Estoy resaqueada. Las cervezas Nile y la amanecida me han dejado el cuerpo molido. El baile y los tacones hicieron el resto. Estos aliados de la noche pasan factura siempre, sin escrúpulos, el día después de una juerga.
Y, sin embargo, seguimos manteniendo esas costumbres simplemente porque la vida no sería lo mismo sin esas bachatas de las tres de la mañana. Su ritmo nos proporciona, por igual, la posibilidad de movernos y de acercarnos al otro, en un sutil movimiento que algunos llaman seducción y que puede abrir las puertas del placer o quedarse en horas de diversión.
Ayer no bailamos bachata porque, a pesar de que fuimos a un club latino, era noche de Halloween y al DJ no le valió de nada mi súplica europea. Pero bailamos salsa. Aún cuando sonaba rap, bailamos salsa.
Dejándome llevar me di cuenta de que sigo prefiriendo los hombres buenos a los bellos. Me seduce la honestidad y la alegría. Hace poco leí que las mujeres tenemos el clítoris en los oídos. Somos menos visuales que los hombres. Nos enamoramos con las palabras. El baile suele ser un buen complemento.
Cuando regresé a casa, era tarde. Algunos negocios informales estaban apostados ya en la calle. Los miré montada en el boda-boda al que ordené no correr. En las seis semanas que llevo en Kampala he aprendido que una advertencia seria puede salvarte de morir aplastada entre dos camiones. Los conductores respetan una voz firme cuando la mirada es seria.
Seguí el mismo trayecto que recorro cada domingo al regresar de Entebbe. Y como cada fin de semana me encontré, en la primera cuesta después de dejar el centro de la ciudad, con esos dos personajes que me sedujeron desde la primera vez que los vi.
Se sientan en la calle, uno al lado del otro, a pocos metros de la puerta, con sus máquinas de coser. Y cosen. Inexorables. Mirando solo a través de las agujas que perforan. Ajenos a otra vida que no sea la que sucede entre tela y tela.
Visibles allí, en la calle, sacan a relucir una tarea que en Europa hacemos encerrados detrás de los muros. Dejando constancia, una vez más, de que en África la vida sucede, siempre, al aire libre.
domingo, 31 de octubre de 2010
sábado, 30 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Un alisado, por favor
Conocí a Mel mientras leía el Daily Monitor ayer, en busca de los artículos de Robert Kalumba, que estaba especialmente irónico. Me había sentado en el único bar con terraza que hay en la rotonda de Kabuzu, muy cerca del albergue, cuando salió a hablarme.
Me preguntó el nombre y dos minutos después me invitó a entrar a su peluquería. “Te vas a asar de calor aquí, my friend”, me dijo. No gracias, “me encanta la sensación del sol de la mañana en la piel”, le respondí, riéndome en los adentros con esa muletilla de amistad improvisada que añaden a cualquier frase a los cinco minutos de haberte conocido.
Me habló un rato y luego me pidió el teléfono.
- “No tengo Mel, no uso aquí”.
La sorpresa habitual y luego un papel con sus tres números.
- Entonces, te doy mis contactos. ¿Me llamarás?
- No.
- Ok
Los ugandeses tienen una habilidad especial para conformarse. Una capacidad que no siempre resulta irritante. Al contrario le remite a uno a la posibilidad de vivir la vida tan solo fluyendo en ella.
Puede que al final, como leía hace unos días, la verdadera libertad se logre solo cuando carecemos de anhelos, de sueños. Cuando vivimos sin esperar nada del mañana, sin planes, sin ni siquiera imaginar un futuro. Algo que, por ahora, me resisto a aprender. Algo que quizás no podamos asimilar quienes nacimos en la cuna del bienestar. Porque solo quien no tiene nada no teme perderlo todo.
Mel vuelve a insistirme que entre a su peluquería. “Hoy yo pero puede que mañana sí, Mel”. Dije mañana como podía haber dicho en una semana. Al final esto es África y el mañana no siempre es el primer amanecer que sigue al día de hoy. Es un tiempo incierto en el largo horizonte del futuro.
Y sin embargo, hoy sábado, terminé yendo a la peluquería de Mel. Hacía días que quería entrar a una pero no había establecido el día. Lo he decidido solo cuando al verme obligada a salir al supermercado he pasado delante de su establecimiento.
Negociamos el precio para un alisado. Saldré en la noche, de manera que el peinado me sirve de excusa para la experiencia de dejarme en manos africanas.
La peluquería de Mel es grande. Mientras me examina el pelo otras cuatro personas están siendo atendidas. Llama a Dennys, que se encargará de mí. Tras contarle lo que quiero, solicita la ayuda de dos chicas. Dennys no usa pinzas, de forma que ellas se encargarán de sujetarme el pelo mientras él va liberando pequeños mechones y los alisa.
¿Aceite? "No, no, nada, solo el pelo liso, gracias". Dejarse peinar siempre me ha parecido relajante. Aquí es además, exótico. Para mí, mzungu en una peluquería de barrio. Y para ellos, que raramente peinan a blancas. Que me tocan el pelo mientras se familiarizan con ese tacto nuevo.
Tomo algunas fotos, lo que hace reír a Mel. “Yo te tomo”, me dice. Disfruta registrando el momento desde diferentes ópticas. Cuando terminan de peinarme, Dennys quiere que le tome también a él. Y a sus dos ayudantes. Y a la peluquería. Y que se las mande por correo. Se ríen. Me río.
De regreso a casa pienso que los mejores momentos no son siempre aquellos que logran vencer el paso del tiempo. Son aquellos que nos hacen reír. Los que se esconden tras la sinceridad de las risas no contenidas. Instantes sencillos. Instantes de felicidad esporádica.
Me preguntó el nombre y dos minutos después me invitó a entrar a su peluquería. “Te vas a asar de calor aquí, my friend”, me dijo. No gracias, “me encanta la sensación del sol de la mañana en la piel”, le respondí, riéndome en los adentros con esa muletilla de amistad improvisada que añaden a cualquier frase a los cinco minutos de haberte conocido.
Me habló un rato y luego me pidió el teléfono.
- “No tengo Mel, no uso aquí”.
La sorpresa habitual y luego un papel con sus tres números.
- Entonces, te doy mis contactos. ¿Me llamarás?
- No.
- Ok
Los ugandeses tienen una habilidad especial para conformarse. Una capacidad que no siempre resulta irritante. Al contrario le remite a uno a la posibilidad de vivir la vida tan solo fluyendo en ella.
Puede que al final, como leía hace unos días, la verdadera libertad se logre solo cuando carecemos de anhelos, de sueños. Cuando vivimos sin esperar nada del mañana, sin planes, sin ni siquiera imaginar un futuro. Algo que, por ahora, me resisto a aprender. Algo que quizás no podamos asimilar quienes nacimos en la cuna del bienestar. Porque solo quien no tiene nada no teme perderlo todo.
Mel vuelve a insistirme que entre a su peluquería. “Hoy yo pero puede que mañana sí, Mel”. Dije mañana como podía haber dicho en una semana. Al final esto es África y el mañana no siempre es el primer amanecer que sigue al día de hoy. Es un tiempo incierto en el largo horizonte del futuro.
Y sin embargo, hoy sábado, terminé yendo a la peluquería de Mel. Hacía días que quería entrar a una pero no había establecido el día. Lo he decidido solo cuando al verme obligada a salir al supermercado he pasado delante de su establecimiento.
Negociamos el precio para un alisado. Saldré en la noche, de manera que el peinado me sirve de excusa para la experiencia de dejarme en manos africanas.
La peluquería de Mel es grande. Mientras me examina el pelo otras cuatro personas están siendo atendidas. Llama a Dennys, que se encargará de mí. Tras contarle lo que quiero, solicita la ayuda de dos chicas. Dennys no usa pinzas, de forma que ellas se encargarán de sujetarme el pelo mientras él va liberando pequeños mechones y los alisa.
¿Aceite? "No, no, nada, solo el pelo liso, gracias". Dejarse peinar siempre me ha parecido relajante. Aquí es además, exótico. Para mí, mzungu en una peluquería de barrio. Y para ellos, que raramente peinan a blancas. Que me tocan el pelo mientras se familiarizan con ese tacto nuevo.
Tomo algunas fotos, lo que hace reír a Mel. “Yo te tomo”, me dice. Disfruta registrando el momento desde diferentes ópticas. Cuando terminan de peinarme, Dennys quiere que le tome también a él. Y a sus dos ayudantes. Y a la peluquería. Y que se las mande por correo. Se ríen. Me río.
De regreso a casa pienso que los mejores momentos no son siempre aquellos que logran vencer el paso del tiempo. Son aquellos que nos hacen reír. Los que se esconden tras la sinceridad de las risas no contenidas. Instantes sencillos. Instantes de felicidad esporádica.
viernes, 29 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Curvas de mentira
A menudo, paseando por el centro de la ciudad, me topo con un hombre cargando unas piernas de mujer. A primera vista, en medio del caos que caracteriza esa zona de la capital, la imagen confunde. Se necesitan cinco segundos para asimilar que la carga no es humana. Que se trata de una muñeca mutilada.
En el origen de la confusión está lo aproximado de las curvas de ese cuerpo a la realidad femenina. Kampala rebosa de maniquíes. Casi nunca las tiendas los exponen en mostradores. Los cuerpos de mentira, como tantas cosas en Uganda, toman las calles. Se exhiben en el exterior, a lado y lado de las puertas de las tiendas.
En las zonas más comerciales, donde abundan los negocios, cuelgan de las paredes. Cualquier mañana se pueden contar en el centro de la ciudad más de cien en un pequeño tramo de calle. El paisaje que conforman dispuestos todos juntos es un buen resumen de la hiperactividad que gobierna la capital. Un alboroto continúo.
Los maniquíes de las tiendas ugandeses son vistosos a distancia por los colores que exhiben. Pero sobre todo por su tamaño. Porque, lejos de la moda europea, los cuerpos de mentira en África son sinceros con la realidad.
No esconden las curvas femeninas, que constituyen parte de la estética de mujer. Al contrario. Los vestidos que optan a adquisición se muestran aquí en toda su dimensión. Estirados en las caderas por estructuras de hierro que molestarían en Europa a muchos compradores.
A clientas que nunca se identificarían con las curvas de ese cuerpo expuesto al aire libre. Que prefieren verse proyectadas en ideales estéticos de revista. Justo al contrario de lo que sucede en Uganda, donde las curvas –en los maniquíes y en las calles- son parte de la vida africana.
En el origen de la confusión está lo aproximado de las curvas de ese cuerpo a la realidad femenina. Kampala rebosa de maniquíes. Casi nunca las tiendas los exponen en mostradores. Los cuerpos de mentira, como tantas cosas en Uganda, toman las calles. Se exhiben en el exterior, a lado y lado de las puertas de las tiendas.
En las zonas más comerciales, donde abundan los negocios, cuelgan de las paredes. Cualquier mañana se pueden contar en el centro de la ciudad más de cien en un pequeño tramo de calle. El paisaje que conforman dispuestos todos juntos es un buen resumen de la hiperactividad que gobierna la capital. Un alboroto continúo.
Los maniquíes de las tiendas ugandeses son vistosos a distancia por los colores que exhiben. Pero sobre todo por su tamaño. Porque, lejos de la moda europea, los cuerpos de mentira en África son sinceros con la realidad.
No esconden las curvas femeninas, que constituyen parte de la estética de mujer. Al contrario. Los vestidos que optan a adquisición se muestran aquí en toda su dimensión. Estirados en las caderas por estructuras de hierro que molestarían en Europa a muchos compradores.
A clientas que nunca se identificarían con las curvas de ese cuerpo expuesto al aire libre. Que prefieren verse proyectadas en ideales estéticos de revista. Justo al contrario de lo que sucede en Uganda, donde las curvas –en los maniquíes y en las calles- son parte de la vida africana.
jueves, 28 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Encuentros causales
Era un día cualquiera. Uno más de los que suceden en este continente, donde el simple hecho de levantarse estampa en el vivir una dosis de felicidad. Experiencia frágil esa de sentirse feliz. O quizás sea al revés y resulte la fragilidad la que esconde la felicidad.
Fugaces. Raramente los momentos de gloria son algo más que instantes cortos. Puede que la vida mesure nuestra habilidad en el arte de saber regalárnoslos. De saber vivir en una suma de instantes felices.
Te escribí un correo. No apareciste pero pediste perdón. Y te perdoné. Porque sé que aquí la vida gira al revés. Menos es más en África. Me pediste una segunda oportunidad. Y te la di. He aprendido solo a reírme cuando fallan a las citas. Esta es mi mejor prueba, un examen de serenidad a diario.
A la segunda apareciste. Te había amenazado con pagar el almuerzo si no llegabas, así que saltaste de tu silla, me mandaste el último correo antes de encontrarme y saltaste a tomar el boda-boda. Amas este medio de transporte. Aunque a veces te haga desear huir de tu país, hay algo en la forma como te golpea el aire, que te hace agradecer el día en que decidiste regresar de Londres.
Me reconoces muy pronto. ¿Angels? Yo misma. Más tarde me contarás que me imaginabas morena y que esperabas que quisiera hablar de política. Me reiré cuando me confieses que no sabías si debías aceptar ese almuerzo y que le pediste consejo a tu editora. No hablamos de política, ni de periodismo, ni siquiera de África. Hablamos de tu y de mí. Me hiciste reír desde el primer momento en que abriste la boca.
Y yo me sentí tan cómoda que no pude sino ir desgranándote momentos de mi pasado. Tu estancia londinense te hizo crecer, aprender a romper tabúes que en Uganda todavía son el día a día de muchos de tus compatriotas. Me cuentas de tu ex, esa que te dio una gran lección. Y yo te escucho divertida. No es para menos la escena.
Pasan los minutos. Son de esos que se han compinchado con los interlocutores para hacer desaparecer la noción real del tiempo. Va creciendo la confianza hasta que te admito aquello que me indigna y me apasiona de tu país. Te ríes. Puedes reírte porque eres de los que has pudiste ver Uganda a través del cristal de la distancia.
