Era un día cualquiera. Uno más de los que suceden en este continente, donde el simple hecho de levantarse estampa en el vivir una dosis de felicidad. Experiencia frágil esa de sentirse feliz. O quizás sea al revés y resulte la fragilidad la que esconde la felicidad.
Fugaces. Raramente los momentos de gloria son algo más que instantes cortos. Puede que la vida mesure nuestra habilidad en el arte de saber regalárnoslos. De saber vivir en una suma de instantes felices.
Te escribí un correo. No apareciste pero pediste perdón. Y te perdoné. Porque sé que aquí la vida gira al revés. Menos es más en África. Me pediste una segunda oportunidad. Y te la di. He aprendido solo a reírme cuando fallan a las citas. Esta es mi mejor prueba, un examen de serenidad a diario.
A la segunda apareciste. Te había amenazado con pagar el almuerzo si no llegabas, así que saltaste de tu silla, me mandaste el último correo antes de encontrarme y saltaste a tomar el boda-boda. Amas este medio de transporte. Aunque a veces te haga desear huir de tu país, hay algo en la forma como te golpea el aire, que te hace agradecer el día en que decidiste regresar de Londres.
Me reconoces muy pronto. ¿Angels? Yo misma. Más tarde me contarás que me imaginabas morena y que esperabas que quisiera hablar de política. Me reiré cuando me confieses que no sabías si debías aceptar ese almuerzo y que le pediste consejo a tu editora. No hablamos de política, ni de periodismo, ni siquiera de África. Hablamos de tu y de mí. Me hiciste reír desde el primer momento en que abriste la boca.
Y yo me sentí tan cómoda que no pude sino ir desgranándote momentos de mi pasado. Tu estancia londinense te hizo crecer, aprender a romper tabúes que en Uganda todavía son el día a día de muchos de tus compatriotas. Me cuentas de tu ex, esa que te dio una gran lección. Y yo te escucho divertida. No es para menos la escena.
Pasan los minutos. Son de esos que se han compinchado con los interlocutores para hacer desaparecer la noción real del tiempo. Va creciendo la confianza hasta que te admito aquello que me indigna y me apasiona de tu país. Te ríes. Puedes reírte porque eres de los que has pudiste ver Uganda a través del cristal de la distancia.
Escribes no porque te apasione sino porque un día, por casualidad, mandaste un texto. A un editor le gustó y te propuso escribir para ellos. Luego, cuando todavía estabas en Gran Bretaña, tus palabras llegaron a Uganda. Lo usaste para explicarle a quienes sueñan con pisar tierras lejanas, que Londres no era un paraíso y que el camino hasta arriba está construido de múltiples peldaños. Y que en los primeros jamás asoma el sol.
Te ríes contándolo pero tu risa no es inocente. Me revelas los errores del pasado. Yo te escucho y me río, porque aún cuando la vida es dura, hay que saber reírse. Sí, mientras podamos contarlo. Sí, mientras nos ayude a ser mejores. Te escribí por la claridad de tus pensamientos. Eres esa mente lúcida. Pero también irónico, divertido y amante de la vida como yo misma.
Más tarde me contarás que estás decepcionado. Que ya no crees en las palabras para cambiar el mundo. Que en realidad tus sueños son dos: ser un hombre de negocios y ser pastor. Te miro confundida. Me cuentas que aunque parece contradictorio no lo es. Quieres poder subvencionar proyectos y alentar la espiritualidad.
Te miro escéptica y te resumo, como puedo, los sentimientos que me genera tu confesión. No sé hasta donde es aconsejable y útil ayudar con dinero. Tampoco soy una ferviente seguidora de la fe. Te esfuerzas en contarme tu creencia en Jesús, que rechazo con una sonrisa. Déjalo. Yo te dejo creer en ello pero no te tortures intentando que asuma tus creencias. No lo lograrás.
Miro el reloj. No lo mires, me dices. Lo miro porque sabes que debo irme. Te digo que un día de estos saldremos a tomar una cerveza. No, cada día. Cada día saldremos, me dices. Me río a lo grande. Estás como una cabra, literalmente. Te ríes tú, ahora. Cierras el encuentro con una pregunta. ¿Sinceramente, qué crees de mí?
Creo que eres divertido como pocos aquí, irónico, inteligente y que no puedes dejar de escribir solo para dedicarte a los negocios y a dar sermones. Te ríes. Y me dices que soy increíblemente transparente. Una ráfaga de aire fresco en un país donde escasea.
Cásate conmigo, suelta loco como está. Me río y te digo que no porque eres el reflejo de mi misma. Eres un amante de la vida. Y los amantes n o aprendemos a atarnos a los sitios y a las cosas hasta muy tarde. Nos gusta demasiado degustar destellos de vida. Caminar para relatar. O relatar cada pasa que caminamos. Acumular antes de saciarnos.
Pero un día de estos compartiremos una cerveza, te prometo. No, cada día, insistes de nuevo. Cada día hasta que te vayas. Nooooo. Sonrisas, un beso en la mejilla y un adiós.
¿Y mañana? No hay mañana que pueda robar la esencia del presente.
A Rosario, que me habló del espacio mínimo que separa la casualidad de la causalidad. Que me enseñó a escri-vivir. Por compartir los 'cauces subterráneos' en los que 'transcurre la vida'
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