Ángel habla despacio. Sabe que los cambios no se logran a contrarreloj. Se lo han enseñado más de dos décadas de trabajo en el norte de Etiopía, en una de las zonas más áridas del continente, donde intenta aliarse con la tierra para ganar el combate de la supervivencia de más de 2.400 niños huérfanos.
La lucha no resulta fácil porque en Wukro, donde actúa, solo llueve dos meses al año, julio y agosto, lo que compromete cualquier intento de cultivar la tierra. Y, sin embargo, los campesinos de la zona la trabajan. La trabajan tanto que la agotan. Y es que donde el hambre apremia el pensar en dejar reposar la tierra es imaginar un mañana que puede no existir.
En Wukro amenaza la sequía. Pero amenaza también la lluvia. Pues la poca lluvia que cae llega casi siempre en forma de torrentes. La falta de infraestructura impide que se pueda almacenar.
“De ser capaces de acumularla podríamos mejorar un poco la tierra y garantizar la seguridad alimentaria de los niños”, admite Olarán, que en el tiempo que lleva en el país ha logrado ya recuperar 18 especies vegetales que se habían perdido. Lo ha hecho gracias al apoyo de varias organizaciones que han permitido construir infraestructura para crear un espacio de cultivo.
Pero sobre todo gracias a un esfuerzo sin límites y a una voluntad de hierro. Es misionero jesuita aunque no trabaja para difundir ningún credo. No habla de Dios. Ni de religiones. Habla de desigualdades. Y es consciente de que lo hace en un momento en que el Primer Mundo se recupera de sus propios excesos.
Sabe que despertar la solidaridad en tiempos de crisis no es el mejor desayuno de domingo. Y sin embargo, lo hace. Porque es muy consciente del abismo de crisis que separa ambos mundos. “Aquí llegar a final de mes puede ser un reto. Allí lograr terminar el día es toda una aventura”.
Lo dice con una inmensa serenidad. La de quien sabe lidiar con el paso del tiempo. Pero sobre todo la de quien está acostumbrado a persistir. Pues ha sido la constancia la que le ha permitido cultivar plantas en modalidades que los libros de agronomía no reconocían.
Lo cuenta mientras recuerda el asombro de un ingeniero indio que visitó las plantaciones y le dijo: “Me cuesta creer lo que veo. Me doy cuenta que debo olvidar todo lo que he aprendido en los manuales y aprenderlo de nuevo”. Se ríe divertido antes de sentenciar, ante un público atento, que “la ignorancia es muy atrevida”.
Por el valor de la persistencia y la importancia de formar para lograr el cambio, la suya es una “dulce revolución”. Así lo cree Josep Pàmies, otro defensor de la tierra, quien lamenta que ante el excesivo consumismo, “se tenga que aprender del origen de la vida, donde nada se ha pervertido”.
Ángel asiente. Acaba de descubrir una planta medicinal que sabe útil para el mundo Occidental. “Se trata de una especie que no he visto en otros países. Os la ofrecemos con toda la bondad. Solo espero y confío que las ansias de poder y la agresividad del Primer Mundo no la destruyan porque son nuestro alimento”, manifiesta.
Llega el turno de preguntas y alguien le interroga:
- Quisera saber si ellos (los etíopes) no conocen técnicas para mejorar los cultivos. ¿Por qué no utilizan los animales para arar, por ejemplo?
- No los usan porque los consideran sus hermanos. Cuando se lo pregunté me dijeron ¿Y si ellos mueren, qué haremos, comérnoslos?
No agrega nada más. Vive de acuerdo al principio de no imponer criterios a nadie. Quizás por ello evita pronunciar la palabra desarrollo. Afirma, convencido, que deben ser los pueblos quienes decidan cuando y como formarse.
Al término de la conferencia ha hablado durante más de una hora. Y todo el tiempo lo ha hecho con esa serenidad que caracteriza a los luchadores incansables. Sin intentar culpar a nadie, aunque sabe perfectamente –porque responde sin titubear cuando le preguntan por ello- quienes son los responsables de la venta de armas a la región que se ha cobrado miles de vidas.
Cita a países concretos. Y ni así pierde la calma. Habla de Etiopia pero también del Congo y las muertes por el tan preciado coltán, que nos ensucia –a todos- las manos de sangre. Recuerda que algún periodista, en algún medio, llamó a ese valioso material el ataúd de los niños congoleses.
Termina con una frase: “Si tenéis ocasión venid a Wukro, aunque no sea físicamente”. Luego se calla y sonríe de nuevo, hasta que terminan los aplausos. Se sabe querido. Se levanta y se acerca a la gente. Entre el público varias caras conocidas. En el ambiente, la reflexión que siempre deja escuchar una mente lúcida.
Hoy es día de elecciones en Catalunya. Mientras algunos hablan sobre el futuro del país, Ángel actúa. Durante las dos últimas semanas ellos han hablado mucho. Él ha actuado. En los próximos años ellos seguirán hablando y él empezará a recoger los frutos de su lucha…
Hay personas que luchan un día y son buenas. Hay otras que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenas. Pero hay las que luchan toda la vida: esas son las imprescindibles. Bertold Brecht
domingo, 28 de noviembre de 2010
lunes, 22 de noviembre de 2010
Donde se encuentran periodismo y literatura
Las noches traen consigo el soplo de una atmósfera especial que siempre me ha resultado inspiradora para escribir. Es la hora en que las ciudades se silencian y la vida reposa. En verano, aprovecho la brisa para teclear mientras, de lejos, me acaricia el reflejo de la luna. En invierno, el aura que se crea alrededor de los fanales ilumina el escenario ideal para sumergirse en mundos recónditos.
Amo las noches. Des de siempre. Algunas sorpresas llegan de noche. A veces tenemos tiempo de verlas llegar. Otras suceden cuando ya nos hemos rendido al acelerado parpadeo de los ojos. Desde que el mundo sucede mitad entre paredes y otra mitad en el marco del ordenador, algunas buenas noticias llegan por correo electrónico.
Lidia me deja colgado hoy una de estas agradables sorpresas a través de un link en facebook. Lo veo a primera hora pero no es hasta más tarde que lo abro y lo leo. Se trata de un artículo del País sobre Orsai, una nueva revista que se publicará en España a partir de enero.
Nace de un concepto revolucionario detrás del cual está el periodista argentino Hernán Casciari. Una revista que no se podrá encontrar en los quioscos sino que se vende bajo pedido. Se puede comprar de forma individual por 16 Eur (en España) o hacerse con un pack de 10 beneficiándose del 20% de descuento.
En los tiempos que corren la puesta en marcha de un nuevo proyecto periodístico despertaría incredulidad en muchos ámbitos. Y sin embargo Orsai logró vender desde que se abrieran las ventas el pasado mes de noviembre 4.000 ejemplares en ocho días, o lo que es lo mismo un ejemplar cada 30 segundos. Los interesados la recibirán a partir del próximo año.
Mientras husmeo en su página web el éxito de la nueva publicación doy con algunos nombres que me son familiares. Juan Villoro inaugura el número 1 de Orsai. Pienso en David, que aprobaría el nuevo proyecto solo con escuchar el nombre de este gran escritor mexicano.
Junto a él el primer fascículo abre con otro tema que me apasiona. El relato de una vida sesgada. Una historia de deportados. “El limbo, desde adentro”, lo han titulado temporalmente.
Orsai pinta bien. Lo pienso mientras aplaudo que por fin una revista española tenga el valor de publicar, casi en exclusiva, crónicas. Finalmente se dará una oportunidad al gran género de América Latina. Finalmente aterrizará en España el periodismo narrativo.
Lo dicen los fundadores en su propia página “esto es un canal que siempre estará abierto para narradores de ficción, cronistas y periodistas narrativos (noveles o experimentados)”. Si alguien se atreve a desafiar la forma de narrar historias podrá verse publicado. Y además, recibirá un año de suscripción gratuito y un pago por cesión de derechos de 500 Euros.
La crónica es el género de mi segunda patria. En América Latina conocí algunos de los cronistas que más me han hecho amar el periodismo. Allí gocé de las lecturas más reveladoras. Historias a veces sencillas que me enseñaron que no es la realidad sino la pluma la que sentencia el valor de una realidad. No importa como sea. Importa como la cuentes.
También allí me inyecté de esa extraña energía que te hace creer que todo es posible si se persiste. De esta materia están hechos quienes dieron a luz a revistas como la peruana Etiqueta Negra o la colombiana Gato Pardo, donde me sumerjo siempre que necesito rescatar el espíritu periodista.
Sin esos proyectos, sin la crónica resulta imposible entender el periodismo de ese continente. Lo decía, claramente, el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán en marzo del 2008 en un artículo del País:
Algún día, cuando se escriba la historia literaria de la América Latina de principios de este siglo, se tendrá que reconocer que las grandes innovaciones de la prosa latinoamericana vinieron de la mano de los editores, de los cronistas, de los periodistas, de los escritores de non-fiction.
Siempre le he reprochado a España la incapacidad por conrear ese género. La falta de voluntad a la hora de tejer, en un mismo papel, literatura y periodismo. Puede que ese lamento tenga su fin ahora con la aparición de Orsai.
No he leído todavía el primer número. No obstante, aplaudo desde ya, el valor de querer contar historias. Levantarse con la noticia de que el periodismo narrativo se expande es, siempre, levantarse con una alegría.
Amo las noches. Des de siempre. Algunas sorpresas llegan de noche. A veces tenemos tiempo de verlas llegar. Otras suceden cuando ya nos hemos rendido al acelerado parpadeo de los ojos. Desde que el mundo sucede mitad entre paredes y otra mitad en el marco del ordenador, algunas buenas noticias llegan por correo electrónico.
Lidia me deja colgado hoy una de estas agradables sorpresas a través de un link en facebook. Lo veo a primera hora pero no es hasta más tarde que lo abro y lo leo. Se trata de un artículo del País sobre Orsai, una nueva revista que se publicará en España a partir de enero.
Nace de un concepto revolucionario detrás del cual está el periodista argentino Hernán Casciari. Una revista que no se podrá encontrar en los quioscos sino que se vende bajo pedido. Se puede comprar de forma individual por 16 Eur (en España) o hacerse con un pack de 10 beneficiándose del 20% de descuento.
En los tiempos que corren la puesta en marcha de un nuevo proyecto periodístico despertaría incredulidad en muchos ámbitos. Y sin embargo Orsai logró vender desde que se abrieran las ventas el pasado mes de noviembre 4.000 ejemplares en ocho días, o lo que es lo mismo un ejemplar cada 30 segundos. Los interesados la recibirán a partir del próximo año.
Mientras husmeo en su página web el éxito de la nueva publicación doy con algunos nombres que me son familiares. Juan Villoro inaugura el número 1 de Orsai. Pienso en David, que aprobaría el nuevo proyecto solo con escuchar el nombre de este gran escritor mexicano.
Junto a él el primer fascículo abre con otro tema que me apasiona. El relato de una vida sesgada. Una historia de deportados. “El limbo, desde adentro”, lo han titulado temporalmente.
Orsai pinta bien. Lo pienso mientras aplaudo que por fin una revista española tenga el valor de publicar, casi en exclusiva, crónicas. Finalmente se dará una oportunidad al gran género de América Latina. Finalmente aterrizará en España el periodismo narrativo.
Lo dicen los fundadores en su propia página “esto es un canal que siempre estará abierto para narradores de ficción, cronistas y periodistas narrativos (noveles o experimentados)”. Si alguien se atreve a desafiar la forma de narrar historias podrá verse publicado. Y además, recibirá un año de suscripción gratuito y un pago por cesión de derechos de 500 Euros.
La crónica es el género de mi segunda patria. En América Latina conocí algunos de los cronistas que más me han hecho amar el periodismo. Allí gocé de las lecturas más reveladoras. Historias a veces sencillas que me enseñaron que no es la realidad sino la pluma la que sentencia el valor de una realidad. No importa como sea. Importa como la cuentes.
También allí me inyecté de esa extraña energía que te hace creer que todo es posible si se persiste. De esta materia están hechos quienes dieron a luz a revistas como la peruana Etiqueta Negra o la colombiana Gato Pardo, donde me sumerjo siempre que necesito rescatar el espíritu periodista.
Sin esos proyectos, sin la crónica resulta imposible entender el periodismo de ese continente. Lo decía, claramente, el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán en marzo del 2008 en un artículo del País:
Algún día, cuando se escriba la historia literaria de la América Latina de principios de este siglo, se tendrá que reconocer que las grandes innovaciones de la prosa latinoamericana vinieron de la mano de los editores, de los cronistas, de los periodistas, de los escritores de non-fiction.
Siempre le he reprochado a España la incapacidad por conrear ese género. La falta de voluntad a la hora de tejer, en un mismo papel, literatura y periodismo. Puede que ese lamento tenga su fin ahora con la aparición de Orsai.
No he leído todavía el primer número. No obstante, aplaudo desde ya, el valor de querer contar historias. Levantarse con la noticia de que el periodismo narrativo se expande es, siempre, levantarse con una alegría.
martes, 16 de noviembre de 2010
La paciencia como estrategia
Desde siempre me ha gustado la afilada navaja con la que Ramón Lobo analiza la realidad. Es de los periodistas que no se muerden la lengua para decir lo que piensan. De los que buscan en las últimas causas las razones de los conflictos. No teme señalar a Occidente. No le asusta acusar. Apunta a políticos, a religiosos, a organismos internacionales por igual.
Como corresponsal en varios países en conflicto ha dejado algunos testimonios importantes. Seguí, durante el tiempo en que cubrió los comicios afganos del año pasado, su "Cuaderno de Kabul", un diario con ‘Historias de mujeres, hombres y niños atrapados en una guerra’, como él mismo ha bautizado la recopilación de estos relatos convertido ahora en libro.
Ramón Lobo tiene dos blogs. “Aguas Internacionales”, su espacio diario en El País, y “En la Boca del Lobo”, un exquisito rincón donde deja correr la poesía que envuelve sus narraciones más íntimas. En ambos es el gran analista que desmenuza realidades.
El último post en “Aguas Internacionales” habla sobre la Premio Nobel de la Paz birmana Aung Suu Kyi, recientemente liberada. Hemos leído sobre ella desde que pisara de nuevo las calles decenas de referencias. Hablan sobre su pasado, sus logros, sus promesas de futuro.
El texto de Lobo habla sobre paciencia. De una paciencia “como forma de estar en el mundo y modificarlo”, instrumento del logro de Aung San Su Kyi, que es a la vez “símbolo mundial de la resistencia contra la barbarie de una dictadura, de la honestidad frente a la corrupción de los traidores que empuñan las armas contra su pueblo”.
Lobo titula el post “la paciencia como arma política” y entre las frases que podemos leer están las siguientes. Un reconocimiento a quienes saben retar el paso del tiempo. Una acusación contra quienes gobiernan de espaldas a la realidad:
Paciencia. Paciencia es de lo que carece Occidente; siempre deprisa, con líderes políticos, económicos e intelectuales de aeropuerto en aeropuerto, de hotel de lujo en hotel de lujo, de centro de convenciones en centro de convenciones, sin pisar la calle, sin mancharse de polvo los zapatos, sin hablar con nadie que no sea como ellos. Siempre decidiendo el destino de las personas que no conocen, que no escuchan, que no existen y empujados por la prisa que marcan las encuestas de opinión convertidas en guías que desplazan a los valores.
Algunas palabras cobran sentido traer determinados viajes. A la vuelta de África la palabra paciencia viene cargada no solo con todo el significado de una estrategia de vida. Sino con el de un concepto con el que a menudo se construyen los logros más perecederos. Aprender a caminar es, a veces, la mejor forma de permanecer.
A Mercè, que intuyó el universo de sensaciones que viviría en el continente africano. Por la serenidad inyectada a lo largo de años de sabios consejos.
Como corresponsal en varios países en conflicto ha dejado algunos testimonios importantes. Seguí, durante el tiempo en que cubrió los comicios afganos del año pasado, su "Cuaderno de Kabul", un diario con ‘Historias de mujeres, hombres y niños atrapados en una guerra’, como él mismo ha bautizado la recopilación de estos relatos convertido ahora en libro.
Ramón Lobo tiene dos blogs. “Aguas Internacionales”, su espacio diario en El País, y “En la Boca del Lobo”, un exquisito rincón donde deja correr la poesía que envuelve sus narraciones más íntimas. En ambos es el gran analista que desmenuza realidades.
El último post en “Aguas Internacionales” habla sobre la Premio Nobel de la Paz birmana Aung Suu Kyi, recientemente liberada. Hemos leído sobre ella desde que pisara de nuevo las calles decenas de referencias. Hablan sobre su pasado, sus logros, sus promesas de futuro.
El texto de Lobo habla sobre paciencia. De una paciencia “como forma de estar en el mundo y modificarlo”, instrumento del logro de Aung San Su Kyi, que es a la vez “símbolo mundial de la resistencia contra la barbarie de una dictadura, de la honestidad frente a la corrupción de los traidores que empuñan las armas contra su pueblo”.
Lobo titula el post “la paciencia como arma política” y entre las frases que podemos leer están las siguientes. Un reconocimiento a quienes saben retar el paso del tiempo. Una acusación contra quienes gobiernan de espaldas a la realidad:
Paciencia. Paciencia es de lo que carece Occidente; siempre deprisa, con líderes políticos, económicos e intelectuales de aeropuerto en aeropuerto, de hotel de lujo en hotel de lujo, de centro de convenciones en centro de convenciones, sin pisar la calle, sin mancharse de polvo los zapatos, sin hablar con nadie que no sea como ellos. Siempre decidiendo el destino de las personas que no conocen, que no escuchan, que no existen y empujados por la prisa que marcan las encuestas de opinión convertidas en guías que desplazan a los valores.
Algunas palabras cobran sentido traer determinados viajes. A la vuelta de África la palabra paciencia viene cargada no solo con todo el significado de una estrategia de vida. Sino con el de un concepto con el que a menudo se construyen los logros más perecederos. Aprender a caminar es, a veces, la mejor forma de permanecer.
A Mercè, que intuyó el universo de sensaciones que viviría en el continente africano. Por la serenidad inyectada a lo largo de años de sabios consejos.
viernes, 12 de noviembre de 2010
Diario de Uganda: El legado en palabras (Hasta siempre África)
Hace algún tiempo escuché una de esas frases que permanecen intactas, durante años, en un rincón de la memoria. “La primera lección de un escritor es no preguntarse por qué escribe”.
La recomendación, que me llegó por la jefa de prensa de Amnistía Internacional en Perú, Nuria Frigola, acababa de ser pronunciada por el escritor peruano Alonso Cueto en la apertura de un taller de escritura a la que ella asistió.
Durante tiempo he recordado esas palabras. Hoy -tras haber hecho de las letras mi mejor aliado de este viaje- suscribo con mayúsculas la frase de Cueto. Solo que algo, en la forma de interpretar esa frase, ha cambiado para siempre con el descubrir de África.
Pues durante años estuve convencida de que Cueto se refería a lo aparentemente absurdo del acto de escribir. A esa acción solitaria de sentarse frente a un ordenador o ante unas hojas en blanco, a menudo hasta altas horas de la mañana, sin saber para quien tecleamos. Sin identificar qué nos mueve a un acto con el qué no le rendimos cuentas a nadie.
Creía entonces que la recomendación de Cueto se refería a la incapacidad de encontrar un por qué. Evasión por ignorancia. Hoy, sin embargo, creo que es la obviedad la que está detrás de lo absurdo de la frase. Quizás porque hoy, después de surcar caminos y palabras en la misma medida durante 50 días, sé mejor que nunca porque algunos escribimos.
No escribimos para que nos lean. Tampoco para dejar constancia de lo que vivimos. Ni siquiera para intentar impresionar a un tercero. Porque desconocemos, muchas veces, a nuestros lectores. Escribimos, quienes así lo sentimos, en un acto de incontenido impulso.
Escribir no es un ejercicio de solidaridad hacia nadie. No nace de la voluntad de compartir ni de ayudar a difundir realidades. No es ese acto de divulgación de injusticias que creímos durante años. Estas son solo algunas de sus funciones. No la razón principal. Escribir es el más egoísta de los impulsos. Escribimos porque tejer palabras es lo que verdaderamente nos hace felices.
Porque nos permite vivir dos veces una vida de por sí intensa. Porque tras lograr encadenar letras al ritmo de lo ansiado algo se sacia dentro nuestro. Como ya dijeron otros, es un dolor y una satisfacción al mismo tiempo. El deseo de lograr plasmar lo que instantes antes solo eran conceptos. Y el placer de dormirnos conscientes del logro de haberlo hecho realidad.
Escribimos porque las letras se convirtieron hace años en el más fiel compañero de sensaciones. Porque, con ellas, aprendimos a observar la realidad. Porque nos permiten darle nombre a lo etéreo en la misma medida en que nos ayudan a desentrañar las complejidades del vivir.
Porque aún cuando escribimos prosa elaboramos una poesía de la vida. Y ya no sabemos vivir sin ella. Porque, a pesar de que nos exija tanto como nos proporciona, sucumbimos a las letras desde el primer día que degustamos su sabor. Sellamos, entonces, un pacto de dependencia del que no siempre fuimos conscientes.
Mi experiencia en Uganda ha ido vinculada, desde el primer día, a esa necesidad de escribir. Ha sido la primera vez en la que he hecho del placer costumbre con tanta frecuencia. Y aún cuando la tecnología no lo ponía fácil y debía escribir con la poca luz de unas viejas velas, no he dejado de escribir.
No siempre he sido lo metódica que requiere un diario. A menudo los posts de este blog se han subido días más tarde. He tenido que actualizar, a veces, dos o tres días a la vez. Pero eso, que no deja de ser real, es tan solo la consecuencia de otra escritura, la mental.
Escribimos antes de sentarnos a escribir. Desde el momento justo en que estas ventanas que son los ojos se alían con la imaginación para trazar palabras. Escribimos mientras vivimos y esa, que es la primera escritura, es la única que hace posible la otra.
Le he robado en varias ocasiones la frase a Javier Reverte al decir que África es el más literario de los continentes. No he podido pisarlos todavía todos. Pero, si obviamos la comparación con otras tierras, solo puedo admitir lo poético de este país.
Pues cada uno de los colores, de los aromas, toda la intensidad que llena las calles de Uganda invitan a ser descritos en juegos de palabras. Algunas situaciones, los rostros de tantas personas, lo salvaje de la vida africana piden a gritos ser plasmados en hojas de papel.
