagonistas. Experiencias donde siempre las personas escribieron las conclusiones del viaje. Pues es la gente, al final, la que sentencia la exploración de mundos lejanos.
He viajado desde que tenía 13 años. Y siempre he regresado a casa con muchos más conocidos y algunos amigos a los que el tiempo no ha dado sepultura. Sé que tiene mucho que ver, en ello, mi carácter abierto. Soy una apasionada de las personas. A pesar de haber atravesado épocas de profunda introspección he aprendido que las necesito tanto como a las palabras.
Por alguna extraña razón vinculada al embrujo que envuelve este país, África eleva esta pasión a la décima potencia. Me encuentro hablando con improvisados amigos en los matatus, en las esquinas de Kampala, detrás de los hombros de los boda-bodas.
Y luego, de repente estoy sellando estas conversaciones con intercambios de correos. Tomando, al final, cafés con esos nuevos personajes en encuentros donde la protagonista raramente soy yo. Tampoco ellos. Son las risas, que de alguna forma se han convertido en la forma más sincera de leer Uganda.
Sentada en la terraza de un modesto hotel de Jinja, al que hemos llegado con Kamilah, después de dos horas de autobús, me encuentro de repente inmersa en una de estas situaciones. Solo que la conversación nace ahora del más absurdo de los comentarios. Unos calcetines negros graciosos, unas risas, una marca de cerveza que no he probado y de repente conocemos a Uncle Ben.
- ¿Y? ¿Qué les parece la Bell?
- ¡La mejor que he probado hasta el momento, Sebbo!
Sebbo es la traducción de señor en Luganda, el idioma local más hablado. Y la Bell, exquisita en el punto perfecto para no embriagar, casa perfectamente con la elegancia de la palabra. Es menos suave que la Nile y más fuerte que la Tusker.
Uncle Ben debe ser un personaje conocido en la zona. Vestido de blanco, con una panza que habla por sí sola de su situación económica, es saludado por muchos de los habitantes de este municipio. Intercambiamos información indispensable. Lugares de procedencia, razones del viaje y la ineludible pregunta: ¿Y qué les parece Uganda?
"Uganda me apasiona, Sebbo. Este es un paraíso natural, que no siempre humano". Se ríe. Conectamos pronto. Está sentado con su sobrino Jeremy y un amigo. Se tiene que ir pronto pero le encarga a Jeremy que nos lleve a Las Fuentes del Nilo. "¿Es tan espectacular como dicen, Sebbo?" Increíble. Vayan y me cuentan.
Uncle Ben le deja el coche a Jeremy que nos regala una tarde espectacular. Primer contacto con el nacimiento del Nilo, agradables conversaciones, risas y momentos de silencio. El lugar requiere de calma. No es por nada que Gandhi lo eligió como uno de los sitios donde quiso que desperdigaran sus cenizas tras su muerte.
Las Fuentes del Nilo perdieron parte de su encanto cuando la construcción de la presa de Owen en los años 50 eliminó el espectacular paisaje de las cascadas de Ripon, que visualizó el explorador británico John Speke en 1862. Sin embargo, el mero hecho de estar al inicio del largo trayecto que el Nilo recorre hasta el Mediterráneo sigue haciendo del lugar un espacio insólito.
Jeremy se divierte con nuestras apreciaciones del lugar. No hay como ver gozar al extranjero con lo propio. Redescubrir lo que es rutina en ojos del otro. Disfruta tanto que se entusiasma y nos lleva con el coche a otros rincones, espacios desde donde descubrimos nuevos ángulos del mismo corriente.
Para terminar el recorrido Jeremy nos lleva a una sombría orilla, un rincón donde la belleza del Nilo se mezcla con la crudeza de la vida. Un suburbio en el que se produce carbón. Donde la comunidad no bebe del Nilo sino que vive de su corriente. De poder transportar el carbón y venderlo en la otra orilla.
Pienso, como tantas otras veces, en lo literario del continente. La belleza visual no debería poder mezclarse con la vulgaridad de algunas formas de vida. Con las ojeras que produce la pobreza en estos habitantes que nos miran sin entender qué hay de excepcional en ese paraje.
Regresamos al hotel mientras empieza a bajar el sol. Uganda me regala en este último tramo de estancia días perfectos. En el trayecto de vuelta nos miramos con Kamilah. Cómplices de viaje. Conscientes de que a veces la suerte llama a tu puerta. O que quizás, sin querer, la abracemos con el simple deseo de querer absorber lo más simple del viaje.