Escribes no porque te apasione sino porque un día, por casualidad, mandaste un texto. A un editor le gustó y te propuso escribir para ellos. Luego, cuando todavía estabas en Gran Bretaña, tus palabras llegaron a Uganda. Lo usaste para explicarle a quienes sueñan con pisar tierras lejanas, que Londres no era un paraíso y que el camino hasta arriba está construido de múltiples peldaños. Y que en los primeros jamás asoma el sol.
Te ríes contándolo pero tu risa no es inocente. Me revelas los errores del pasado. Yo te escucho y me río, porque aún cuando la vida es dura, hay que saber reírse. Sí, mientras podamos contarlo. Sí, mientras nos ayude a ser mejores. Te escribí por la claridad de tus pensamientos. Eres esa mente lúcida. Pero también irónico, divertido y amante de la vida como yo misma.
Más tarde me contarás que estás decepcionado. Que ya no crees en las palabras para cambiar el mundo. Que en realidad tus sueños son dos: ser un hombre de negocios y ser pastor. Te miro confundida. Me cuentas que aunque parece contradictorio no lo es. Quieres poder subvencionar proyectos y alentar la espiritualidad.
Te miro escéptica y te resumo, como puedo, los sentimientos que me genera tu confesión. No sé hasta donde es aconsejable y útil ayudar con dinero. Tampoco soy una ferviente seguidora de la fe. Te esfuerzas en contarme tu creencia en Jesús, que rechazo con una sonrisa. Déjalo. Yo te dejo creer en ello pero no te tortures intentando que asuma tus creencias. No lo lograrás.
Miro el reloj. No lo mires, me dices. Lo miro porque sabes que debo irme. Te digo que un día de estos saldremos a tomar una cerveza. No, cada día. Cada día saldremos, me dices. Me río a lo grande. Estás como una cabra, literalmente. Te ríes tú, ahora. Cierras el encuentro con una pregunta. ¿Sinceramente, qué crees de mí?
Creo que eres divertido como pocos aquí, irónico, inteligente y que no puedes dejar de escribir solo para dedicarte a los negocios y a dar sermones. Te ríes. Y me dices que soy increíblemente transparente. Una ráfaga de aire fresco en un país donde escasea.
Cásate conmigo, suelta loco como está. Me río y te digo que no porque eres el reflejo de mi misma. Eres un amante de la vida. Y los amantes n o aprendemos a atarnos a los sitios y a las cosas hasta muy tarde. Nos gusta demasiado degustar destellos de vida. Caminar para relatar. O relatar cada pasa que caminamos. Acumular antes de saciarnos.
Pero un día de estos compartiremos una cerveza, te prometo. No, cada día, insistes de nuevo. Cada día hasta que te vayas. Nooooo. Sonrisas, un beso en la mejilla y un adiós.
¿Y mañana? No hay mañana que pueda robar la esencia del presente.
A Rosario, que me habló del espacio mínimo que separa la casualidad de la causalidad. Que me enseñó a escri-vivir. Por compartir los 'cauces subterráneos' en los que 'transcurre la vida'
Fugaces. Raramente los momentos de gloria son algo más que instantes cortos. Puede que la vida mesure nuestra habilidad en el arte de saber regalárnoslos. De saber vivir en una suma de instantes felices.
Te escribí un correo. No apareciste pero pediste perdón. Y te perdoné. Porque sé que aquí la vida gira al revés. Menos es más en África. Me pediste una segunda oportunidad. Y te la di. He aprendido solo a reírme cuando fallan a las citas. Esta es mi mejor prueba, un examen de serenidad a diario.
A la segunda apareciste. Te había amenazado con pagar el almuerzo si no llegabas, así que saltaste de tu silla, me mandaste el último correo antes de encontrarme y saltaste a tomar el boda-boda. Amas este medio de transporte. Aunque a veces te haga desear huir de tu país, hay algo en la forma como te golpea el aire, que te hace agradecer el día en que decidiste regresar de Londres.
Me reconoces muy pronto. ¿Angels? Yo misma. Más tarde me contarás que me imaginabas morena y que esperabas que quisiera hablar de política. Me reiré cuando me confieses que no sabías si debías aceptar ese almuerzo y que le pediste consejo a tu editora. No hablamos de política, ni de periodismo, ni siquiera de África. Hablamos de tu y de mí. Me hiciste reír desde el primer momento en que abriste la boca.
Y yo me sentí tan cómoda que no pude sino ir desgranándote momentos de mi pasado. Tu estancia londinense te hizo crecer, aprender a romper tabúes que en Uganda todavía son el día a día de muchos de tus compatriotas. Me cuentas de tu ex, esa que te dio una gran lección. Y yo te escucho divertida. No es para menos la escena.
Pasan los minutos. Son de esos que se han compinchado con los interlocutores para hacer desaparecer la noción real del tiempo. Va creciendo la confianza hasta que te admito aquello que me indigna y me apasiona de tu país. Te ríes. Puedes reírte porque eres de los que has pudiste ver Uganda a través del cristal de la distancia.
Escribes no porque te apasione sino porque un día, por casualidad, mandaste un texto. A un editor le gustó y te propuso escribir para ellos. Luego, cuando todavía estabas en Gran Bretaña, tus palabras llegaron a Uganda. Lo usaste para explicarle a quienes sueñan con pisar tierras lejanas, que Londres no era un paraíso y que el camino hasta arriba está construido de múltiples peldaños. Y que en los primeros jamás asoma el sol.
Te ríes contándolo pero tu risa no es inocente. Me revelas los errores del pasado. Yo te escucho y me río, porque aún cuando la vida es dura, hay que saber reírse. Sí, mientras podamos contarlo. Sí, mientras nos ayude a ser mejores. Te escribí por la claridad de tus pensamientos. Eres esa mente lúcida. Pero también irónico, divertido y amante de la vida como yo misma.
Más tarde me contarás que estás decepcionado. Que ya no crees en las palabras para cambiar el mundo. Que en realidad tus sueños son dos: ser un hombre de negocios y ser pastor. Te miro confundida. Me cuentas que aunque parece contradictorio no lo es. Quieres poder subvencionar proyectos y alentar la espiritualidad.
Te miro escéptica y te resumo, como puedo, los sentimientos que me genera tu confesión. No sé hasta donde es aconsejable y útil ayudar con dinero. Tampoco soy una ferviente seguidora de la fe. Te esfuerzas en contarme tu creencia en Jesús, que rechazo con una sonrisa. Déjalo. Yo te dejo creer en ello pero no te tortures intentando que asuma tus creencias. No lo lograrás.
Miro el reloj. No lo mires, me dices. Lo miro porque sabes que debo irme. Te digo que un día de estos saldremos a tomar una cerveza. No, cada día. Cada día saldremos, me dices. Me río a lo grande. Estás como una cabra, literalmente. Te ríes tú, ahora. Cierras el encuentro con una pregunta. ¿Sinceramente, qué crees de mí?
Creo que eres divertido como pocos aquí, irónico, inteligente y que no puedes dejar de escribir solo para dedicarte a los negocios y a dar sermones. Te ríes. Y me dices que soy increíblemente transparente. Una ráfaga de aire fresco en un país donde escasea.
Cásate conmigo, suelta loco como está. Me río y te digo que no porque eres el reflejo de mi misma. Eres un amante de la vida. Y los amantes n o aprendemos a atarnos a los sitios y a las cosas hasta muy tarde. Nos gusta demasiado degustar destellos de vida. Caminar para relatar. O relatar cada pasa que caminamos. Acumular antes de saciarnos.
Pero un día de estos compartiremos una cerveza, te prometo. No, cada día, insistes de nuevo. Cada día hasta que te vayas. Nooooo. Sonrisas, un beso en la mejilla y un adiós.
¿Y mañana? No hay mañana que pueda robar la esencia del presente.
A Rosario, que me habló del espacio mínimo que separa la casualidad de la causalidad. Que me enseñó a escri-vivir. Por compartir los 'cauces subterráneos' en los que 'transcurre la vida'
miércoles, 27 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Un hasta pronto literario
He compartido un tercio de este viaje con Javier Reverte y su “Sueño de África”, uno de estos libros con los que uno se alía en un avión y quisiera no abandonar nunca jamás. De alguna forma no los abandonamos. Porque, como las personas excepcionales, tienen el privilegio de entrar a formar parte de nosotros sin retorno posible al anonimato.
Son los libros que marcan nuestra vida. Escrito con una majestuosidad increíble, repleto de perfectas descripciones y análisis históricos, capaz de transmitir toda la magia de este continente, “Sueño de África” ha sido probablemente el mejor compañero de viaje en esta aventura.
Kapuscinski solía defender el derecho y la necesidad de viajar solo. Sabía que al obligarnos a estar pendientes del otro perdemos, a menudo, la capacidad de observar el entorno. La posibilidad de aspirar tierra en lugar de escuchar personas.
A menudo al pisar esta tierra siento un anhelo profundo de que seres cercanos pudieran sentir lo mismo. Sé, sin embargo, que al hacerlo perdería el nexo que me une a la experiencia. Sentir el viaje en soledad no es un lujo aquí. Es una necesidad que quizás solo podamos compartir con las palabras.
Escribo sobre palabras mientras abandono palabras. Mientras dejo atrás la última página de ese “Sueño de África” que ha sido compañero fiel. No es un adiós. Es un hasta pronto literario que ha calado en lo más hondo del trayecto. Y que quedará en la memoria con párrafos como estos:
“Ya no se puede viajar para explorar. Se viaja ahora, en todo caso, para perseguir una idea que alentaste, o para sentirte a ti mismo pisando el lugar que has soñado ver. Pero el viaje puede seguir siendo aventura porque aventura es el recorrido de los sueños. Y el sueño es la naturaleza que conforma el corazón del hombre. Su destino es cumplirlos”.
Creo, como Javier Reverte, que hay que viajar para “ver y sentir sobre lo que hemos leído, sobre lo que nos han contado” pero sobre todo porque “el ojo del hombre debe ver las cosas por sí mismo, respirar con sus propias narices los aromas de las plantas, de los animales y de los otros hombres […]. Pisar, con sus propios pies las tierras más lejanas".
A mis padres, que se han convertido en los seguidores más fieles de esta experiencia. Por la libertad con la que me permitieron crecer y el apoyo incondicional en todos los tramos del camino.
Son los libros que marcan nuestra vida. Escrito con una majestuosidad increíble, repleto de perfectas descripciones y análisis históricos, capaz de transmitir toda la magia de este continente, “Sueño de África” ha sido probablemente el mejor compañero de viaje en esta aventura.
Kapuscinski solía defender el derecho y la necesidad de viajar solo. Sabía que al obligarnos a estar pendientes del otro perdemos, a menudo, la capacidad de observar el entorno. La posibilidad de aspirar tierra en lugar de escuchar personas.
A menudo al pisar esta tierra siento un anhelo profundo de que seres cercanos pudieran sentir lo mismo. Sé, sin embargo, que al hacerlo perdería el nexo que me une a la experiencia. Sentir el viaje en soledad no es un lujo aquí. Es una necesidad que quizás solo podamos compartir con las palabras.
Escribo sobre palabras mientras abandono palabras. Mientras dejo atrás la última página de ese “Sueño de África” que ha sido compañero fiel. No es un adiós. Es un hasta pronto literario que ha calado en lo más hondo del trayecto. Y que quedará en la memoria con párrafos como estos:
“Ya no se puede viajar para explorar. Se viaja ahora, en todo caso, para perseguir una idea que alentaste, o para sentirte a ti mismo pisando el lugar que has soñado ver. Pero el viaje puede seguir siendo aventura porque aventura es el recorrido de los sueños. Y el sueño es la naturaleza que conforma el corazón del hombre. Su destino es cumplirlos”.
Creo, como Javier Reverte, que hay que viajar para “ver y sentir sobre lo que hemos leído, sobre lo que nos han contado” pero sobre todo porque “el ojo del hombre debe ver las cosas por sí mismo, respirar con sus propias narices los aromas de las plantas, de los animales y de los otros hombres […]. Pisar, con sus propios pies las tierras más lejanas".
A mis padres, que se han convertido en los seguidores más fieles de esta experiencia. Por la libertad con la que me permitieron crecer y el apoyo incondicional en todos los tramos del camino.
martes, 26 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Tintes políticos
Kampala vive hoy la resaca de la nominación de los candidatos que optarán a la presidencia el próximo año. El acto, con el que se oficializaba el principio de la campaña electoral, se realizó ayer en las afueras de Kampala. Era el inicio de una carrera que algunos prevén que tendrá un final violento y que muchos consideran que no cambiará el panorama político de Uganda, marcado por 25 años de presidencia de Yoweri Museveni.
Observo el acto de nominación en la televisión de la oficina, alrededor de la cual se juntan algunos de mis compañeros. Las cámaras enfocan la llegada de los candidatos mientras los comentaristas analizan los rostros y las vestimentas de quienes recorrerán el país en las próximas semanas en busca de votos. Repartiendo promesas que los más inocentes asumirán como hechos. Al finalizar el día seis candidatos serán nombrados por la Comisión Electoral.
En Europa la desidia política ha calado tan profundamente en los ciudadanos que el vencedor de muchos comicios parece recaer en la abstención. En África, donde todo se vive de forma extrema, la nominación de los candidatos presidenciales llena las calles de fanáticos.
“Hoy no es recomendable salir a caminar”, me dice un amigo comentarista, poco antes de que salga a comer. Sabe que aprovecho los mediodías para explorar pedazos de capital. Adoro esas caminatas en las que me dejo acariciar por la ferocidad del sol africano. “No salgas, hoy las calles están repletas de gente”, me advierte de nuevo.
Me río. Que te adviertan en Uganda de las acumulaciones de gente no deja de sonar a chiste. Salgo a la calle, donde la política efectivamente se ha infiltrado en la vida diaria. Muchos ugandeses visten hoy una camiseta amarilla con el rostro de Museveni mientras en Kampala Road los partidarios de la oposición reparten folletos al ritmo de la música que sale de una camioneta atrofiada.
