A diferencia de otros países, en Uganda la mendicidad no es una práctica exageradamente extendida. Se pueden encontrar algunos niños y adultos pidiendo en las calles del centro de Kampala.
La mayoría de los ugandeses, sin embargo, mendiga de otra forma. Se te acerca, tras haber comprobado tu estatus de extranjero, y te cuenta que ha puesto en marcha un orfanato, un hospital o una escuela. Se trata de proyectos sociales, con los cuales saben que se conquista la voluntad de más de un turista.
“Como usted sabe llevar adelante un orfanato requiere de dinero y aquí no nos sobra”, me cuenta uno de los policías que custodia la mezquita de Gadaffi, el más impresionante de los centros de culto musulmán de Kampala.
Visible desde casi cualquier punto de la ciudad, la mezquita le debe su nombre al presidente de Libia, quien aportó los fondos para terminar la construcción de este templo, iniciado en los años 70 durante el gobierno de Idi Amin.
Visito el centro con Kamilah, que acaba de regresar de Karamoja. Un guía nos acompaña en el recorrido por el interior. La cabeza y la cadera cubiertas y los zapatos fuera son los únicos requisitos. A diferencia de lo que sucede en otros países, no se nos obliga al procedimiento previo de purificación.
Durante el recorrido nos encontramos con el muecín, un personaje cómico que, en nuestro mundo de prejuicios, dista de ser la figura con la que asociamos los cánticos del mundo islámico. Después de la visita, caminamos hasta el centro de la ciudad.
Kamilah es una apasionada de la fotografía como yo. Amateur también. E igual que yo considera que las calles que rodean el centro de la ciudad rebosan de intensidad. La vida se respira, en estos tramos, en su estado más puro. Ahí uno es consciente que Uganda es, ante todo, salvaje.
Salvaje en todas las implicaciones de la palabra pero sin connotación alguna. Salvaje como sinónimo de auténtica. Sin pretender catalogarla como mejor o peor que nuestro mundo. Un mundo que, tal vez, como me decía Kamilah, esté demasiado inmunizado. Inmunizados los cuerpos y los alimentos pero también las miradas, los gestos, las sensaciones. Inmunizada la vida, en definitiva.
Y es esta misma vida, a la que algunos llaman civilizada, que aquí fluye sin permitirse catalogación. Sin orden ni reglas de convivencia. Más pura para algunos, en exceso salvaje para otros. Extrema. Espontánea.
Intentamos captarla con la lente de la cámara antes de encontrarnos con Okello, un amigo de Kamilah con el que quedamos para tomar café en Garden City. Okello es de Gulu, una de las provincias del norte más fuertemente castigada por la guerra.
Sereno y puntual como pocos ugandeses, esconde un pasado demasiado común en Uganda. Con solo 8 años fue secuestrado por las tropas del LRA, que quemaron la casa de sus padres y lo obligaron a integrarse en las milicias con sus otros cuatro hermanos.
No mató porque a su temprana edad no podía sostener un arma. Pero vio matar. A quienes rechazaron formar parte de la causa rebelde y a quienes se oponían a ella. Entre éstos uno de sus hermanos.
“Las milicias no suelen reclutar a niños tan jóvenes pero mi hermano mayor dijo que si no le acompañaba yo él no iba”. Podían haberlo matado pero prefirieron utilizarlo para beneficio propio. Mientras otros salían a enfrentarse al ejército, Okello ayudaba a las tropas rebeldes en la búsqueda de comida. Dos meses después él y su hermano lograron escapar.
Nos cuenta estos y más detalles mientras dibuja, en un mapa improvisado, los lugares en los que tuvieron lugar los hechos. Haber sido niño soldado no es una historia nueva en Uganda. Algunos lo han contado ya. Y sin embargo cada historia puede aportar nuevos matices que nos permitan entender la ferocidad humana.
Puede que el pasado de Okello abra las puertas a nuevas comprensiones. Nuevas historias. Quizás unas líneas. Quizás imágenes. Quizás un regreso. Por ahora es solo presente y he aprendido a tejer la vida con suma de presentes, aún cuando asome la posibilidad de un futuro.
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