Por la noche nos acercamos al bar del hotel y sin querer queriendo terminamos jugando a billar con otras, nuevas amistades improvisadas. A las 11 nos retiramos, cansadas de un día eterno. Poco antes de dormirme, con los ojos ya cerrados Kamilah hace balance. "Esta gente simplemente reinventa la hospitalidad". Sonrío mientras siento pesados los párpados y ligera la felicidad.
He viajado desde que tenía 13 años. Y siempre he regresado a casa con muchos más conocidos y algunos amigos a los que el tiempo no ha dado sepultura. Sé que tiene mucho que ver, en ello, mi carácter abierto. Soy una apasionada de las personas. A pesar de haber atravesado épocas de profunda introspección he aprendido que las necesito tanto como a las palabras.
Por alguna extraña razón vinculada al embrujo que envuelve este país, África eleva esta pasión a la décima potencia. Me encuentro hablando con improvisados amigos en los matatus, en las esquinas de Kampala, detrás de los hombros de los boda-bodas.
Y luego, de repente estoy sellando estas conversaciones con intercambios de correos. Tomando, al final, cafés con esos nuevos personajes en encuentros donde la protagonista raramente soy yo. Tampoco ellos. Son las risas, que de alguna forma se han convertido en la forma más sincera de leer Uganda.
Sentada en la terraza de un modesto hotel de Jinja, al que hemos llegado con Kamilah, después de dos horas de autobús, me encuentro de repente inmersa en una de estas situaciones. Solo que la conversación nace ahora del más absurdo de los comentarios. Unos calcetines negros graciosos, unas risas, una marca de cerveza que no he probado y de repente conocemos a Uncle Ben.
- ¿Y? ¿Qué les parece la Bell?
- ¡La mejor que he probado hasta el momento, Sebbo!
Sebbo es la traducción de señor en Luganda, el idioma local más hablado. Y la Bell, exquisita en el punto perfecto para no embriagar, casa perfectamente con la elegancia de la palabra. Es menos suave que la Nile y más fuerte que la Tusker.
Uncle Ben debe ser un personaje conocido en la zona. Vestido de blanco, con una panza que habla por sí sola de su situación económica, es saludado por muchos de los habitantes de este municipio. Intercambiamos información indispensable. Lugares de procedencia, razones del viaje y la ineludible pregunta: ¿Y qué les parece Uganda?
"Uganda me apasiona, Sebbo. Este es un paraíso natural, que no siempre humano". Se ríe. Conectamos pronto. Está sentado con su sobrino Jeremy y un amigo. Se tiene que ir pronto pero le encarga a Jeremy que nos lleve a Las Fuentes del Nilo. "¿Es tan espectacular como dicen, Sebbo?" Increíble. Vayan y me cuentan.
Uncle Ben le deja el coche a Jeremy que nos regala una tarde espectacular. Primer contacto con el nacimiento del Nilo, agradables conversaciones, risas y momentos de silencio. El lugar requiere de calma. No es por nada que Gandhi lo eligió como uno de los sitios donde quiso que desperdigaran sus cenizas tras su muerte.
Las Fuentes del Nilo perdieron parte de su encanto cuando la construcción de la presa de Owen en los años 50 eliminó el espectacular paisaje de las cascadas de Ripon, que visualizó el explorador británico John Speke en 1862. Sin embargo, el mero hecho de estar al inicio del largo trayecto que el Nilo recorre hasta el Mediterráneo sigue haciendo del lugar un espacio insólito.
Jeremy se divierte con nuestras apreciaciones del lugar. No hay como ver gozar al extranjero con lo propio. Redescubrir lo que es rutina en ojos del otro. Disfruta tanto que se entusiasma y nos lleva con el coche a otros rincones, espacios desde donde descubrimos nuevos ángulos del mismo corriente.
Para terminar el recorrido Jeremy nos lleva a una sombría orilla, un rincón donde la belleza del Nilo se mezcla con la crudeza de la vida. Un suburbio en el que se produce carbón. Donde la comunidad no bebe del Nilo sino que vive de su corriente. De poder transportar el carbón y venderlo en la otra orilla.
Pienso, como tantas otras veces, en lo literario del continente. La belleza visual no debería poder mezclarse con la vulgaridad de algunas formas de vida. Con las ojeras que produce la pobreza en estos habitantes que nos miran sin entender qué hay de excepcional en ese paraje.