El amarillo con el que se identifica el NRM, el partido presidencial, no solo está presente en las camisetas. Impregna las calles, que hoy han amanecido repletas de carteles con la cara de Museveni. En las esquinas, hombres y mujeres distribuyen propaganda política. En los caminos lo hacen equipos de skaters formados por 4 o 5 personas. No le temen a la lluvia, ni a los baches. En ocasiones se agarran detrás de los matatus para ir más rápido.
Los miro con el habitual asombro con el que me he acostumbrado a leer este país. Tan brutal y tan seductor a la vez. Tan contradictorio. Medito en ello mientras pienso que probablemente Museveni sea el único candidato capaz de financiarse publicidad sobre ruedas. Su gobierno, que muchos occidentales consideran una dictadura, tiene en Uganda infinidad de seguidores.
Puede que, a pesar de la longevidad de su gobierno, de verdad haya contribuido a mejorar la vida de sus ciudadanos, como piensan algunos. Puede que ello no justifique el derecho a auto-elegirse por el que otros centenares de ugandeses le señalan.
Puede que los que no formamos parte de este mundo no logremos entender nada. Puede que no tengamos ni siquiera el derecho a interpretarlo. Porque al final somos tan solo turistas en esta tierra. Simples pasajeros que nunca conocimos la pobreza ni la injusticia. Meros observadores.
Observo el acto de nominación en la televisión de la oficina, alrededor de la cual se juntan algunos de mis compañeros. Las cámaras enfocan la llegada de los candidatos mientras los comentaristas analizan los rostros y las vestimentas de quienes recorrerán el país en las próximas semanas en busca de votos. Repartiendo promesas que los más inocentes asumirán como hechos. Al finalizar el día seis candidatos serán nombrados por la Comisión Electoral.
En Europa la desidia política ha calado tan profundamente en los ciudadanos que el vencedor de muchos comicios parece recaer en la abstención. En África, donde todo se vive de forma extrema, la nominación de los candidatos presidenciales llena las calles de fanáticos.
“Hoy no es recomendable salir a caminar”, me dice un amigo comentarista, poco antes de que salga a comer. Sabe que aprovecho los mediodías para explorar pedazos de capital. Adoro esas caminatas en las que me dejo acariciar por la ferocidad del sol africano. “No salgas, hoy las calles están repletas de gente”, me advierte de nuevo.
Me río. Que te adviertan en Uganda de las acumulaciones de gente no deja de sonar a chiste. Salgo a la calle, donde la política efectivamente se ha infiltrado en la vida diaria. Muchos ugandeses visten hoy una camiseta amarilla con el rostro de Museveni mientras en Kampala Road los partidarios de la oposición reparten folletos al ritmo de la música que sale de una camioneta atrofiada.
El amarillo con el que se identifica el NRM, el partido presidencial, no solo está presente en las camisetas. Impregna las calles, que hoy han amanecido repletas de carteles con la cara de Museveni. En las esquinas, hombres y mujeres distribuyen propaganda política. En los caminos lo hacen equipos de skaters formados por 4 o 5 personas. No le temen a la lluvia, ni a los baches. En ocasiones se agarran detrás de los matatus para ir más rápido.
Los miro con el habitual asombro con el que me he acostumbrado a leer este país. Tan brutal y tan seductor a la vez. Tan contradictorio. Medito en ello mientras pienso que probablemente Museveni sea el único candidato capaz de financiarse publicidad sobre ruedas. Su gobierno, que muchos occidentales consideran una dictadura, tiene en Uganda infinidad de seguidores.
Puede que, a pesar de la longevidad de su gobierno, de verdad haya contribuido a mejorar la vida de sus ciudadanos, como piensan algunos. Puede que ello no justifique el derecho a auto-elegirse por el que otros centenares de ugandeses le señalan.
Puede que los que no formamos parte de este mundo no logremos entender nada. Puede que no tengamos ni siquiera el derecho a interpretarlo. Porque al final somos tan solo turistas en esta tierra. Simples pasajeros que nunca conocimos la pobreza ni la injusticia. Meros observadores.
lunes, 25 de octubre de 2010
Diario de Uganda: El goce de la música africana
De todos los países que he visitado Uganda es el que cumple más a rajatabla el prejuicio de los tópicos. Los vivos colores de los vestidos, el transporte de mercancías sobre la cabeza, el perfil de los bananos en el horizonte, la carne expuesta al aire libre en improvisados mostradores, la belleza femenina…todo cumple en Uganda la imagen previa que nos hemos hecho del continente.
También la música, el elemento sin el cual no se puede entender esta tierra. Los tambores, con los que se asocia África, acostumbraban a servir para reunir a los habitantes de las comunidades. Hoy forman parte en Uganda, no solo de la bandera, sino de la esencia callejera.
En las noches, cuando la ciudad muere, algunos rincones se llenan de ritmos. Empieza la otra vida. La nocturna. En Kampala el Teatro Nacional acoge cada lunes Jam Sessions, las míticas actuaciones en las que puede participar todo aquel que quiera. Son maratones de improvisación en las que se alternan diferentes estilos. Sesiones donde uno puede gozar, en directo, de las increíbles voces de los africanos.
Acabo de llegar de presenciar una de estas sesiones. Ha sido, como tantas cosas en Uganda, tal y como uno podrían imaginarlo antes de pisar esta tierra. Mezcla de ritmos, de voces, improvisadas apariciones de cantantes, remixes de temas conocidos, fusión de estilos, de continentes. Una experiencia de casi tres horas que solo tiene hora de inicio. Nunca hora de clausura.
Mientras estoy allí sentada, dejándome llevar por la fuerza del momento, me acuerdo que hace exactamente un año estaba en Nueva York. También era octubre, quizás un par de semanas antes de las actuales fechas. Hacía frío, llovía mucho pero el clima no nos impidió acercarnos una noche a Harlem. Allí, tan lejos de esta tierra, en un país que apadrinó los ritmos africanos, gozamos también de una Jam Session.
Hay quienes creen que los que viajamos a países en desarrollo afrontamos mayores riesgos que el resto de la población. El temor de la muerte parece que nos sea más próximo a los viajeros. Puede que tengan razón. O puede que sea el simple miedo a lo desconocido.
A quienes me plantean el tema les digo que si algún día la experiencia del viajar me conlleva la muerte, moriré feliz, satisfecha de haber hecho, hasta el momento, gran parte de lo que anhelé. Cada experiencia, cada viaje y cada destino me han aportado infinitas sensaciones. Incluidos los duros, que me hicieron más resistente, no cambiaría ninguno de ellos. Si muero, improvisen un baile.
También la música, el elemento sin el cual no se puede entender esta tierra. Los tambores, con los que se asocia África, acostumbraban a servir para reunir a los habitantes de las comunidades. Hoy forman parte en Uganda, no solo de la bandera, sino de la esencia callejera.
En las noches, cuando la ciudad muere, algunos rincones se llenan de ritmos. Empieza la otra vida. La nocturna. En Kampala el Teatro Nacional acoge cada lunes Jam Sessions, las míticas actuaciones en las que puede participar todo aquel que quiera. Son maratones de improvisación en las que se alternan diferentes estilos. Sesiones donde uno puede gozar, en directo, de las increíbles voces de los africanos.
Acabo de llegar de presenciar una de estas sesiones. Ha sido, como tantas cosas en Uganda, tal y como uno podrían imaginarlo antes de pisar esta tierra. Mezcla de ritmos, de voces, improvisadas apariciones de cantantes, remixes de temas conocidos, fusión de estilos, de continentes. Una experiencia de casi tres horas que solo tiene hora de inicio. Nunca hora de clausura.
Mientras estoy allí sentada, dejándome llevar por la fuerza del momento, me acuerdo que hace exactamente un año estaba en Nueva York. También era octubre, quizás un par de semanas antes de las actuales fechas. Hacía frío, llovía mucho pero el clima no nos impidió acercarnos una noche a Harlem. Allí, tan lejos de esta tierra, en un país que apadrinó los ritmos africanos, gozamos también de una Jam Session.
Hay quienes creen que los que viajamos a países en desarrollo afrontamos mayores riesgos que el resto de la población. El temor de la muerte parece que nos sea más próximo a los viajeros. Puede que tengan razón. O puede que sea el simple miedo a lo desconocido.
A quienes me plantean el tema les digo que si algún día la experiencia del viajar me conlleva la muerte, moriré feliz, satisfecha de haber hecho, hasta el momento, gran parte de lo que anhelé. Cada experiencia, cada viaje y cada destino me han aportado infinitas sensaciones. Incluidos los duros, que me hicieron más resistente, no cambiaría ninguno de ellos. Si muero, improvisen un baile.
domingo, 24 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Flexibilidad extrema
Las mujeres ugandeses tienen una flexibilidad increíble. Se las puede observar durante el día inclinadas hacia el suelo, con la espalda estirada y el trasero hacia arriba, en un gesto que cualquier europeo no aguantaría más de cinco minutos.
Jóvenes y no tan jóvenes se agachan para múltiples tareas domésticas. Así cocinan, así juegan con los niños. Así barren incluso. Armadas con un puñado de palos secos, unidos por una cinta, con los que empujan la suciedad, las mujeres ugandeses barren.
“Es increíble porque les hemos comprado escobas de las nuestras para que no tengan que agacharse pero no las quieren. No las usan”, me cuenta Robert, norteamericano y por lo tanto, acostumbrado como nosotros a las posturas rectas. La obsesión de cualquier médico.
Tampoco quieren fregonas. Lavan el suelo con trapos húmedos que arrastran consecutivamente moviéndose en eses. Recogen la suciedad, la botan y se vuelven a inclinar hacia el suelo. Ni siquiera se arrodillan. Se inclinan mostrando en lo alto la magnitud de sus traseros, que saben exuberantes.
Cuando al caminar las ves en esa postura, algo te hace sentir dolor ajeno. Cuesta imaginar que sea una pose cómoda para todas las tareas domésticas que enfrenta una mujer. Y sin embargo ellas ahí persisten, en lo que parece un sufrimiento. En lo que parece la metáfora de todo un continente.
Jóvenes y no tan jóvenes se agachan para múltiples tareas domésticas. Así cocinan, así juegan con los niños. Así barren incluso. Armadas con un puñado de palos secos, unidos por una cinta, con los que empujan la suciedad, las mujeres ugandeses barren.
“Es increíble porque les hemos comprado escobas de las nuestras para que no tengan que agacharse pero no las quieren. No las usan”, me cuenta Robert, norteamericano y por lo tanto, acostumbrado como nosotros a las posturas rectas. La obsesión de cualquier médico.
Tampoco quieren fregonas. Lavan el suelo con trapos húmedos que arrastran consecutivamente moviéndose en eses. Recogen la suciedad, la botan y se vuelven a inclinar hacia el suelo. Ni siquiera se arrodillan. Se inclinan mostrando en lo alto la magnitud de sus traseros, que saben exuberantes.
Cuando al caminar las ves en esa postura, algo te hace sentir dolor ajeno. Cuesta imaginar que sea una pose cómoda para todas las tareas domésticas que enfrenta una mujer. Y sin embargo ellas ahí persisten, en lo que parece un sufrimiento. En lo que parece la metáfora de todo un continente.
sábado, 23 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Pedazos de tierra
Cuando decidía el país de la zona de los Grandes Lagos al qué viajar me atraía profundamente la idea de poder disfrutar del Lago Victoria. Con un área de casi 70.000 Km2, es el segundo lago de agua dulce más grande del mundo. A pesar de tener prohibido bañarnos en él por albergar parásitos, los extranjeros disfrutamos sobremanera del simple hecho de contemplarlo.
Suelo caminar los sábados y domingos por la mañana hasta la playa Anderitas, uno de los pocos accesos al lago en Entebbe. Camino siempre primero por la orilla, observando los pescadores que salen a la mar y luego me siento a tomar un café. Acompañada por un libro, acostumbro a enfrentar, en ese momento, el dilema de si sumergirme entre las palabras o mirar al horizonte. Hay algo de increíblemente intrigante en la idea que lejos, en el horizonte, este mar de aguas roce la arena de otros dos países.
También hoy me he acercado hasta el lago Victoria. Pero no desde el mismo lugar. He caminado en dirección al Hotel Imperial Botanical Beach y dentro, sin esperarlo ni saberlo de antemano, he encontrado un agradable rincón en el que sentarme. Un pequeño espacio acondicionado como bar al aire libre donde solo me acompañaba el guardia de seguridad.
Las mesas y las sillas estaban pegajosas, repletas de la savia que escupen los árboles. Enfrente, en un edificio de convenciones, se estaba celebrando una reunión. Pero ahí fuera estaba sola. Enfrente, al otro lado de la cerca, pastaban dos vacas. Delante, la majestuosidad del Lago Victoria. Me he sentado y como en Anderitas, me he debatido entre si leer o simplemente mirar enfrente. He terminado dándole un espacio a cada cosa hasta que el calor me ha empujado a abandonar el sitio.
Tras la visita de ayer a la universidad, Ronnie me llevó a Entebbe. Vive en el camino, en el edificio de una misión católica que alberga una de las mejores escuelas del país. Cosas de la religión, que no solo se alía con la espiritualidad sino también con el dinero. Me enseñó algunas aulas -algo mejor que las de la universidad Kyambogo- y luego estuvimos viendo jugar a los jóvenes, muchos de ellos hijos de ministros y de altos cargos de la policía.
El deporte al aire libre en Uganda tiene algo que me seduce sobremanera. Es algo escondido en la mezcla de colores del entorno, el perfil de los bananos en el horizonte, la energía de los jóvenes y el tono del cielo al atardecer. Nos quedamos mirando el juego durante media hora mientras bajaba el sol. No me hubiera ido de allí sino porque llegaba tarde a Entebbe.
De camino todavía nos dio tiempo de parar a orillas del lago Victoria a observar los últimos segundos del atardecer. Ronnie estaba tan alucinado con mi observación del paisaje como yo con el ocaso. Llegando a Entebbe y poco después de tomar el último tramo que lleva al orfanato le dije.
- “Me encanta este pedazo de camino. El perfil de las casas y los árboles en el horizonte”.