Lo invisible del escritor adquiere en esta tierra todo su sentido. Quizás por ello sea aquí donde uno resuelve la pregunta (informulable) de porque escribimos. Escribir África fue una de las formas de devolverle a la tierra lo que esta me obsequió a cada instante. Y quizás este -el recuerdo de la tierra y el sello de las palabras- sean el mayor legado de mi primera incursión al continente negro.
Habrán más Áfricas. Y de nuevo las escribiremos.
"Il y a des écrivains qui ont besoin de géographies et d'autres de concentration: des voyageurs et des voyants" (Nicolas Bouvier)
La recomendación, que me llegó por la jefa de prensa de Amnistía Internacional en Perú, Nuria Frigola, acababa de ser pronunciada por el escritor peruano Alonso Cueto en la apertura de un taller de escritura a la que ella asistió.
Durante tiempo he recordado esas palabras. Hoy -tras haber hecho de las letras mi mejor aliado de este viaje- suscribo con mayúsculas la frase de Cueto. Solo que algo, en la forma de interpretar esa frase, ha cambiado para siempre con el descubrir de África.
Pues durante años estuve convencida de que Cueto se refería a lo aparentemente absurdo del acto de escribir. A esa acción solitaria de sentarse frente a un ordenador o ante unas hojas en blanco, a menudo hasta altas horas de la mañana, sin saber para quien tecleamos. Sin identificar qué nos mueve a un acto con el qué no le rendimos cuentas a nadie.
Creía entonces que la recomendación de Cueto se refería a la incapacidad de encontrar un por qué. Evasión por ignorancia. Hoy, sin embargo, creo que es la obviedad la que está detrás de lo absurdo de la frase. Quizás porque hoy, después de surcar caminos y palabras en la misma medida durante 50 días, sé mejor que nunca porque algunos escribimos.
No escribimos para que nos lean. Tampoco para dejar constancia de lo que vivimos. Ni siquiera para intentar impresionar a un tercero. Porque desconocemos, muchas veces, a nuestros lectores. Escribimos, quienes así lo sentimos, en un acto de incontenido impulso.
Escribir no es un ejercicio de solidaridad hacia nadie. No nace de la voluntad de compartir ni de ayudar a difundir realidades. No es ese acto de divulgación de injusticias que creímos durante años. Estas son solo algunas de sus funciones. No la razón principal. Escribir es el más egoísta de los impulsos. Escribimos porque tejer palabras es lo que verdaderamente nos hace felices.
Porque nos permite vivir dos veces una vida de por sí intensa. Porque tras lograr encadenar letras al ritmo de lo ansiado algo se sacia dentro nuestro. Como ya dijeron otros, es un dolor y una satisfacción al mismo tiempo. El deseo de lograr plasmar lo que instantes antes solo eran conceptos. Y el placer de dormirnos conscientes del logro de haberlo hecho realidad.
Escribimos porque las letras se convirtieron hace años en el más fiel compañero de sensaciones. Porque, con ellas, aprendimos a observar la realidad. Porque nos permiten darle nombre a lo etéreo en la misma medida en que nos ayudan a desentrañar las complejidades del vivir.
Porque aún cuando escribimos prosa elaboramos una poesía de la vida. Y ya no sabemos vivir sin ella. Porque, a pesar de que nos exija tanto como nos proporciona, sucumbimos a las letras desde el primer día que degustamos su sabor. Sellamos, entonces, un pacto de dependencia del que no siempre fuimos conscientes.
Mi experiencia en Uganda ha ido vinculada, desde el primer día, a esa necesidad de escribir. Ha sido la primera vez en la que he hecho del placer costumbre con tanta frecuencia. Y aún cuando la tecnología no lo ponía fácil y debía escribir con la poca luz de unas viejas velas, no he dejado de escribir.
No siempre he sido lo metódica que requiere un diario. A menudo los posts de este blog se han subido días más tarde. He tenido que actualizar, a veces, dos o tres días a la vez. Pero eso, que no deja de ser real, es tan solo la consecuencia de otra escritura, la mental.
Escribimos antes de sentarnos a escribir. Desde el momento justo en que estas ventanas que son los ojos se alían con la imaginación para trazar palabras. Escribimos mientras vivimos y esa, que es la primera escritura, es la única que hace posible la otra.
Le he robado en varias ocasiones la frase a Javier Reverte al decir que África es el más literario de los continentes. No he podido pisarlos todavía todos. Pero, si obviamos la comparación con otras tierras, solo puedo admitir lo poético de este país.
Pues cada uno de los colores, de los aromas, toda la intensidad que llena las calles de Uganda invitan a ser descritos en juegos de palabras. Algunas situaciones, los rostros de tantas personas, lo salvaje de la vida africana piden a gritos ser plasmados en hojas de papel.
Lo invisible del escritor adquiere en esta tierra todo su sentido. Quizás por ello sea aquí donde uno resuelve la pregunta (informulable) de porque escribimos. Escribir África fue una de las formas de devolverle a la tierra lo que esta me obsequió a cada instante. Y quizás este -el recuerdo de la tierra y el sello de las palabras- sean el mayor legado de mi primera incursión al continente negro.
Habrán más Áfricas. Y de nuevo las escribiremos.
"Il y a des écrivains qui ont besoin de géographies et d'autres de concentration: des voyageurs et des voyants" (Nicolas Bouvier)
lunes, 8 de noviembre de 2010
Diario de Uganda: Desde lo alto de Kampala
En Kampala no sopla la brisa. No está cerca el Mediterráneo. Ni siquiera asoma el mar. Soplan otros vientos. Procedentes de otras tierras, dejan otros aromas a su paso.
La noche ugandesa es cómplice de los vientos. Desde el centro de la ciudad su roce se percibe con dificultad. Es preciso subirse a los barrios más elevados para sentirlo de cerca. Para gozar la serenidad que su paso deja. Para ser partícipe del volar. Para sentirse libre como quien es capaz de surcar los cielos sin destino conocido.
Haz me ha llevado a Muyenga, una de las colinas desde las que se observa Kampala. Es de noche y en la terraza del Hotel Internacional el aire frío castiga los pies al aire libre. Venimos de tomar uno de estos cafés que sentencian eternidades.
Momentos reveladores que vivimos con la intensidad a la que obliga la fugacidad. Ya no creo en promesas sencillas. Las palabras son las aliadas de las mentes inquietas. Pero también el más efímero de los instrumentos cuando se dejan volar al aire. Sin acciones que las conviertan en realidad.
El último trago de amor sentó las bases de nuevas interpretaciones. Ahora, como siempre antes, pero con mayor cautela, vivo. Sigo viviendo intensamente. Pues, aunque parezca contradicción, también desde la serenidad es posible alcanzar los extremos. Puede que más. Porque se aprende a vivir con más consciencia.
La experiencia es ese grado que te enseña a gozar del presente mientras te observa, sentada a tu lado, la musa del realismo. Juntas equilibran el complicado mundo de las emociones. El recuerdo de una historia amarga llega siempre de la mano de nuevas palpitaciones. La experiencia reta constantemente la ilusión.
No es contradicción. No cuando el tiempo apremia. Cuando no se necesitan evaluar las declaraciones. Algunas aventuras solo se escriben en las telas de lo efímero. Consciente de ello, hoy te escucho y te disfruto. Eres una de esas mentes reveladoras con las que nos cruzamos solo de vez en cuando.
Por eso la conversación fluye. Por eso te he pedido que me llevaras a ver Kampala desde lo alto. Por eso mismo accediste. Conoces la fuerza de la noche, la importancia de la petición a pocos días de abandonar tu país. Porque vives, en cada segundo que transcurre, dos veces vida.
Eres un extraterrestre en tu mundo. Lo sabes bien. Demasiadas veces te sientes extranjero. Lo leo solo con observarte. Cada vez que te indignas con el mundo que te rodea. Y sin embargo eres preso de una contradicción que conozco bien: amar sin desear la tierra que nos ha visto nacer.
Calma. Inspiras calma. Luego entenderé porque. En solo cinco días sabré –no sé si consciente del riesgo que entraña- demasiado de tu pasado. Entenderé entonces el porqué de esa mirada. Demasiadas experiencias, demasiado duras, demasiado pronto.
Una vida sencilla es hoy, una vida cómoda, para ti. Normalidad es sinónimo, en ocasiones, de confort. Y hoy buscas ese bienestar. El simple despertar en una habitación con cama y el derecho a un trabajo. Todo lo demás, ya pasó, me contarás luego.
¿Pasó? Me pregunto. ¿Se pueden olvidar determinadas cicatrices? Olvídalo, me pides. No quieres hurgar más en esos años. Te miro y te admiro. Por lograr vencer las contradicciones. Pudieron hacerte un hombre vulgar y sin embargo te han hecho un hombre bueno. Solo cuando te atacan, atacas. Aunque nos pese, las secuelas de la ferocidad son inmunes al paso del tiempo.
Leo tu dolor mientras me tomo una de las últimas Bell. Sentados al lado, te miro pensando en la injusticia del pertenecer a mundos tan distinto. La distancia mínima que nos separa hoy no borra el abismo de infancias que tuvimos.
El lugar de nacimiento sigue siendo la más grande de las inmoralidades. Y a pesar de todo, sonríes. No olvidas pero te sobrepones. Proyectas. Sueñas. Caminas sin prisa. Paseas. Vives.
Te diré luego que una parte de mí amará siempre una parte de hombres como tú. Habla la mitad que le corresponde a lo espontáneo del sentir. La otra, la que analiza las compatibilidades de la vida diaria, le pertenece a las arenas movedizas de la realidad. La cotidianeidad es el 50% -no siempre compatible- del amar.
Lo sabes de sobras. Por eso, como yo, me miras consciente del presente. De la suerte del poder mirar en este instante en la misma dirección. Del valor del hoy y el ahora. Dejando esa mitad intacta en el recuerdo de la posteridad.
“He descubierto que dejarse ir es una excelente terapia, que los frenos no están para las rectas" (Ramón Lobo)
La noche ugandesa es cómplice de los vientos. Desde el centro de la ciudad su roce se percibe con dificultad. Es preciso subirse a los barrios más elevados para sentirlo de cerca. Para gozar la serenidad que su paso deja. Para ser partícipe del volar. Para sentirse libre como quien es capaz de surcar los cielos sin destino conocido.
Haz me ha llevado a Muyenga, una de las colinas desde las que se observa Kampala. Es de noche y en la terraza del Hotel Internacional el aire frío castiga los pies al aire libre. Venimos de tomar uno de estos cafés que sentencian eternidades.
Momentos reveladores que vivimos con la intensidad a la que obliga la fugacidad. Ya no creo en promesas sencillas. Las palabras son las aliadas de las mentes inquietas. Pero también el más efímero de los instrumentos cuando se dejan volar al aire. Sin acciones que las conviertan en realidad.
El último trago de amor sentó las bases de nuevas interpretaciones. Ahora, como siempre antes, pero con mayor cautela, vivo. Sigo viviendo intensamente. Pues, aunque parezca contradicción, también desde la serenidad es posible alcanzar los extremos. Puede que más. Porque se aprende a vivir con más consciencia.
La experiencia es ese grado que te enseña a gozar del presente mientras te observa, sentada a tu lado, la musa del realismo. Juntas equilibran el complicado mundo de las emociones. El recuerdo de una historia amarga llega siempre de la mano de nuevas palpitaciones. La experiencia reta constantemente la ilusión.
No es contradicción. No cuando el tiempo apremia. Cuando no se necesitan evaluar las declaraciones. Algunas aventuras solo se escriben en las telas de lo efímero. Consciente de ello, hoy te escucho y te disfruto. Eres una de esas mentes reveladoras con las que nos cruzamos solo de vez en cuando.
Por eso la conversación fluye. Por eso te he pedido que me llevaras a ver Kampala desde lo alto. Por eso mismo accediste. Conoces la fuerza de la noche, la importancia de la petición a pocos días de abandonar tu país. Porque vives, en cada segundo que transcurre, dos veces vida.
Eres un extraterrestre en tu mundo. Lo sabes bien. Demasiadas veces te sientes extranjero. Lo leo solo con observarte. Cada vez que te indignas con el mundo que te rodea. Y sin embargo eres preso de una contradicción que conozco bien: amar sin desear la tierra que nos ha visto nacer.
Calma. Inspiras calma. Luego entenderé porque. En solo cinco días sabré –no sé si consciente del riesgo que entraña- demasiado de tu pasado. Entenderé entonces el porqué de esa mirada. Demasiadas experiencias, demasiado duras, demasiado pronto.
Una vida sencilla es hoy, una vida cómoda, para ti. Normalidad es sinónimo, en ocasiones, de confort. Y hoy buscas ese bienestar. El simple despertar en una habitación con cama y el derecho a un trabajo. Todo lo demás, ya pasó, me contarás luego.
¿Pasó? Me pregunto. ¿Se pueden olvidar determinadas cicatrices? Olvídalo, me pides. No quieres hurgar más en esos años. Te miro y te admiro. Por lograr vencer las contradicciones. Pudieron hacerte un hombre vulgar y sin embargo te han hecho un hombre bueno. Solo cuando te atacan, atacas. Aunque nos pese, las secuelas de la ferocidad son inmunes al paso del tiempo.
Leo tu dolor mientras me tomo una de las últimas Bell. Sentados al lado, te miro pensando en la injusticia del pertenecer a mundos tan distinto. La distancia mínima que nos separa hoy no borra el abismo de infancias que tuvimos.
El lugar de nacimiento sigue siendo la más grande de las inmoralidades. Y a pesar de todo, sonríes. No olvidas pero te sobrepones. Proyectas. Sueñas. Caminas sin prisa. Paseas. Vives.
Te diré luego que una parte de mí amará siempre una parte de hombres como tú. Habla la mitad que le corresponde a lo espontáneo del sentir. La otra, la que analiza las compatibilidades de la vida diaria, le pertenece a las arenas movedizas de la realidad. La cotidianeidad es el 50% -no siempre compatible- del amar.
Lo sabes de sobras. Por eso, como yo, me miras consciente del presente. De la suerte del poder mirar en este instante en la misma dirección. Del valor del hoy y el ahora. Dejando esa mitad intacta en el recuerdo de la posteridad.
“He descubierto que dejarse ir es una excelente terapia, que los frenos no están para las rectas" (Ramón Lobo)
domingo, 7 de noviembre de 2010
Diario de Uganda: Un viaje de doble sentido
Todo viaje hacia alguna parte es, ante todo, un viaje hace adentro. Hacia uno mismo. Aún cuando el destino figure en nuestros sueños desde hace tiempo, decidimos emprender camino en el instante en el que se cruza necesidad de búsqueda interior y exterior.
África estuvo siempre entre los destinos que quise conocer. El África negra. El África subsahariana. La otra, a la que pertenece Marruecos, fue recorrida antes. En otros tiempos y con otras personas. Cuando la necesidad era completamente diferente y me sentía atada a otros sueños. Anhelos que dejé en el camino. Que simplemente mutaron.
La vida, finalmente, es cíclica. Y ya no se trata solo de lo que somos o no somos. Sino de aquello a lo que aspiramos en un momento determinado. De alguna forma u otra, lo que nos configura como seres humanos, como personas únicas, no cambia con los años. Solo evoluciona. La esencia estuvo allí desde hace tiempo. Con los años adquirimos nuevas partes de un nosotros que siempre nos identificó. Los ciclos, son los ciclos, los que dan prioridad a unas cosas u otras.
Viajé a Uganda para cumplir un sueño externo. El de pisar una tierra ajena cuyas imágenes me habían seducido desde hacía mucho tiempo. Imaginé que no iba a ser una experiencia fácil. El encuentro con la soledad nunca lo es. Y sin embargo, nos da la posibilidad de volver a encontrarnos con nosotros mismos.
Lejos de los deseos vinculados a los demás o incluso de la imagen que de nosotros mismos construimos sin ser del todo sinceros, los viajes en soledad nos dan la oportunidad de sentar a escucharnos. De reconocer la esencia de lo que nos hace quienes somos. Nos obliga a cuestionarnos qué queremos. Y porqué lo queremos. Nos permite despegarnos de las ambiciones profesionales, que tanto pueden encarcelarnos.
Uganda ha significado el conocimiento de una tierra increíblemente sensual vivida con la disposición de querer conocerla en todas sus dimensiones. Una experiencia que me ha devuelto a las sensaciones más salvajes del viajar. Cuando abrimos todos los poros de la piel para absorber cada uno de los pedazos de vida ajena que deja de ser ajena a medida que la aprendemos a leer.
Y sin embargo esto ha sido tan solo la mitad del viaje. El resto, la otra mitad ha sido un viaje interior. Cada vez que me preguntan porqué estoy en Uganda respondo en dos partes. La primera con lo material. El voluntariado que vine a realizar. La segunda responde a una necesidad mucho más ‘espiritual’, si esta palabra puede resumir el viaje interior. Necesitaba parar, les digo.
Necesitaba releerme. Despegarme de lo que creemos que son las necesidades. Aprender que somos no por lo que hacemos sino simplemente por lo que sentimos. Existimos antes de que nos ocupemos de algo o de alguien. Somos por sí mismos. Y somos en libertad. Al final nacemos y morimos solos. Y en medio del camino a veces, algunos más que otros, necesitamos redescubrirnos en esta soledad.
Poco después de haber llegado a Kampala, sentada en un restaurante esperando ser atendida, alguien reconoció este estado de ingravidez en mis pensamientos. Fue un cliente cualquiera. No lo conocía de antes. Ni siquiera lo vi cuando entró. Al sentarse enfrente mío me encontró mirando hacia adelante.
- Disculpe, le voy a tapar la vista, me dijo
- No se preocupe, no estoy mirando hacia fuera.
- Ah, esas miradas son las más interesantes, agregó
Sonreí. A veces la complicidad se teje en unas milésimas de segundos. Y alguien, un completo desconocido, entiende ese viaje interior que estás recorriendo.
Cada vez que he salido a caminar Uganda me he encontrado surcando pasajes exteriores e interiores en la misma medida. He absorbido todos los colores de este país al tiempo que recorría pedazos de vida pasada y trazaba un presente solo basado en vivir. Quizás nunca antes viví tan intensamente el presente.
Quizás nunca necesité hacerlo como ahora. Demasiadas veces vivimos en el anhelo, en construcciones futuras de nuestra vida. Sin ser conscientes que lo único verdaderamente real es el momento presente. Jamás el futuro será como lo imaginemos. Y sin embargo, será. De una u otra forma será.
Uganda me ha regalado decenas de increíbles presentes que solo un verbo explica. Vivir. Ni siquiera vivir para contarla, como resumió Garcia Márquez su autobiografía. Simplemente vivir. Escribir viene después. Cuando nos encontramos de nuevo con la esencia de nosotros mismos. Al entender que regresamos a ese ciclo en el que necesitamos la libertad.
Sabemos entonces que releímos el mundo. Que nos releímos a nosotros mismos. Sabemos, tras ese tiempo, que podemos hacer maletas, regresar al mundo que sí usa relojes y correr de nuevo. O caminar despacio. Ahora sabemos que podemos escoger. Porque tuvimos el tiempo de parar. Porque nos dimos el tiempo para meditar. Para ser sin tener. Para vivir.
Es domingo, luce un sol espléndido. Salgo a caminar y sucede, como muchos otros días, que solo conozco el punto de origen. El resto del trayecto lo marcan los pies. Y una necesidad sin límites de seguir caminando bajo este sol, sobre la tierra roja.
África estuvo siempre entre los destinos que quise conocer. El África negra. El África subsahariana. La otra, a la que pertenece Marruecos, fue recorrida antes. En otros tiempos y con otras personas. Cuando la necesidad era completamente diferente y me sentía atada a otros sueños. Anhelos que dejé en el camino. Que simplemente mutaron.
La vida, finalmente, es cíclica. Y ya no se trata solo de lo que somos o no somos. Sino de aquello a lo que aspiramos en un momento determinado. De alguna forma u otra, lo que nos configura como seres humanos, como personas únicas, no cambia con los años. Solo evoluciona. La esencia estuvo allí desde hace tiempo. Con los años adquirimos nuevas partes de un nosotros que siempre nos identificó. Los ciclos, son los ciclos, los que dan prioridad a unas cosas u otras.
Viajé a Uganda para cumplir un sueño externo. El de pisar una tierra ajena cuyas imágenes me habían seducido desde hacía mucho tiempo. Imaginé que no iba a ser una experiencia fácil. El encuentro con la soledad nunca lo es. Y sin embargo, nos da la posibilidad de volver a encontrarnos con nosotros mismos.
Lejos de los deseos vinculados a los demás o incluso de la imagen que de nosotros mismos construimos sin ser del todo sinceros, los viajes en soledad nos dan la oportunidad de sentar a escucharnos. De reconocer la esencia de lo que nos hace quienes somos. Nos obliga a cuestionarnos qué queremos. Y porqué lo queremos. Nos permite despegarnos de las ambiciones profesionales, que tanto pueden encarcelarnos.
Uganda ha significado el conocimiento de una tierra increíblemente sensual vivida con la disposición de querer conocerla en todas sus dimensiones. Una experiencia que me ha devuelto a las sensaciones más salvajes del viajar. Cuando abrimos todos los poros de la piel para absorber cada uno de los pedazos de vida ajena que deja de ser ajena a medida que la aprendemos a leer.
Y sin embargo esto ha sido tan solo la mitad del viaje. El resto, la otra mitad ha sido un viaje interior. Cada vez que me preguntan porqué estoy en Uganda respondo en dos partes. La primera con lo material. El voluntariado que vine a realizar. La segunda responde a una necesidad mucho más ‘espiritual’, si esta palabra puede resumir el viaje interior. Necesitaba parar, les digo.
Necesitaba releerme. Despegarme de lo que creemos que son las necesidades. Aprender que somos no por lo que hacemos sino simplemente por lo que sentimos. Existimos antes de que nos ocupemos de algo o de alguien. Somos por sí mismos. Y somos en libertad. Al final nacemos y morimos solos. Y en medio del camino a veces, algunos más que otros, necesitamos redescubrirnos en esta soledad.
Poco después de haber llegado a Kampala, sentada en un restaurante esperando ser atendida, alguien reconoció este estado de ingravidez en mis pensamientos. Fue un cliente cualquiera. No lo conocía de antes. Ni siquiera lo vi cuando entró. Al sentarse enfrente mío me encontró mirando hacia adelante.
- Disculpe, le voy a tapar la vista, me dijo
- No se preocupe, no estoy mirando hacia fuera.