Regresamos al hotel mientras empieza a bajar el sol. Uganda me regala en este último tramo de estancia días perfectos. En el trayecto de vuelta nos miramos con Kamilah. Cómplices de viaje. Conscientes de que a veces la suerte llama a tu puerta. O que quizás, sin querer, la abracemos con el simple deseo de querer absorber lo más simple del viaje.
Por la noche nos acercamos al bar del hotel y sin querer queriendo terminamos jugando a billar con otras, nuevas amistades improvisadas. A las 11 nos retiramos, cansadas de un día eterno. Poco antes de dormirme, con los ojos ya cerrados Kamilah hace balance. "Esta gente simplemente reinventa la hospitalidad". Sonrío mientras siento pesados los párpados y ligera la felicidad.
martes, 2 de noviembre de 2010
Diario de Uganda: El pasado de Okello
A diferencia de otros países, en Uganda la mendicidad no es una práctica exageradamente extendida. Se pueden encontrar algunos niños y adultos pidiendo en las calles del centro de Kampala.
La mayoría de los ugandeses, sin embargo, mendiga de otra forma. Se te acerca, tras haber comprobado tu estatus de extranjero, y te cuenta que ha puesto en marcha un orfanato, un hospital o una escuela. Se trata de proyectos sociales, con los cuales saben que se conquista la voluntad de más de un turista.
“Como usted sabe llevar adelante un orfanato requiere de dinero y aquí no nos sobra”, me cuenta uno de los policías que custodia la mezquita de Gadaffi, el más impresionante de los centros de culto musulmán de Kampala.
Visible desde casi cualquier punto de la ciudad, la mezquita le debe su nombre al presidente de Libia, quien aportó los fondos para terminar la construcción de este templo, iniciado en los años 70 durante el gobierno de Idi Amin.
Visito el centro con Kamilah, que acaba de regresar de Karamoja. Un guía nos acompaña en el recorrido por el interior. La cabeza y la cadera cubiertas y los zapatos fuera son los únicos requisitos. A diferencia de lo que sucede en otros países, no se nos obliga al procedimiento previo de purificación.
Durante el recorrido nos encontramos con el muecín, un personaje cómico que, en nuestro mundo de prejuicios, dista de ser la figura con la que asociamos los cánticos del mundo islámico. Después de la visita, caminamos hasta el centro de la ciudad.
Kamilah es una apasionada de la fotografía como yo. Amateur también. E igual que yo considera que las calles que rodean el centro de la ciudad rebosan de intensidad. La vida se respira, en estos tramos, en su estado más puro. Ahí uno es consciente que Uganda es, ante todo, salvaje.
Salvaje en todas las implicaciones de la palabra pero sin connotación alguna. Salvaje como sinónimo de auténtica. Sin pretender catalogarla como mejor o peor que nuestro mundo. Un mundo que, tal vez, como me decía Kamilah, esté demasiado inmunizado. Inmunizados los cuerpos y los alimentos pero también las miradas, los gestos, las sensaciones. Inmunizada la vida, en definitiva.
Y es esta misma vida, a la que algunos llaman civilizada, que aquí fluye sin permitirse catalogación. Sin orden ni reglas de convivencia. Más pura para algunos, en exceso salvaje para otros. Extrema. Espontánea.
Intentamos captarla con la lente de la cámara antes de encontrarnos con Okello, un amigo de Kamilah con el que quedamos para tomar café en Garden City. Okello es de Gulu, una de las provincias del norte más fuertemente castigada por la guerra.
Sereno y puntual como pocos ugandeses, esconde un pasado demasiado común en Uganda. Con solo 8 años fue secuestrado por las tropas del LRA, que quemaron la casa de sus padres y lo obligaron a integrarse en las milicias con sus otros cuatro hermanos.
No mató porque a su temprana edad no podía sostener un arma. Pero vio matar. A quienes rechazaron formar parte de la causa rebelde y a quienes se oponían a ella. Entre éstos uno de sus hermanos.
“Las milicias no suelen reclutar a niños tan jóvenes pero mi hermano mayor dijo que si no le acompañaba yo él no iba”. Podían haberlo matado pero prefirieron utilizarlo para beneficio propio. Mientras otros salían a enfrentarse al ejército, Okello ayudaba a las tropas rebeldes en la búsqueda de comida. Dos meses después él y su hermano lograron escapar.