- “¡Dios, como amas la naturaleza!”, me contestó Ronnie, incapaz de retener más el comentario después de todo el día. “Deberías pensar en regresar aquí”, agregó.
Mamá suele decirme que es habitual el dejar pedazos de mí en todos los países que visito. Es la mínima herencia de quienes quedamos impregnados de pedazos de vida.
Suelo caminar los sábados y domingos por la mañana hasta la playa Anderitas, uno de los pocos accesos al lago en Entebbe. Camino siempre primero por la orilla, observando los pescadores que salen a la mar y luego me siento a tomar un café. Acompañada por un libro, acostumbro a enfrentar, en ese momento, el dilema de si sumergirme entre las palabras o mirar al horizonte. Hay algo de increíblemente intrigante en la idea que lejos, en el horizonte, este mar de aguas roce la arena de otros dos países.
También hoy me he acercado hasta el lago Victoria. Pero no desde el mismo lugar. He caminado en dirección al Hotel Imperial Botanical Beach y dentro, sin esperarlo ni saberlo de antemano, he encontrado un agradable rincón en el que sentarme. Un pequeño espacio acondicionado como bar al aire libre donde solo me acompañaba el guardia de seguridad.
Las mesas y las sillas estaban pegajosas, repletas de la savia que escupen los árboles. Enfrente, en un edificio de convenciones, se estaba celebrando una reunión. Pero ahí fuera estaba sola. Enfrente, al otro lado de la cerca, pastaban dos vacas. Delante, la majestuosidad del Lago Victoria. Me he sentado y como en Anderitas, me he debatido entre si leer o simplemente mirar enfrente. He terminado dándole un espacio a cada cosa hasta que el calor me ha empujado a abandonar el sitio.
Tras la visita de ayer a la universidad, Ronnie me llevó a Entebbe. Vive en el camino, en el edificio de una misión católica que alberga una de las mejores escuelas del país. Cosas de la religión, que no solo se alía con la espiritualidad sino también con el dinero. Me enseñó algunas aulas -algo mejor que las de la universidad Kyambogo- y luego estuvimos viendo jugar a los jóvenes, muchos de ellos hijos de ministros y de altos cargos de la policía.
El deporte al aire libre en Uganda tiene algo que me seduce sobremanera. Es algo escondido en la mezcla de colores del entorno, el perfil de los bananos en el horizonte, la energía de los jóvenes y el tono del cielo al atardecer. Nos quedamos mirando el juego durante media hora mientras bajaba el sol. No me hubiera ido de allí sino porque llegaba tarde a Entebbe.
De camino todavía nos dio tiempo de parar a orillas del lago Victoria a observar los últimos segundos del atardecer. Ronnie estaba tan alucinado con mi observación del paisaje como yo con el ocaso. Llegando a Entebbe y poco después de tomar el último tramo que lleva al orfanato le dije.
- “Me encanta este pedazo de camino. El perfil de las casas y los árboles en el horizonte”.
- “¡Dios, como amas la naturaleza!”, me contestó Ronnie, incapaz de retener más el comentario después de todo el día. “Deberías pensar en regresar aquí”, agregó.
Mamá suele decirme que es habitual el dejar pedazos de mí en todos los países que visito. Es la mínima herencia de quienes quedamos impregnados de pedazos de vida.
viernes, 22 de octubre de 2010
Diario de Uganda: El lujo de los libros
Kyambogo es la segunda universidad pública más importante de Uganda, después de Makerere. Se formó al integrar varios institutos especializados que funcionaban por separado. Quería haberla visitado el pasado miércoles pero un descuido en la comida me obligó a pasar el día en la cama. En todas mis estancias al extranjero suele llegar el día en que me pasa factura la comida local.
Voy finalmente hoy, acompañada por Ronnie, un profesor de esta casa de estudios al que conocí hace unas tres semanas, de camino a Entebbe. Ronnie solo tiene un taller por la tarde, de manera que se toma la mañana para mostrarme las diferentes facultades de la universidad.
Kyambogo se extiende en una explanada que hay a las afueras de Kampala. Es un campus inmenso, aunque sin llegar a tener las dimensiones de Makerere. Está compuesto de pequeños edificios independientes que albergan las clases, las aulas de los profesores, los salones de prácticas y las oficinas del jefe de departamento.
Fuera muchos estudiantes invaden los campos que rodean las facultades. Se sientan en los bancos de madera situados enfrente de las aulas, en el suelo debajo de las inmensas copas de los árboles centenarios o en pupitres que extraen de las clases. Algunos discuten en grupo. Otros se sientan solos con los libros en las rodillas. En alguna esquina se pueden ver parejas picando algo mientras esperan la siguiente clase.
Paseo con Ronnie ante la mirada interrogativa de algunos estudiantes. Se respira una gran tranquilidad.
- Este es un entorno perfecto para el estudio, le digo a Ronnie, mientras levanto la cabeza para observar las enormes palmeras que rodean los edificios.
Ronnie se ríe. Le parece gracioso que goce ante lo que para él constituye una rutina. El paisaje ugandés es una de las maravillas de este país. Aquí, en el campus, aporta la riqueza que no poseen las aulas, muchas de ellas construídas con materiales endebles, amuebladas con viejos pupitres y repletas de polvo que se filtra por las ventanas quebradas.
Entramos a visitar al jefe del departamento de Ingeniería Técnica, un entrañable maestro que acaba de llegar de Noruega y que trabaja en su tesis doctoral. Ronnie me presenta y me hace entrar en su despacho, un diminuto cubículo donde se acumulan los libros y en el que no se pueden dar más de tres pasos. Charlamos un rato y salimos.
Después de mantener la décima conversación sobre religión en este país, nos dirigimos a la Biblioteca Central. Es un edificio viejo, inaugurado en diciembre de 1963, donde se refugian del sol varios estudiantes. A pesar de tener dos pisos, dispone de pocos volúmenes. Solo algunas estanterías en las que es difícil encontrar tomos actualizados.
Me acuerdo de la visita con Kamilah a la Biblioteca Nacional de Kampala.
- “Aquí no habrá más de 2.000 libros y el más reciente que he visto es del 98", me dijo sorprendida tras recorrer la única sala que hay en el edificio.
Salimos de la biblioteca y a las 3pm Ronnie se reúne con sus alumnos, a quienes les da cuatro conceptos nuevos y los deja haciendo prácticas en el taller mientras le pide a uno de ellos que saque fotocopias de su libro para preparar la siguiente clase. Luego nos vamos a comer.
Cuando estamos a punto de terminar llega Alex para devolverle el libro. Le pregunto si puedo echar un vistazo. Es un volumen técnico sobre dibujo gráfico que Ronnie usa en sus clases desde hace tiempo. Miro el año de publicacion: 1985.
Leer es un lujo en los países en desarrollo, donde solo la clase alta puede permitirse acceder a la universidad. En Uganda el porcentaje que lo hace es de poco más del 3%, según datos del Banco Mundial. No es un dato sorprendente en el África del Este, donde coinciden los porcentajes más altos de pobreza y los más bajos de acceso a los estudiantes superiores.
En Kampala es difícil encontrar buenas librerías y los volúmenes disponibles en las calles suelen limitarse a Biblias, diccionarios de traducción swahili-inglés, novelas rosa y algún manual de secundaria. Lo contradictorio es que la mayoría de las casas disponen de televisión...
Voy finalmente hoy, acompañada por Ronnie, un profesor de esta casa de estudios al que conocí hace unas tres semanas, de camino a Entebbe. Ronnie solo tiene un taller por la tarde, de manera que se toma la mañana para mostrarme las diferentes facultades de la universidad.
Kyambogo se extiende en una explanada que hay a las afueras de Kampala. Es un campus inmenso, aunque sin llegar a tener las dimensiones de Makerere. Está compuesto de pequeños edificios independientes que albergan las clases, las aulas de los profesores, los salones de prácticas y las oficinas del jefe de departamento.
Fuera muchos estudiantes invaden los campos que rodean las facultades. Se sientan en los bancos de madera situados enfrente de las aulas, en el suelo debajo de las inmensas copas de los árboles centenarios o en pupitres que extraen de las clases. Algunos discuten en grupo. Otros se sientan solos con los libros en las rodillas. En alguna esquina se pueden ver parejas picando algo mientras esperan la siguiente clase.
Paseo con Ronnie ante la mirada interrogativa de algunos estudiantes. Se respira una gran tranquilidad.
- Este es un entorno perfecto para el estudio, le digo a Ronnie, mientras levanto la cabeza para observar las enormes palmeras que rodean los edificios.
Ronnie se ríe. Le parece gracioso que goce ante lo que para él constituye una rutina. El paisaje ugandés es una de las maravillas de este país. Aquí, en el campus, aporta la riqueza que no poseen las aulas, muchas de ellas construídas con materiales endebles, amuebladas con viejos pupitres y repletas de polvo que se filtra por las ventanas quebradas.
Entramos a visitar al jefe del departamento de Ingeniería Técnica, un entrañable maestro que acaba de llegar de Noruega y que trabaja en su tesis doctoral. Ronnie me presenta y me hace entrar en su despacho, un diminuto cubículo donde se acumulan los libros y en el que no se pueden dar más de tres pasos. Charlamos un rato y salimos.
Después de mantener la décima conversación sobre religión en este país, nos dirigimos a la Biblioteca Central. Es un edificio viejo, inaugurado en diciembre de 1963, donde se refugian del sol varios estudiantes. A pesar de tener dos pisos, dispone de pocos volúmenes. Solo algunas estanterías en las que es difícil encontrar tomos actualizados.
Me acuerdo de la visita con Kamilah a la Biblioteca Nacional de Kampala.
- “Aquí no habrá más de 2.000 libros y el más reciente que he visto es del 98", me dijo sorprendida tras recorrer la única sala que hay en el edificio.
Salimos de la biblioteca y a las 3pm Ronnie se reúne con sus alumnos, a quienes les da cuatro conceptos nuevos y los deja haciendo prácticas en el taller mientras le pide a uno de ellos que saque fotocopias de su libro para preparar la siguiente clase. Luego nos vamos a comer.
Cuando estamos a punto de terminar llega Alex para devolverle el libro. Le pregunto si puedo echar un vistazo. Es un volumen técnico sobre dibujo gráfico que Ronnie usa en sus clases desde hace tiempo. Miro el año de publicacion: 1985.
Leer es un lujo en los países en desarrollo, donde solo la clase alta puede permitirse acceder a la universidad. En Uganda el porcentaje que lo hace es de poco más del 3%, según datos del Banco Mundial. No es un dato sorprendente en el África del Este, donde coinciden los porcentajes más altos de pobreza y los más bajos de acceso a los estudiantes superiores.
En Kampala es difícil encontrar buenas librerías y los volúmenes disponibles en las calles suelen limitarse a Biblias, diccionarios de traducción swahili-inglés, novelas rosa y algún manual de secundaria. Lo contradictorio es que la mayoría de las casas disponen de televisión...
jueves, 21 de octubre de 2010
Diario de Uganda: No hay edad para el trayecto
Se suele pensar que el viajar es cosa de jóvenes, que se requiere de un espíritu que la avanzada edad no proporciona. Me lo repite papá muchas veces. Heredero de una situación económica complicada y de una juventud vinculada a la lucha, papá asocia los países en vías de desarrollo con la incomodidad. Quizás por eso evita visitarlos.
Es un apasionado de Centroeuropa. Un fanático de Alemania, país que admira por la seriedad que caracteriza a sus ciudadanos, por su rigor, por el respeto que existe entre ellos. Es una versión parcial, obviamente. Cierta en gran parte, pero parcial. E igualmente parcial es su creencia de que determinadas vivencias solo pueden experimentarse de joven.
Me he encontrado durante este viaje con más de un explorador de edad avanzada. Algunos pasan por el albergue después de recorrer el país. Otros duermen aquí de noche mientras de día intentan tirar adelante proyectos en el campo. Son agradables compañeros de viaje. Entrañables viajeros que suelen aportarte la calma de los años. Expertos aventureros que saben combinar la intensidad de estas tierras con la serenidad del tiempo vivido.
Estoy aprovechando al máximo estos días para encontrarme con periodistas. Quedamos casi siempre en la cafetería que hay debajo del trabajo. Llevo siempre un libro conmigo por si no se presentan. He establecido el rato de espera en una hora. Si no vienen leo. Y así no me siento perder el tiempo.
Por el carácter ‘europeo’ de la cafetería, debe figurar en las guías de viaje. Pues suelen llegar varios viajeros mzungus. Ayer cruzamos miradas con uno de ellos. No podía tener menos de 60 años. Se tomó un exquisito te africano y sacó un libro, en el que permaneció absorto un rato. También yo me sumergí en las palabras durante algún tiempo.
Nos separaba una diagonal de sillas. Y algunos años. Seguro que muchas vivencias. Un mar de experiencia. Y, sin embargo, puede que nos moviera la misma necesidad por explorar. Los mismos incrédulos que no creen en el ser humano suelen pensar que se pierde la inocencia con los años. Yo prefiero pensar que solo se transforma en aprendizaje con el que tomar las riendas de la lucha. Con el que enfrentar inquietudes similares. Con el que seguir creyendo, como solo saben hacer los valientes. Porque ellos, quienes retan la duda, son los verdaderos héroes.
A todos aquellos que me habéis sorprendido en estos días siguiendo mis palabras.
Es un apasionado de Centroeuropa. Un fanático de Alemania, país que admira por la seriedad que caracteriza a sus ciudadanos, por su rigor, por el respeto que existe entre ellos. Es una versión parcial, obviamente. Cierta en gran parte, pero parcial. E igualmente parcial es su creencia de que determinadas vivencias solo pueden experimentarse de joven.
Me he encontrado durante este viaje con más de un explorador de edad avanzada. Algunos pasan por el albergue después de recorrer el país. Otros duermen aquí de noche mientras de día intentan tirar adelante proyectos en el campo. Son agradables compañeros de viaje. Entrañables viajeros que suelen aportarte la calma de los años. Expertos aventureros que saben combinar la intensidad de estas tierras con la serenidad del tiempo vivido.