- Ah, esas miradas son las más interesantes, agregó
Sonreí. A veces la complicidad se teje en unas milésimas de segundos. Y alguien, un completo desconocido, entiende ese viaje interior que estás recorriendo.
Cada vez que he salido a caminar Uganda me he encontrado surcando pasajes exteriores e interiores en la misma medida. He absorbido todos los colores de este país al tiempo que recorría pedazos de vida pasada y trazaba un presente solo basado en vivir. Quizás nunca antes viví tan intensamente el presente.
Quizás nunca necesité hacerlo como ahora. Demasiadas veces vivimos en el anhelo, en construcciones futuras de nuestra vida. Sin ser conscientes que lo único verdaderamente real es el momento presente. Jamás el futuro será como lo imaginemos. Y sin embargo, será. De una u otra forma será.
Uganda me ha regalado decenas de increíbles presentes que solo un verbo explica. Vivir. Ni siquiera vivir para contarla, como resumió Garcia Márquez su autobiografía. Simplemente vivir. Escribir viene después. Cuando nos encontramos de nuevo con la esencia de nosotros mismos. Al entender que regresamos a ese ciclo en el que necesitamos la libertad.
Sabemos entonces que releímos el mundo. Que nos releímos a nosotros mismos. Sabemos, tras ese tiempo, que podemos hacer maletas, regresar al mundo que sí usa relojes y correr de nuevo. O caminar despacio. Ahora sabemos que podemos escoger. Porque tuvimos el tiempo de parar. Porque nos dimos el tiempo para meditar. Para ser sin tener. Para vivir.
Es domingo, luce un sol espléndido. Salgo a caminar y sucede, como muchos otros días, que solo conozco el punto de origen. El resto del trayecto lo marcan los pies. Y una necesidad sin límites de seguir caminando bajo este sol, sobre la tierra roja.
sábado, 6 de noviembre de 2010
Diario de Uganda: Titulares para la cena
Hacer planes en Uganda resulta inútil. Uno puede intentarlo y creer que se van a cumplir. Pero en lo más profundo de sí mismo sabe que están sujetos a todos los cambios posibles. Parte del viaje consiste en asimilar esas desviaciones en el camino.
El día de ayer iba a ser tranquilo. Una visita a la mezquita de Gadaffi durante la plegaria del viernes y otra a la principal radio televisión de Uganda, Ugandan Broadcasting Corporation (UBC). Lo primero, una experiencia que terminó siendo más espiritual de lo que podría haber imaginado, me sirvió para comprobar que aún quienes nos creemos libres de prejuicios, no tenemos idea de cuán influenciados vivimos por ellos.
Lo segundo resultó ser la confirmación de que, aunque el orden de los factores cambie, aunque los tiempos sean otros, las cosas terminan sucediendo en Uganda. Solo así se puede entender que de los caóticos estudios de grabación de UBC acaben saliendo los boletines de noticias puntuales.
De los dos edificios que integran esta corporación, el espacio televisivo es el más surrealista. La redacción está compuesta por una quincena de escritorios desordenados donde merodean jóvenes periodistas. El jefe de redacción se sitúa en medio, en una mesa diminuta desde la que nos cuenta como se 'organizan' diariamente.
Enfrente, justo al otro lado, se encuentra la sala de edición, compuesta mayormente por hombres que se divierten con nuestra visita. Desde el pasado verano España está asociada para muchos africanos al mundial de futbol. Aunque la relación futbolística de este continente con Europa se remonta a antes de esta victoria. Los ugandeses, como los latinoamericanos, son fervientes seguidores tanto de la liga española como de la inglesa.
La visita en la UBC nos deja el dulce sabor de la conversación con Haz Ashley, el coordinador técnico de los estudios de radio, con el que tendremos ocasión de hablar más adelante. Extrañamente agudo, Haz resulta ser una de las pocas personas que a simple vista intuyes transparentes. Una especie en extinción en un mundo que a veces parece gobernado por las apariencias.
Los planes para ese viernes tenían que haber terminado allí, pero de repente el Alto Comisionado Adjunto de Trinidad y Tobago llamó a Kamilah y nos encontramos intercambiando opiniones sobre Uganda en un restaurante cerca de Garden City. La conversación sobre las costumbres de los karamojong atrapó de tal manera a ambos que quisieron ver las imágenes que Kamilah tomó en el norte.
¿Conclusión? Una pizza y un proyector en casa de un amigo. Nada de formalidades y muchas risas. De fondo, las imágenes de los guerreros del norte, comunidades que no entienden de edades, que expresan los años con la altura, que nombran a sus hijos con la época del año en la que nacen, que conservan bailes tradicionales. Comunidades que no entienden de países porque la única nacionalidad a la que pertenecen es su tribu. Y éstas hace años que fueron menospreciadas por líneas divisorias sin sentido.
De regreso a casa, el Alto Comisionado nos acerca al Old Taxi Park. Miro alrededor, paisajes que pronto abandonaré. Observando fuera, donde las calles no dejan nunca de respirar vida, veo de repente acercarse un vendedor de periódicos.
“Saturday Monitor”. ¿Comooooo?? Son las 8 de la noche y Uganda vende ya las noticias del día siguiente. Me pregunto a qué hora cerrarán las redacciones si las imprentas han mandado a la calle ya los titulares del día siguiente. Como siempre África es imprevisible. Distinta. Sorprendente hasta el punto de obligarte a reinterpretar las pautas que rigen el mundo. A releer la vida.
Hace dos días la correa del reloj se rompió, convirtiendo el hecho en metáfora del tiempo
El día de ayer iba a ser tranquilo. Una visita a la mezquita de Gadaffi durante la plegaria del viernes y otra a la principal radio televisión de Uganda, Ugandan Broadcasting Corporation (UBC). Lo primero, una experiencia que terminó siendo más espiritual de lo que podría haber imaginado, me sirvió para comprobar que aún quienes nos creemos libres de prejuicios, no tenemos idea de cuán influenciados vivimos por ellos.
Lo segundo resultó ser la confirmación de que, aunque el orden de los factores cambie, aunque los tiempos sean otros, las cosas terminan sucediendo en Uganda. Solo así se puede entender que de los caóticos estudios de grabación de UBC acaben saliendo los boletines de noticias puntuales.
De los dos edificios que integran esta corporación, el espacio televisivo es el más surrealista. La redacción está compuesta por una quincena de escritorios desordenados donde merodean jóvenes periodistas. El jefe de redacción se sitúa en medio, en una mesa diminuta desde la que nos cuenta como se 'organizan' diariamente.
Enfrente, justo al otro lado, se encuentra la sala de edición, compuesta mayormente por hombres que se divierten con nuestra visita. Desde el pasado verano España está asociada para muchos africanos al mundial de futbol. Aunque la relación futbolística de este continente con Europa se remonta a antes de esta victoria. Los ugandeses, como los latinoamericanos, son fervientes seguidores tanto de la liga española como de la inglesa.
La visita en la UBC nos deja el dulce sabor de la conversación con Haz Ashley, el coordinador técnico de los estudios de radio, con el que tendremos ocasión de hablar más adelante. Extrañamente agudo, Haz resulta ser una de las pocas personas que a simple vista intuyes transparentes. Una especie en extinción en un mundo que a veces parece gobernado por las apariencias.
Los planes para ese viernes tenían que haber terminado allí, pero de repente el Alto Comisionado Adjunto de Trinidad y Tobago llamó a Kamilah y nos encontramos intercambiando opiniones sobre Uganda en un restaurante cerca de Garden City. La conversación sobre las costumbres de los karamojong atrapó de tal manera a ambos que quisieron ver las imágenes que Kamilah tomó en el norte.
¿Conclusión? Una pizza y un proyector en casa de un amigo. Nada de formalidades y muchas risas. De fondo, las imágenes de los guerreros del norte, comunidades que no entienden de edades, que expresan los años con la altura, que nombran a sus hijos con la época del año en la que nacen, que conservan bailes tradicionales. Comunidades que no entienden de países porque la única nacionalidad a la que pertenecen es su tribu. Y éstas hace años que fueron menospreciadas por líneas divisorias sin sentido.
De regreso a casa, el Alto Comisionado nos acerca al Old Taxi Park. Miro alrededor, paisajes que pronto abandonaré. Observando fuera, donde las calles no dejan nunca de respirar vida, veo de repente acercarse un vendedor de periódicos.
“Saturday Monitor”. ¿Comooooo?? Son las 8 de la noche y Uganda vende ya las noticias del día siguiente. Me pregunto a qué hora cerrarán las redacciones si las imprentas han mandado a la calle ya los titulares del día siguiente. Como siempre África es imprevisible. Distinta. Sorprendente hasta el punto de obligarte a reinterpretar las pautas que rigen el mundo. A releer la vida.
Hace dos días la correa del reloj se rompió, convirtiendo el hecho en metáfora del tiempo
viernes, 5 de noviembre de 2010
Diario de Uganda: Un rasguño y proseguimos
Hay situaciones extremas, situaciones cómicas y situaciones peligrosas. En algunos sitios las tres van de la mano. En las calles de Kampala casi siempre se solapan.
Luego está lo que Javier Pérez Reverte bautizó como La Situación. El escenario con el que Teresa Mendoza, la protagonista de 'La Reina del Sur' denominaba a los momentos claves en los que uno sabe que la vida cambia. Que en un segundo el futuro se convierte en pasado y ya nada volverá a ser lo mismo.
Cuando uno se monta en un boda-boda sabe que está expuesto a las tres situaciones. Quizás por ello no deja nunca de controlar los camiones y coches que pasan a menos de un metro. Y sobre todo las decenas de otros boda-boda que te rozan mientras te adelantan convirtiendo las distancias mínimas en una ironía destinada a los manuales de conducción.
No hace falta ser muy astuto para deducir que la mayoría de ugandeses conducen sin autorización. Sin haber pasado ningún examen. Lo gracioso del caso es que, a menudo, caminando por las calles del centro, uno se encuentra con un coche destartalado cargando un flamante cartel en la parte superior en el que se exhibe: Coche de auto-escuela. ¿Aprender normas de tráfico en una ciudad donde escasean los semáforos y los pasos de peatones?
La Situación se presenta mientras camino hacia Garden City. Acabo de preguntar una dirección cuando al girarme escucho un fuerte estruendo. Un boda-boda se ha aplastaado literalmente al coche de enfrente. Mientras miro atrás si vienen más vehículos, sufriendo por el pasajero, que se ha caído al suelo, observo el conductor del coche.
Frena, mira por el retrovisor, mueve la cabeza en señal de irónica desaprobación y sigue adelante. Detrás, el pasajero se levanta rápido, se arregla la ropa, mira en ambas direcciones y…¡se sube de nuevo al boda-boda! Vamos, le dice al conductor, que arranca el motor y sigue dirección al destino previsto.
Lo que en Europa involucraría a seguros y terminaría en gritos aquí se queda en unos rasguños en la piel, la ropa arañada y un movimiento de cabeza. Todo ha transcurrido en un minuto. Y en un minuto se desvanece. Prosigue el tráfico. Prosigue la vida. Y La Situación queda atrás como lo que puedo ser y no fue.
Luego está lo que Javier Pérez Reverte bautizó como La Situación. El escenario con el que Teresa Mendoza, la protagonista de 'La Reina del Sur' denominaba a los momentos claves en los que uno sabe que la vida cambia. Que en un segundo el futuro se convierte en pasado y ya nada volverá a ser lo mismo.
Cuando uno se monta en un boda-boda sabe que está expuesto a las tres situaciones. Quizás por ello no deja nunca de controlar los camiones y coches que pasan a menos de un metro. Y sobre todo las decenas de otros boda-boda que te rozan mientras te adelantan convirtiendo las distancias mínimas en una ironía destinada a los manuales de conducción.
No hace falta ser muy astuto para deducir que la mayoría de ugandeses conducen sin autorización. Sin haber pasado ningún examen. Lo gracioso del caso es que, a menudo, caminando por las calles del centro, uno se encuentra con un coche destartalado cargando un flamante cartel en la parte superior en el que se exhibe: Coche de auto-escuela. ¿Aprender normas de tráfico en una ciudad donde escasean los semáforos y los pasos de peatones?
La Situación se presenta mientras camino hacia Garden City. Acabo de preguntar una dirección cuando al girarme escucho un fuerte estruendo. Un boda-boda se ha aplastaado literalmente al coche de enfrente. Mientras miro atrás si vienen más vehículos, sufriendo por el pasajero, que se ha caído al suelo, observo el conductor del coche.
Frena, mira por el retrovisor, mueve la cabeza en señal de irónica desaprobación y sigue adelante. Detrás, el pasajero se levanta rápido, se arregla la ropa, mira en ambas direcciones y…¡se sube de nuevo al boda-boda! Vamos, le dice al conductor, que arranca el motor y sigue dirección al destino previsto.
Lo que en Europa involucraría a seguros y terminaría en gritos aquí se queda en unos rasguños en la piel, la ropa arañada y un movimiento de cabeza. Todo ha transcurrido en un minuto. Y en un minuto se desvanece. Prosigue el tráfico. Prosigue la vida. Y La Situación queda atrás como lo que puedo ser y no fue.
jueves, 4 de noviembre de 2010
Diario de Uganda: Una mzungu en Bujagali Falls
Ser blanca y querer visitar los sitios turísticos con medios locales no siempre combina en la mente ugandesa. Los locales nos asocian con dinero y por lo tanto con taxis privados. Medios cómodos que reduzcan el espacio y el tiempo para llegar a los sitios.
Pero sucede que algunos mzungu no queremos llegar rápido. Porque en este momento y en este lugar no tenemos prisa. Nos interesa más el camino que el destino. Y aunque nos cueste hacerlo entender sabemos que lo conseguiremos.
Lo logramos hoy cuando con kamilah decidimos llegar a las cascadas de Bujagali con un matatu. El viaje de ida y vuelta con un taxi cuesta 20.000Sh. Hacerlo en matatu reduce 10 veces el coste. Pagamos 1.000Sh por trayecto.
Se disminuyen los costes y se multiplica la experiencia. Con capacidad para 10 personas, la pequeña furgoneta termina albergando a 20 más una decena de paquetes. La imagen de los hombres empujando cajas en la parte trasera merece una foto. Acabábamos de negarnos a tomar el matatu anterior por considerar que iba sobrecargado cuando nos damos cuenta que éste termina en las mismas condiciones.
Cuando arranca el vehículo se mueve a derecha e izquierda en una perfecta inestabilidad. Por suerte la carretera es estrecha y el conductor no puede correr aunque quisiera. Viajamos delante, ante la mirada curiosa de locales más acostumbrados a surcar estos caminos para ir a trabajar la tierra.
Llegamos al cruce donde se abre el camino hasta la entrada de las cascadas de Bujagali. Nos queda por recorrer un kilómetro de tierra que nos lleva más de lo previsto. En Uganda a menudo las metáforas nacen en la realidad para infiltrarse en las palabras.
Algunas imágenes parecen surgidas ante sí para convertirse en narración. Predestinadas a quedar inmortalizadas, como este edificio alzado con pedazos de barro que funge, a la vez, como escuela e iglesia. Rodeada a esa hora de la mañana por una decena de niños que no saben retener el impulso de llamarme mzungu.
Mzungu aquí y mzungu más adelante cuando vemos aparecer ese cartel que nos provoca una risa espontánea. “Hassan’s–Mzungu Guest House”.La curiosidad del texto nos hace entablar conversación con los propietarios.
- ¿Conocen California? ¿Son de allí?
- No, señor, no somos de allí pero sabemos donde está el lugar.
- Ah, ok. Mi hijo vive allí, con una americana.
Con una mzungu, pienso. Y de repente entendemos la lógica. Del cartel. No de la realidad que en ese momento aparece en la mente como una fotografía integrada por dos vidas. La de esta familia ugandesa que exhibe su ropa fuera de la choza, expuesto al violento sol africano. Y la otra vida, la de un ugandés en Estados Unidos. Tan cerca en vínculos de sangre. Y tan lejos en comodidades. Un abismo de vidas.
Seguimos caminando solo para descubrir que, tal y como auguró Kamilah anoche, los ugandeses del área rural reinventan a cada suspiro el sentido de la hospitalidad. Pues solo unos metros más adelante, en un nuevo encuentro inesperado, Cassías nos invita a ir a su casa.
Cassías es un entrañable campesino que carga hierba para los animales. Tendrá unos 60 años, escritos en todas y cada una de las arrugas que asoman en el rostro. Es energético y, en el camino a su casa, no para de preguntarnos qué tal es su inglés.
A la llegada le ordena a la vaca que se aparte, nos presenta a la mujer y a su hijo y nos pide que le tomemos fotos. Aunque lo intenta no puede contener la felicidad de tener visitantes en casa.
Llegamos a las cascadas de Bujagali sobre las 12, una hora en la que el sol se siente fuerte sobre la piel. Como las Fuentes del Nilo, este emplazamiento ha perdido parte de su belleza por la construcción de una presa. Y sin embargo, sigue siendo el Nilo. Y los rápidos que asoman en esta parte siguen seduciendo.
El hecho de que no sea fin de semana nos ahorra la visita rodeados de mzungus que llegan en paquetes organizados. Encontramos, sin embargo, otros visitantes improvisados. Alumnos musulmanes de dos escuelas de la zona seducidos muy pronto por la posibilidad de fotografiarse junto a una turista blanca.
“Queremos una foto contigo mzungu”, me dicen medio tímidos mirando la cámara de Kamilah. Hay días de soledad y días de multitudes. Y hoy, sin duda, a pesar de que el Nilo invite a la reflexión, son los demás los que marcan los ritmos. Accedemos a las fotos, con la imprudencia de no recordar que los niños siempre quieren más. Y hoy quieren más imágenes de si mismos con esos extranjeros.
Hay algo de genuino en la inocencia del momento que te impide cortar de raíz con la petición. Algo que tiene que ver con la fascinación por lo diferente. Finalmente ellos son materia exótica para ti de la misma forma que tu lo eres para ellos. La naturaleza del viajero se rige por normas no escritas. Y negar el derecho del local a disfrutarte va en contra de ellas.
El camino de vuelta a la ciudad es más tranquilo. Caminamos cansadas. Serenas. Entramos a Jinja con el matatu, recogemos maletas en el hotel y embarcamos de nuevo rumbo a Kampala. El trayecto sucede tranquilo. Estoy terminando una novela apasionante. Viajo sumergida en la lectura cuando de pronto, a pocos kilómetros de Kampala, se suelta una gallina.
“Grrrrrrrrr”, grita. “Ahhhhhh”, grito yo, del susto. Había sido una vuelta tranquila. Pero me olvidé que en Uganda la calma no existe. Y es lo imprevisible lo que rige el camino. Me río tan fuerte que todo el autobús me mira. Luego pensaré que aún cuando uno cree que el viaje ha terminado, éste marca sus propios tiempos. La vida, al final, sucede a su propio ritmo, ajena a nuestras decisiones.
Pero sucede que algunos mzungu no queremos llegar rápido. Porque en este momento y en este lugar no tenemos prisa. Nos interesa más el camino que el destino. Y aunque nos cueste hacerlo entender sabemos que lo conseguiremos.
Lo logramos hoy cuando con kamilah decidimos llegar a las cascadas de Bujagali con un matatu. El viaje de ida y vuelta con un taxi cuesta 20.000Sh. Hacerlo en matatu reduce 10 veces el coste. Pagamos 1.000Sh por trayecto.
Se disminuyen los costes y se multiplica la experiencia. Con capacidad para 10 personas, la pequeña furgoneta termina albergando a 20 más una decena de paquetes. La imagen de los hombres empujando cajas en la parte trasera merece una foto. Acabábamos de negarnos a tomar el matatu anterior por considerar que iba sobrecargado cuando nos damos cuenta que éste termina en las mismas condiciones.
Cuando arranca el vehículo se mueve a derecha e izquierda en una perfecta inestabilidad. Por suerte la carretera es estrecha y el conductor no puede correr aunque quisiera. Viajamos delante, ante la mirada curiosa de locales más acostumbrados a surcar estos caminos para ir a trabajar la tierra.
Llegamos al cruce donde se abre el camino hasta la entrada de las cascadas de Bujagali. Nos queda por recorrer un kilómetro de tierra que nos lleva más de lo previsto. En Uganda a menudo las metáforas nacen en la realidad para infiltrarse en las palabras.
Algunas imágenes parecen surgidas ante sí para convertirse en narración. Predestinadas a quedar inmortalizadas, como este edificio alzado con pedazos de barro que funge, a la vez, como escuela e iglesia. Rodeada a esa hora de la mañana por una decena de niños que no saben retener el impulso de llamarme mzungu.
Mzungu aquí y mzungu más adelante cuando vemos aparecer ese cartel que nos provoca una risa espontánea. “Hassan’s–Mzungu Guest House”.La curiosidad del texto nos hace entablar conversación con los propietarios.
- ¿Conocen California? ¿Son de allí?
- No, señor, no somos de allí pero sabemos donde está el lugar.
- Ah, ok. Mi hijo vive allí, con una americana.
Con una mzungu, pienso. Y de repente entendemos la lógica. Del cartel. No de la realidad que en ese momento aparece en la mente como una fotografía integrada por dos vidas. La de esta familia ugandesa que exhibe su ropa fuera de la choza, expuesto al violento sol africano. Y la otra vida, la de un ugandés en Estados Unidos. Tan cerca en vínculos de sangre. Y tan lejos en comodidades. Un abismo de vidas.
Seguimos caminando solo para descubrir que, tal y como auguró Kamilah anoche, los ugandeses del área rural reinventan a cada suspiro el sentido de la hospitalidad. Pues solo unos metros más adelante, en un nuevo encuentro inesperado, Cassías nos invita a ir a su casa.
Cassías es un entrañable campesino que carga hierba para los animales. Tendrá unos 60 años, escritos en todas y cada una de las arrugas que asoman en el rostro. Es energético y, en el camino a su casa, no para de preguntarnos qué tal es su inglés.
A la llegada le ordena a la vaca que se aparte, nos presenta a la mujer y a su hijo y nos pide que le tomemos fotos. Aunque lo intenta no puede contener la felicidad de tener visitantes en casa.
Llegamos a las cascadas de Bujagali sobre las 12, una hora en la que el sol se siente fuerte sobre la piel. Como las Fuentes del Nilo, este emplazamiento ha perdido parte de su belleza por la construcción de una presa. Y sin embargo, sigue siendo el Nilo. Y los rápidos que asoman en esta parte siguen seduciendo.
