Conocí a Mel mientras leía el Daily Monitor ayer, en busca de los artículos de Robert Kalumba, que estaba especialmente irónico. Me había sentado en el único bar con terraza que hay en la rotonda de Kabuzu, muy cerca del albergue, cuando salió a hablarme.
Me preguntó el nombre y dos minutos después me invitó a entrar a su peluquería. “Te vas a asar de calor aquí, my friend”, me dijo. No gracias, “me encanta la sensación del sol de la mañana en la piel”, le respondí, riéndome en los adentros con esa muletilla de amistad improvisada que añaden a cualquier frase a los cinco minutos de haberte conocido.
Me habló un rato y luego me pidió el teléfono.
- “No tengo Mel, no uso aquí”.
La sorpresa habitual y luego un papel con sus tres números.
- Entonces, te doy mis contactos. ¿Me llamarás?
- No.
- Ok
Los ugandeses tienen una habilidad especial para conformarse. Una capacidad que no siempre resulta irritante. Al contrario le remite a uno a la posibilidad de vivir la vida tan solo fluyendo en ella.
Puede que al final, como leía hace unos días, la verdadera libertad se logre solo cuando carecemos de anhelos, de sueños. Cuando vivimos sin esperar nada del mañana, sin planes, sin ni siquiera imaginar un futuro. Algo que, por ahora, me resisto a aprender. Algo que quizás no podamos asimilar quienes nacimos en la cuna del bienestar. Porque solo quien no tiene nada no teme perderlo todo.
Mel vuelve a insistirme que entre a su peluquería. “Hoy yo pero puede que mañana sí, Mel”. Dije mañana como podía haber dicho en una semana. Al final esto es África y el mañana no siempre es el primer amanecer que sigue al día de hoy. Es un tiempo incierto en el largo horizonte del futuro.
Y sin embargo, hoy sábado, terminé yendo a la peluquería de Mel. Hacía días que quería entrar a una pero no había establecido el día. Lo he decidido solo cuando al verme obligada a salir al supermercado he pasado delante de su establecimiento.
Negociamos el precio para un alisado. Saldré en la noche, de manera que el peinado me sirve de excusa para la experiencia de dejarme en manos africanas.
La peluquería de Mel es grande. Mientras me examina el pelo otras cuatro personas están siendo atendidas. Llama a Dennys, que se encargará de mí. Tras contarle lo que quiero, solicita la ayuda de dos chicas. Dennys no usa pinzas, de forma que ellas se encargarán de sujetarme el pelo mientras él va liberando pequeños mechones y los alisa.
¿Aceite? "No, no, nada, solo el pelo liso, gracias". Dejarse peinar siempre me ha parecido relajante. Aquí es además, exótico. Para mí, mzungu en una peluquería de barrio. Y para ellos, que raramente peinan a blancas. Que me tocan el pelo mientras se familiarizan con ese tacto nuevo.
Tomo algunas fotos, lo que hace reír a Mel. “Yo te tomo”, me dice. Disfruta registrando el momento desde diferentes ópticas. Cuando terminan de peinarme, Dennys quiere que le tome también a él. Y a sus dos ayudantes. Y a la peluquería. Y que se las mande por correo. Se ríen. Me río.
De regreso a casa pienso que los mejores momentos no son siempre aquellos que logran vencer el paso del tiempo. Son aquellos que nos hacen reír. Los que se esconden tras la sinceridad de las risas no contenidas. Instantes sencillos. Instantes de felicidad esporádica.
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