Estoy aprovechando al máximo estos días para encontrarme con periodistas. Quedamos casi siempre en la cafetería que hay debajo del trabajo. Llevo siempre un libro conmigo por si no se presentan. He establecido el rato de espera en una hora. Si no vienen leo. Y así no me siento perder el tiempo.
Por el carácter ‘europeo’ de la cafetería, debe figurar en las guías de viaje. Pues suelen llegar varios viajeros mzungus. Ayer cruzamos miradas con uno de ellos. No podía tener menos de 60 años. Se tomó un exquisito te africano y sacó un libro, en el que permaneció absorto un rato. También yo me sumergí en las palabras durante algún tiempo.
Nos separaba una diagonal de sillas. Y algunos años. Seguro que muchas vivencias. Un mar de experiencia. Y, sin embargo, puede que nos moviera la misma necesidad por explorar. Los mismos incrédulos que no creen en el ser humano suelen pensar que se pierde la inocencia con los años. Yo prefiero pensar que solo se transforma en aprendizaje con el que tomar las riendas de la lucha. Con el que enfrentar inquietudes similares. Con el que seguir creyendo, como solo saben hacer los valientes. Porque ellos, quienes retan la duda, son los verdaderos héroes.
A todos aquellos que me habéis sorprendido en estos días siguiendo mis palabras.
miércoles, 20 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Regatear, un examen de honestidad
No hay nada de lo que más quisiéramos desprendernos a veces que del color de la piel. Ser blanco en un mundo negro te condiciona sin límite. Los africanos asocian los mzungu con riqueza, con poder económico, con capacidad adquisitiva. Y por ello cuando un europeo pide el precio de algo es más que lógico asumir que nos lo van a dar dos o tres más alto de lo que corresponde.
La tarea está en que el visitante sepa rebajar la tarifa a cotas más decentes. Al hacerlo no aceptamos que no podamos pagar el precio inicial, muchas veces ridículo de acuerdo al cambio del Euro. Se trata más bien de un juego de legalidad. Somos extranjeros en tu tierra sí, pero no ingenuos. Si haces que así nos sintamos y nos cargas en exceso, rechazaremos incluso seguir la conversación.
Negociando el precio de un boda en Entebbe el pasado fin de semana Colinn dejó sin oportunidad de seguir hablando a uno de estos motoristas. Le acababa de proponer pagar 8.000Sh para una distancia que se recorre en dos minutos. Irónico pero firme le dijo: “Ok, tu no tienes credibilidad, ya lo hemos visto. El siguiente, ¿cuanto nos pides?”
Era un grupo de cuatro bodas. Después de preguntar al segundo el anterior se nos aproximó. Quería llevarnos como fuera. “No, contigo ya no quiero negociar”, le soltó riéndose Colinn. El precio justo del trayecto no era superior a 3.000Sh. Nos los puso como precio el tercero de los bodas.
Presencié divertida la escena, una lección magistral de firmeza turista. “Cuando empiezan con un precio tan alto los desacredito de inmediato. Saben de sobra que se exceden incluso con un extranjero”, me dijo Colinn. La negociación es una suerte de prueba de honestidad con la que probamos al interlocutor.
Viniendo a la oficina esta mañana me he detenido a comprar un adaptador cerca del Old Taxi Park. Me ha atendido una de las seis jóvenes que miraban al horizonte, sin hacer nada, en una pequeña tienda. Le ha tomado casi 5 minutos entender lo qué necesitaba, hasta que he sacado el enchufe del portátil y se lo he enseñado.
Ha venido entonces otro de los ‘comerciales’. Ha mirado el enchufe y me ha traído un adaptador usado que acababa de sacar de dentro de la oficina.
- Toma, me dice.
- No, este no lo quiero, quiero uno nuevo, le respondo.
- Ok, te lo consigo por 15,000Sh, me dice.
- Ni de broma, te pago 5,000Sh.
- Por 8.000Sh, me propone
- No, lo máximo que pago es 5,000Sh
- Ok, dame el dinero
- No, te lo doy cuando me traigas el adaptador.
Espero 10 minutos pensando que quizás no me lo va a traer. Pero llega. Me da el aparato y le doy el billete. Concluye la negociación.
No siempre los extranjeros somos turistas, ni pertenecemos a una clase social alta, ni representamos al europeo rico. No nos hospedamos en hoteles de 4 o 5 estrellas ni cobramos por apoyar a organizaciones locales. No respondemos al prototipo de turista que viene a perseguir gorilas.
Buscamos sentir tu tierra. Si aceptas el juego a un precio razonable juntos gozaremos del placer de comprendernos.
La tarea está en que el visitante sepa rebajar la tarifa a cotas más decentes. Al hacerlo no aceptamos que no podamos pagar el precio inicial, muchas veces ridículo de acuerdo al cambio del Euro. Se trata más bien de un juego de legalidad. Somos extranjeros en tu tierra sí, pero no ingenuos. Si haces que así nos sintamos y nos cargas en exceso, rechazaremos incluso seguir la conversación.
Negociando el precio de un boda en Entebbe el pasado fin de semana Colinn dejó sin oportunidad de seguir hablando a uno de estos motoristas. Le acababa de proponer pagar 8.000Sh para una distancia que se recorre en dos minutos. Irónico pero firme le dijo: “Ok, tu no tienes credibilidad, ya lo hemos visto. El siguiente, ¿cuanto nos pides?”
Era un grupo de cuatro bodas. Después de preguntar al segundo el anterior se nos aproximó. Quería llevarnos como fuera. “No, contigo ya no quiero negociar”, le soltó riéndose Colinn. El precio justo del trayecto no era superior a 3.000Sh. Nos los puso como precio el tercero de los bodas.
Presencié divertida la escena, una lección magistral de firmeza turista. “Cuando empiezan con un precio tan alto los desacredito de inmediato. Saben de sobra que se exceden incluso con un extranjero”, me dijo Colinn. La negociación es una suerte de prueba de honestidad con la que probamos al interlocutor.
Viniendo a la oficina esta mañana me he detenido a comprar un adaptador cerca del Old Taxi Park. Me ha atendido una de las seis jóvenes que miraban al horizonte, sin hacer nada, en una pequeña tienda. Le ha tomado casi 5 minutos entender lo qué necesitaba, hasta que he sacado el enchufe del portátil y se lo he enseñado.
Ha venido entonces otro de los ‘comerciales’. Ha mirado el enchufe y me ha traído un adaptador usado que acababa de sacar de dentro de la oficina.
- Toma, me dice.
- No, este no lo quiero, quiero uno nuevo, le respondo.
- Ok, te lo consigo por 15,000Sh, me dice.
- Ni de broma, te pago 5,000Sh.
- Por 8.000Sh, me propone
- No, lo máximo que pago es 5,000Sh
- Ok, dame el dinero
- No, te lo doy cuando me traigas el adaptador.
Espero 10 minutos pensando que quizás no me lo va a traer. Pero llega. Me da el aparato y le doy el billete. Concluye la negociación.
No siempre los extranjeros somos turistas, ni pertenecemos a una clase social alta, ni representamos al europeo rico. No nos hospedamos en hoteles de 4 o 5 estrellas ni cobramos por apoyar a organizaciones locales. No respondemos al prototipo de turista que viene a perseguir gorilas.
Buscamos sentir tu tierra. Si aceptas el juego a un precio razonable juntos gozaremos del placer de comprendernos.
martes, 19 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Mal de África
Muchos de los exploradores que se adentraron en este continente por primera vez quedaron atrapados por una enfermedad incurable: el mal de África, ese anhelado deseo de regresar a la tierra negra una vez has degustado su aroma.
Speke, Stanley, Burton, Baker y Livingston, algunos de los primeros europeos en pisar ese suelo, sufrieron el mal. Vinieron con la voluntad de hacer historia, de ser los primeros en descubrir un paraje, de dejar sus huellas en esta tierra. Pero sucedió que fue la tierra quien dejó una imprenta en ellos. Quisieron siempre regresar a África.
Acabo de salir de tomar un café con Fredrick Mugira, un periodista de Mbara que ha sido premiado en varias ocasiones por sus trabajos medioambientales, así como por el relato de viajes “Montar en boda boda en Uganda”. Es un chico inquieto, editor de radio. Un entrañable personaje con quien uno teje confianza a los cinco minutos de conocerse. Con menos tabúes que muchos ugandeses.
Charlamos durante más de una hora en el Mocca Caffe que hay debajo de la oficina. Me cuenta los temas en qué está trabajando, propuestas que quiere plantear al periódico Mail & Guardian para el que escribe como freelance. Luego me interroga sobre mi estancia en Uganda y otras experiencias previas.
Cuando terminamos el te Fredrick me acompaña hasta el restaurante de Alice, donde he quedado para cenar con un grupo de gente. Llueve. Ha venido diluviando desde las tres de la tarde. Ahora, cuando se aproxima el atardecer las ráfagas pierden intensidad pero la calle sigue siendo un mar de agua. El tráfico en Kampala está insoportable.
En momentos así es difícil decidir si es mejor tomar un boda o caminar. Recuerdo que el restaurante no estaba lejos, así que optamos por caminar. Llevo unas sandalias rojas que puede que terminen sus días en Uganda. Compradas en Ciudad de Guatemala acumulan tres veranos consecutivos, el de América, el europeo y la eterna primavera de Uganda.
Las calles se han convertido literalmente en un cúmulo de lodo. Intento buscar las aceras, no siempre asfaltadas ni siempre visibles. Cruzamos con Fredrick por medio de los coches y camiones. Es hora punta en Kampala y la capital emerge con un bullicio típico de esas horas.
Camino sin detenerme pero sin dejar de mirar. Hay algo en esta ciudad, en su caos y en su tierra que crea una extraña adicción. A días quisieras no saber nada del centro, de los matatus, de esos ugandeses que no dejan jamás de llamarte mzungu. Te quedarías en el albergue observando simplemente el fascinante verde que rodea la casa.
Otros días, en cambio, abrirías todos los poros de tu piel para que entrara en ellos lo más profundo de la esencia africana. Caminarías todos los rincones de Kampala, te adentrarías en los mercados sin importarte destacar, te arrodillarías a oler los aromas, examinarías –deseando ser invisible- los rostros de todos los ciudadanos. Beberías de la fuerza de su tierra.
Camino sumida en esas contradicciones, consciente de cada charco que piso. Afortunada de poder surcar las calles de Kampala, apenada por el estado en qué terminarán las sandalias. Al llegar al restaurante me despido de Fredrick, me siento en un sofá y me miro los pies. La tierra roja impregna buena parte de ellos.
Me quedo observando el diseño improvisado. Luego me los lavaré en el baño. Pero ahora, durante unos minutos robados a la lógica, permanezco mirándolos. De entre todas las cosas que caracterizan Uganda la tierra es la que más satisface. Algo en las calles y los caminos te hace inmensamente feliz. Puede que el mal de África tenga que ver con esta sensación de total comfort, con una necesidad increible de no dejar de aspirar el aire que te rodea.
Speke, Stanley, Burton, Baker y Livingston, algunos de los primeros europeos en pisar ese suelo, sufrieron el mal. Vinieron con la voluntad de hacer historia, de ser los primeros en descubrir un paraje, de dejar sus huellas en esta tierra. Pero sucedió que fue la tierra quien dejó una imprenta en ellos. Quisieron siempre regresar a África.
Acabo de salir de tomar un café con Fredrick Mugira, un periodista de Mbara que ha sido premiado en varias ocasiones por sus trabajos medioambientales, así como por el relato de viajes “Montar en boda boda en Uganda”. Es un chico inquieto, editor de radio. Un entrañable personaje con quien uno teje confianza a los cinco minutos de conocerse. Con menos tabúes que muchos ugandeses.
Charlamos durante más de una hora en el Mocca Caffe que hay debajo de la oficina. Me cuenta los temas en qué está trabajando, propuestas que quiere plantear al periódico Mail & Guardian para el que escribe como freelance. Luego me interroga sobre mi estancia en Uganda y otras experiencias previas.
Cuando terminamos el te Fredrick me acompaña hasta el restaurante de Alice, donde he quedado para cenar con un grupo de gente. Llueve. Ha venido diluviando desde las tres de la tarde. Ahora, cuando se aproxima el atardecer las ráfagas pierden intensidad pero la calle sigue siendo un mar de agua. El tráfico en Kampala está insoportable.
En momentos así es difícil decidir si es mejor tomar un boda o caminar. Recuerdo que el restaurante no estaba lejos, así que optamos por caminar. Llevo unas sandalias rojas que puede que terminen sus días en Uganda. Compradas en Ciudad de Guatemala acumulan tres veranos consecutivos, el de América, el europeo y la eterna primavera de Uganda.
Las calles se han convertido literalmente en un cúmulo de lodo. Intento buscar las aceras, no siempre asfaltadas ni siempre visibles. Cruzamos con Fredrick por medio de los coches y camiones. Es hora punta en Kampala y la capital emerge con un bullicio típico de esas horas.
Camino sin detenerme pero sin dejar de mirar. Hay algo en esta ciudad, en su caos y en su tierra que crea una extraña adicción. A días quisieras no saber nada del centro, de los matatus, de esos ugandeses que no dejan jamás de llamarte mzungu. Te quedarías en el albergue observando simplemente el fascinante verde que rodea la casa.
Otros días, en cambio, abrirías todos los poros de tu piel para que entrara en ellos lo más profundo de la esencia africana. Caminarías todos los rincones de Kampala, te adentrarías en los mercados sin importarte destacar, te arrodillarías a oler los aromas, examinarías –deseando ser invisible- los rostros de todos los ciudadanos. Beberías de la fuerza de su tierra.
Camino sumida en esas contradicciones, consciente de cada charco que piso. Afortunada de poder surcar las calles de Kampala, apenada por el estado en qué terminarán las sandalias. Al llegar al restaurante me despido de Fredrick, me siento en un sofá y me miro los pies. La tierra roja impregna buena parte de ellos.