El hecho de que no sea fin de semana nos ahorra la visita rodeados de mzungus que llegan en paquetes organizados. Encontramos, sin embargo, otros visitantes improvisados. Alumnos musulmanes de dos escuelas de la zona seducidos muy pronto por la posibilidad de fotografiarse junto a una turista blanca.
“Queremos una foto contigo mzungu”, me dicen medio tímidos mirando la cámara de Kamilah. Hay días de soledad y días de multitudes. Y hoy, sin duda, a pesar de que el Nilo invite a la reflexión, son los demás los que marcan los ritmos. Accedemos a las fotos, con la imprudencia de no recordar que los niños siempre quieren más. Y hoy quieren más imágenes de si mismos con esos extranjeros.
Hay algo de genuino en la inocencia del momento que te impide cortar de raíz con la petición. Algo que tiene que ver con la fascinación por lo diferente. Finalmente ellos son materia exótica para ti de la misma forma que tu lo eres para ellos. La naturaleza del viajero se rige por normas no escritas. Y negar el derecho del local a disfrutarte va en contra de ellas.
El camino de vuelta a la ciudad es más tranquilo. Caminamos cansadas. Serenas. Entramos a Jinja con el matatu, recogemos maletas en el hotel y embarcamos de nuevo rumbo a Kampala. El trayecto sucede tranquilo. Estoy terminando una novela apasionante. Viajo sumergida en la lectura cuando de pronto, a pocos kilómetros de Kampala, se suelta una gallina.
“Grrrrrrrrr”, grita. “Ahhhhhh”, grito yo, del susto. Había sido una vuelta tranquila. Pero me olvidé que en Uganda la calma no existe. Y es lo imprevisible lo que rige el camino. Me río tan fuerte que todo el autobús me mira. Luego pensaré que aún cuando uno cree que el viaje ha terminado, éste marca sus propios tiempos. La vida, al final, sucede a su propio ritmo, ajena a nuestras decisiones.
miércoles, 3 de noviembre de 2010
Diario de Uganda: Reinventar la hospitalidad
Han pasado casi dos meses desde que pisé por primera vez esta tierra. Lo preceden otros viajes en otras tierras. Con otras personas, otros protagonistas. Experiencias donde siempre las personas escribieron las conclusiones del viaje. Pues es la gente, al final, la que sentencia la exploración de mundos lejanos.
He viajado desde que tenía 13 años. Y siempre he regresado a casa con muchos más conocidos y algunos amigos a los que el tiempo no ha dado sepultura. Sé que tiene mucho que ver, en ello, mi carácter abierto. Soy una apasionada de las personas. A pesar de haber atravesado épocas de profunda introspección he aprendido que las necesito tanto como a las palabras.
Por alguna extraña razón vinculada al embrujo que envuelve este país, África eleva esta pasión a la décima potencia. Me encuentro hablando con improvisados amigos en los matatus, en las esquinas de Kampala, detrás de los hombros de los boda-bodas.
Y luego, de repente estoy sellando estas conversaciones con intercambios de correos. Tomando, al final, cafés con esos nuevos personajes en encuentros donde la protagonista raramente soy yo. Tampoco ellos. Son las risas, que de alguna forma se han convertido en la forma más sincera de leer Uganda.
Sentada en la terraza de un modesto hotel de Jinja, al que hemos llegado con Kamilah, después de dos horas de autobús, me encuentro de repente inmersa en una de estas situaciones. Solo que la conversación nace ahora del más absurdo de los comentarios. Unos calcetines negros graciosos, unas risas, una marca de cerveza que no he probado y de repente conocemos a Uncle Ben.
- ¿Y? ¿Qué les parece la Bell?
- ¡La mejor que he probado hasta el momento, Sebbo!
Sebbo es la traducción de señor en Luganda, el idioma local más hablado. Y la Bell, exquisita en el punto perfecto para no embriagar, casa perfectamente con la elegancia de la palabra. Es menos suave que la Nile y más fuerte que la Tusker.
Uncle Ben debe ser un personaje conocido en la zona. Vestido de blanco, con una panza que habla por sí sola de su situación económica, es saludado por muchos de los habitantes de este municipio. Intercambiamos información indispensable. Lugares de procedencia, razones del viaje y la ineludible pregunta: ¿Y qué les parece Uganda?
"Uganda me apasiona, Sebbo. Este es un paraíso natural, que no siempre humano". Se ríe. Conectamos pronto. Está sentado con su sobrino Jeremy y un amigo. Se tiene que ir pronto pero le encarga a Jeremy que nos lleve a Las Fuentes del Nilo. "¿Es tan espectacular como dicen, Sebbo?" Increíble. Vayan y me cuentan.
Uncle Ben le deja el coche a Jeremy que nos regala una tarde espectacular. Primer contacto con el nacimiento del Nilo, agradables conversaciones, risas y momentos de silencio. El lugar requiere de calma. No es por nada que Gandhi lo eligió como uno de los sitios donde quiso que desperdigaran sus cenizas tras su muerte.
Las Fuentes del Nilo perdieron parte de su encanto cuando la construcción de la presa de Owen en los años 50 eliminó el espectacular paisaje de las cascadas de Ripon, que visualizó el explorador británico John Speke en 1862. Sin embargo, el mero hecho de estar al inicio del largo trayecto que el Nilo recorre hasta el Mediterráneo sigue haciendo del lugar un espacio insólito.
Jeremy se divierte con nuestras apreciaciones del lugar. No hay como ver gozar al extranjero con lo propio. Redescubrir lo que es rutina en ojos del otro. Disfruta tanto que se entusiasma y nos lleva con el coche a otros rincones, espacios desde donde descubrimos nuevos ángulos del mismo corriente.
Para terminar el recorrido Jeremy nos lleva a una sombría orilla, un rincón donde la belleza del Nilo se mezcla con la crudeza de la vida. Un suburbio en el que se produce carbón. Donde la comunidad no bebe del Nilo sino que vive de su corriente. De poder transportar el carbón y venderlo en la otra orilla.
Pienso, como tantas otras veces, en lo literario del continente. La belleza visual no debería poder mezclarse con la vulgaridad de algunas formas de vida. Con las ojeras que produce la pobreza en estos habitantes que nos miran sin entender qué hay de excepcional en ese paraje.
Regresamos al hotel mientras empieza a bajar el sol. Uganda me regala en este último tramo de estancia días perfectos. En el trayecto de vuelta nos miramos con Kamilah. Cómplices de viaje. Conscientes de que a veces la suerte llama a tu puerta. O que quizás, sin querer, la abracemos con el simple deseo de querer absorber lo más simple del viaje.
Por la noche nos acercamos al bar del hotel y sin querer queriendo terminamos jugando a billar con otras, nuevas amistades improvisadas. A las 11 nos retiramos, cansadas de un día eterno. Poco antes de dormirme, con los ojos ya cerrados Kamilah hace balance. "Esta gente simplemente reinventa la hospitalidad". Sonrío mientras siento pesados los párpados y ligera la felicidad.
He viajado desde que tenía 13 años. Y siempre he regresado a casa con muchos más conocidos y algunos amigos a los que el tiempo no ha dado sepultura. Sé que tiene mucho que ver, en ello, mi carácter abierto. Soy una apasionada de las personas. A pesar de haber atravesado épocas de profunda introspección he aprendido que las necesito tanto como a las palabras.
Por alguna extraña razón vinculada al embrujo que envuelve este país, África eleva esta pasión a la décima potencia. Me encuentro hablando con improvisados amigos en los matatus, en las esquinas de Kampala, detrás de los hombros de los boda-bodas.
Y luego, de repente estoy sellando estas conversaciones con intercambios de correos. Tomando, al final, cafés con esos nuevos personajes en encuentros donde la protagonista raramente soy yo. Tampoco ellos. Son las risas, que de alguna forma se han convertido en la forma más sincera de leer Uganda.
Sentada en la terraza de un modesto hotel de Jinja, al que hemos llegado con Kamilah, después de dos horas de autobús, me encuentro de repente inmersa en una de estas situaciones. Solo que la conversación nace ahora del más absurdo de los comentarios. Unos calcetines negros graciosos, unas risas, una marca de cerveza que no he probado y de repente conocemos a Uncle Ben.
- ¿Y? ¿Qué les parece la Bell?
- ¡La mejor que he probado hasta el momento, Sebbo!
Sebbo es la traducción de señor en Luganda, el idioma local más hablado. Y la Bell, exquisita en el punto perfecto para no embriagar, casa perfectamente con la elegancia de la palabra. Es menos suave que la Nile y más fuerte que la Tusker.
Uncle Ben debe ser un personaje conocido en la zona. Vestido de blanco, con una panza que habla por sí sola de su situación económica, es saludado por muchos de los habitantes de este municipio. Intercambiamos información indispensable. Lugares de procedencia, razones del viaje y la ineludible pregunta: ¿Y qué les parece Uganda?
"Uganda me apasiona, Sebbo. Este es un paraíso natural, que no siempre humano". Se ríe. Conectamos pronto. Está sentado con su sobrino Jeremy y un amigo. Se tiene que ir pronto pero le encarga a Jeremy que nos lleve a Las Fuentes del Nilo. "¿Es tan espectacular como dicen, Sebbo?" Increíble. Vayan y me cuentan.
Uncle Ben le deja el coche a Jeremy que nos regala una tarde espectacular. Primer contacto con el nacimiento del Nilo, agradables conversaciones, risas y momentos de silencio. El lugar requiere de calma. No es por nada que Gandhi lo eligió como uno de los sitios donde quiso que desperdigaran sus cenizas tras su muerte.
Las Fuentes del Nilo perdieron parte de su encanto cuando la construcción de la presa de Owen en los años 50 eliminó el espectacular paisaje de las cascadas de Ripon, que visualizó el explorador británico John Speke en 1862. Sin embargo, el mero hecho de estar al inicio del largo trayecto que el Nilo recorre hasta el Mediterráneo sigue haciendo del lugar un espacio insólito.
Jeremy se divierte con nuestras apreciaciones del lugar. No hay como ver gozar al extranjero con lo propio. Redescubrir lo que es rutina en ojos del otro. Disfruta tanto que se entusiasma y nos lleva con el coche a otros rincones, espacios desde donde descubrimos nuevos ángulos del mismo corriente.
Para terminar el recorrido Jeremy nos lleva a una sombría orilla, un rincón donde la belleza del Nilo se mezcla con la crudeza de la vida. Un suburbio en el que se produce carbón. Donde la comunidad no bebe del Nilo sino que vive de su corriente. De poder transportar el carbón y venderlo en la otra orilla.
Pienso, como tantas otras veces, en lo literario del continente. La belleza visual no debería poder mezclarse con la vulgaridad de algunas formas de vida. Con las ojeras que produce la pobreza en estos habitantes que nos miran sin entender qué hay de excepcional en ese paraje.
Regresamos al hotel mientras empieza a bajar el sol. Uganda me regala en este último tramo de estancia días perfectos. En el trayecto de vuelta nos miramos con Kamilah. Cómplices de viaje. Conscientes de que a veces la suerte llama a tu puerta. O que quizás, sin querer, la abracemos con el simple deseo de querer absorber lo más simple del viaje.
Por la noche nos acercamos al bar del hotel y sin querer queriendo terminamos jugando a billar con otras, nuevas amistades improvisadas. A las 11 nos retiramos, cansadas de un día eterno. Poco antes de dormirme, con los ojos ya cerrados Kamilah hace balance. "Esta gente simplemente reinventa la hospitalidad". Sonrío mientras siento pesados los párpados y ligera la felicidad.
martes, 2 de noviembre de 2010
Diario de Uganda: El pasado de Okello
A diferencia de otros países, en Uganda la mendicidad no es una práctica exageradamente extendida. Se pueden encontrar algunos niños y adultos pidiendo en las calles del centro de Kampala.
La mayoría de los ugandeses, sin embargo, mendiga de otra forma. Se te acerca, tras haber comprobado tu estatus de extranjero, y te cuenta que ha puesto en marcha un orfanato, un hospital o una escuela. Se trata de proyectos sociales, con los cuales saben que se conquista la voluntad de más de un turista.
“Como usted sabe llevar adelante un orfanato requiere de dinero y aquí no nos sobra”, me cuenta uno de los policías que custodia la mezquita de Gadaffi, el más impresionante de los centros de culto musulmán de Kampala.
Visible desde casi cualquier punto de la ciudad, la mezquita le debe su nombre al presidente de Libia, quien aportó los fondos para terminar la construcción de este templo, iniciado en los años 70 durante el gobierno de Idi Amin.
Visito el centro con Kamilah, que acaba de regresar de Karamoja. Un guía nos acompaña en el recorrido por el interior. La cabeza y la cadera cubiertas y los zapatos fuera son los únicos requisitos. A diferencia de lo que sucede en otros países, no se nos obliga al procedimiento previo de purificación.
Durante el recorrido nos encontramos con el muecín, un personaje cómico que, en nuestro mundo de prejuicios, dista de ser la figura con la que asociamos los cánticos del mundo islámico. Después de la visita, caminamos hasta el centro de la ciudad.
Kamilah es una apasionada de la fotografía como yo. Amateur también. E igual que yo considera que las calles que rodean el centro de la ciudad rebosan de intensidad. La vida se respira, en estos tramos, en su estado más puro. Ahí uno es consciente que Uganda es, ante todo, salvaje.
Salvaje en todas las implicaciones de la palabra pero sin connotación alguna. Salvaje como sinónimo de auténtica. Sin pretender catalogarla como mejor o peor que nuestro mundo. Un mundo que, tal vez, como me decía Kamilah, esté demasiado inmunizado. Inmunizados los cuerpos y los alimentos pero también las miradas, los gestos, las sensaciones. Inmunizada la vida, en definitiva.
Y es esta misma vida, a la que algunos llaman civilizada, que aquí fluye sin permitirse catalogación. Sin orden ni reglas de convivencia. Más pura para algunos, en exceso salvaje para otros. Extrema. Espontánea.
Intentamos captarla con la lente de la cámara antes de encontrarnos con Okello, un amigo de Kamilah con el que quedamos para tomar café en Garden City. Okello es de Gulu, una de las provincias del norte más fuertemente castigada por la guerra.
Sereno y puntual como pocos ugandeses, esconde un pasado demasiado común en Uganda. Con solo 8 años fue secuestrado por las tropas del LRA, que quemaron la casa de sus padres y lo obligaron a integrarse en las milicias con sus otros cuatro hermanos.
No mató porque a su temprana edad no podía sostener un arma. Pero vio matar. A quienes rechazaron formar parte de la causa rebelde y a quienes se oponían a ella. Entre éstos uno de sus hermanos.
“Las milicias no suelen reclutar a niños tan jóvenes pero mi hermano mayor dijo que si no le acompañaba yo él no iba”. Podían haberlo matado pero prefirieron utilizarlo para beneficio propio. Mientras otros salían a enfrentarse al ejército, Okello ayudaba a las tropas rebeldes en la búsqueda de comida. Dos meses después él y su hermano lograron escapar.
Nos cuenta estos y más detalles mientras dibuja, en un mapa improvisado, los lugares en los que tuvieron lugar los hechos. Haber sido niño soldado no es una historia nueva en Uganda. Algunos lo han contado ya. Y sin embargo cada historia puede aportar nuevos matices que nos permitan entender la ferocidad humana.
Puede que el pasado de Okello abra las puertas a nuevas comprensiones. Nuevas historias. Quizás unas líneas. Quizás imágenes. Quizás un regreso. Por ahora es solo presente y he aprendido a tejer la vida con suma de presentes, aún cuando asome la posibilidad de un futuro.
La mayoría de los ugandeses, sin embargo, mendiga de otra forma. Se te acerca, tras haber comprobado tu estatus de extranjero, y te cuenta que ha puesto en marcha un orfanato, un hospital o una escuela. Se trata de proyectos sociales, con los cuales saben que se conquista la voluntad de más de un turista.
“Como usted sabe llevar adelante un orfanato requiere de dinero y aquí no nos sobra”, me cuenta uno de los policías que custodia la mezquita de Gadaffi, el más impresionante de los centros de culto musulmán de Kampala.
Visible desde casi cualquier punto de la ciudad, la mezquita le debe su nombre al presidente de Libia, quien aportó los fondos para terminar la construcción de este templo, iniciado en los años 70 durante el gobierno de Idi Amin.
Visito el centro con Kamilah, que acaba de regresar de Karamoja. Un guía nos acompaña en el recorrido por el interior. La cabeza y la cadera cubiertas y los zapatos fuera son los únicos requisitos. A diferencia de lo que sucede en otros países, no se nos obliga al procedimiento previo de purificación.
Durante el recorrido nos encontramos con el muecín, un personaje cómico que, en nuestro mundo de prejuicios, dista de ser la figura con la que asociamos los cánticos del mundo islámico. Después de la visita, caminamos hasta el centro de la ciudad.
Kamilah es una apasionada de la fotografía como yo. Amateur también. E igual que yo considera que las calles que rodean el centro de la ciudad rebosan de intensidad. La vida se respira, en estos tramos, en su estado más puro. Ahí uno es consciente que Uganda es, ante todo, salvaje.
Salvaje en todas las implicaciones de la palabra pero sin connotación alguna. Salvaje como sinónimo de auténtica. Sin pretender catalogarla como mejor o peor que nuestro mundo. Un mundo que, tal vez, como me decía Kamilah, esté demasiado inmunizado. Inmunizados los cuerpos y los alimentos pero también las miradas, los gestos, las sensaciones. Inmunizada la vida, en definitiva.
Y es esta misma vida, a la que algunos llaman civilizada, que aquí fluye sin permitirse catalogación. Sin orden ni reglas de convivencia. Más pura para algunos, en exceso salvaje para otros. Extrema. Espontánea.
Intentamos captarla con la lente de la cámara antes de encontrarnos con Okello, un amigo de Kamilah con el que quedamos para tomar café en Garden City. Okello es de Gulu, una de las provincias del norte más fuertemente castigada por la guerra.
Sereno y puntual como pocos ugandeses, esconde un pasado demasiado común en Uganda. Con solo 8 años fue secuestrado por las tropas del LRA, que quemaron la casa de sus padres y lo obligaron a integrarse en las milicias con sus otros cuatro hermanos.
No mató porque a su temprana edad no podía sostener un arma. Pero vio matar. A quienes rechazaron formar parte de la causa rebelde y a quienes se oponían a ella. Entre éstos uno de sus hermanos.
“Las milicias no suelen reclutar a niños tan jóvenes pero mi hermano mayor dijo que si no le acompañaba yo él no iba”. Podían haberlo matado pero prefirieron utilizarlo para beneficio propio. Mientras otros salían a enfrentarse al ejército, Okello ayudaba a las tropas rebeldes en la búsqueda de comida. Dos meses después él y su hermano lograron escapar.
Nos cuenta estos y más detalles mientras dibuja, en un mapa improvisado, los lugares en los que tuvieron lugar los hechos. Haber sido niño soldado no es una historia nueva en Uganda. Algunos lo han contado ya. Y sin embargo cada historia puede aportar nuevos matices que nos permitan entender la ferocidad humana.
Puede que el pasado de Okello abra las puertas a nuevas comprensiones. Nuevas historias. Quizás unas líneas. Quizás imágenes. Quizás un regreso. Por ahora es solo presente y he aprendido a tejer la vida con suma de presentes, aún cuando asome la posibilidad de un futuro.
lunes, 1 de noviembre de 2010
Diario de Uganda: No es estético pero funciona
Se rompieron las sandalias. Fue después de tropezar dos veces de camino a la Iglesia de Rubaga con Lara y Evelina, dos estudiantes de Londres con las que he compartido las últimas semanas.
Los cortes de luz nos obligaron a buscar distracciones con las que enfrentar las últimas horas de la noche. Y evitar así acostarnos a las 8 solo porque la ausencia de electricidad lo dicte. Las horas compartidas han sellado una amistad más basada en espacios comunes que en una complicidad extrema.
Hoy, somos sobre todo compañeras de películas, y cuando la luz sigue haciendo de las suyas, de conversaciones nocturnas y de vino. Lara disfruta sobremanera degustando vino tinto a la luz de las velas.
Iba con ellas cuando se rompieron las sandalias. Se despegó la parte delantera. La de atrás me seguía sujetando el pie, de manera que pude seguir caminando la cuesta que lleva a la Iglesia, solo a diez minutos de casa. Las vistas de Kampala desde lo alto justifican siempre la caminata.
Esta mañana las llevé a reparar en la rotonda de Kubuuzu donde me he cruzado decenas de veces con un zapatero que trabaja delante del quiosco de los periódicos.
- ¿Se pueden arreglar?, le pregunto
- Sí, son 500 Sh. (0,15 Eur).
Muy baratos, pienso mientras coge el zapato, le clava una aguja atravesada con hilo negro, perfora la suela y arregla el zapato.
En los dos minutos que dura la operación combino la mirada al zapatero con la observación de las bicicletas que cruzan la rotonda. Sus conductores llevan detrás cajas que a veces superan tres veces el tamaño de la bici.
En estos pequeños espacios he llegado a ver transportarse pilas de cartones con huevos, cajas con carne, gallinas… A menudo una inscripción bendice el transporte. “Dios es bueno”. El fervor religioso no tiene límites en Uganda.
“Ya está”, me dicen el zapatero. Agarro la sandalia, que tiene un pedazo de hilo negro sujetando la parte rota. Mientras la reviso pienso que no es agradable a la vista pero aguantará hasta que me vaya. Como el transporte en bicicleta y la vida misma en este continente, no es estético pero funciona.
Los cortes de luz nos obligaron a buscar distracciones con las que enfrentar las últimas horas de la noche. Y evitar así acostarnos a las 8 solo porque la ausencia de electricidad lo dicte. Las horas compartidas han sellado una amistad más basada en espacios comunes que en una complicidad extrema.
Hoy, somos sobre todo compañeras de películas, y cuando la luz sigue haciendo de las suyas, de conversaciones nocturnas y de vino. Lara disfruta sobremanera degustando vino tinto a la luz de las velas.
Iba con ellas cuando se rompieron las sandalias. Se despegó la parte delantera. La de atrás me seguía sujetando el pie, de manera que pude seguir caminando la cuesta que lleva a la Iglesia, solo a diez minutos de casa. Las vistas de Kampala desde lo alto justifican siempre la caminata.
Esta mañana las llevé a reparar en la rotonda de Kubuuzu donde me he cruzado decenas de veces con un zapatero que trabaja delante del quiosco de los periódicos.
