Muchos de los exploradores que se adentraron en este continente por primera vez quedaron atrapados por una enfermedad incurable: el mal de África, ese anhelado deseo de regresar a la tierra negra una vez has degustado su aroma.
Speke, Stanley, Burton, Baker y Livingston, algunos de los primeros europeos en pisar ese suelo, sufrieron el mal. Vinieron con la voluntad de hacer historia, de ser los primeros en descubrir un paraje, de dejar sus huellas en esta tierra. Pero sucedió que fue la tierra quien dejó una imprenta en ellos. Quisieron siempre regresar a África.
Acabo de salir de tomar un café con Fredrick Mugira, un periodista de Mbara que ha sido premiado en varias ocasiones por sus trabajos medioambientales, así como por el relato de viajes “Montar en boda boda en Uganda”. Es un chico inquieto, editor de radio. Un entrañable personaje con quien uno teje confianza a los cinco minutos de conocerse. Con menos tabúes que muchos ugandeses.
Charlamos durante más de una hora en el Mocca Caffe que hay debajo de la oficina. Me cuenta los temas en qué está trabajando, propuestas que quiere plantear al periódico Mail & Guardian para el que escribe como freelance. Luego me interroga sobre mi estancia en Uganda y otras experiencias previas.
Cuando terminamos el te Fredrick me acompaña hasta el restaurante de Alice, donde he quedado para cenar con un grupo de gente. Llueve. Ha venido diluviando desde las tres de la tarde. Ahora, cuando se aproxima el atardecer las ráfagas pierden intensidad pero la calle sigue siendo un mar de agua. El tráfico en Kampala está insoportable.
En momentos así es difícil decidir si es mejor tomar un boda o caminar. Recuerdo que el restaurante no estaba lejos, así que optamos por caminar. Llevo unas sandalias rojas que puede que terminen sus días en Uganda. Compradas en Ciudad de Guatemala acumulan tres veranos consecutivos, el de América, el europeo y la eterna primavera de Uganda.
Las calles se han convertido literalmente en un cúmulo de lodo. Intento buscar las aceras, no siempre asfaltadas ni siempre visibles. Cruzamos con Fredrick por medio de los coches y camiones. Es hora punta en Kampala y la capital emerge con un bullicio típico de esas horas.
Camino sin detenerme pero sin dejar de mirar. Hay algo en esta ciudad, en su caos y en su tierra que crea una extraña adicción. A días quisieras no saber nada del centro, de los matatus, de esos ugandeses que no dejan jamás de llamarte mzungu. Te quedarías en el albergue observando simplemente el fascinante verde que rodea la casa.
Otros días, en cambio, abrirías todos los poros de tu piel para que entrara en ellos lo más profundo de la esencia africana. Caminarías todos los rincones de Kampala, te adentrarías en los mercados sin importarte destacar, te arrodillarías a oler los aromas, examinarías –deseando ser invisible- los rostros de todos los ciudadanos. Beberías de la fuerza de su tierra.
Camino sumida en esas contradicciones, consciente de cada charco que piso. Afortunada de poder surcar las calles de Kampala, apenada por el estado en qué terminarán las sandalias. Al llegar al restaurante me despido de Fredrick, me siento en un sofá y me miro los pies. La tierra roja impregna buena parte de ellos.
Me quedo observando el diseño improvisado. Luego me los lavaré en el baño. Pero ahora, durante unos minutos robados a la lógica, permanezco mirándolos. De entre todas las cosas que caracterizan Uganda la tierra es la que más satisface. Algo en las calles y los caminos te hace inmensamente feliz. Puede que el mal de África tenga que ver con esta sensación de total comfort, con una necesidad increible de no dejar de aspirar el aire que te rodea.
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