Hace algún tiempo escuché una de esas frases que permanecen intactas, durante años, en un rincón de la memoria. “La primera lección de un escritor es no preguntarse por qué escribe”.
La recomendación, que me llegó por la jefa de prensa de Amnistía Internacional en Perú, Nuria Frigola, acababa de ser pronunciada por el escritor peruano Alonso Cueto en la apertura de un taller de escritura a la que ella asistió.
Durante tiempo he recordado esas palabras. Hoy -tras haber hecho de las letras mi mejor aliado de este viaje- suscribo con mayúsculas la frase de Cueto. Solo que algo, en la forma de interpretar esa frase, ha cambiado para siempre con el descubrir de África.
Pues durante años estuve convencida de que Cueto se refería a lo aparentemente absurdo del acto de escribir. A esa acción solitaria de sentarse frente a un ordenador o ante unas hojas en blanco, a menudo hasta altas horas de la mañana, sin saber para quien tecleamos. Sin identificar qué nos mueve a un acto con el qué no le rendimos cuentas a nadie.
Creía entonces que la recomendación de Cueto se refería a la incapacidad de encontrar un por qué. Evasión por ignorancia. Hoy, sin embargo, creo que es la obviedad la que está detrás de lo absurdo de la frase. Quizás porque hoy, después de surcar caminos y palabras en la misma medida durante 50 días, sé mejor que nunca porque algunos escribimos.
No escribimos para que nos lean. Tampoco para dejar constancia de lo que vivimos. Ni siquiera para intentar impresionar a un tercero. Porque desconocemos, muchas veces, a nuestros lectores. Escribimos, quienes así lo sentimos, en un acto de incontenido impulso.
Escribir no es un ejercicio de solidaridad hacia nadie. No nace de la voluntad de compartir ni de ayudar a difundir realidades. No es ese acto de divulgación de injusticias que creímos durante años. Estas son solo algunas de sus funciones. No la razón principal. Escribir es el más egoísta de los impulsos. Escribimos porque tejer palabras es lo que verdaderamente nos hace felices.
Porque nos permite vivir dos veces una vida de por sí intensa. Porque tras lograr encadenar letras al ritmo de lo ansiado algo se sacia dentro nuestro. Como ya dijeron otros, es un dolor y una satisfacción al mismo tiempo. El deseo de lograr plasmar lo que instantes antes solo eran conceptos. Y el placer de dormirnos conscientes del logro de haberlo hecho realidad.
Escribimos porque las letras se convirtieron hace años en el más fiel compañero de sensaciones. Porque, con ellas, aprendimos a observar la realidad. Porque nos permiten darle nombre a lo etéreo en la misma medida en que nos ayudan a desentrañar las complejidades del vivir.
Porque aún cuando escribimos prosa elaboramos una poesía de la vida. Y ya no sabemos vivir sin ella. Porque, a pesar de que nos exija tanto como nos proporciona, sucumbimos a las letras desde el primer día que degustamos su sabor. Sellamos, entonces, un pacto de dependencia del que no siempre fuimos conscientes.
Mi experiencia en Uganda ha ido vinculada, desde el primer día, a esa necesidad de escribir. Ha sido la primera vez en la que he hecho del placer costumbre con tanta frecuencia. Y aún cuando la tecnología no lo ponía fácil y debía escribir con la poca luz de unas viejas velas, no he dejado de escribir.
No siempre he sido lo metódica que requiere un diario. A menudo los posts de este blog se han subido días más tarde. He tenido que actualizar, a veces, dos o tres días a la vez. Pero eso, que no deja de ser real, es tan solo la consecuencia de otra escritura, la mental.
Escribimos antes de sentarnos a escribir. Desde el momento justo en que estas ventanas que son los ojos se alían con la imaginación para trazar palabras. Escribimos mientras vivimos y esa, que es la primera escritura, es la única que hace posible la otra.
Le he robado en varias ocasiones la frase a Javier Reverte al decir que África es el más literario de los continentes. No he podido pisarlos todavía todos. Pero, si obviamos la comparación con otras tierras, solo puedo admitir lo poético de este país.
Pues cada uno de los colores, de los aromas, toda la intensidad que llena las calles de Uganda invitan a ser descritos en juegos de palabras. Algunas situaciones, los rostros de tantas personas, lo salvaje de la vida africana piden a gritos ser plasmados en hojas de papel.
Lo invisible del escritor adquiere en esta tierra todo su sentido. Quizás por ello sea aquí donde uno resuelve la pregunta (informulable) de porque escribimos. Escribir África fue una de las formas de devolverle a la tierra lo que esta me obsequió a cada instante. Y quizás este -el recuerdo de la tierra y el sello de las palabras- sean el mayor legado de mi primera incursión al continente negro.
Habrán más Áfricas. Y de nuevo las escribiremos.
"Il y a des écrivains qui ont besoin de géographies et d'autres de concentration: des voyageurs et des voyants" (Nicolas Bouvier)
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
2 comentarios:
maravilloso, nena... iré juntando tiempos para seguir leyéndote, para seguir siguiéndote...
besotes!
Antes de leerte sabía que me gustaría. Me alegra confirmar que sigue viva en ti esa sensibilidad con la que te conocí...Te felicito por esta experiencia de vida que te alimenta e inspira. Vuelvo pronto para leerte un poco más. Muchos besos!
Publicar un comentario