- ¿Se pueden arreglar?, le pregunto
- Sí, son 500 Sh. (0,15 Eur).
Muy baratos, pienso mientras coge el zapato, le clava una aguja atravesada con hilo negro, perfora la suela y arregla el zapato.
En los dos minutos que dura la operación combino la mirada al zapatero con la observación de las bicicletas que cruzan la rotonda. Sus conductores llevan detrás cajas que a veces superan tres veces el tamaño de la bici.
En estos pequeños espacios he llegado a ver transportarse pilas de cartones con huevos, cajas con carne, gallinas… A menudo una inscripción bendice el transporte. “Dios es bueno”. El fervor religioso no tiene límites en Uganda.
“Ya está”, me dicen el zapatero. Agarro la sandalia, que tiene un pedazo de hilo negro sujetando la parte rota. Mientras la reviso pienso que no es agradable a la vista pero aguantará hasta que me vaya. Como el transporte en bicicleta y la vida misma en este continente, no es estético pero funciona.
domingo, 31 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Personajes de resaca
Estoy resaqueada. Las cervezas Nile y la amanecida me han dejado el cuerpo molido. El baile y los tacones hicieron el resto. Estos aliados de la noche pasan factura siempre, sin escrúpulos, el día después de una juerga.
Y, sin embargo, seguimos manteniendo esas costumbres simplemente porque la vida no sería lo mismo sin esas bachatas de las tres de la mañana. Su ritmo nos proporciona, por igual, la posibilidad de movernos y de acercarnos al otro, en un sutil movimiento que algunos llaman seducción y que puede abrir las puertas del placer o quedarse en horas de diversión.
Ayer no bailamos bachata porque, a pesar de que fuimos a un club latino, era noche de Halloween y al DJ no le valió de nada mi súplica europea. Pero bailamos salsa. Aún cuando sonaba rap, bailamos salsa.
Dejándome llevar me di cuenta de que sigo prefiriendo los hombres buenos a los bellos. Me seduce la honestidad y la alegría. Hace poco leí que las mujeres tenemos el clítoris en los oídos. Somos menos visuales que los hombres. Nos enamoramos con las palabras. El baile suele ser un buen complemento.
Cuando regresé a casa, era tarde. Algunos negocios informales estaban apostados ya en la calle. Los miré montada en el boda-boda al que ordené no correr. En las seis semanas que llevo en Kampala he aprendido que una advertencia seria puede salvarte de morir aplastada entre dos camiones. Los conductores respetan una voz firme cuando la mirada es seria.
Seguí el mismo trayecto que recorro cada domingo al regresar de Entebbe. Y como cada fin de semana me encontré, en la primera cuesta después de dejar el centro de la ciudad, con esos dos personajes que me sedujeron desde la primera vez que los vi.
Se sientan en la calle, uno al lado del otro, a pocos metros de la puerta, con sus máquinas de coser. Y cosen. Inexorables. Mirando solo a través de las agujas que perforan. Ajenos a otra vida que no sea la que sucede entre tela y tela.
Visibles allí, en la calle, sacan a relucir una tarea que en Europa hacemos encerrados detrás de los muros. Dejando constancia, una vez más, de que en África la vida sucede, siempre, al aire libre.
Y, sin embargo, seguimos manteniendo esas costumbres simplemente porque la vida no sería lo mismo sin esas bachatas de las tres de la mañana. Su ritmo nos proporciona, por igual, la posibilidad de movernos y de acercarnos al otro, en un sutil movimiento que algunos llaman seducción y que puede abrir las puertas del placer o quedarse en horas de diversión.
Ayer no bailamos bachata porque, a pesar de que fuimos a un club latino, era noche de Halloween y al DJ no le valió de nada mi súplica europea. Pero bailamos salsa. Aún cuando sonaba rap, bailamos salsa.
Dejándome llevar me di cuenta de que sigo prefiriendo los hombres buenos a los bellos. Me seduce la honestidad y la alegría. Hace poco leí que las mujeres tenemos el clítoris en los oídos. Somos menos visuales que los hombres. Nos enamoramos con las palabras. El baile suele ser un buen complemento.
Cuando regresé a casa, era tarde. Algunos negocios informales estaban apostados ya en la calle. Los miré montada en el boda-boda al que ordené no correr. En las seis semanas que llevo en Kampala he aprendido que una advertencia seria puede salvarte de morir aplastada entre dos camiones. Los conductores respetan una voz firme cuando la mirada es seria.
Seguí el mismo trayecto que recorro cada domingo al regresar de Entebbe. Y como cada fin de semana me encontré, en la primera cuesta después de dejar el centro de la ciudad, con esos dos personajes que me sedujeron desde la primera vez que los vi.
Se sientan en la calle, uno al lado del otro, a pocos metros de la puerta, con sus máquinas de coser. Y cosen. Inexorables. Mirando solo a través de las agujas que perforan. Ajenos a otra vida que no sea la que sucede entre tela y tela.
Visibles allí, en la calle, sacan a relucir una tarea que en Europa hacemos encerrados detrás de los muros. Dejando constancia, una vez más, de que en África la vida sucede, siempre, al aire libre.
sábado, 30 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Un alisado, por favor
Conocí a Mel mientras leía el Daily Monitor ayer, en busca de los artículos de Robert Kalumba, que estaba especialmente irónico. Me había sentado en el único bar con terraza que hay en la rotonda de Kabuzu, muy cerca del albergue, cuando salió a hablarme.
Me preguntó el nombre y dos minutos después me invitó a entrar a su peluquería. “Te vas a asar de calor aquí, my friend”, me dijo. No gracias, “me encanta la sensación del sol de la mañana en la piel”, le respondí, riéndome en los adentros con esa muletilla de amistad improvisada que añaden a cualquier frase a los cinco minutos de haberte conocido.
Me habló un rato y luego me pidió el teléfono.
- “No tengo Mel, no uso aquí”.
La sorpresa habitual y luego un papel con sus tres números.
- Entonces, te doy mis contactos. ¿Me llamarás?
- No.
- Ok
Los ugandeses tienen una habilidad especial para conformarse. Una capacidad que no siempre resulta irritante. Al contrario le remite a uno a la posibilidad de vivir la vida tan solo fluyendo en ella.
Puede que al final, como leía hace unos días, la verdadera libertad se logre solo cuando carecemos de anhelos, de sueños. Cuando vivimos sin esperar nada del mañana, sin planes, sin ni siquiera imaginar un futuro. Algo que, por ahora, me resisto a aprender. Algo que quizás no podamos asimilar quienes nacimos en la cuna del bienestar. Porque solo quien no tiene nada no teme perderlo todo.
Mel vuelve a insistirme que entre a su peluquería. “Hoy yo pero puede que mañana sí, Mel”. Dije mañana como podía haber dicho en una semana. Al final esto es África y el mañana no siempre es el primer amanecer que sigue al día de hoy. Es un tiempo incierto en el largo horizonte del futuro.
Y sin embargo, hoy sábado, terminé yendo a la peluquería de Mel. Hacía días que quería entrar a una pero no había establecido el día. Lo he decidido solo cuando al verme obligada a salir al supermercado he pasado delante de su establecimiento.
Negociamos el precio para un alisado. Saldré en la noche, de manera que el peinado me sirve de excusa para la experiencia de dejarme en manos africanas.
La peluquería de Mel es grande. Mientras me examina el pelo otras cuatro personas están siendo atendidas. Llama a Dennys, que se encargará de mí. Tras contarle lo que quiero, solicita la ayuda de dos chicas. Dennys no usa pinzas, de forma que ellas se encargarán de sujetarme el pelo mientras él va liberando pequeños mechones y los alisa.
¿Aceite? "No, no, nada, solo el pelo liso, gracias". Dejarse peinar siempre me ha parecido relajante. Aquí es además, exótico. Para mí, mzungu en una peluquería de barrio. Y para ellos, que raramente peinan a blancas. Que me tocan el pelo mientras se familiarizan con ese tacto nuevo.
Tomo algunas fotos, lo que hace reír a Mel. “Yo te tomo”, me dice. Disfruta registrando el momento desde diferentes ópticas. Cuando terminan de peinarme, Dennys quiere que le tome también a él. Y a sus dos ayudantes. Y a la peluquería. Y que se las mande por correo. Se ríen. Me río.
De regreso a casa pienso que los mejores momentos no son siempre aquellos que logran vencer el paso del tiempo. Son aquellos que nos hacen reír. Los que se esconden tras la sinceridad de las risas no contenidas. Instantes sencillos. Instantes de felicidad esporádica.
Me preguntó el nombre y dos minutos después me invitó a entrar a su peluquería. “Te vas a asar de calor aquí, my friend”, me dijo. No gracias, “me encanta la sensación del sol de la mañana en la piel”, le respondí, riéndome en los adentros con esa muletilla de amistad improvisada que añaden a cualquier frase a los cinco minutos de haberte conocido.
Me habló un rato y luego me pidió el teléfono.
- “No tengo Mel, no uso aquí”.
La sorpresa habitual y luego un papel con sus tres números.
- Entonces, te doy mis contactos. ¿Me llamarás?
- No.
- Ok
Los ugandeses tienen una habilidad especial para conformarse. Una capacidad que no siempre resulta irritante. Al contrario le remite a uno a la posibilidad de vivir la vida tan solo fluyendo en ella.
Puede que al final, como leía hace unos días, la verdadera libertad se logre solo cuando carecemos de anhelos, de sueños. Cuando vivimos sin esperar nada del mañana, sin planes, sin ni siquiera imaginar un futuro. Algo que, por ahora, me resisto a aprender. Algo que quizás no podamos asimilar quienes nacimos en la cuna del bienestar. Porque solo quien no tiene nada no teme perderlo todo.
Mel vuelve a insistirme que entre a su peluquería. “Hoy yo pero puede que mañana sí, Mel”. Dije mañana como podía haber dicho en una semana. Al final esto es África y el mañana no siempre es el primer amanecer que sigue al día de hoy. Es un tiempo incierto en el largo horizonte del futuro.
Y sin embargo, hoy sábado, terminé yendo a la peluquería de Mel. Hacía días que quería entrar a una pero no había establecido el día. Lo he decidido solo cuando al verme obligada a salir al supermercado he pasado delante de su establecimiento.
Negociamos el precio para un alisado. Saldré en la noche, de manera que el peinado me sirve de excusa para la experiencia de dejarme en manos africanas.
La peluquería de Mel es grande. Mientras me examina el pelo otras cuatro personas están siendo atendidas. Llama a Dennys, que se encargará de mí. Tras contarle lo que quiero, solicita la ayuda de dos chicas. Dennys no usa pinzas, de forma que ellas se encargarán de sujetarme el pelo mientras él va liberando pequeños mechones y los alisa.
¿Aceite? "No, no, nada, solo el pelo liso, gracias". Dejarse peinar siempre me ha parecido relajante. Aquí es además, exótico. Para mí, mzungu en una peluquería de barrio. Y para ellos, que raramente peinan a blancas. Que me tocan el pelo mientras se familiarizan con ese tacto nuevo.
Tomo algunas fotos, lo que hace reír a Mel. “Yo te tomo”, me dice. Disfruta registrando el momento desde diferentes ópticas. Cuando terminan de peinarme, Dennys quiere que le tome también a él. Y a sus dos ayudantes. Y a la peluquería. Y que se las mande por correo. Se ríen. Me río.
De regreso a casa pienso que los mejores momentos no son siempre aquellos que logran vencer el paso del tiempo. Son aquellos que nos hacen reír. Los que se esconden tras la sinceridad de las risas no contenidas. Instantes sencillos. Instantes de felicidad esporádica.
viernes, 29 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Curvas de mentira
A menudo, paseando por el centro de la ciudad, me topo con un hombre cargando unas piernas de mujer. A primera vista, en medio del caos que caracteriza esa zona de la capital, la imagen confunde. Se necesitan cinco segundos para asimilar que la carga no es humana. Que se trata de una muñeca mutilada.
En el origen de la confusión está lo aproximado de las curvas de ese cuerpo a la realidad femenina. Kampala rebosa de maniquíes. Casi nunca las tiendas los exponen en mostradores. Los cuerpos de mentira, como tantas cosas en Uganda, toman las calles. Se exhiben en el exterior, a lado y lado de las puertas de las tiendas.
En las zonas más comerciales, donde abundan los negocios, cuelgan de las paredes. Cualquier mañana se pueden contar en el centro de la ciudad más de cien en un pequeño tramo de calle. El paisaje que conforman dispuestos todos juntos es un buen resumen de la hiperactividad que gobierna la capital. Un alboroto continúo.
Los maniquíes de las tiendas ugandeses son vistosos a distancia por los colores que exhiben. Pero sobre todo por su tamaño. Porque, lejos de la moda europea, los cuerpos de mentira en África son sinceros con la realidad.
No esconden las curvas femeninas, que constituyen parte de la estética de mujer. Al contrario. Los vestidos que optan a adquisición se muestran aquí en toda su dimensión. Estirados en las caderas por estructuras de hierro que molestarían en Europa a muchos compradores.
A clientas que nunca se identificarían con las curvas de ese cuerpo expuesto al aire libre. Que prefieren verse proyectadas en ideales estéticos de revista. Justo al contrario de lo que sucede en Uganda, donde las curvas –en los maniquíes y en las calles- son parte de la vida africana.
En el origen de la confusión está lo aproximado de las curvas de ese cuerpo a la realidad femenina. Kampala rebosa de maniquíes. Casi nunca las tiendas los exponen en mostradores. Los cuerpos de mentira, como tantas cosas en Uganda, toman las calles. Se exhiben en el exterior, a lado y lado de las puertas de las tiendas.
En las zonas más comerciales, donde abundan los negocios, cuelgan de las paredes. Cualquier mañana se pueden contar en el centro de la ciudad más de cien en un pequeño tramo de calle. El paisaje que conforman dispuestos todos juntos es un buen resumen de la hiperactividad que gobierna la capital. Un alboroto continúo.
Los maniquíes de las tiendas ugandeses son vistosos a distancia por los colores que exhiben. Pero sobre todo por su tamaño. Porque, lejos de la moda europea, los cuerpos de mentira en África son sinceros con la realidad.
No esconden las curvas femeninas, que constituyen parte de la estética de mujer. Al contrario. Los vestidos que optan a adquisición se muestran aquí en toda su dimensión. Estirados en las caderas por estructuras de hierro que molestarían en Europa a muchos compradores.
A clientas que nunca se identificarían con las curvas de ese cuerpo expuesto al aire libre. Que prefieren verse proyectadas en ideales estéticos de revista. Justo al contrario de lo que sucede en Uganda, donde las curvas –en los maniquíes y en las calles- son parte de la vida africana.
jueves, 28 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Encuentros causales
Era un día cualquiera. Uno más de los que suceden en este continente, donde el simple hecho de levantarse estampa en el vivir una dosis de felicidad. Experiencia frágil esa de sentirse feliz. O quizás sea al revés y resulte la fragilidad la que esconde la felicidad.
Fugaces. Raramente los momentos de gloria son algo más que instantes cortos. Puede que la vida mesure nuestra habilidad en el arte de saber regalárnoslos. De saber vivir en una suma de instantes felices.
Te escribí un correo. No apareciste pero pediste perdón. Y te perdoné. Porque sé que aquí la vida gira al revés. Menos es más en África. Me pediste una segunda oportunidad. Y te la di. He aprendido solo a reírme cuando fallan a las citas. Esta es mi mejor prueba, un examen de serenidad a diario.
A la segunda apareciste. Te había amenazado con pagar el almuerzo si no llegabas, así que saltaste de tu silla, me mandaste el último correo antes de encontrarme y saltaste a tomar el boda-boda. Amas este medio de transporte. Aunque a veces te haga desear huir de tu país, hay algo en la forma como te golpea el aire, que te hace agradecer el día en que decidiste regresar de Londres.
Me reconoces muy pronto. ¿Angels? Yo misma. Más tarde me contarás que me imaginabas morena y que esperabas que quisiera hablar de política. Me reiré cuando me confieses que no sabías si debías aceptar ese almuerzo y que le pediste consejo a tu editora. No hablamos de política, ni de periodismo, ni siquiera de África. Hablamos de tu y de mí. Me hiciste reír desde el primer momento en que abriste la boca.
Y yo me sentí tan cómoda que no pude sino ir desgranándote momentos de mi pasado. Tu estancia londinense te hizo crecer, aprender a romper tabúes que en Uganda todavía son el día a día de muchos de tus compatriotas. Me cuentas de tu ex, esa que te dio una gran lección. Y yo te escucho divertida. No es para menos la escena.
Pasan los minutos. Son de esos que se han compinchado con los interlocutores para hacer desaparecer la noción real del tiempo. Va creciendo la confianza hasta que te admito aquello que me indigna y me apasiona de tu país. Te ríes. Puedes reírte porque eres de los que has pudiste ver Uganda a través del cristal de la distancia.
Escribes no porque te apasione sino porque un día, por casualidad, mandaste un texto. A un editor le gustó y te propuso escribir para ellos. Luego, cuando todavía estabas en Gran Bretaña, tus palabras llegaron a Uganda. Lo usaste para explicarle a quienes sueñan con pisar tierras lejanas, que Londres no era un paraíso y que el camino hasta arriba está construido de múltiples peldaños. Y que en los primeros jamás asoma el sol.
Te ríes contándolo pero tu risa no es inocente. Me revelas los errores del pasado. Yo te escucho y me río, porque aún cuando la vida es dura, hay que saber reírse. Sí, mientras podamos contarlo. Sí, mientras nos ayude a ser mejores. Te escribí por la claridad de tus pensamientos. Eres esa mente lúcida. Pero también irónico, divertido y amante de la vida como yo misma.
Más tarde me contarás que estás decepcionado. Que ya no crees en las palabras para cambiar el mundo. Que en realidad tus sueños son dos: ser un hombre de negocios y ser pastor. Te miro confundida. Me cuentas que aunque parece contradictorio no lo es. Quieres poder subvencionar proyectos y alentar la espiritualidad.
Te miro escéptica y te resumo, como puedo, los sentimientos que me genera tu confesión. No sé hasta donde es aconsejable y útil ayudar con dinero. Tampoco soy una ferviente seguidora de la fe. Te esfuerzas en contarme tu creencia en Jesús, que rechazo con una sonrisa. Déjalo. Yo te dejo creer en ello pero no te tortures intentando que asuma tus creencias. No lo lograrás.
Miro el reloj. No lo mires, me dices. Lo miro porque sabes que debo irme. Te digo que un día de estos saldremos a tomar una cerveza. No, cada día. Cada día saldremos, me dices. Me río a lo grande. Estás como una cabra, literalmente. Te ríes tú, ahora. Cierras el encuentro con una pregunta. ¿Sinceramente, qué crees de mí?
Creo que eres divertido como pocos aquí, irónico, inteligente y que no puedes dejar de escribir solo para dedicarte a los negocios y a dar sermones. Te ríes. Y me dices que soy increíblemente transparente. Una ráfaga de aire fresco en un país donde escasea.
Cásate conmigo, suelta loco como está. Me río y te digo que no porque eres el reflejo de mi misma. Eres un amante de la vida. Y los amantes n o aprendemos a atarnos a los sitios y a las cosas hasta muy tarde. Nos gusta demasiado degustar destellos de vida. Caminar para relatar. O relatar cada pasa que caminamos. Acumular antes de saciarnos.
Pero un día de estos compartiremos una cerveza, te prometo. No, cada día, insistes de nuevo. Cada día hasta que te vayas. Nooooo. Sonrisas, un beso en la mejilla y un adiós.
¿Y mañana? No hay mañana que pueda robar la esencia del presente.
A Rosario, que me habló del espacio mínimo que separa la casualidad de la causalidad. Que me enseñó a escri-vivir. Por compartir los 'cauces subterráneos' en los que 'transcurre la vida'
Fugaces. Raramente los momentos de gloria son algo más que instantes cortos. Puede que la vida mesure nuestra habilidad en el arte de saber regalárnoslos. De saber vivir en una suma de instantes felices.
Te escribí un correo. No apareciste pero pediste perdón. Y te perdoné. Porque sé que aquí la vida gira al revés. Menos es más en África. Me pediste una segunda oportunidad. Y te la di. He aprendido solo a reírme cuando fallan a las citas. Esta es mi mejor prueba, un examen de serenidad a diario.
A la segunda apareciste. Te había amenazado con pagar el almuerzo si no llegabas, así que saltaste de tu silla, me mandaste el último correo antes de encontrarme y saltaste a tomar el boda-boda. Amas este medio de transporte. Aunque a veces te haga desear huir de tu país, hay algo en la forma como te golpea el aire, que te hace agradecer el día en que decidiste regresar de Londres.
Me reconoces muy pronto. ¿Angels? Yo misma. Más tarde me contarás que me imaginabas morena y que esperabas que quisiera hablar de política. Me reiré cuando me confieses que no sabías si debías aceptar ese almuerzo y que le pediste consejo a tu editora. No hablamos de política, ni de periodismo, ni siquiera de África. Hablamos de tu y de mí. Me hiciste reír desde el primer momento en que abriste la boca.
Y yo me sentí tan cómoda que no pude sino ir desgranándote momentos de mi pasado. Tu estancia londinense te hizo crecer, aprender a romper tabúes que en Uganda todavía son el día a día de muchos de tus compatriotas. Me cuentas de tu ex, esa que te dio una gran lección. Y yo te escucho divertida. No es para menos la escena.
Pasan los minutos. Son de esos que se han compinchado con los interlocutores para hacer desaparecer la noción real del tiempo. Va creciendo la confianza hasta que te admito aquello que me indigna y me apasiona de tu país. Te ríes. Puedes reírte porque eres de los que has pudiste ver Uganda a través del cristal de la distancia.
Escribes no porque te apasione sino porque un día, por casualidad, mandaste un texto. A un editor le gustó y te propuso escribir para ellos. Luego, cuando todavía estabas en Gran Bretaña, tus palabras llegaron a Uganda. Lo usaste para explicarle a quienes sueñan con pisar tierras lejanas, que Londres no era un paraíso y que el camino hasta arriba está construido de múltiples peldaños. Y que en los primeros jamás asoma el sol.
Te ríes contándolo pero tu risa no es inocente. Me revelas los errores del pasado. Yo te escucho y me río, porque aún cuando la vida es dura, hay que saber reírse. Sí, mientras podamos contarlo. Sí, mientras nos ayude a ser mejores. Te escribí por la claridad de tus pensamientos. Eres esa mente lúcida. Pero también irónico, divertido y amante de la vida como yo misma.