Me quedo observando el diseño improvisado. Luego me los lavaré en el baño. Pero ahora, durante unos minutos robados a la lógica, permanezco mirándolos. De entre todas las cosas que caracterizan Uganda la tierra es la que más satisface. Algo en las calles y los caminos te hace inmensamente feliz. Puede que el mal de África tenga que ver con esta sensación de total comfort, con una necesidad increible de no dejar de aspirar el aire que te rodea.
lunes, 18 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Parásitos
Desde hace algún tiempo han proliferado en el este de Uganda los jiggers, unos parásitos que ingresan en el cuerpo y forman unas vistosas ampollas en las zonas que infectan. Leo en el suplemento central del News Vision de hoy que al principio causan unas peculiares cosquillas. Luego su efecto en el cuerpo humano se transforma en un horrible dolor.
De acuerdo al artículo, muchas de las personas que lo sufren se infectan debido a que duermen con animales que tienen pulgas o van descalzos en espacios donde abunda la suciedad, por lo que la enfermedad suele asociarse con la pobreza.
Algunos de los niños que padecen este mal dejan de ir a la escuela. Temen ser ridiculizados por sus compañeros. Pues la dolencia es la cara más visible de quienes no poseen nada.
El artículo del News Vision, una interesante análisis , lleva por título: “¿Jiggers, un caso de pobreza, higiene o ambos? Me parece una excelente intento de no criminalizar doblemente a quienes lo padecen. Pobres y enfermos.
Le pregunto a Albert, compañero de oficina, que cree al respeto. Me quedo atónita cuando escucho:
- Es pereza, la gente que lo sufre es por que son vagos.
- ¿Pereza o falta de higiene?, le pregunto.
- Es lo mismo, son gente vaga que prefiere no ducharse.
- Bueno, puede que sean vagos. Pero puede que sea un problema de falta de educación y de recursos también, agrego.
- Sí, claro, todo va vinculado.
Mientras habla de ello Albert pone cara de asco. Le pregunto si es por las llagas que deja la enfermedad. Me dice:
- Es porqué me hace sentir vergüenza de mi propio país.
Me lo quedo mirando un poco sorprendida pensando en todas esas personas que en Lima me preguntaban qué iba a hacer a los suburbios. Mi respuesta era siempre la misma: "¿Qué hacéis vosotros de no ir?"
El peor mal de muchos países subdesarrollados es precisamente su clase pudiente. Individuos, a menudo formados fuera –como Albert, que estudió en Gran Bretaña- que viven al margen de la realidad de su país. Personas que si bien te hablan de la pobreza y parecen hacerlo con respeto, puede que nunca hayan pisado un suburbio. Individuos que pueden llegar a sentir vergüenza de los más débiles pero hacen poco para aliviarlos.
No he logrado encontrar una traducción española de la palabra jiggers
De acuerdo al artículo, muchas de las personas que lo sufren se infectan debido a que duermen con animales que tienen pulgas o van descalzos en espacios donde abunda la suciedad, por lo que la enfermedad suele asociarse con la pobreza.
Algunos de los niños que padecen este mal dejan de ir a la escuela. Temen ser ridiculizados por sus compañeros. Pues la dolencia es la cara más visible de quienes no poseen nada.
El artículo del News Vision, una interesante análisis , lleva por título: “¿Jiggers, un caso de pobreza, higiene o ambos? Me parece una excelente intento de no criminalizar doblemente a quienes lo padecen. Pobres y enfermos.
Le pregunto a Albert, compañero de oficina, que cree al respeto. Me quedo atónita cuando escucho:
- Es pereza, la gente que lo sufre es por que son vagos.
- ¿Pereza o falta de higiene?, le pregunto.
- Es lo mismo, son gente vaga que prefiere no ducharse.
- Bueno, puede que sean vagos. Pero puede que sea un problema de falta de educación y de recursos también, agrego.
- Sí, claro, todo va vinculado.
Mientras habla de ello Albert pone cara de asco. Le pregunto si es por las llagas que deja la enfermedad. Me dice:
- Es porqué me hace sentir vergüenza de mi propio país.
Me lo quedo mirando un poco sorprendida pensando en todas esas personas que en Lima me preguntaban qué iba a hacer a los suburbios. Mi respuesta era siempre la misma: "¿Qué hacéis vosotros de no ir?"
El peor mal de muchos países subdesarrollados es precisamente su clase pudiente. Individuos, a menudo formados fuera –como Albert, que estudió en Gran Bretaña- que viven al margen de la realidad de su país. Personas que si bien te hablan de la pobreza y parecen hacerlo con respeto, puede que nunca hayan pisado un suburbio. Individuos que pueden llegar a sentir vergüenza de los más débiles pero hacen poco para aliviarlos.
No he logrado encontrar una traducción española de la palabra jiggers
domingo, 17 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Café para la resaca
Si hay algo que me apasiona de los países tropicales es la cantidad de frutas y verduras que producen. Me enamoré del mango y la papaya desde que los descubrí en Perú. Amaba mezclar esta última con piña y tomar su ‘jugo’ cuando todavía no me había desperezado del todo, apenas despierta. Quizás por eso entre los primeros instrumentos que compro cuando viajo a estos países está la licuadora.
Nunca la usé antes en España. Ni viviendo en el pueblo ni durante mi época en Barcelona. Pero desde que experimenté sus maravillas, forma parte de los materiales imprescindibles para afrontar un buen despertar. En Guatemala alguna vez intoxiqué a alguien con un batido de plátano con leche.
No llegué a entender muy bien la razón. Yo había tomado del mismo preparado pocos minutos antes que él. “No estoy acostumbrado a jugos tan pesados”, me dijo luego. Es cierto que algunos de los alimentos de los países tropicales pueden resultar fuertes. Quizás uno de los más densos sea el aguacate. Es a la vez de mis favoritos.
Me vuelve completamente loca la textura de esta fruta a la que me refiero muchas veces con el nombre de ‘palta’, la forma peruana de llamarla. Los andinos aman tanto este alimento que a menudo se lo toman con pan recurriendo al mismo estilo con el que los catalanes extendemos el tomate encima de las rebanadas. En su receta, como en la nuestra, no falta la sal. El pan con palta es simplemente exquisito.
Uganda comparte con Perú y Guatemala la abundancia de frutas y verduras. Y al igual que estos dos países es un fuerte productor de café, algo que no siempre se refleja en las calles. Pues aunque pueda sonar contradictorio ninguno de estas naciones tiene una tradición cafetera a la altura de su producción.
La mayoría de las veces esto no es un problema. Quienes viajamos con frecuencia tendemos a aprovisionarnos en casa de lo que no nos regala la calle. Pero en ocasiones tomar un buen café se convierte en tal necesidad que cuesta perdonar su ausencia en los bares ugandeses.
Hoy es uno de estos días. La barbacoa organizada por el grupo de pilotos, mecánicos y TCPs que residen en Entebbe terminó tarde. Nos acostamos sobre las 4 y como suele pasar en estas ocasiones, el sol asoma pronto y es imposible seguir durmiendo hasta altas horas. Logré prolongar el sueño hasta las 9.30 a pesar de haber abierto los ojos a las 8.
Ninguna de las dos horas es ideal para sentirse bien al día siguiente. Necesito café. Le pregunto a Colinn si le apetece bajar a Anderitas, la playa que da al Lago Victoria. Tiene varios restaurantes de clase y no visualizo un mejor lugar donde tomarse un Capuccino. El reflejo de la luz del sol sobre el lago ofrece, al mediodía, un asombroso escenario.
Entramos al primer restaurante, el 100 Elephan’s coffe. Nos sentamos y cuando preguntamos por café, la camarera niega con la cabeza.
- No tenemos
- ¿No tienen?, responde Colinn ¡¡Pero si tienen el café en el nombre de su establecimiento!!
- Sí, responde entre tímida y divertida la camarera. Pero muy pronto tendremos, nos cuenta, como si el mañana saldara las cuentas del presente.
Nos tomamos un refresco y paseamos un rato por la playa. Nos asomamos en otro de los restaurantes donde la carta indica claramente que preparan Capuccinos. Cuando lo pido obtengo la misma respuesta. ¿Capuccino?, No, sorry, no tenemos.
Es momento de suspirar. Terminamos de indagar en Anderitas sin nada de éxito. Será imposible gozar del café enfrente del lago. Tomamos un boda-boda y nos dirigimos al centro de Entebbe. Tenemos localizado donde nos lo van a servir.
Finalmente me tomo un delicioso frapucino con copa de helado de chocolate incluido. No hay olas ni se vislumbra un mar infinito. Pero nos rodea un precioso jardín de buganvillas y nos sirven dos camareras de lo más atentas. Saber improvisar es también aprender a vivir.
Nunca la usé antes en España. Ni viviendo en el pueblo ni durante mi época en Barcelona. Pero desde que experimenté sus maravillas, forma parte de los materiales imprescindibles para afrontar un buen despertar. En Guatemala alguna vez intoxiqué a alguien con un batido de plátano con leche.
No llegué a entender muy bien la razón. Yo había tomado del mismo preparado pocos minutos antes que él. “No estoy acostumbrado a jugos tan pesados”, me dijo luego. Es cierto que algunos de los alimentos de los países tropicales pueden resultar fuertes. Quizás uno de los más densos sea el aguacate. Es a la vez de mis favoritos.
Me vuelve completamente loca la textura de esta fruta a la que me refiero muchas veces con el nombre de ‘palta’, la forma peruana de llamarla. Los andinos aman tanto este alimento que a menudo se lo toman con pan recurriendo al mismo estilo con el que los catalanes extendemos el tomate encima de las rebanadas. En su receta, como en la nuestra, no falta la sal. El pan con palta es simplemente exquisito.
Uganda comparte con Perú y Guatemala la abundancia de frutas y verduras. Y al igual que estos dos países es un fuerte productor de café, algo que no siempre se refleja en las calles. Pues aunque pueda sonar contradictorio ninguno de estas naciones tiene una tradición cafetera a la altura de su producción.
La mayoría de las veces esto no es un problema. Quienes viajamos con frecuencia tendemos a aprovisionarnos en casa de lo que no nos regala la calle. Pero en ocasiones tomar un buen café se convierte en tal necesidad que cuesta perdonar su ausencia en los bares ugandeses.
Hoy es uno de estos días. La barbacoa organizada por el grupo de pilotos, mecánicos y TCPs que residen en Entebbe terminó tarde. Nos acostamos sobre las 4 y como suele pasar en estas ocasiones, el sol asoma pronto y es imposible seguir durmiendo hasta altas horas. Logré prolongar el sueño hasta las 9.30 a pesar de haber abierto los ojos a las 8.
Ninguna de las dos horas es ideal para sentirse bien al día siguiente. Necesito café. Le pregunto a Colinn si le apetece bajar a Anderitas, la playa que da al Lago Victoria. Tiene varios restaurantes de clase y no visualizo un mejor lugar donde tomarse un Capuccino. El reflejo de la luz del sol sobre el lago ofrece, al mediodía, un asombroso escenario.
Entramos al primer restaurante, el 100 Elephan’s coffe. Nos sentamos y cuando preguntamos por café, la camarera niega con la cabeza.
- No tenemos
- ¿No tienen?, responde Colinn ¡¡Pero si tienen el café en el nombre de su establecimiento!!
- Sí, responde entre tímida y divertida la camarera. Pero muy pronto tendremos, nos cuenta, como si el mañana saldara las cuentas del presente.
Nos tomamos un refresco y paseamos un rato por la playa. Nos asomamos en otro de los restaurantes donde la carta indica claramente que preparan Capuccinos. Cuando lo pido obtengo la misma respuesta. ¿Capuccino?, No, sorry, no tenemos.
Es momento de suspirar. Terminamos de indagar en Anderitas sin nada de éxito. Será imposible gozar del café enfrente del lago. Tomamos un boda-boda y nos dirigimos al centro de Entebbe. Tenemos localizado donde nos lo van a servir.
Finalmente me tomo un delicioso frapucino con copa de helado de chocolate incluido. No hay olas ni se vislumbra un mar infinito. Pero nos rodea un precioso jardín de buganvillas y nos sirven dos camareras de lo más atentas. Saber improvisar es también aprender a vivir.
sábado, 16 de octubre de 2010
Diario de Uganda: "Nunca es demasiado tarde"
Después de hablar sobre varias cosas con Lydia Sekandi ayer me encontré debatiendo sobre el asunto del tiempo, un aspecto complicado en Uganda, donde todos los locales justifican el derecho a no presentarse a una cita.
El tema sale a raíz de una llamada que recibe Lydia. “Es increíble porque hay un grupo que nos hace la página web que nos han dejado tirados más de una vez”, me cuenta en un momento de necesidad imperiosa por desfogarse. “Bueno, aquí el asunto de quedar con alguien merecería un ensayo”, le digo. “Desde que estoy en Uganda me han dejado plantada en un café varias veces”, agrego.
“Bueno, eso es normal aquí, tienes que entender nuestra cultura”, me dice. La verdad es que más que la cultura del sin tiempo lo que me resulta difícil de comprender es esa justificación suya justo en el instante posterior a la queja. Seguimos hablando y poco antes de irme, recuperando el tema, me dice: Leí alguna vez la siguiente frase: “Ustedes tienen relojes, nosotros tenemos tiempo”.
La frase, según descubriré más tarde, es de un Tuareg. La pronunció durante una entrevista con Víctor Amela y quedó inmortalizada para siempre en una contra de La Vanguardia el 8 de Septiembre de 2009. Es gracioso porque no se trata de un material nuevo. Había leído antes ese texto e incluso recomendado a colegas. Cuando me doy cuenta de ello me río asumiendo como cambian las cosas cuando varían los contextos.
Es sábado y estoy en Entebbe. Salimos con Robert y Colinn, un amigo suyo que trabaja en Sudán y acaba de llegar a Uganda. Paseando en el coche de Robert de repente nos dice: “Chicos, miren esto, ¿qué carajo significa? Delante nuestro, en medio de un cruce se levanta una señal con un reloj. Debajo de éste leemos la siguiente frase:
- Nunca es demasiado tarde
Colinn no puede dejar de reírse mientras intenta salir del asombro.