Nos cuenta estos y más detalles mientras dibuja, en un mapa improvisado, los lugares en los que tuvieron lugar los hechos. Haber sido niño soldado no es una historia nueva en Uganda. Algunos lo han contado ya. Y sin embargo cada historia puede aportar nuevos matices que nos permitan entender la ferocidad humana.
Puede que el pasado de Okello abra las puertas a nuevas comprensiones. Nuevas historias. Quizás unas líneas. Quizás imágenes. Quizás un regreso. Por ahora es solo presente y he aprendido a tejer la vida con suma de presentes, aún cuando asome la posibilidad de un futuro.
La mayoría de los ugandeses, sin embargo, mendiga de otra forma. Se te acerca, tras haber comprobado tu estatus de extranjero, y te cuenta que ha puesto en marcha un orfanato, un hospital o una escuela. Se trata de proyectos sociales, con los cuales saben que se conquista la voluntad de más de un turista.
“Como usted sabe llevar adelante un orfanato requiere de dinero y aquí no nos sobra”, me cuenta uno de los policías que custodia la mezquita de Gadaffi, el más impresionante de los centros de culto musulmán de Kampala.
Visible desde casi cualquier punto de la ciudad, la mezquita le debe su nombre al presidente de Libia, quien aportó los fondos para terminar la construcción de este templo, iniciado en los años 70 durante el gobierno de Idi Amin.
Visito el centro con Kamilah, que acaba de regresar de Karamoja. Un guía nos acompaña en el recorrido por el interior. La cabeza y la cadera cubiertas y los zapatos fuera son los únicos requisitos. A diferencia de lo que sucede en otros países, no se nos obliga al procedimiento previo de purificación.
Durante el recorrido nos encontramos con el muecín, un personaje cómico que, en nuestro mundo de prejuicios, dista de ser la figura con la que asociamos los cánticos del mundo islámico. Después de la visita, caminamos hasta el centro de la ciudad.
Kamilah es una apasionada de la fotografía como yo. Amateur también. E igual que yo considera que las calles que rodean el centro de la ciudad rebosan de intensidad. La vida se respira, en estos tramos, en su estado más puro. Ahí uno es consciente que Uganda es, ante todo, salvaje.
Salvaje en todas las implicaciones de la palabra pero sin connotación alguna. Salvaje como sinónimo de auténtica. Sin pretender catalogarla como mejor o peor que nuestro mundo. Un mundo que, tal vez, como me decía Kamilah, esté demasiado inmunizado. Inmunizados los cuerpos y los alimentos pero también las miradas, los gestos, las sensaciones. Inmunizada la vida, en definitiva.
Y es esta misma vida, a la que algunos llaman civilizada, que aquí fluye sin permitirse catalogación. Sin orden ni reglas de convivencia. Más pura para algunos, en exceso salvaje para otros. Extrema. Espontánea.
Intentamos captarla con la lente de la cámara antes de encontrarnos con Okello, un amigo de Kamilah con el que quedamos para tomar café en Garden City. Okello es de Gulu, una de las provincias del norte más fuertemente castigada por la guerra.
Sereno y puntual como pocos ugandeses, esconde un pasado demasiado común en Uganda. Con solo 8 años fue secuestrado por las tropas del LRA, que quemaron la casa de sus padres y lo obligaron a integrarse en las milicias con sus otros cuatro hermanos.
No mató porque a su temprana edad no podía sostener un arma. Pero vio matar. A quienes rechazaron formar parte de la causa rebelde y a quienes se oponían a ella. Entre éstos uno de sus hermanos.
“Las milicias no suelen reclutar a niños tan jóvenes pero mi hermano mayor dijo que si no le acompañaba yo él no iba”. Podían haberlo matado pero prefirieron utilizarlo para beneficio propio. Mientras otros salían a enfrentarse al ejército, Okello ayudaba a las tropas rebeldes en la búsqueda de comida. Dos meses después él y su hermano lograron escapar.
Nos cuenta estos y más detalles mientras dibuja, en un mapa improvisado, los lugares en los que tuvieron lugar los hechos. Haber sido niño soldado no es una historia nueva en Uganda. Algunos lo han contado ya. Y sin embargo cada historia puede aportar nuevos matices que nos permitan entender la ferocidad humana.