Más tarde me contarás que estás decepcionado. Que ya no crees en las palabras para cambiar el mundo. Que en realidad tus sueños son dos: ser un hombre de negocios y ser pastor. Te miro confundida. Me cuentas que aunque parece contradictorio no lo es. Quieres poder subvencionar proyectos y alentar la espiritualidad.
Te miro escéptica y te resumo, como puedo, los sentimientos que me genera tu confesión. No sé hasta donde es aconsejable y útil ayudar con dinero. Tampoco soy una ferviente seguidora de la fe. Te esfuerzas en contarme tu creencia en Jesús, que rechazo con una sonrisa. Déjalo. Yo te dejo creer en ello pero no te tortures intentando que asuma tus creencias. No lo lograrás.
Miro el reloj. No lo mires, me dices. Lo miro porque sabes que debo irme. Te digo que un día de estos saldremos a tomar una cerveza. No, cada día. Cada día saldremos, me dices. Me río a lo grande. Estás como una cabra, literalmente. Te ríes tú, ahora. Cierras el encuentro con una pregunta. ¿Sinceramente, qué crees de mí?
Creo que eres divertido como pocos aquí, irónico, inteligente y que no puedes dejar de escribir solo para dedicarte a los negocios y a dar sermones. Te ríes. Y me dices que soy increíblemente transparente. Una ráfaga de aire fresco en un país donde escasea.
Cásate conmigo, suelta loco como está. Me río y te digo que no porque eres el reflejo de mi misma. Eres un amante de la vida. Y los amantes n o aprendemos a atarnos a los sitios y a las cosas hasta muy tarde. Nos gusta demasiado degustar destellos de vida. Caminar para relatar. O relatar cada pasa que caminamos. Acumular antes de saciarnos.
Pero un día de estos compartiremos una cerveza, te prometo. No, cada día, insistes de nuevo. Cada día hasta que te vayas. Nooooo. Sonrisas, un beso en la mejilla y un adiós.
¿Y mañana? No hay mañana que pueda robar la esencia del presente.
A Rosario, que me habló del espacio mínimo que separa la casualidad de la causalidad. Que me enseñó a escri-vivir. Por compartir los 'cauces subterráneos' en los que 'transcurre la vida'
miércoles, 27 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Un hasta pronto literario
He compartido un tercio de este viaje con Javier Reverte y su “Sueño de África”, uno de estos libros con los que uno se alía en un avión y quisiera no abandonar nunca jamás. De alguna forma no los abandonamos. Porque, como las personas excepcionales, tienen el privilegio de entrar a formar parte de nosotros sin retorno posible al anonimato.
Son los libros que marcan nuestra vida. Escrito con una majestuosidad increíble, repleto de perfectas descripciones y análisis históricos, capaz de transmitir toda la magia de este continente, “Sueño de África” ha sido probablemente el mejor compañero de viaje en esta aventura.
Kapuscinski solía defender el derecho y la necesidad de viajar solo. Sabía que al obligarnos a estar pendientes del otro perdemos, a menudo, la capacidad de observar el entorno. La posibilidad de aspirar tierra en lugar de escuchar personas.
A menudo al pisar esta tierra siento un anhelo profundo de que seres cercanos pudieran sentir lo mismo. Sé, sin embargo, que al hacerlo perdería el nexo que me une a la experiencia. Sentir el viaje en soledad no es un lujo aquí. Es una necesidad que quizás solo podamos compartir con las palabras.
Escribo sobre palabras mientras abandono palabras. Mientras dejo atrás la última página de ese “Sueño de África” que ha sido compañero fiel. No es un adiós. Es un hasta pronto literario que ha calado en lo más hondo del trayecto. Y que quedará en la memoria con párrafos como estos:
“Ya no se puede viajar para explorar. Se viaja ahora, en todo caso, para perseguir una idea que alentaste, o para sentirte a ti mismo pisando el lugar que has soñado ver. Pero el viaje puede seguir siendo aventura porque aventura es el recorrido de los sueños. Y el sueño es la naturaleza que conforma el corazón del hombre. Su destino es cumplirlos”.
Creo, como Javier Reverte, que hay que viajar para “ver y sentir sobre lo que hemos leído, sobre lo que nos han contado” pero sobre todo porque “el ojo del hombre debe ver las cosas por sí mismo, respirar con sus propias narices los aromas de las plantas, de los animales y de los otros hombres […]. Pisar, con sus propios pies las tierras más lejanas".
A mis padres, que se han convertido en los seguidores más fieles de esta experiencia. Por la libertad con la que me permitieron crecer y el apoyo incondicional en todos los tramos del camino.
Son los libros que marcan nuestra vida. Escrito con una majestuosidad increíble, repleto de perfectas descripciones y análisis históricos, capaz de transmitir toda la magia de este continente, “Sueño de África” ha sido probablemente el mejor compañero de viaje en esta aventura.
Kapuscinski solía defender el derecho y la necesidad de viajar solo. Sabía que al obligarnos a estar pendientes del otro perdemos, a menudo, la capacidad de observar el entorno. La posibilidad de aspirar tierra en lugar de escuchar personas.
A menudo al pisar esta tierra siento un anhelo profundo de que seres cercanos pudieran sentir lo mismo. Sé, sin embargo, que al hacerlo perdería el nexo que me une a la experiencia. Sentir el viaje en soledad no es un lujo aquí. Es una necesidad que quizás solo podamos compartir con las palabras.
Escribo sobre palabras mientras abandono palabras. Mientras dejo atrás la última página de ese “Sueño de África” que ha sido compañero fiel. No es un adiós. Es un hasta pronto literario que ha calado en lo más hondo del trayecto. Y que quedará en la memoria con párrafos como estos:
“Ya no se puede viajar para explorar. Se viaja ahora, en todo caso, para perseguir una idea que alentaste, o para sentirte a ti mismo pisando el lugar que has soñado ver. Pero el viaje puede seguir siendo aventura porque aventura es el recorrido de los sueños. Y el sueño es la naturaleza que conforma el corazón del hombre. Su destino es cumplirlos”.
Creo, como Javier Reverte, que hay que viajar para “ver y sentir sobre lo que hemos leído, sobre lo que nos han contado” pero sobre todo porque “el ojo del hombre debe ver las cosas por sí mismo, respirar con sus propias narices los aromas de las plantas, de los animales y de los otros hombres […]. Pisar, con sus propios pies las tierras más lejanas".
A mis padres, que se han convertido en los seguidores más fieles de esta experiencia. Por la libertad con la que me permitieron crecer y el apoyo incondicional en todos los tramos del camino.
martes, 26 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Tintes políticos
Kampala vive hoy la resaca de la nominación de los candidatos que optarán a la presidencia el próximo año. El acto, con el que se oficializaba el principio de la campaña electoral, se realizó ayer en las afueras de Kampala. Era el inicio de una carrera que algunos prevén que tendrá un final violento y que muchos consideran que no cambiará el panorama político de Uganda, marcado por 25 años de presidencia de Yoweri Museveni.
Observo el acto de nominación en la televisión de la oficina, alrededor de la cual se juntan algunos de mis compañeros. Las cámaras enfocan la llegada de los candidatos mientras los comentaristas analizan los rostros y las vestimentas de quienes recorrerán el país en las próximas semanas en busca de votos. Repartiendo promesas que los más inocentes asumirán como hechos. Al finalizar el día seis candidatos serán nombrados por la Comisión Electoral.
En Europa la desidia política ha calado tan profundamente en los ciudadanos que el vencedor de muchos comicios parece recaer en la abstención. En África, donde todo se vive de forma extrema, la nominación de los candidatos presidenciales llena las calles de fanáticos.
“Hoy no es recomendable salir a caminar”, me dice un amigo comentarista, poco antes de que salga a comer. Sabe que aprovecho los mediodías para explorar pedazos de capital. Adoro esas caminatas en las que me dejo acariciar por la ferocidad del sol africano. “No salgas, hoy las calles están repletas de gente”, me advierte de nuevo.
Me río. Que te adviertan en Uganda de las acumulaciones de gente no deja de sonar a chiste. Salgo a la calle, donde la política efectivamente se ha infiltrado en la vida diaria. Muchos ugandeses visten hoy una camiseta amarilla con el rostro de Museveni mientras en Kampala Road los partidarios de la oposición reparten folletos al ritmo de la música que sale de una camioneta atrofiada.
El amarillo con el que se identifica el NRM, el partido presidencial, no solo está presente en las camisetas. Impregna las calles, que hoy han amanecido repletas de carteles con la cara de Museveni. En las esquinas, hombres y mujeres distribuyen propaganda política. En los caminos lo hacen equipos de skaters formados por 4 o 5 personas. No le temen a la lluvia, ni a los baches. En ocasiones se agarran detrás de los matatus para ir más rápido.
Los miro con el habitual asombro con el que me he acostumbrado a leer este país. Tan brutal y tan seductor a la vez. Tan contradictorio. Medito en ello mientras pienso que probablemente Museveni sea el único candidato capaz de financiarse publicidad sobre ruedas. Su gobierno, que muchos occidentales consideran una dictadura, tiene en Uganda infinidad de seguidores.
Puede que, a pesar de la longevidad de su gobierno, de verdad haya contribuido a mejorar la vida de sus ciudadanos, como piensan algunos. Puede que ello no justifique el derecho a auto-elegirse por el que otros centenares de ugandeses le señalan.
Puede que los que no formamos parte de este mundo no logremos entender nada. Puede que no tengamos ni siquiera el derecho a interpretarlo. Porque al final somos tan solo turistas en esta tierra. Simples pasajeros que nunca conocimos la pobreza ni la injusticia. Meros observadores.
Observo el acto de nominación en la televisión de la oficina, alrededor de la cual se juntan algunos de mis compañeros. Las cámaras enfocan la llegada de los candidatos mientras los comentaristas analizan los rostros y las vestimentas de quienes recorrerán el país en las próximas semanas en busca de votos. Repartiendo promesas que los más inocentes asumirán como hechos. Al finalizar el día seis candidatos serán nombrados por la Comisión Electoral.
En Europa la desidia política ha calado tan profundamente en los ciudadanos que el vencedor de muchos comicios parece recaer en la abstención. En África, donde todo se vive de forma extrema, la nominación de los candidatos presidenciales llena las calles de fanáticos.
“Hoy no es recomendable salir a caminar”, me dice un amigo comentarista, poco antes de que salga a comer. Sabe que aprovecho los mediodías para explorar pedazos de capital. Adoro esas caminatas en las que me dejo acariciar por la ferocidad del sol africano. “No salgas, hoy las calles están repletas de gente”, me advierte de nuevo.
Me río. Que te adviertan en Uganda de las acumulaciones de gente no deja de sonar a chiste. Salgo a la calle, donde la política efectivamente se ha infiltrado en la vida diaria. Muchos ugandeses visten hoy una camiseta amarilla con el rostro de Museveni mientras en Kampala Road los partidarios de la oposición reparten folletos al ritmo de la música que sale de una camioneta atrofiada.
El amarillo con el que se identifica el NRM, el partido presidencial, no solo está presente en las camisetas. Impregna las calles, que hoy han amanecido repletas de carteles con la cara de Museveni. En las esquinas, hombres y mujeres distribuyen propaganda política. En los caminos lo hacen equipos de skaters formados por 4 o 5 personas. No le temen a la lluvia, ni a los baches. En ocasiones se agarran detrás de los matatus para ir más rápido.
Los miro con el habitual asombro con el que me he acostumbrado a leer este país. Tan brutal y tan seductor a la vez. Tan contradictorio. Medito en ello mientras pienso que probablemente Museveni sea el único candidato capaz de financiarse publicidad sobre ruedas. Su gobierno, que muchos occidentales consideran una dictadura, tiene en Uganda infinidad de seguidores.
Puede que, a pesar de la longevidad de su gobierno, de verdad haya contribuido a mejorar la vida de sus ciudadanos, como piensan algunos. Puede que ello no justifique el derecho a auto-elegirse por el que otros centenares de ugandeses le señalan.
Puede que los que no formamos parte de este mundo no logremos entender nada. Puede que no tengamos ni siquiera el derecho a interpretarlo. Porque al final somos tan solo turistas en esta tierra. Simples pasajeros que nunca conocimos la pobreza ni la injusticia. Meros observadores.
lunes, 25 de octubre de 2010
Diario de Uganda: El goce de la música africana
De todos los países que he visitado Uganda es el que cumple más a rajatabla el prejuicio de los tópicos. Los vivos colores de los vestidos, el transporte de mercancías sobre la cabeza, el perfil de los bananos en el horizonte, la carne expuesta al aire libre en improvisados mostradores, la belleza femenina…todo cumple en Uganda la imagen previa que nos hemos hecho del continente.
También la música, el elemento sin el cual no se puede entender esta tierra. Los tambores, con los que se asocia África, acostumbraban a servir para reunir a los habitantes de las comunidades. Hoy forman parte en Uganda, no solo de la bandera, sino de la esencia callejera.
En las noches, cuando la ciudad muere, algunos rincones se llenan de ritmos. Empieza la otra vida. La nocturna. En Kampala el Teatro Nacional acoge cada lunes Jam Sessions, las míticas actuaciones en las que puede participar todo aquel que quiera. Son maratones de improvisación en las que se alternan diferentes estilos. Sesiones donde uno puede gozar, en directo, de las increíbles voces de los africanos.
Acabo de llegar de presenciar una de estas sesiones. Ha sido, como tantas cosas en Uganda, tal y como uno podrían imaginarlo antes de pisar esta tierra. Mezcla de ritmos, de voces, improvisadas apariciones de cantantes, remixes de temas conocidos, fusión de estilos, de continentes. Una experiencia de casi tres horas que solo tiene hora de inicio. Nunca hora de clausura.
Mientras estoy allí sentada, dejándome llevar por la fuerza del momento, me acuerdo que hace exactamente un año estaba en Nueva York. También era octubre, quizás un par de semanas antes de las actuales fechas. Hacía frío, llovía mucho pero el clima no nos impidió acercarnos una noche a Harlem. Allí, tan lejos de esta tierra, en un país que apadrinó los ritmos africanos, gozamos también de una Jam Session.
Hay quienes creen que los que viajamos a países en desarrollo afrontamos mayores riesgos que el resto de la población. El temor de la muerte parece que nos sea más próximo a los viajeros. Puede que tengan razón. O puede que sea el simple miedo a lo desconocido.
A quienes me plantean el tema les digo que si algún día la experiencia del viajar me conlleva la muerte, moriré feliz, satisfecha de haber hecho, hasta el momento, gran parte de lo que anhelé. Cada experiencia, cada viaje y cada destino me han aportado infinitas sensaciones. Incluidos los duros, que me hicieron más resistente, no cambiaría ninguno de ellos. Si muero, improvisen un baile.
También la música, el elemento sin el cual no se puede entender esta tierra. Los tambores, con los que se asocia África, acostumbraban a servir para reunir a los habitantes de las comunidades. Hoy forman parte en Uganda, no solo de la bandera, sino de la esencia callejera.
En las noches, cuando la ciudad muere, algunos rincones se llenan de ritmos. Empieza la otra vida. La nocturna. En Kampala el Teatro Nacional acoge cada lunes Jam Sessions, las míticas actuaciones en las que puede participar todo aquel que quiera. Son maratones de improvisación en las que se alternan diferentes estilos. Sesiones donde uno puede gozar, en directo, de las increíbles voces de los africanos.
Acabo de llegar de presenciar una de estas sesiones. Ha sido, como tantas cosas en Uganda, tal y como uno podrían imaginarlo antes de pisar esta tierra. Mezcla de ritmos, de voces, improvisadas apariciones de cantantes, remixes de temas conocidos, fusión de estilos, de continentes. Una experiencia de casi tres horas que solo tiene hora de inicio. Nunca hora de clausura.
Mientras estoy allí sentada, dejándome llevar por la fuerza del momento, me acuerdo que hace exactamente un año estaba en Nueva York. También era octubre, quizás un par de semanas antes de las actuales fechas. Hacía frío, llovía mucho pero el clima no nos impidió acercarnos una noche a Harlem. Allí, tan lejos de esta tierra, en un país que apadrinó los ritmos africanos, gozamos también de una Jam Session.
Hay quienes creen que los que viajamos a países en desarrollo afrontamos mayores riesgos que el resto de la población. El temor de la muerte parece que nos sea más próximo a los viajeros. Puede que tengan razón. O puede que sea el simple miedo a lo desconocido.
A quienes me plantean el tema les digo que si algún día la experiencia del viajar me conlleva la muerte, moriré feliz, satisfecha de haber hecho, hasta el momento, gran parte de lo que anhelé. Cada experiencia, cada viaje y cada destino me han aportado infinitas sensaciones. Incluidos los duros, que me hicieron más resistente, no cambiaría ninguno de ellos. Si muero, improvisen un baile.
domingo, 24 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Flexibilidad extrema
Las mujeres ugandeses tienen una flexibilidad increíble. Se las puede observar durante el día inclinadas hacia el suelo, con la espalda estirada y el trasero hacia arriba, en un gesto que cualquier europeo no aguantaría más de cinco minutos.
Jóvenes y no tan jóvenes se agachan para múltiples tareas domésticas. Así cocinan, así juegan con los niños. Así barren incluso. Armadas con un puñado de palos secos, unidos por una cinta, con los que empujan la suciedad, las mujeres ugandeses barren.
“Es increíble porque les hemos comprado escobas de las nuestras para que no tengan que agacharse pero no las quieren. No las usan”, me cuenta Robert, norteamericano y por lo tanto, acostumbrado como nosotros a las posturas rectas. La obsesión de cualquier médico.
Tampoco quieren fregonas. Lavan el suelo con trapos húmedos que arrastran consecutivamente moviéndose en eses. Recogen la suciedad, la botan y se vuelven a inclinar hacia el suelo. Ni siquiera se arrodillan. Se inclinan mostrando en lo alto la magnitud de sus traseros, que saben exuberantes.
Cuando al caminar las ves en esa postura, algo te hace sentir dolor ajeno. Cuesta imaginar que sea una pose cómoda para todas las tareas domésticas que enfrenta una mujer. Y sin embargo ellas ahí persisten, en lo que parece un sufrimiento. En lo que parece la metáfora de todo un continente.
Jóvenes y no tan jóvenes se agachan para múltiples tareas domésticas. Así cocinan, así juegan con los niños. Así barren incluso. Armadas con un puñado de palos secos, unidos por una cinta, con los que empujan la suciedad, las mujeres ugandeses barren.
“Es increíble porque les hemos comprado escobas de las nuestras para que no tengan que agacharse pero no las quieren. No las usan”, me cuenta Robert, norteamericano y por lo tanto, acostumbrado como nosotros a las posturas rectas. La obsesión de cualquier médico.
Tampoco quieren fregonas. Lavan el suelo con trapos húmedos que arrastran consecutivamente moviéndose en eses. Recogen la suciedad, la botan y se vuelven a inclinar hacia el suelo. Ni siquiera se arrodillan. Se inclinan mostrando en lo alto la magnitud de sus traseros, que saben exuberantes.
Cuando al caminar las ves en esa postura, algo te hace sentir dolor ajeno. Cuesta imaginar que sea una pose cómoda para todas las tareas domésticas que enfrenta una mujer. Y sin embargo ellas ahí persisten, en lo que parece un sufrimiento. En lo que parece la metáfora de todo un continente.
sábado, 23 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Pedazos de tierra
Cuando decidía el país de la zona de los Grandes Lagos al qué viajar me atraía profundamente la idea de poder disfrutar del Lago Victoria. Con un área de casi 70.000 Km2, es el segundo lago de agua dulce más grande del mundo. A pesar de tener prohibido bañarnos en él por albergar parásitos, los extranjeros disfrutamos sobremanera del simple hecho de contemplarlo.
Suelo caminar los sábados y domingos por la mañana hasta la playa Anderitas, uno de los pocos accesos al lago en Entebbe. Camino siempre primero por la orilla, observando los pescadores que salen a la mar y luego me siento a tomar un café. Acompañada por un libro, acostumbro a enfrentar, en ese momento, el dilema de si sumergirme entre las palabras o mirar al horizonte. Hay algo de increíblemente intrigante en la idea que lejos, en el horizonte, este mar de aguas roce la arena de otros dos países.
También hoy me he acercado hasta el lago Victoria. Pero no desde el mismo lugar. He caminado en dirección al Hotel Imperial Botanical Beach y dentro, sin esperarlo ni saberlo de antemano, he encontrado un agradable rincón en el que sentarme. Un pequeño espacio acondicionado como bar al aire libre donde solo me acompañaba el guardia de seguridad.
Las mesas y las sillas estaban pegajosas, repletas de la savia que escupen los árboles. Enfrente, en un edificio de convenciones, se estaba celebrando una reunión. Pero ahí fuera estaba sola. Enfrente, al otro lado de la cerca, pastaban dos vacas. Delante, la majestuosidad del Lago Victoria. Me he sentado y como en Anderitas, me he debatido entre si leer o simplemente mirar enfrente. He terminado dándole un espacio a cada cosa hasta que el calor me ha empujado a abandonar el sitio.
Tras la visita de ayer a la universidad, Ronnie me llevó a Entebbe. Vive en el camino, en el edificio de una misión católica que alberga una de las mejores escuelas del país. Cosas de la religión, que no solo se alía con la espiritualidad sino también con el dinero. Me enseñó algunas aulas -algo mejor que las de la universidad Kyambogo- y luego estuvimos viendo jugar a los jóvenes, muchos de ellos hijos de ministros y de altos cargos de la policía.
El deporte al aire libre en Uganda tiene algo que me seduce sobremanera. Es algo escondido en la mezcla de colores del entorno, el perfil de los bananos en el horizonte, la energía de los jóvenes y el tono del cielo al atardecer. Nos quedamos mirando el juego durante media hora mientras bajaba el sol. No me hubiera ido de allí sino porque llegaba tarde a Entebbe.
De camino todavía nos dio tiempo de parar a orillas del lago Victoria a observar los últimos segundos del atardecer. Ronnie estaba tan alucinado con mi observación del paisaje como yo con el ocaso. Llegando a Entebbe y poco después de tomar el último tramo que lleva al orfanato le dije.
- “Me encanta este pedazo de camino. El perfil de las casas y los árboles en el horizonte”.
- “¡Dios, como amas la naturaleza!”, me contestó Ronnie, incapaz de retener más el comentario después de todo el día. “Deberías pensar en regresar aquí”, agregó.