- ¿Pero esto qué es? ¿El resumen de una filosofía de vida? Díganme ¿Cuál es la finalidad de un cartel así? No puede creer que algún Gobierno de ningún país motive una proclama así en contra de la productividad.
Robert es más optimista y prefiere ver la señal como un aliento a actuar, aunque sea tarde, antes que una invitación a no tomar en consideración el tiempo. Mientras ellos se ríen me acuerdo de que no es la primera vez que me quedo atónita ante una señal en Uganda. De camino a Kampala una inmobiliaria tiene escrita la frase de Nelson Mandela:
- Un hombre no es un hombre hasta que posee una casa
Y en el camino que lleva al albergue se puede leer en el cartel de una guardería:
- No se rían, mañana seré un ministro
Veamos qué otras grandes frases descubro en el tiempo que me queda en el país...
El tema sale a raíz de una llamada que recibe Lydia. “Es increíble porque hay un grupo que nos hace la página web que nos han dejado tirados más de una vez”, me cuenta en un momento de necesidad imperiosa por desfogarse. “Bueno, aquí el asunto de quedar con alguien merecería un ensayo”, le digo. “Desde que estoy en Uganda me han dejado plantada en un café varias veces”, agrego.
“Bueno, eso es normal aquí, tienes que entender nuestra cultura”, me dice. La verdad es que más que la cultura del sin tiempo lo que me resulta difícil de comprender es esa justificación suya justo en el instante posterior a la queja. Seguimos hablando y poco antes de irme, recuperando el tema, me dice: Leí alguna vez la siguiente frase: “Ustedes tienen relojes, nosotros tenemos tiempo”.
La frase, según descubriré más tarde, es de un Tuareg. La pronunció durante una entrevista con Víctor Amela y quedó inmortalizada para siempre en una contra de La Vanguardia el 8 de Septiembre de 2009. Es gracioso porque no se trata de un material nuevo. Había leído antes ese texto e incluso recomendado a colegas. Cuando me doy cuenta de ello me río asumiendo como cambian las cosas cuando varían los contextos.
Es sábado y estoy en Entebbe. Salimos con Robert y Colinn, un amigo suyo que trabaja en Sudán y acaba de llegar a Uganda. Paseando en el coche de Robert de repente nos dice: “Chicos, miren esto, ¿qué carajo significa? Delante nuestro, en medio de un cruce se levanta una señal con un reloj. Debajo de éste leemos la siguiente frase:
- Nunca es demasiado tarde
Colinn no puede dejar de reírse mientras intenta salir del asombro.
- ¿Pero esto qué es? ¿El resumen de una filosofía de vida? Díganme ¿Cuál es la finalidad de un cartel así? No puede creer que algún Gobierno de ningún país motive una proclama así en contra de la productividad.
Robert es más optimista y prefiere ver la señal como un aliento a actuar, aunque sea tarde, antes que una invitación a no tomar en consideración el tiempo. Mientras ellos se ríen me acuerdo de que no es la primera vez que me quedo atónita ante una señal en Uganda. De camino a Kampala una inmobiliaria tiene escrita la frase de Nelson Mandela:
- Un hombre no es un hombre hasta que posee una casa
Y en el camino que lleva al albergue se puede leer en el cartel de una guardería:
- No se rían, mañana seré un ministro
Veamos qué otras grandes frases descubro en el tiempo que me queda en el país...
viernes, 15 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Comunicar paz
Acabo de visitar la oficina de Unicef Uganda, un elegante edificio situado en el Centro de la Ciudad. Tenía una cita con Anne Lydia Sekandi, la oficial de comunicación, para que me contara los proyectos que desarrolla este organismo internacional en el país pero sobre todo para hablar de un departamento nuevo que Unicef Uganda hace poco que ha puesto en marcha. El que se dedica a la comunicación para el desarrollo.
Escogí visitar Uganda por la situación estratégica del país. Pues además de haber albergado un conflicto durante más de 20 años en su propio seno, Uganda colinda con otras naciones víctimas de la violencia. Sudán ha alcanzado quizás el mayor grado de mediatización en los últimos años por el drama de los refugiados de Darfur, más de un millón de personas que han sido desplazadas desde que en 2003 empezaran los combates entre los grupos rebeldes y las milicias progubernamentales.
La violencia en este país, sin embargo, no nace con el conflicto de Darfur. Las dos guerras civiles anteriores hicieron también estragos. En la vecina República Democrática del Congo los enfrentamientos desde 1998 han situado a este país como el que causado más víctimas desde la II Guerra Mundial, 5, 4 millones, según Oxfam Internacional. El genocidio ruandés, del que hoy pocos locales quieren hablar, es otro ejemplo de la violencia que ha castigado la zona.
“No entiendo porqué alguien como Àngels viaja a una zona como esa”, le decía a mi padre un conocido poco antes de que partiera de Cataluña. La zona de los Grandes Lagos sigue despertando miedo entre muchos europeos si bien países como Uganda o Ruanda son destinos mucho más seguros que otras naciones latinoamericanas, por ejemplo.
Para quienes creemos en el ser humano, entender la violencia es el primer paso para poder construir la paz. Para algunos periodistas utilizar los medios de comunicación para ello es, además, casi una obligación. Ruanda nos dio en 1994 uno de los casos más flagrantes de fomento del odio a través de los medios con las proclamas de la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas en contra de los tutsis.
Fue quizás el más atroz ejemplo de lo que se ha determinado en llamar hate media y que también se usó durante las guerras yugoslavas y en el régimen nazi. Precisamente por el impacto negativo que tuvieron los medios en estos escenarios, no es de extrañar que fuera en las repúblicas ex yugoslavas donde Naciones Unidas iniciara sus proyectos de comunicación para la paz en 1993.
El programa piloto de Unesco en esta zona se dedicó a proporcionar decenas de toneladas de equipamientos a medios electrónicos y equipos de oficina a agencias de noticias, al tiempo que formó periodistas para garantizar el pluralismo mediático. Tras esta primera experiencia el programa siguió en Ruanda, donde Unesco puso en marcha en 1994 la emisora “Agatasha”, con el apoyo de Reporteros sin Fronteras (RSF) para ayudar a los refugiados a encontrar a miembros de su familia perdidos, así como para difundir información básica sobre agua potable y alimentos.
Hoy, más de 15 años después, algunos países como Colombia -donde el conflicto ha castigado a miles de familias- albergan varios centenares de iniciativas de este tipo. Su propósito es usar los medios para pacificar las sociedades, lo que a menudo implica, la aceptación previa de la condición de víctimas.
Entre sus funciones están recuperar los espacios públicos que se han abandonado por el miedo a los actores armados, facilitar a los niños y jóvenes el relato de vivencias traumáticas, permitir el acceso de todos los grupos étnicos a los medios, construir ideas no violentas en áreas castigadas por el conflicto, fomentar el tejido social quebrado por la desconfianza a formar parte de uno u otro actor armado y promover valores pacíficos, entre otros.
En Uganda, Lydia Sekandi me explica que no existe un departamento de comunicación para la paz, a pesar del conflicto que ha castigado el país durante dos décadas. Sí existe, sin embargo, un departamento de comunicación para el desarrollo, de recién creación.
A diferencia de lo que implementa Naciones Unidas en otros países, aquí no utiliza la radio y la televisión como instrumentos para fomentar el desarrollo. Utiliza la comunicación humana. Analiza los hábitos y costumbres de las zonas con menos acceso a la salud y la educación para identificar como promoverlas.
“Por ejemplo en Karamoja sabemos que los niños no van a ir a la escuela a menos que puedan hacerlo a primera hora de la mañana o a última de la tarde cuando ya no son necesarios para trabajar. Sabiéndolo, hemos habilitado escuelas en estos horarios”, me explica Lydia Sekandi.
Sucede algo parecido con la salud. La única forma de lograr unir a algunas comunidades para formar la prevención es después de las misas. “Hemos optado para hacer los talleres en ese momento”, agrega la oficial de comunicación de Unicef.
Humana, radial o televisiva, la comunicación es un potente instrumento para lograr cambios. Depende solo de cómo queramos contar la verdad el que se fomente el enfrentamiento o la comprensión.
“Si bien los periodistas desplegados en zonas de crisis no pueden hacer la paz en conflictos armados o guerras, sí se encuentran en una posición privilegiada para contrarrestar el escalamiento de la violencia y aportar, así, a la construcción y consolidación de la paz”, Rousbeth Legatis
Escogí visitar Uganda por la situación estratégica del país. Pues además de haber albergado un conflicto durante más de 20 años en su propio seno, Uganda colinda con otras naciones víctimas de la violencia. Sudán ha alcanzado quizás el mayor grado de mediatización en los últimos años por el drama de los refugiados de Darfur, más de un millón de personas que han sido desplazadas desde que en 2003 empezaran los combates entre los grupos rebeldes y las milicias progubernamentales.
La violencia en este país, sin embargo, no nace con el conflicto de Darfur. Las dos guerras civiles anteriores hicieron también estragos. En la vecina República Democrática del Congo los enfrentamientos desde 1998 han situado a este país como el que causado más víctimas desde la II Guerra Mundial, 5, 4 millones, según Oxfam Internacional. El genocidio ruandés, del que hoy pocos locales quieren hablar, es otro ejemplo de la violencia que ha castigado la zona.
“No entiendo porqué alguien como Àngels viaja a una zona como esa”, le decía a mi padre un conocido poco antes de que partiera de Cataluña. La zona de los Grandes Lagos sigue despertando miedo entre muchos europeos si bien países como Uganda o Ruanda son destinos mucho más seguros que otras naciones latinoamericanas, por ejemplo.
Para quienes creemos en el ser humano, entender la violencia es el primer paso para poder construir la paz. Para algunos periodistas utilizar los medios de comunicación para ello es, además, casi una obligación. Ruanda nos dio en 1994 uno de los casos más flagrantes de fomento del odio a través de los medios con las proclamas de la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas en contra de los tutsis.
Fue quizás el más atroz ejemplo de lo que se ha determinado en llamar hate media y que también se usó durante las guerras yugoslavas y en el régimen nazi. Precisamente por el impacto negativo que tuvieron los medios en estos escenarios, no es de extrañar que fuera en las repúblicas ex yugoslavas donde Naciones Unidas iniciara sus proyectos de comunicación para la paz en 1993.
El programa piloto de Unesco en esta zona se dedicó a proporcionar decenas de toneladas de equipamientos a medios electrónicos y equipos de oficina a agencias de noticias, al tiempo que formó periodistas para garantizar el pluralismo mediático. Tras esta primera experiencia el programa siguió en Ruanda, donde Unesco puso en marcha en 1994 la emisora “Agatasha”, con el apoyo de Reporteros sin Fronteras (RSF) para ayudar a los refugiados a encontrar a miembros de su familia perdidos, así como para difundir información básica sobre agua potable y alimentos.
Hoy, más de 15 años después, algunos países como Colombia -donde el conflicto ha castigado a miles de familias- albergan varios centenares de iniciativas de este tipo. Su propósito es usar los medios para pacificar las sociedades, lo que a menudo implica, la aceptación previa de la condición de víctimas.
Entre sus funciones están recuperar los espacios públicos que se han abandonado por el miedo a los actores armados, facilitar a los niños y jóvenes el relato de vivencias traumáticas, permitir el acceso de todos los grupos étnicos a los medios, construir ideas no violentas en áreas castigadas por el conflicto, fomentar el tejido social quebrado por la desconfianza a formar parte de uno u otro actor armado y promover valores pacíficos, entre otros.
En Uganda, Lydia Sekandi me explica que no existe un departamento de comunicación para la paz, a pesar del conflicto que ha castigado el país durante dos décadas. Sí existe, sin embargo, un departamento de comunicación para el desarrollo, de recién creación.
A diferencia de lo que implementa Naciones Unidas en otros países, aquí no utiliza la radio y la televisión como instrumentos para fomentar el desarrollo. Utiliza la comunicación humana. Analiza los hábitos y costumbres de las zonas con menos acceso a la salud y la educación para identificar como promoverlas.
“Por ejemplo en Karamoja sabemos que los niños no van a ir a la escuela a menos que puedan hacerlo a primera hora de la mañana o a última de la tarde cuando ya no son necesarios para trabajar. Sabiéndolo, hemos habilitado escuelas en estos horarios”, me explica Lydia Sekandi.
Sucede algo parecido con la salud. La única forma de lograr unir a algunas comunidades para formar la prevención es después de las misas. “Hemos optado para hacer los talleres en ese momento”, agrega la oficial de comunicación de Unicef.
Humana, radial o televisiva, la comunicación es un potente instrumento para lograr cambios. Depende solo de cómo queramos contar la verdad el que se fomente el enfrentamiento o la comprensión.
“Si bien los periodistas desplegados en zonas de crisis no pueden hacer la paz en conflictos armados o guerras, sí se encuentran en una posición privilegiada para contrarrestar el escalamiento de la violencia y aportar, así, a la construcción y consolidación de la paz”, Rousbeth Legatis
jueves, 14 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Amarillos
Hay un momento en toda experiencia en que aparece alguien especial, esa persona con la que compartes de inmediato una misma sintonía vital. A veces llega al final de tu estancia. Otras eres afortunado y te cruzas con ella al poco tiempo de estar en el país.
Hombres, mujeres, amigos, amantes. Poco importa la categoría para quienes no creemos en las etiquetas. Puede que, tras el encuentro inicial, sentemos una amistad de años o que simplemente compartamos con ellos unos minutos de nuestra vida. Los conocemos como amarillos. Son en realidad, cómplices. Sujetos que, con distintos ojos, leen la realidad de una forma muy parecida a la nuestra.
Acabo de encontrarme con Christopher Eruti, un periodista con más de 20 años de experiencia en fotografía y documentales, director de la productora Africaazi Limited. Le conocí de casualidad hace dos días en una de las visitas que estoy haciendo a diferentes organizaciones locales e internacionales.
