Las mujeres ugandeses tienen una flexibilidad increíble. Se las puede observar durante el día inclinadas hacia el suelo, con la espalda estirada y el trasero hacia arriba, en un gesto que cualquier europeo no aguantaría más de cinco minutos.
Jóvenes y no tan jóvenes se agachan para múltiples tareas domésticas. Así cocinan, así juegan con los niños. Así barren incluso. Armadas con un puñado de palos secos, unidos por una cinta, con los que empujan la suciedad, las mujeres ugandeses barren.
“Es increíble porque les hemos comprado escobas de las nuestras para que no tengan que agacharse pero no las quieren. No las usan”, me cuenta Robert, norteamericano y por lo tanto, acostumbrado como nosotros a las posturas rectas. La obsesión de cualquier médico.
Tampoco quieren fregonas. Lavan el suelo con trapos húmedos que arrastran consecutivamente moviéndose en eses. Recogen la suciedad, la botan y se vuelven a inclinar hacia el suelo. Ni siquiera se arrodillan. Se inclinan mostrando en lo alto la magnitud de sus traseros, que saben exuberantes.
Cuando al caminar las ves en esa postura, algo te hace sentir dolor ajeno. Cuesta imaginar que sea una pose cómoda para todas las tareas domésticas que enfrenta una mujer. Y sin embargo ellas ahí persisten, en lo que parece un sufrimiento. En lo que parece la metáfora de todo un continente.
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