Mamá suele decirme que es habitual el dejar pedazos de mí en todos los países que visito. Es la mínima herencia de quienes quedamos impregnados de pedazos de vida.
Suelo caminar los sábados y domingos por la mañana hasta la playa Anderitas, uno de los pocos accesos al lago en Entebbe. Camino siempre primero por la orilla, observando los pescadores que salen a la mar y luego me siento a tomar un café. Acompañada por un libro, acostumbro a enfrentar, en ese momento, el dilema de si sumergirme entre las palabras o mirar al horizonte. Hay algo de increíblemente intrigante en la idea que lejos, en el horizonte, este mar de aguas roce la arena de otros dos países.
También hoy me he acercado hasta el lago Victoria. Pero no desde el mismo lugar. He caminado en dirección al Hotel Imperial Botanical Beach y dentro, sin esperarlo ni saberlo de antemano, he encontrado un agradable rincón en el que sentarme. Un pequeño espacio acondicionado como bar al aire libre donde solo me acompañaba el guardia de seguridad.
Las mesas y las sillas estaban pegajosas, repletas de la savia que escupen los árboles. Enfrente, en un edificio de convenciones, se estaba celebrando una reunión. Pero ahí fuera estaba sola. Enfrente, al otro lado de la cerca, pastaban dos vacas. Delante, la majestuosidad del Lago Victoria. Me he sentado y como en Anderitas, me he debatido entre si leer o simplemente mirar enfrente. He terminado dándole un espacio a cada cosa hasta que el calor me ha empujado a abandonar el sitio.
Tras la visita de ayer a la universidad, Ronnie me llevó a Entebbe. Vive en el camino, en el edificio de una misión católica que alberga una de las mejores escuelas del país. Cosas de la religión, que no solo se alía con la espiritualidad sino también con el dinero. Me enseñó algunas aulas -algo mejor que las de la universidad Kyambogo- y luego estuvimos viendo jugar a los jóvenes, muchos de ellos hijos de ministros y de altos cargos de la policía.
El deporte al aire libre en Uganda tiene algo que me seduce sobremanera. Es algo escondido en la mezcla de colores del entorno, el perfil de los bananos en el horizonte, la energía de los jóvenes y el tono del cielo al atardecer. Nos quedamos mirando el juego durante media hora mientras bajaba el sol. No me hubiera ido de allí sino porque llegaba tarde a Entebbe.
De camino todavía nos dio tiempo de parar a orillas del lago Victoria a observar los últimos segundos del atardecer. Ronnie estaba tan alucinado con mi observación del paisaje como yo con el ocaso. Llegando a Entebbe y poco después de tomar el último tramo que lleva al orfanato le dije.
- “Me encanta este pedazo de camino. El perfil de las casas y los árboles en el horizonte”.
- “¡Dios, como amas la naturaleza!”, me contestó Ronnie, incapaz de retener más el comentario después de todo el día. “Deberías pensar en regresar aquí”, agregó.
Mamá suele decirme que es habitual el dejar pedazos de mí en todos los países que visito. Es la mínima herencia de quienes quedamos impregnados de pedazos de vida.
viernes, 22 de octubre de 2010
Diario de Uganda: El lujo de los libros
Kyambogo es la segunda universidad pública más importante de Uganda, después de Makerere. Se formó al integrar varios institutos especializados que funcionaban por separado. Quería haberla visitado el pasado miércoles pero un descuido en la comida me obligó a pasar el día en la cama. En todas mis estancias al extranjero suele llegar el día en que me pasa factura la comida local.
Voy finalmente hoy, acompañada por Ronnie, un profesor de esta casa de estudios al que conocí hace unas tres semanas, de camino a Entebbe. Ronnie solo tiene un taller por la tarde, de manera que se toma la mañana para mostrarme las diferentes facultades de la universidad.
Kyambogo se extiende en una explanada que hay a las afueras de Kampala. Es un campus inmenso, aunque sin llegar a tener las dimensiones de Makerere. Está compuesto de pequeños edificios independientes que albergan las clases, las aulas de los profesores, los salones de prácticas y las oficinas del jefe de departamento.
Fuera muchos estudiantes invaden los campos que rodean las facultades. Se sientan en los bancos de madera situados enfrente de las aulas, en el suelo debajo de las inmensas copas de los árboles centenarios o en pupitres que extraen de las clases. Algunos discuten en grupo. Otros se sientan solos con los libros en las rodillas. En alguna esquina se pueden ver parejas picando algo mientras esperan la siguiente clase.
Paseo con Ronnie ante la mirada interrogativa de algunos estudiantes. Se respira una gran tranquilidad.
- Este es un entorno perfecto para el estudio, le digo a Ronnie, mientras levanto la cabeza para observar las enormes palmeras que rodean los edificios.
Ronnie se ríe. Le parece gracioso que goce ante lo que para él constituye una rutina. El paisaje ugandés es una de las maravillas de este país. Aquí, en el campus, aporta la riqueza que no poseen las aulas, muchas de ellas construídas con materiales endebles, amuebladas con viejos pupitres y repletas de polvo que se filtra por las ventanas quebradas.
Entramos a visitar al jefe del departamento de Ingeniería Técnica, un entrañable maestro que acaba de llegar de Noruega y que trabaja en su tesis doctoral. Ronnie me presenta y me hace entrar en su despacho, un diminuto cubículo donde se acumulan los libros y en el que no se pueden dar más de tres pasos. Charlamos un rato y salimos.
Después de mantener la décima conversación sobre religión en este país, nos dirigimos a la Biblioteca Central. Es un edificio viejo, inaugurado en diciembre de 1963, donde se refugian del sol varios estudiantes. A pesar de tener dos pisos, dispone de pocos volúmenes. Solo algunas estanterías en las que es difícil encontrar tomos actualizados.
Me acuerdo de la visita con Kamilah a la Biblioteca Nacional de Kampala.
- “Aquí no habrá más de 2.000 libros y el más reciente que he visto es del 98", me dijo sorprendida tras recorrer la única sala que hay en el edificio.
Salimos de la biblioteca y a las 3pm Ronnie se reúne con sus alumnos, a quienes les da cuatro conceptos nuevos y los deja haciendo prácticas en el taller mientras le pide a uno de ellos que saque fotocopias de su libro para preparar la siguiente clase. Luego nos vamos a comer.
Cuando estamos a punto de terminar llega Alex para devolverle el libro. Le pregunto si puedo echar un vistazo. Es un volumen técnico sobre dibujo gráfico que Ronnie usa en sus clases desde hace tiempo. Miro el año de publicacion: 1985.
Leer es un lujo en los países en desarrollo, donde solo la clase alta puede permitirse acceder a la universidad. En Uganda el porcentaje que lo hace es de poco más del 3%, según datos del Banco Mundial. No es un dato sorprendente en el África del Este, donde coinciden los porcentajes más altos de pobreza y los más bajos de acceso a los estudiantes superiores.
En Kampala es difícil encontrar buenas librerías y los volúmenes disponibles en las calles suelen limitarse a Biblias, diccionarios de traducción swahili-inglés, novelas rosa y algún manual de secundaria. Lo contradictorio es que la mayoría de las casas disponen de televisión...
Voy finalmente hoy, acompañada por Ronnie, un profesor de esta casa de estudios al que conocí hace unas tres semanas, de camino a Entebbe. Ronnie solo tiene un taller por la tarde, de manera que se toma la mañana para mostrarme las diferentes facultades de la universidad.
Kyambogo se extiende en una explanada que hay a las afueras de Kampala. Es un campus inmenso, aunque sin llegar a tener las dimensiones de Makerere. Está compuesto de pequeños edificios independientes que albergan las clases, las aulas de los profesores, los salones de prácticas y las oficinas del jefe de departamento.
Fuera muchos estudiantes invaden los campos que rodean las facultades. Se sientan en los bancos de madera situados enfrente de las aulas, en el suelo debajo de las inmensas copas de los árboles centenarios o en pupitres que extraen de las clases. Algunos discuten en grupo. Otros se sientan solos con los libros en las rodillas. En alguna esquina se pueden ver parejas picando algo mientras esperan la siguiente clase.
Paseo con Ronnie ante la mirada interrogativa de algunos estudiantes. Se respira una gran tranquilidad.
- Este es un entorno perfecto para el estudio, le digo a Ronnie, mientras levanto la cabeza para observar las enormes palmeras que rodean los edificios.
Ronnie se ríe. Le parece gracioso que goce ante lo que para él constituye una rutina. El paisaje ugandés es una de las maravillas de este país. Aquí, en el campus, aporta la riqueza que no poseen las aulas, muchas de ellas construídas con materiales endebles, amuebladas con viejos pupitres y repletas de polvo que se filtra por las ventanas quebradas.
Entramos a visitar al jefe del departamento de Ingeniería Técnica, un entrañable maestro que acaba de llegar de Noruega y que trabaja en su tesis doctoral. Ronnie me presenta y me hace entrar en su despacho, un diminuto cubículo donde se acumulan los libros y en el que no se pueden dar más de tres pasos. Charlamos un rato y salimos.
Después de mantener la décima conversación sobre religión en este país, nos dirigimos a la Biblioteca Central. Es un edificio viejo, inaugurado en diciembre de 1963, donde se refugian del sol varios estudiantes. A pesar de tener dos pisos, dispone de pocos volúmenes. Solo algunas estanterías en las que es difícil encontrar tomos actualizados.
Me acuerdo de la visita con Kamilah a la Biblioteca Nacional de Kampala.
- “Aquí no habrá más de 2.000 libros y el más reciente que he visto es del 98", me dijo sorprendida tras recorrer la única sala que hay en el edificio.
Salimos de la biblioteca y a las 3pm Ronnie se reúne con sus alumnos, a quienes les da cuatro conceptos nuevos y los deja haciendo prácticas en el taller mientras le pide a uno de ellos que saque fotocopias de su libro para preparar la siguiente clase. Luego nos vamos a comer.
Cuando estamos a punto de terminar llega Alex para devolverle el libro. Le pregunto si puedo echar un vistazo. Es un volumen técnico sobre dibujo gráfico que Ronnie usa en sus clases desde hace tiempo. Miro el año de publicacion: 1985.
Leer es un lujo en los países en desarrollo, donde solo la clase alta puede permitirse acceder a la universidad. En Uganda el porcentaje que lo hace es de poco más del 3%, según datos del Banco Mundial. No es un dato sorprendente en el África del Este, donde coinciden los porcentajes más altos de pobreza y los más bajos de acceso a los estudiantes superiores.
En Kampala es difícil encontrar buenas librerías y los volúmenes disponibles en las calles suelen limitarse a Biblias, diccionarios de traducción swahili-inglés, novelas rosa y algún manual de secundaria. Lo contradictorio es que la mayoría de las casas disponen de televisión...
jueves, 21 de octubre de 2010
Diario de Uganda: No hay edad para el trayecto
Se suele pensar que el viajar es cosa de jóvenes, que se requiere de un espíritu que la avanzada edad no proporciona. Me lo repite papá muchas veces. Heredero de una situación económica complicada y de una juventud vinculada a la lucha, papá asocia los países en vías de desarrollo con la incomodidad. Quizás por eso evita visitarlos.
Es un apasionado de Centroeuropa. Un fanático de Alemania, país que admira por la seriedad que caracteriza a sus ciudadanos, por su rigor, por el respeto que existe entre ellos. Es una versión parcial, obviamente. Cierta en gran parte, pero parcial. E igualmente parcial es su creencia de que determinadas vivencias solo pueden experimentarse de joven.
Me he encontrado durante este viaje con más de un explorador de edad avanzada. Algunos pasan por el albergue después de recorrer el país. Otros duermen aquí de noche mientras de día intentan tirar adelante proyectos en el campo. Son agradables compañeros de viaje. Entrañables viajeros que suelen aportarte la calma de los años. Expertos aventureros que saben combinar la intensidad de estas tierras con la serenidad del tiempo vivido.
Estoy aprovechando al máximo estos días para encontrarme con periodistas. Quedamos casi siempre en la cafetería que hay debajo del trabajo. Llevo siempre un libro conmigo por si no se presentan. He establecido el rato de espera en una hora. Si no vienen leo. Y así no me siento perder el tiempo.
Por el carácter ‘europeo’ de la cafetería, debe figurar en las guías de viaje. Pues suelen llegar varios viajeros mzungus. Ayer cruzamos miradas con uno de ellos. No podía tener menos de 60 años. Se tomó un exquisito te africano y sacó un libro, en el que permaneció absorto un rato. También yo me sumergí en las palabras durante algún tiempo.
Nos separaba una diagonal de sillas. Y algunos años. Seguro que muchas vivencias. Un mar de experiencia. Y, sin embargo, puede que nos moviera la misma necesidad por explorar. Los mismos incrédulos que no creen en el ser humano suelen pensar que se pierde la inocencia con los años. Yo prefiero pensar que solo se transforma en aprendizaje con el que tomar las riendas de la lucha. Con el que enfrentar inquietudes similares. Con el que seguir creyendo, como solo saben hacer los valientes. Porque ellos, quienes retan la duda, son los verdaderos héroes.
A todos aquellos que me habéis sorprendido en estos días siguiendo mis palabras.
Es un apasionado de Centroeuropa. Un fanático de Alemania, país que admira por la seriedad que caracteriza a sus ciudadanos, por su rigor, por el respeto que existe entre ellos. Es una versión parcial, obviamente. Cierta en gran parte, pero parcial. E igualmente parcial es su creencia de que determinadas vivencias solo pueden experimentarse de joven.
Me he encontrado durante este viaje con más de un explorador de edad avanzada. Algunos pasan por el albergue después de recorrer el país. Otros duermen aquí de noche mientras de día intentan tirar adelante proyectos en el campo. Son agradables compañeros de viaje. Entrañables viajeros que suelen aportarte la calma de los años. Expertos aventureros que saben combinar la intensidad de estas tierras con la serenidad del tiempo vivido.
Estoy aprovechando al máximo estos días para encontrarme con periodistas. Quedamos casi siempre en la cafetería que hay debajo del trabajo. Llevo siempre un libro conmigo por si no se presentan. He establecido el rato de espera en una hora. Si no vienen leo. Y así no me siento perder el tiempo.
Por el carácter ‘europeo’ de la cafetería, debe figurar en las guías de viaje. Pues suelen llegar varios viajeros mzungus. Ayer cruzamos miradas con uno de ellos. No podía tener menos de 60 años. Se tomó un exquisito te africano y sacó un libro, en el que permaneció absorto un rato. También yo me sumergí en las palabras durante algún tiempo.
Nos separaba una diagonal de sillas. Y algunos años. Seguro que muchas vivencias. Un mar de experiencia. Y, sin embargo, puede que nos moviera la misma necesidad por explorar. Los mismos incrédulos que no creen en el ser humano suelen pensar que se pierde la inocencia con los años. Yo prefiero pensar que solo se transforma en aprendizaje con el que tomar las riendas de la lucha. Con el que enfrentar inquietudes similares. Con el que seguir creyendo, como solo saben hacer los valientes. Porque ellos, quienes retan la duda, son los verdaderos héroes.
A todos aquellos que me habéis sorprendido en estos días siguiendo mis palabras.
miércoles, 20 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Regatear, un examen de honestidad
No hay nada de lo que más quisiéramos desprendernos a veces que del color de la piel. Ser blanco en un mundo negro te condiciona sin límite. Los africanos asocian los mzungu con riqueza, con poder económico, con capacidad adquisitiva. Y por ello cuando un europeo pide el precio de algo es más que lógico asumir que nos lo van a dar dos o tres más alto de lo que corresponde.
La tarea está en que el visitante sepa rebajar la tarifa a cotas más decentes. Al hacerlo no aceptamos que no podamos pagar el precio inicial, muchas veces ridículo de acuerdo al cambio del Euro. Se trata más bien de un juego de legalidad. Somos extranjeros en tu tierra sí, pero no ingenuos. Si haces que así nos sintamos y nos cargas en exceso, rechazaremos incluso seguir la conversación.
Negociando el precio de un boda en Entebbe el pasado fin de semana Colinn dejó sin oportunidad de seguir hablando a uno de estos motoristas. Le acababa de proponer pagar 8.000Sh para una distancia que se recorre en dos minutos. Irónico pero firme le dijo: “Ok, tu no tienes credibilidad, ya lo hemos visto. El siguiente, ¿cuanto nos pides?”
Era un grupo de cuatro bodas. Después de preguntar al segundo el anterior se nos aproximó. Quería llevarnos como fuera. “No, contigo ya no quiero negociar”, le soltó riéndose Colinn. El precio justo del trayecto no era superior a 3.000Sh. Nos los puso como precio el tercero de los bodas.
Presencié divertida la escena, una lección magistral de firmeza turista. “Cuando empiezan con un precio tan alto los desacredito de inmediato. Saben de sobra que se exceden incluso con un extranjero”, me dijo Colinn. La negociación es una suerte de prueba de honestidad con la que probamos al interlocutor.
Viniendo a la oficina esta mañana me he detenido a comprar un adaptador cerca del Old Taxi Park. Me ha atendido una de las seis jóvenes que miraban al horizonte, sin hacer nada, en una pequeña tienda. Le ha tomado casi 5 minutos entender lo qué necesitaba, hasta que he sacado el enchufe del portátil y se lo he enseñado.
Ha venido entonces otro de los ‘comerciales’. Ha mirado el enchufe y me ha traído un adaptador usado que acababa de sacar de dentro de la oficina.
- Toma, me dice.
- No, este no lo quiero, quiero uno nuevo, le respondo.
- Ok, te lo consigo por 15,000Sh, me dice.
- Ni de broma, te pago 5,000Sh.
- Por 8.000Sh, me propone
- No, lo máximo que pago es 5,000Sh
- Ok, dame el dinero
- No, te lo doy cuando me traigas el adaptador.
Espero 10 minutos pensando que quizás no me lo va a traer. Pero llega. Me da el aparato y le doy el billete. Concluye la negociación.
No siempre los extranjeros somos turistas, ni pertenecemos a una clase social alta, ni representamos al europeo rico. No nos hospedamos en hoteles de 4 o 5 estrellas ni cobramos por apoyar a organizaciones locales. No respondemos al prototipo de turista que viene a perseguir gorilas.
Buscamos sentir tu tierra. Si aceptas el juego a un precio razonable juntos gozaremos del placer de comprendernos.
La tarea está en que el visitante sepa rebajar la tarifa a cotas más decentes. Al hacerlo no aceptamos que no podamos pagar el precio inicial, muchas veces ridículo de acuerdo al cambio del Euro. Se trata más bien de un juego de legalidad. Somos extranjeros en tu tierra sí, pero no ingenuos. Si haces que así nos sintamos y nos cargas en exceso, rechazaremos incluso seguir la conversación.
Negociando el precio de un boda en Entebbe el pasado fin de semana Colinn dejó sin oportunidad de seguir hablando a uno de estos motoristas. Le acababa de proponer pagar 8.000Sh para una distancia que se recorre en dos minutos. Irónico pero firme le dijo: “Ok, tu no tienes credibilidad, ya lo hemos visto. El siguiente, ¿cuanto nos pides?”
Era un grupo de cuatro bodas. Después de preguntar al segundo el anterior se nos aproximó. Quería llevarnos como fuera. “No, contigo ya no quiero negociar”, le soltó riéndose Colinn. El precio justo del trayecto no era superior a 3.000Sh. Nos los puso como precio el tercero de los bodas.
Presencié divertida la escena, una lección magistral de firmeza turista. “Cuando empiezan con un precio tan alto los desacredito de inmediato. Saben de sobra que se exceden incluso con un extranjero”, me dijo Colinn. La negociación es una suerte de prueba de honestidad con la que probamos al interlocutor.
Viniendo a la oficina esta mañana me he detenido a comprar un adaptador cerca del Old Taxi Park. Me ha atendido una de las seis jóvenes que miraban al horizonte, sin hacer nada, en una pequeña tienda. Le ha tomado casi 5 minutos entender lo qué necesitaba, hasta que he sacado el enchufe del portátil y se lo he enseñado.
Ha venido entonces otro de los ‘comerciales’. Ha mirado el enchufe y me ha traído un adaptador usado que acababa de sacar de dentro de la oficina.
- Toma, me dice.
- No, este no lo quiero, quiero uno nuevo, le respondo.
- Ok, te lo consigo por 15,000Sh, me dice.
- Ni de broma, te pago 5,000Sh.
- Por 8.000Sh, me propone
- No, lo máximo que pago es 5,000Sh
- Ok, dame el dinero
- No, te lo doy cuando me traigas el adaptador.
Espero 10 minutos pensando que quizás no me lo va a traer. Pero llega. Me da el aparato y le doy el billete. Concluye la negociación.
No siempre los extranjeros somos turistas, ni pertenecemos a una clase social alta, ni representamos al europeo rico. No nos hospedamos en hoteles de 4 o 5 estrellas ni cobramos por apoyar a organizaciones locales. No respondemos al prototipo de turista que viene a perseguir gorilas.
Buscamos sentir tu tierra. Si aceptas el juego a un precio razonable juntos gozaremos del placer de comprendernos.
martes, 19 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Mal de África
Muchos de los exploradores que se adentraron en este continente por primera vez quedaron atrapados por una enfermedad incurable: el mal de África, ese anhelado deseo de regresar a la tierra negra una vez has degustado su aroma.
Speke, Stanley, Burton, Baker y Livingston, algunos de los primeros europeos en pisar ese suelo, sufrieron el mal. Vinieron con la voluntad de hacer historia, de ser los primeros en descubrir un paraje, de dejar sus huellas en esta tierra. Pero sucedió que fue la tierra quien dejó una imprenta en ellos. Quisieron siempre regresar a África.
Acabo de salir de tomar un café con Fredrick Mugira, un periodista de Mbara que ha sido premiado en varias ocasiones por sus trabajos medioambientales, así como por el relato de viajes “Montar en boda boda en Uganda”. Es un chico inquieto, editor de radio. Un entrañable personaje con quien uno teje confianza a los cinco minutos de conocerse. Con menos tabúes que muchos ugandeses.
Charlamos durante más de una hora en el Mocca Caffe que hay debajo de la oficina. Me cuenta los temas en qué está trabajando, propuestas que quiere plantear al periódico Mail & Guardian para el que escribe como freelance. Luego me interroga sobre mi estancia en Uganda y otras experiencias previas.
Cuando terminamos el te Fredrick me acompaña hasta el restaurante de Alice, donde he quedado para cenar con un grupo de gente. Llueve. Ha venido diluviando desde las tres de la tarde. Ahora, cuando se aproxima el atardecer las ráfagas pierden intensidad pero la calle sigue siendo un mar de agua. El tráfico en Kampala está insoportable.
