A menudo, paseando por el centro de la ciudad, me topo con un hombre cargando unas piernas de mujer. A primera vista, en medio del caos que caracteriza esa zona de la capital, la imagen confunde. Se necesitan cinco segundos para asimilar que la carga no es humana. Que se trata de una muñeca mutilada.
En el origen de la confusión está lo aproximado de las curvas de ese cuerpo a la realidad femenina. Kampala rebosa de maniquíes. Casi nunca las tiendas los exponen en mostradores. Los cuerpos de mentira, como tantas cosas en Uganda, toman las calles. Se exhiben en el exterior, a lado y lado de las puertas de las tiendas.
En las zonas más comerciales, donde abundan los negocios, cuelgan de las paredes. Cualquier mañana se pueden contar en el centro de la ciudad más de cien en un pequeño tramo de calle. El paisaje que conforman dispuestos todos juntos es un buen resumen de la hiperactividad que gobierna la capital. Un alboroto continúo.
Los maniquíes de las tiendas ugandeses son vistosos a distancia por los colores que exhiben. Pero sobre todo por su tamaño. Porque, lejos de la moda europea, los cuerpos de mentira en África son sinceros con la realidad.
No esconden las curvas femeninas, que constituyen parte de la estética de mujer. Al contrario. Los vestidos que optan a adquisición se muestran aquí en toda su dimensión. Estirados en las caderas por estructuras de hierro que molestarían en Europa a muchos compradores.
A clientas que nunca se identificarían con las curvas de ese cuerpo expuesto al aire libre. Que prefieren verse proyectadas en ideales estéticos de revista. Justo al contrario de lo que sucede en Uganda, donde las curvas –en los maniquíes y en las calles- son parte de la vida africana.
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