sábado, 23 de octubre de 2010

Diario de Uganda: Pedazos de tierra

Cuando decidía el país de la zona de los Grandes Lagos al qué viajar me atraía profundamente la idea de poder disfrutar del Lago Victoria. Con un área de casi 70.000 Km2, es el segundo lago de agua dulce más grande del mundo. A pesar de tener prohibido bañarnos en él por albergar parásitos, los extranjeros disfrutamos sobremanera del simple hecho de contemplarlo.

Suelo caminar los sábados y domingos por la mañana hasta la playa Anderitas, uno de los pocos accesos al lago en Entebbe. Camino siempre primero por la orilla, observando los pescadores que salen a la mar y luego me siento a tomar un café. Acompañada por un libro, acostumbro a enfrentar, en ese momento, el dilema de si sumergirme entre las palabras o mirar al horizonte. Hay algo de increíblemente intrigante en la idea que lejos, en el horizonte, este mar de aguas roce la arena de otros dos países.

También hoy me he acercado hasta el lago Victoria. Pero no desde el mismo lugar. He caminado en dirección al Hotel Imperial Botanical Beach y dentro, sin esperarlo ni saberlo de antemano, he encontrado un agradable rincón en el que sentarme. Un pequeño espacio acondicionado como bar al aire libre donde solo me acompañaba el guardia de seguridad.

Las mesas y las sillas estaban pegajosas, repletas de la savia que escupen los árboles. Enfrente, en un edificio de convenciones, se estaba celebrando una reunión. Pero ahí fuera estaba sola. Enfrente, al otro lado de la cerca, pastaban dos vacas. Delante, la majestuosidad del Lago Victoria. Me he sentado y como en Anderitas, me he debatido entre si leer o simplemente mirar enfrente. He terminado dándole un espacio a cada cosa hasta que el calor me ha empujado a abandonar el sitio.

Tras la visita de ayer a la universidad, Ronnie me llevó a Entebbe. Vive en el camino, en el edificio de una misión católica que alberga una de las mejores escuelas del país. Cosas de la religión, que no solo se alía con la espiritualidad sino también con el dinero. Me enseñó algunas aulas -algo mejor que las de la universidad Kyambogo- y luego estuvimos viendo jugar a los jóvenes, muchos de ellos hijos de ministros y de altos cargos de la policía.

El deporte al aire libre en Uganda tiene algo que me seduce sobremanera. Es algo escondido en la mezcla de colores del entorno, el perfil de los bananos en el horizonte, la energía de los jóvenes y el tono del cielo al atardecer. Nos quedamos mirando el juego durante media hora mientras bajaba el sol. No me hubiera ido de allí sino porque llegaba tarde a Entebbe.

De camino todavía nos dio tiempo de parar a orillas del lago Victoria a observar los últimos segundos del atardecer. Ronnie estaba tan alucinado con mi observación del paisaje como yo con el ocaso. Llegando a Entebbe y poco después de tomar el último tramo que lleva al orfanato le dije.

- “Me encanta este pedazo de camino. El perfil de las casas y los árboles en el horizonte”.
- “¡Dios, como amas la naturaleza!”, me contestó Ronnie, incapaz de retener más el comentario después de todo el día. “Deberías pensar en regresar aquí”, agregó.

Mamá suele decirme que es habitual el dejar pedazos de mí en todos los países que visito. Es la mínima herencia de quienes quedamos impregnados de pedazos de vida.

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