En momentos así es difícil decidir si es mejor tomar un boda o caminar. Recuerdo que el restaurante no estaba lejos, así que optamos por caminar. Llevo unas sandalias rojas que puede que terminen sus días en Uganda. Compradas en Ciudad de Guatemala acumulan tres veranos consecutivos, el de América, el europeo y la eterna primavera de Uganda.
Las calles se han convertido literalmente en un cúmulo de lodo. Intento buscar las aceras, no siempre asfaltadas ni siempre visibles. Cruzamos con Fredrick por medio de los coches y camiones. Es hora punta en Kampala y la capital emerge con un bullicio típico de esas horas.
Camino sin detenerme pero sin dejar de mirar. Hay algo en esta ciudad, en su caos y en su tierra que crea una extraña adicción. A días quisieras no saber nada del centro, de los matatus, de esos ugandeses que no dejan jamás de llamarte mzungu. Te quedarías en el albergue observando simplemente el fascinante verde que rodea la casa.
Otros días, en cambio, abrirías todos los poros de tu piel para que entrara en ellos lo más profundo de la esencia africana. Caminarías todos los rincones de Kampala, te adentrarías en los mercados sin importarte destacar, te arrodillarías a oler los aromas, examinarías –deseando ser invisible- los rostros de todos los ciudadanos. Beberías de la fuerza de su tierra.
Camino sumida en esas contradicciones, consciente de cada charco que piso. Afortunada de poder surcar las calles de Kampala, apenada por el estado en qué terminarán las sandalias. Al llegar al restaurante me despido de Fredrick, me siento en un sofá y me miro los pies. La tierra roja impregna buena parte de ellos.
Me quedo observando el diseño improvisado. Luego me los lavaré en el baño. Pero ahora, durante unos minutos robados a la lógica, permanezco mirándolos. De entre todas las cosas que caracterizan Uganda la tierra es la que más satisface. Algo en las calles y los caminos te hace inmensamente feliz. Puede que el mal de África tenga que ver con esta sensación de total comfort, con una necesidad increible de no dejar de aspirar el aire que te rodea.
Speke, Stanley, Burton, Baker y Livingston, algunos de los primeros europeos en pisar ese suelo, sufrieron el mal. Vinieron con la voluntad de hacer historia, de ser los primeros en descubrir un paraje, de dejar sus huellas en esta tierra. Pero sucedió que fue la tierra quien dejó una imprenta en ellos. Quisieron siempre regresar a África.
Acabo de salir de tomar un café con Fredrick Mugira, un periodista de Mbara que ha sido premiado en varias ocasiones por sus trabajos medioambientales, así como por el relato de viajes “Montar en boda boda en Uganda”. Es un chico inquieto, editor de radio. Un entrañable personaje con quien uno teje confianza a los cinco minutos de conocerse. Con menos tabúes que muchos ugandeses.
Charlamos durante más de una hora en el Mocca Caffe que hay debajo de la oficina. Me cuenta los temas en qué está trabajando, propuestas que quiere plantear al periódico Mail & Guardian para el que escribe como freelance. Luego me interroga sobre mi estancia en Uganda y otras experiencias previas.
Cuando terminamos el te Fredrick me acompaña hasta el restaurante de Alice, donde he quedado para cenar con un grupo de gente. Llueve. Ha venido diluviando desde las tres de la tarde. Ahora, cuando se aproxima el atardecer las ráfagas pierden intensidad pero la calle sigue siendo un mar de agua. El tráfico en Kampala está insoportable.
En momentos así es difícil decidir si es mejor tomar un boda o caminar. Recuerdo que el restaurante no estaba lejos, así que optamos por caminar. Llevo unas sandalias rojas que puede que terminen sus días en Uganda. Compradas en Ciudad de Guatemala acumulan tres veranos consecutivos, el de América, el europeo y la eterna primavera de Uganda.
Las calles se han convertido literalmente en un cúmulo de lodo. Intento buscar las aceras, no siempre asfaltadas ni siempre visibles. Cruzamos con Fredrick por medio de los coches y camiones. Es hora punta en Kampala y la capital emerge con un bullicio típico de esas horas.
Camino sin detenerme pero sin dejar de mirar. Hay algo en esta ciudad, en su caos y en su tierra que crea una extraña adicción. A días quisieras no saber nada del centro, de los matatus, de esos ugandeses que no dejan jamás de llamarte mzungu. Te quedarías en el albergue observando simplemente el fascinante verde que rodea la casa.
Otros días, en cambio, abrirías todos los poros de tu piel para que entrara en ellos lo más profundo de la esencia africana. Caminarías todos los rincones de Kampala, te adentrarías en los mercados sin importarte destacar, te arrodillarías a oler los aromas, examinarías –deseando ser invisible- los rostros de todos los ciudadanos. Beberías de la fuerza de su tierra.
Camino sumida en esas contradicciones, consciente de cada charco que piso. Afortunada de poder surcar las calles de Kampala, apenada por el estado en qué terminarán las sandalias. Al llegar al restaurante me despido de Fredrick, me siento en un sofá y me miro los pies. La tierra roja impregna buena parte de ellos.
Me quedo observando el diseño improvisado. Luego me los lavaré en el baño. Pero ahora, durante unos minutos robados a la lógica, permanezco mirándolos. De entre todas las cosas que caracterizan Uganda la tierra es la que más satisface. Algo en las calles y los caminos te hace inmensamente feliz. Puede que el mal de África tenga que ver con esta sensación de total comfort, con una necesidad increible de no dejar de aspirar el aire que te rodea.
lunes, 18 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Parásitos
Desde hace algún tiempo han proliferado en el este de Uganda los jiggers, unos parásitos que ingresan en el cuerpo y forman unas vistosas ampollas en las zonas que infectan. Leo en el suplemento central del News Vision de hoy que al principio causan unas peculiares cosquillas. Luego su efecto en el cuerpo humano se transforma en un horrible dolor.
De acuerdo al artículo, muchas de las personas que lo sufren se infectan debido a que duermen con animales que tienen pulgas o van descalzos en espacios donde abunda la suciedad, por lo que la enfermedad suele asociarse con la pobreza.
Algunos de los niños que padecen este mal dejan de ir a la escuela. Temen ser ridiculizados por sus compañeros. Pues la dolencia es la cara más visible de quienes no poseen nada.
El artículo del News Vision, una interesante análisis , lleva por título: “¿Jiggers, un caso de pobreza, higiene o ambos? Me parece una excelente intento de no criminalizar doblemente a quienes lo padecen. Pobres y enfermos.
Le pregunto a Albert, compañero de oficina, que cree al respeto. Me quedo atónita cuando escucho:
- Es pereza, la gente que lo sufre es por que son vagos.
- ¿Pereza o falta de higiene?, le pregunto.
- Es lo mismo, son gente vaga que prefiere no ducharse.
- Bueno, puede que sean vagos. Pero puede que sea un problema de falta de educación y de recursos también, agrego.
- Sí, claro, todo va vinculado.
Mientras habla de ello Albert pone cara de asco. Le pregunto si es por las llagas que deja la enfermedad. Me dice:
- Es porqué me hace sentir vergüenza de mi propio país.
Me lo quedo mirando un poco sorprendida pensando en todas esas personas que en Lima me preguntaban qué iba a hacer a los suburbios. Mi respuesta era siempre la misma: "¿Qué hacéis vosotros de no ir?"
El peor mal de muchos países subdesarrollados es precisamente su clase pudiente. Individuos, a menudo formados fuera –como Albert, que estudió en Gran Bretaña- que viven al margen de la realidad de su país. Personas que si bien te hablan de la pobreza y parecen hacerlo con respeto, puede que nunca hayan pisado un suburbio. Individuos que pueden llegar a sentir vergüenza de los más débiles pero hacen poco para aliviarlos.
No he logrado encontrar una traducción española de la palabra jiggers
De acuerdo al artículo, muchas de las personas que lo sufren se infectan debido a que duermen con animales que tienen pulgas o van descalzos en espacios donde abunda la suciedad, por lo que la enfermedad suele asociarse con la pobreza.
Algunos de los niños que padecen este mal dejan de ir a la escuela. Temen ser ridiculizados por sus compañeros. Pues la dolencia es la cara más visible de quienes no poseen nada.
El artículo del News Vision, una interesante análisis , lleva por título: “¿Jiggers, un caso de pobreza, higiene o ambos? Me parece una excelente intento de no criminalizar doblemente a quienes lo padecen. Pobres y enfermos.
Le pregunto a Albert, compañero de oficina, que cree al respeto. Me quedo atónita cuando escucho:
- Es pereza, la gente que lo sufre es por que son vagos.
- ¿Pereza o falta de higiene?, le pregunto.
- Es lo mismo, son gente vaga que prefiere no ducharse.
- Bueno, puede que sean vagos. Pero puede que sea un problema de falta de educación y de recursos también, agrego.
- Sí, claro, todo va vinculado.
Mientras habla de ello Albert pone cara de asco. Le pregunto si es por las llagas que deja la enfermedad. Me dice:
- Es porqué me hace sentir vergüenza de mi propio país.
Me lo quedo mirando un poco sorprendida pensando en todas esas personas que en Lima me preguntaban qué iba a hacer a los suburbios. Mi respuesta era siempre la misma: "¿Qué hacéis vosotros de no ir?"
El peor mal de muchos países subdesarrollados es precisamente su clase pudiente. Individuos, a menudo formados fuera –como Albert, que estudió en Gran Bretaña- que viven al margen de la realidad de su país. Personas que si bien te hablan de la pobreza y parecen hacerlo con respeto, puede que nunca hayan pisado un suburbio. Individuos que pueden llegar a sentir vergüenza de los más débiles pero hacen poco para aliviarlos.
No he logrado encontrar una traducción española de la palabra jiggers
domingo, 17 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Café para la resaca
Si hay algo que me apasiona de los países tropicales es la cantidad de frutas y verduras que producen. Me enamoré del mango y la papaya desde que los descubrí en Perú. Amaba mezclar esta última con piña y tomar su ‘jugo’ cuando todavía no me había desperezado del todo, apenas despierta. Quizás por eso entre los primeros instrumentos que compro cuando viajo a estos países está la licuadora.
Nunca la usé antes en España. Ni viviendo en el pueblo ni durante mi época en Barcelona. Pero desde que experimenté sus maravillas, forma parte de los materiales imprescindibles para afrontar un buen despertar. En Guatemala alguna vez intoxiqué a alguien con un batido de plátano con leche.
No llegué a entender muy bien la razón. Yo había tomado del mismo preparado pocos minutos antes que él. “No estoy acostumbrado a jugos tan pesados”, me dijo luego. Es cierto que algunos de los alimentos de los países tropicales pueden resultar fuertes. Quizás uno de los más densos sea el aguacate. Es a la vez de mis favoritos.
Me vuelve completamente loca la textura de esta fruta a la que me refiero muchas veces con el nombre de ‘palta’, la forma peruana de llamarla. Los andinos aman tanto este alimento que a menudo se lo toman con pan recurriendo al mismo estilo con el que los catalanes extendemos el tomate encima de las rebanadas. En su receta, como en la nuestra, no falta la sal. El pan con palta es simplemente exquisito.
Uganda comparte con Perú y Guatemala la abundancia de frutas y verduras. Y al igual que estos dos países es un fuerte productor de café, algo que no siempre se refleja en las calles. Pues aunque pueda sonar contradictorio ninguno de estas naciones tiene una tradición cafetera a la altura de su producción.
La mayoría de las veces esto no es un problema. Quienes viajamos con frecuencia tendemos a aprovisionarnos en casa de lo que no nos regala la calle. Pero en ocasiones tomar un buen café se convierte en tal necesidad que cuesta perdonar su ausencia en los bares ugandeses.
Hoy es uno de estos días. La barbacoa organizada por el grupo de pilotos, mecánicos y TCPs que residen en Entebbe terminó tarde. Nos acostamos sobre las 4 y como suele pasar en estas ocasiones, el sol asoma pronto y es imposible seguir durmiendo hasta altas horas. Logré prolongar el sueño hasta las 9.30 a pesar de haber abierto los ojos a las 8.
Ninguna de las dos horas es ideal para sentirse bien al día siguiente. Necesito café. Le pregunto a Colinn si le apetece bajar a Anderitas, la playa que da al Lago Victoria. Tiene varios restaurantes de clase y no visualizo un mejor lugar donde tomarse un Capuccino. El reflejo de la luz del sol sobre el lago ofrece, al mediodía, un asombroso escenario.
Entramos al primer restaurante, el 100 Elephan’s coffe. Nos sentamos y cuando preguntamos por café, la camarera niega con la cabeza.
- No tenemos
- ¿No tienen?, responde Colinn ¡¡Pero si tienen el café en el nombre de su establecimiento!!
- Sí, responde entre tímida y divertida la camarera. Pero muy pronto tendremos, nos cuenta, como si el mañana saldara las cuentas del presente.
Nos tomamos un refresco y paseamos un rato por la playa. Nos asomamos en otro de los restaurantes donde la carta indica claramente que preparan Capuccinos. Cuando lo pido obtengo la misma respuesta. ¿Capuccino?, No, sorry, no tenemos.
Es momento de suspirar. Terminamos de indagar en Anderitas sin nada de éxito. Será imposible gozar del café enfrente del lago. Tomamos un boda-boda y nos dirigimos al centro de Entebbe. Tenemos localizado donde nos lo van a servir.
Finalmente me tomo un delicioso frapucino con copa de helado de chocolate incluido. No hay olas ni se vislumbra un mar infinito. Pero nos rodea un precioso jardín de buganvillas y nos sirven dos camareras de lo más atentas. Saber improvisar es también aprender a vivir.
Nunca la usé antes en España. Ni viviendo en el pueblo ni durante mi época en Barcelona. Pero desde que experimenté sus maravillas, forma parte de los materiales imprescindibles para afrontar un buen despertar. En Guatemala alguna vez intoxiqué a alguien con un batido de plátano con leche.
No llegué a entender muy bien la razón. Yo había tomado del mismo preparado pocos minutos antes que él. “No estoy acostumbrado a jugos tan pesados”, me dijo luego. Es cierto que algunos de los alimentos de los países tropicales pueden resultar fuertes. Quizás uno de los más densos sea el aguacate. Es a la vez de mis favoritos.
Me vuelve completamente loca la textura de esta fruta a la que me refiero muchas veces con el nombre de ‘palta’, la forma peruana de llamarla. Los andinos aman tanto este alimento que a menudo se lo toman con pan recurriendo al mismo estilo con el que los catalanes extendemos el tomate encima de las rebanadas. En su receta, como en la nuestra, no falta la sal. El pan con palta es simplemente exquisito.
Uganda comparte con Perú y Guatemala la abundancia de frutas y verduras. Y al igual que estos dos países es un fuerte productor de café, algo que no siempre se refleja en las calles. Pues aunque pueda sonar contradictorio ninguno de estas naciones tiene una tradición cafetera a la altura de su producción.
La mayoría de las veces esto no es un problema. Quienes viajamos con frecuencia tendemos a aprovisionarnos en casa de lo que no nos regala la calle. Pero en ocasiones tomar un buen café se convierte en tal necesidad que cuesta perdonar su ausencia en los bares ugandeses.
Hoy es uno de estos días. La barbacoa organizada por el grupo de pilotos, mecánicos y TCPs que residen en Entebbe terminó tarde. Nos acostamos sobre las 4 y como suele pasar en estas ocasiones, el sol asoma pronto y es imposible seguir durmiendo hasta altas horas. Logré prolongar el sueño hasta las 9.30 a pesar de haber abierto los ojos a las 8.
Ninguna de las dos horas es ideal para sentirse bien al día siguiente. Necesito café. Le pregunto a Colinn si le apetece bajar a Anderitas, la playa que da al Lago Victoria. Tiene varios restaurantes de clase y no visualizo un mejor lugar donde tomarse un Capuccino. El reflejo de la luz del sol sobre el lago ofrece, al mediodía, un asombroso escenario.
Entramos al primer restaurante, el 100 Elephan’s coffe. Nos sentamos y cuando preguntamos por café, la camarera niega con la cabeza.
- No tenemos
- ¿No tienen?, responde Colinn ¡¡Pero si tienen el café en el nombre de su establecimiento!!
- Sí, responde entre tímida y divertida la camarera. Pero muy pronto tendremos, nos cuenta, como si el mañana saldara las cuentas del presente.
Nos tomamos un refresco y paseamos un rato por la playa. Nos asomamos en otro de los restaurantes donde la carta indica claramente que preparan Capuccinos. Cuando lo pido obtengo la misma respuesta. ¿Capuccino?, No, sorry, no tenemos.
Es momento de suspirar. Terminamos de indagar en Anderitas sin nada de éxito. Será imposible gozar del café enfrente del lago. Tomamos un boda-boda y nos dirigimos al centro de Entebbe. Tenemos localizado donde nos lo van a servir.
Finalmente me tomo un delicioso frapucino con copa de helado de chocolate incluido. No hay olas ni se vislumbra un mar infinito. Pero nos rodea un precioso jardín de buganvillas y nos sirven dos camareras de lo más atentas. Saber improvisar es también aprender a vivir.
sábado, 16 de octubre de 2010
Diario de Uganda: "Nunca es demasiado tarde"
Después de hablar sobre varias cosas con Lydia Sekandi ayer me encontré debatiendo sobre el asunto del tiempo, un aspecto complicado en Uganda, donde todos los locales justifican el derecho a no presentarse a una cita.
El tema sale a raíz de una llamada que recibe Lydia. “Es increíble porque hay un grupo que nos hace la página web que nos han dejado tirados más de una vez”, me cuenta en un momento de necesidad imperiosa por desfogarse. “Bueno, aquí el asunto de quedar con alguien merecería un ensayo”, le digo. “Desde que estoy en Uganda me han dejado plantada en un café varias veces”, agrego.
“Bueno, eso es normal aquí, tienes que entender nuestra cultura”, me dice. La verdad es que más que la cultura del sin tiempo lo que me resulta difícil de comprender es esa justificación suya justo en el instante posterior a la queja. Seguimos hablando y poco antes de irme, recuperando el tema, me dice: Leí alguna vez la siguiente frase: “Ustedes tienen relojes, nosotros tenemos tiempo”.
La frase, según descubriré más tarde, es de un Tuareg. La pronunció durante una entrevista con Víctor Amela y quedó inmortalizada para siempre en una contra de La Vanguardia el 8 de Septiembre de 2009. Es gracioso porque no se trata de un material nuevo. Había leído antes ese texto e incluso recomendado a colegas. Cuando me doy cuenta de ello me río asumiendo como cambian las cosas cuando varían los contextos.
Es sábado y estoy en Entebbe. Salimos con Robert y Colinn, un amigo suyo que trabaja en Sudán y acaba de llegar a Uganda. Paseando en el coche de Robert de repente nos dice: “Chicos, miren esto, ¿qué carajo significa? Delante nuestro, en medio de un cruce se levanta una señal con un reloj. Debajo de éste leemos la siguiente frase:
- Nunca es demasiado tarde
Colinn no puede dejar de reírse mientras intenta salir del asombro.
- ¿Pero esto qué es? ¿El resumen de una filosofía de vida? Díganme ¿Cuál es la finalidad de un cartel así? No puede creer que algún Gobierno de ningún país motive una proclama así en contra de la productividad.
Robert es más optimista y prefiere ver la señal como un aliento a actuar, aunque sea tarde, antes que una invitación a no tomar en consideración el tiempo. Mientras ellos se ríen me acuerdo de que no es la primera vez que me quedo atónita ante una señal en Uganda. De camino a Kampala una inmobiliaria tiene escrita la frase de Nelson Mandela:
- Un hombre no es un hombre hasta que posee una casa
Y en el camino que lleva al albergue se puede leer en el cartel de una guardería:
- No se rían, mañana seré un ministro
Veamos qué otras grandes frases descubro en el tiempo que me queda en el país...
El tema sale a raíz de una llamada que recibe Lydia. “Es increíble porque hay un grupo que nos hace la página web que nos han dejado tirados más de una vez”, me cuenta en un momento de necesidad imperiosa por desfogarse. “Bueno, aquí el asunto de quedar con alguien merecería un ensayo”, le digo. “Desde que estoy en Uganda me han dejado plantada en un café varias veces”, agrego.
“Bueno, eso es normal aquí, tienes que entender nuestra cultura”, me dice. La verdad es que más que la cultura del sin tiempo lo que me resulta difícil de comprender es esa justificación suya justo en el instante posterior a la queja. Seguimos hablando y poco antes de irme, recuperando el tema, me dice: Leí alguna vez la siguiente frase: “Ustedes tienen relojes, nosotros tenemos tiempo”.
La frase, según descubriré más tarde, es de un Tuareg. La pronunció durante una entrevista con Víctor Amela y quedó inmortalizada para siempre en una contra de La Vanguardia el 8 de Septiembre de 2009. Es gracioso porque no se trata de un material nuevo. Había leído antes ese texto e incluso recomendado a colegas. Cuando me doy cuenta de ello me río asumiendo como cambian las cosas cuando varían los contextos.
Es sábado y estoy en Entebbe. Salimos con Robert y Colinn, un amigo suyo que trabaja en Sudán y acaba de llegar a Uganda. Paseando en el coche de Robert de repente nos dice: “Chicos, miren esto, ¿qué carajo significa? Delante nuestro, en medio de un cruce se levanta una señal con un reloj. Debajo de éste leemos la siguiente frase:
- Nunca es demasiado tarde
Colinn no puede dejar de reírse mientras intenta salir del asombro.
- ¿Pero esto qué es? ¿El resumen de una filosofía de vida? Díganme ¿Cuál es la finalidad de un cartel así? No puede creer que algún Gobierno de ningún país motive una proclama así en contra de la productividad.
Robert es más optimista y prefiere ver la señal como un aliento a actuar, aunque sea tarde, antes que una invitación a no tomar en consideración el tiempo. Mientras ellos se ríen me acuerdo de que no es la primera vez que me quedo atónita ante una señal en Uganda. De camino a Kampala una inmobiliaria tiene escrita la frase de Nelson Mandela:
- Un hombre no es un hombre hasta que posee una casa
Y en el camino que lleva al albergue se puede leer en el cartel de una guardería:
- No se rían, mañana seré un ministro
Veamos qué otras grandes frases descubro en el tiempo que me queda en el país...
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