Puede que el pasado de Okello abra las puertas a nuevas comprensiones. Nuevas historias. Quizás unas líneas. Quizás imágenes. Quizás un regreso. Por ahora es solo presente y he aprendido a tejer la vida con suma de presentes, aún cuando asome la posibilidad de un futuro.
lunes, 1 de noviembre de 2010
Diario de Uganda: No es estético pero funciona
Se rompieron las sandalias. Fue después de tropezar dos veces de camino a la Iglesia de Rubaga con Lara y Evelina, dos estudiantes de Londres con las que he compartido las últimas semanas.
Los cortes de luz nos obligaron a buscar distracciones con las que enfrentar las últimas horas de la noche. Y evitar así acostarnos a las 8 solo porque la ausencia de electricidad lo dicte. Las horas compartidas han sellado una amistad más basada en espacios comunes que en una complicidad extrema.
Hoy, somos sobre todo compañeras de películas, y cuando la luz sigue haciendo de las suyas, de conversaciones nocturnas y de vino. Lara disfruta sobremanera degustando vino tinto a la luz de las velas.
Iba con ellas cuando se rompieron las sandalias. Se despegó la parte delantera. La de atrás me seguía sujetando el pie, de manera que pude seguir caminando la cuesta que lleva a la Iglesia, solo a diez minutos de casa. Las vistas de Kampala desde lo alto justifican siempre la caminata.
Esta mañana las llevé a reparar en la rotonda de Kubuuzu donde me he cruzado decenas de veces con un zapatero que trabaja delante del quiosco de los periódicos.
- ¿Se pueden arreglar?, le pregunto
- Sí, son 500 Sh. (0,15 Eur).
Muy baratos, pienso mientras coge el zapato, le clava una aguja atravesada con hilo negro, perfora la suela y arregla el zapato.
En los dos minutos que dura la operación combino la mirada al zapatero con la observación de las bicicletas que cruzan la rotonda. Sus conductores llevan detrás cajas que a veces superan tres veces el tamaño de la bici.
En estos pequeños espacios he llegado a ver transportarse pilas de cartones con huevos, cajas con carne, gallinas… A menudo una inscripción bendice el transporte. “Dios es bueno”. El fervor religioso no tiene límites en Uganda.
“Ya está”, me dicen el zapatero. Agarro la sandalia, que tiene un pedazo de hilo negro sujetando la parte rota. Mientras la reviso pienso que no es agradable a la vista pero aguantará hasta que me vaya. Como el transporte en bicicleta y la vida misma en este continente, no es estético pero funciona.
Los cortes de luz nos obligaron a buscar distracciones con las que enfrentar las últimas horas de la noche. Y evitar así acostarnos a las 8 solo porque la ausencia de electricidad lo dicte. Las horas compartidas han sellado una amistad más basada en espacios comunes que en una complicidad extrema.
Hoy, somos sobre todo compañeras de películas, y cuando la luz sigue haciendo de las suyas, de conversaciones nocturnas y de vino. Lara disfruta sobremanera degustando vino tinto a la luz de las velas.
Iba con ellas cuando se rompieron las sandalias. Se despegó la parte delantera. La de atrás me seguía sujetando el pie, de manera que pude seguir caminando la cuesta que lleva a la Iglesia, solo a diez minutos de casa. Las vistas de Kampala desde lo alto justifican siempre la caminata.
Esta mañana las llevé a reparar en la rotonda de Kubuuzu donde me he cruzado decenas de veces con un zapatero que trabaja delante del quiosco de los periódicos.
- ¿Se pueden arreglar?, le pregunto
- Sí, son 500 Sh. (0,15 Eur).
Muy baratos, pienso mientras coge el zapato, le clava una aguja atravesada con hilo negro, perfora la suela y arregla el zapato.
En los dos minutos que dura la operación combino la mirada al zapatero con la observación de las bicicletas que cruzan la rotonda. Sus conductores llevan detrás cajas que a veces superan tres veces el tamaño de la bici.
En estos pequeños espacios he llegado a ver transportarse pilas de cartones con huevos, cajas con carne, gallinas… A menudo una inscripción bendice el transporte. “Dios es bueno”. El fervor religioso no tiene límites en Uganda.
“Ya está”, me dicen el zapatero. Agarro la sandalia, que tiene un pedazo de hilo negro sujetando la parte rota. Mientras la reviso pienso que no es agradable a la vista pero aguantará hasta que me vaya. Como el transporte en bicicleta y la vida misma en este continente, no es estético pero funciona.
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