jueves, 4 de noviembre de 2010

Diario de Uganda: Una mzungu en Bujagali Falls

Ser blanca y querer visitar los sitios turísticos con medios locales no siempre combina en la mente ugandesa. Los locales nos asocian con dinero y por lo tanto con taxis privados. Medios cómodos que reduzcan el espacio y el tiempo para llegar a los sitios.

Pero sucede que algunos mzungu no queremos llegar rápido. Porque en este momento y en este lugar no tenemos prisa. Nos interesa más el camino que el destino. Y aunque nos cueste hacerlo entender sabemos que lo conseguiremos.

Lo logramos hoy cuando con kamilah decidimos llegar a las cascadas de Bujagali con un matatu. El viaje de ida y vuelta con un taxi cuesta 20.000Sh. Hacerlo en matatu reduce 10 veces el coste. Pagamos 1.000Sh por trayecto.

Se disminuyen los costes y se multiplica la experiencia. Con capacidad para 10 personas, la pequeña furgoneta termina albergando a 20 más una decena de paquetes. La imagen de los hombres empujando cajas en la parte trasera merece una foto. Acabábamos de negarnos a tomar el matatu anterior por considerar que iba sobrecargado cuando nos damos cuenta que éste termina en las mismas condiciones.

Cuando arranca el vehículo se mueve a derecha e izquierda en una perfecta inestabilidad. Por suerte la carretera es estrecha y el conductor no puede correr aunque quisiera. Viajamos delante, ante la mirada curiosa de locales más acostumbrados a surcar estos caminos para ir a trabajar la tierra.

Llegamos al cruce donde se abre el camino hasta la entrada de las cascadas de Bujagali. Nos queda por recorrer un kilómetro de tierra que nos lleva más de lo previsto. En Uganda a menudo las metáforas nacen en la realidad para infiltrarse en las palabras.

Algunas imágenes parecen surgidas ante sí para convertirse en narración. Predestinadas a quedar inmortalizadas, como este edificio alzado con pedazos de barro que funge, a la vez, como escuela e iglesia. Rodeada a esa hora de la mañana por una decena de niños que no saben retener el impulso de llamarme mzungu.

Mzungu aquí y mzungu más adelante cuando vemos aparecer ese cartel que nos provoca una risa espontánea. “Hassan’s–Mzungu Guest House”.La curiosidad del texto nos hace entablar conversación con los propietarios.

- ¿Conocen California? ¿Son de allí?
- No, señor, no somos de allí pero sabemos donde está el lugar.
- Ah, ok. Mi hijo vive allí, con una americana.

Con una mzungu, pienso. Y de repente entendemos la lógica. Del cartel. No de la realidad que en ese momento aparece en la mente como una fotografía integrada por dos vidas. La de esta familia ugandesa que exhibe su ropa fuera de la choza, expuesto al violento sol africano. Y la otra vida, la de un ugandés en Estados Unidos. Tan cerca en vínculos de sangre. Y tan lejos en comodidades. Un abismo de vidas.

Seguimos caminando solo para descubrir que, tal y como auguró Kamilah anoche, los ugandeses del área rural reinventan a cada suspiro el sentido de la hospitalidad. Pues solo unos metros más adelante, en un nuevo encuentro inesperado, Cassías nos invita a ir a su casa.

Cassías es un entrañable campesino que carga hierba para los animales. Tendrá unos 60 años, escritos en todas y cada una de las arrugas que asoman en el rostro. Es energético y, en el camino a su casa, no para de preguntarnos qué tal es su inglés.

A la llegada le ordena a la vaca que se aparte, nos presenta a la mujer y a su hijo y nos pide que le tomemos fotos. Aunque lo intenta no puede contener la felicidad de tener visitantes en casa.

Llegamos a las cascadas de Bujagali sobre las 12, una hora en la que el sol se siente fuerte sobre la piel. Como las Fuentes del Nilo, este emplazamiento ha perdido parte de su belleza por la construcción de una presa. Y sin embargo, sigue siendo el Nilo. Y los rápidos que asoman en esta parte siguen seduciendo.

El hecho de que no sea fin de semana nos ahorra la visita rodeados de mzungus que llegan en paquetes organizados. Encontramos, sin embargo, otros visitantes improvisados. Alumnos musulmanes de dos escuelas de la zona seducidos muy pronto por la posibilidad de fotografiarse junto a una turista blanca.

“Queremos una foto contigo mzungu”, me dicen medio tímidos mirando la cámara de Kamilah. Hay días de soledad y días de multitudes. Y hoy, sin duda, a pesar de que el Nilo invite a la reflexión, son los demás los que marcan los ritmos. Accedemos a las fotos, con la imprudencia de no recordar que los niños siempre quieren más. Y hoy quieren más imágenes de si mismos con esos extranjeros.

Hay algo de genuino en la inocencia del momento que te impide cortar de raíz con la petición. Algo que tiene que ver con la fascinación por lo diferente. Finalmente ellos son materia exótica para ti de la misma forma que tu lo eres para ellos. La naturaleza del viajero se rige por normas no escritas. Y negar el derecho del local a disfrutarte va en contra de ellas.

El camino de vuelta a la ciudad es más tranquilo. Caminamos cansadas. Serenas. Entramos a Jinja con el matatu, recogemos maletas en el hotel y embarcamos de nuevo rumbo a Kampala. El trayecto sucede tranquilo. Estoy terminando una novela apasionante. Viajo sumergida en la lectura cuando de pronto, a pocos kilómetros de Kampala, se suelta una gallina.

“Grrrrrrrrr”, grita. “Ahhhhhh”, grito yo, del susto. Había sido una vuelta tranquila. Pero me olvidé que en Uganda la calma no existe. Y es lo imprevisible lo que rige el camino. Me río tan fuerte que todo el autobús me mira. Luego pensaré que aún cuando uno cree que el viaje ha terminado, éste marca sus propios tiempos. La vida, al final, sucede a su propio ritmo, ajena a nuestras decisiones.

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