Anoche poco después de cenar se fue la luz del albergue. No es algo común en este alojamiento pero sí en África, donde no solo son frecuentes los cortes de luz sino también de agua. Y es que Uganda es un país intenso, en ningun caso un país cómodo. La pobreza raramente es placentera.
Disponer de agua caliente es un lujo reservado muchas veces a los exploradores de tierras ajenas que pueden permitirse cobijarse bajo un techo firme, trasladarse en matatu supone una aventura para quienes viven sin tiempo, la amenaza de la malaria te obliga a dormir envuelto en una mosquitera, sacar dinero puede convertirse en el reto de toda una mañana y compartir televisión con las lagartijas puede no gustarle a todo el mundo.
Lo medito en uno de esos momentos de infinita paciencia en el que permanezco sentada sin movimiento en el minibús que me lleva a Entebbe. La prolongada quietud motiva la conversación con mi vecino, un ugandés de unos 50 años que enseña ingeniería en la universidad Mbarara, la segunda pública en importancia del país.
Inicialmente reservado, como es costumbre de muchos locales, Mutronie me cuenta que vive en una residencia que hay de camino a Entebbe. “Solía venir en coche pero desde que se ha disparado el precio de la gasolina opto por el matatu”, me cuenta. La falta de combustible ocasiona habituales interrupciones de suministro eléctrico en el país. Para afrontar el problema, el Gobierno ha anunciado que en las próximas semanas algunos días habrá cortes de energía entre las 6 de la tarde y las 8 de la mañana.
Nos pasamos el viaje conversando. Mutronie me habla de la universidad, de su casa, de la situación en Uganda, de la pobreza… Hasta que le pregunto por Ruanda y el genocidio. Dos palabras que desde 1994 y durante años, serán imposibles de disociar. Intento acercarme al tema aquí, en este país vecino, donde el episodio no ha asumido la categoría de tabú que ha alcanzado en Ruanda.
“Fue algo completamente irracional y difícil de asumir”, me cuenta. Las matanzas de tutsis, que empezaron inmediatamente después del asesinato del presidente hutu Juvénal Habyarimana el 6 de abril de ese año, provocaron que algunos cuerpos mutilados llegaran hasta Entebbe, me explica Mutronie. “La corriente del río Kagera los arrastró hasta el Lago Victoria”, agrega.
Tenía claro que el genocidio ruandés había sido uno de los episodios más crueles de la historia reciente. Hoy, cuando estoy a punto de terminar el libro del periodista Jean Hatzfeld “Una temporada de machetes”, todavía es más firme esta creencia. También, lo es –sin embargo- mi comprensión de esa atrocidad, que causó la muerte de 800.000 personas en un país de menos de 9 millones de habitantes.
Matar, la nueva tarea encomendada a los hutus tras el derrocamiento de Habyarimana, les supuso unos bienes a los que muchos no podían acceder antes. La televisión y la radio alentaron el genocidio. La posibilidad de saquear las casas de los muertos y obtener mucho más de lo que la tierra les proveía hasta entonces los encendieron todavía más.
Lo cuenta Jean-Baptiste, uno de los asesinos de la comarca de Nyamata, citado en el libro: “Nadie iba ya a la tierra. Para qué íbamos a andar cavando si ahora cosechábamos sin trabajar y comíamos sin tener que cultivar nada”.
Leópord, otro de los entrevistados, es todavía más explícito en sus declaraciones: “Matar dejaba menos molido que trabajar en el campo […] El trabajo del día no era tan largo como el del campo. Volvíamos a las tres de la tarde, para que quedase tiempo para el saqueo”. Y agrega con frivolidad: “Por la noche dormíamos con tranquilidad, sin preocuparnos ya por la sequía”.
Mutronie se baja cerca de Entebbe. Yo sigo hasta alcanzar la ciudad. Por la noche antes de dormirme recuerdo la conversación. Medito sobre lo hablado. E intento asumir que muy cerca de aquí la misma tierra de la que hoy brotan ríos de agua roja cuando llueve, hace unos años lloraba sangre. África, tan altruista, tan atroz.
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