Quedar con alguien en esta ciudad es todo un reto. Los encuentros se posponen y posponen, o se anulan o simplemente una de las dos partes no se presenta. Cuando conocí a Christopher venía justamente de un intento fracasado de encontrarme con el presidente de la asociación de periodistas, Joshua Kalimpa, a quien esperé durante una hora en 1.000 Cups of Coffee, un agradable bar de la calle Buganda.
Imaginé que Joshua no vendría ya que me había cambiado dos veces la cita, así que me tomé el encuentro como la oportunidad de tomar buen café y leer el periódico. Después de una hora en el bar me fui a visitar Unicef, que tiene un departamento dedicado a al comunicación para el desarrollo, y otra organización. Fue allí donde conocí a Christopher. Me pasó su correo y quedamos en que le escribiría para vernos e intercambiar experiencias periodísticas.
Cuando hoy me he encontrado con él he sabido desde el primer instante que no se trataba de uno más de estos periodistas informales. Christopher estaba en la cafetería que hay debajo de mi oficina antes de la hora prevista. Hemos conectado desde el primer momento. Me ha contado su trayectoria y se ha ofrecido a llevarme a visitar su productora.
De camino a las afueras de Kampala, donde tienen las oficinas, le pregunto sobre los reportajes que ha realizado hasta el momento. Minorías étnicas, niños soldados reclutados por el LRA que apenas hablan, jóvenes con Sida…
- ¿Qué entrevista es la que más recuerdas?
- (Se ríe). Todas ellas son emocionantes. La vida es emocionante
- ¿Pero algún momento que recuerdes en especial?
- Puede que el instante más increíble no suceda mientras grabas.
Me doy cuenta pronto que Christopher es de la cofradía de quienes creemos en las historias. De los que huimos de los análisis –políticos, económicos,…- para buscar historias humanas. Somos fanáticos de la crónica. Y escogimos esta profesión porque es la única que nos permite vivir dos vidas: la nuestra y la de todos aquellos con los que nos cruzamos para explicar la realidad.
Durante el trayecto me va explicando el paisaje que nos rodea. Cruzamos los barrios de Namumngo, Muyenga y Bugolobi. Pasamos cerca de los suburbios donde malviven miles de familias. Me cuenta sobre los pésimos planes urbanísticos del actual Gobierno que han convertido Kampala en el caos que es. Visitamos el Tank Hill, la montaña desde donde se bombea el agua del Lago Victoria a la capital.
Llegamos a la productora, donde trabajan otras cuatro personas que están inmersos en la edición de una serie que acaban de ofrecer a dos televisiones nacionales para promover la prevención de enfermedades. “El Gobierno no gasta todo lo que debería en la salud, lo cual es absurdo porque muchas de las enfermedades que padecemos podrían curarse solo si la población estuviera informada”, me cuenta.
“Lo sé, Christopher pero por desgracia el presupuesto del Ministerio de Salud suele ser de los más bajos en todos los países en desarrollo”. Me muestra las oficinas, hablamos un poco más y luego nos vamos. De vuelta me lleva a visitar otra organización, a la que llegamos después de cruzarnos con vacas y cabras por un camino de piedras. Caminar estas tierras es un placer sin límites.
Después de conocer al director de la ONG me trae de vuelta al centro de la ciudad. Hablamos de los Karimojong y del placer de fotografiar sus rostros. Son ciudadanos de tribus antiguas y costumbres ancestrales que viven en cabañas y solo se cubren parte de su cuerpo. “¿Se dejan fotografiar sin problema?”, le pregunto. “Sí, les encanta, saben que son fotogénicos”.
Seguimos hablando hasta que llegamos al centro. Nos encontraremos pronto de nuevo, cuando me traiga en un DVD alguno de los documentales que ha realizado. Le agradezco la visita y el tiempo compartido. Siempre es un placer encontrarse con amarillos.
A Lidia, amarilla incondicional
Hombres, mujeres, amigos, amantes. Poco importa la categoría para quienes no creemos en las etiquetas. Puede que, tras el encuentro inicial, sentemos una amistad de años o que simplemente compartamos con ellos unos minutos de nuestra vida. Los conocemos como amarillos. Son en realidad, cómplices. Sujetos que, con distintos ojos, leen la realidad de una forma muy parecida a la nuestra.
Acabo de encontrarme con Christopher Eruti, un periodista con más de 20 años de experiencia en fotografía y documentales, director de la productora Africaazi Limited. Le conocí de casualidad hace dos días en una de las visitas que estoy haciendo a diferentes organizaciones locales e internacionales.
Quedar con alguien en esta ciudad es todo un reto. Los encuentros se posponen y posponen, o se anulan o simplemente una de las dos partes no se presenta. Cuando conocí a Christopher venía justamente de un intento fracasado de encontrarme con el presidente de la asociación de periodistas, Joshua Kalimpa, a quien esperé durante una hora en 1.000 Cups of Coffee, un agradable bar de la calle Buganda.
Imaginé que Joshua no vendría ya que me había cambiado dos veces la cita, así que me tomé el encuentro como la oportunidad de tomar buen café y leer el periódico. Después de una hora en el bar me fui a visitar Unicef, que tiene un departamento dedicado a al comunicación para el desarrollo, y otra organización. Fue allí donde conocí a Christopher. Me pasó su correo y quedamos en que le escribiría para vernos e intercambiar experiencias periodísticas.
Cuando hoy me he encontrado con él he sabido desde el primer instante que no se trataba de uno más de estos periodistas informales. Christopher estaba en la cafetería que hay debajo de mi oficina antes de la hora prevista. Hemos conectado desde el primer momento. Me ha contado su trayectoria y se ha ofrecido a llevarme a visitar su productora.
De camino a las afueras de Kampala, donde tienen las oficinas, le pregunto sobre los reportajes que ha realizado hasta el momento. Minorías étnicas, niños soldados reclutados por el LRA que apenas hablan, jóvenes con Sida…
- ¿Qué entrevista es la que más recuerdas?
- (Se ríe). Todas ellas son emocionantes. La vida es emocionante
- ¿Pero algún momento que recuerdes en especial?
- Puede que el instante más increíble no suceda mientras grabas.
Me doy cuenta pronto que Christopher es de la cofradía de quienes creemos en las historias. De los que huimos de los análisis –políticos, económicos,…- para buscar historias humanas. Somos fanáticos de la crónica. Y escogimos esta profesión porque es la única que nos permite vivir dos vidas: la nuestra y la de todos aquellos con los que nos cruzamos para explicar la realidad.
Durante el trayecto me va explicando el paisaje que nos rodea. Cruzamos los barrios de Namumngo, Muyenga y Bugolobi. Pasamos cerca de los suburbios donde malviven miles de familias. Me cuenta sobre los pésimos planes urbanísticos del actual Gobierno que han convertido Kampala en el caos que es. Visitamos el Tank Hill, la montaña desde donde se bombea el agua del Lago Victoria a la capital.
Llegamos a la productora, donde trabajan otras cuatro personas que están inmersos en la edición de una serie que acaban de ofrecer a dos televisiones nacionales para promover la prevención de enfermedades. “El Gobierno no gasta todo lo que debería en la salud, lo cual es absurdo porque muchas de las enfermedades que padecemos podrían curarse solo si la población estuviera informada”, me cuenta.
“Lo sé, Christopher pero por desgracia el presupuesto del Ministerio de Salud suele ser de los más bajos en todos los países en desarrollo”. Me muestra las oficinas, hablamos un poco más y luego nos vamos. De vuelta me lleva a visitar otra organización, a la que llegamos después de cruzarnos con vacas y cabras por un camino de piedras. Caminar estas tierras es un placer sin límites.
Después de conocer al director de la ONG me trae de vuelta al centro de la ciudad. Hablamos de los Karimojong y del placer de fotografiar sus rostros. Son ciudadanos de tribus antiguas y costumbres ancestrales que viven en cabañas y solo se cubren parte de su cuerpo. “¿Se dejan fotografiar sin problema?”, le pregunto. “Sí, les encanta, saben que son fotogénicos”.
Seguimos hablando hasta que llegamos al centro. Nos encontraremos pronto de nuevo, cuando me traiga en un DVD alguno de los documentales que ha realizado. Le agradezco la visita y el tiempo compartido. Siempre es un placer encontrarse con amarillos.
A Lidia, amarilla incondicional
miércoles, 13 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Un extra para el fin de semana
Hay algo de increíblemente sensual en la forma como llueve en Uganda. Las descargas, como la vida local, nunca son moderadas. Asoman las nubes y de repente cae un chaparrón. Llueve a cántaros a veces durante dos horas. Otras veces a lo largo de toda la noche. Observarlo, desde la ventana, se convierte en todo un espectáculo de la naturaleza. Las ansias de control del ser humano carecen de sentido en esta tierra.
Son las cinco de la tarde. Acaba de llover. Se nota en los ríos de agua roja que circulan por los caminos. Se percibe en el aire. Pero sobre todo se nota en las calles, donde el ya de por sí caótico centro se convierte en un laberinto de imposibles. El Old Taxi Park supura barro, por lo que no quiero ni pensar en asomarme por ahí. Fisher se ofrece a llevarme a casa. Se lo agradezco.
La aventura de cruzar Kampala después de un mar de lluvia no es tarea fácil. Tardamos una hora en alcanzar el albergue. Nada comparado con las 3 horas que ayer tardó Fisher en llegar a su casa. “Todas las calles estaban cortadas”, me cuenta. “Me llamó primero mi hermano para que no cogiera la ruta habitual. Luego mi mujer para que me desviara del nuevo trayecto. Al final tuve que rodear la ciudad”, me cuenta.
En España no estamos acostumbrados a la nieve. Cuando nieva calles, aeropuertos y servicios públicos se saturan. En Uganda no están acostumbrados a la lluvia. La diferencia yace en que la lluvia, a diferencia de la nieve en Europa, es un fenómeno habitual en este país.
Mientras circulamos a diez kilómetros por hora se sitúan en los cruces unos graciosos ugandeses vestidos de blanco con botas altas y visibles calcetines. Son policías de tránsito intentando poner orden donde impera el desorden a diario. Rodeados por boda-bodas que burlan el sentido del tráfico y matatus que circulan en calles sin semáforos, ellos sostienen una señal de pocos centímetros de largo en la mano. A un lado: circulen. Al otro: stop. Sencillas imágenes para ordenar ese caos. ¿Resultado? Un atasco monumental.
Viendo el panorama pienso en los sueldos que probablemente cobren los policías, algo que sin duda condiciona el trabajo. Tanto en Perú como en Guatemala los salarios bajos son la causa de que los sobornos y la corrupción sean tan latentes. También Uganda sufre la misma lacra.
Lo vi pocos días después de llegar, un día que pararon a Fisher de regreso de la oficina. Le hicieron bajar y mostrar los documentos. Cuando después de unos 10 minutos regresó riéndose al coche, le pregunté qué querían:
- Nada, su ración para el fin de semana, me contestó.
Era viernes.
martes, 12 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Una tarde en la Universidad Makerere
A pocos kilómetros del centro de Kampala se alza la universidad Makerere, la que fue una de las casas de estudios superiores más prestigiosas de África. Las grandes puertas, situadas al inicio de una colina que no hace más que elevarse a medida que se extiende el campus, dan fe de esa época de oro. Una época que, sin embargo, hoy parece haberse desvanecido.
Hacía días que quería visitar la facultad de Comunicación de esta universidad, donde existe también un interesante Centro de Resolución de Conflictos. Hablándolo la noche del lunes con Kamilah, una chica de Trinidad y Tobago que recorre parte del continente evaluando las políticas de desarrollo, decidimos aprovechar el día de hoy para ir.
A pocos metros de la entrada encontramos la facultad de Derecho, de la que forma parte el Centro de Derechos Humanos y Paz. Nos recibe la administradora, una señora despeinada que no entiende muy bien qué queremos, no sabe darnos un listado del profesorado de la facultad ni nos puede imprimir los horarios de las clases. Pero nos habla de las publicaciones que se realizan en este centro, nos regala alguna de éstas y nos dice donde encontrar al profesor Sam B. Tindifa.
Especialista en derecho, Tindifa ha escrito sobre procedimientos criminales, torturas y derechos humanos. Es experto, entre otras cosas, en conflictos, gobernanza y derechos indígenas. Ha sido consultor del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), así como secretario del Instituto Panafricano y del Grupo Internacional de los Derechos para las Minorías.
Cuando entramos a su despacho, nos encontramos a un señor tímido, al que le cuesta hablar, sentado en un despacho donde se acumulan hojas en el suelo y algunos libros están cerrados con llave en un armario horizontal en la parte alta del cubículo. Le preguntamos algunas cosas sobre el conflicto en el norte que no entiende muy bien. "¿Es usted experto en conflictos, verdad profesor?" Bueno, yo soy abogado. Suspiro. Miro a Kamilah y mientras nos busca algunas publicaciones escondemos una risa de cómplice paciencia.
La tarea le tomará un par de horas a Tindifa, así que nos dará los documentos cuando terminemos el tour por la universidad. Me dirijo a la Facultad de Artes, donde se sitúa el departamento de Medios de Comunicación. Le pregunto a la recepcionista por el director. Me mira extrañada y después de darle una larga explicación sobre la persona a la que busco me lleva a la ‘oficina del coordinador’.
Encuentro a Iván Lukanda sentado detrás de un escritorio donde comparte conversación con uno de los catedráticos. La mesa está repleta de comida. En el escritorio de al lado una joven musulmana sostiene una magdalena. Les explican por qué estoy allí, recogen las cosas y me ofrecen sentarme. El maestro se traslada a un sofá que hay en la sala, se sienta con las piernas estiradas –tal cual en su casa- y deja la Coca-cola a un lado. Logro que Iván me cuente un poco sobre los programas que desarrolla la universidad.
Al rato le pregunto si puedo conocer alguno de los catedráticos que siga ejerciendo el periodismo. “Verá, es que la mayoría de nuestros maestros ya no son periodistas activos”. Suspiro. Me señala al profesor sentado en el sofá. Él era editor del News Vision pero ya no. Le pregunto si se pueden visitar las redacciones de este y otro periódico. Me dice que sin duda y me da los contactos de algunos responsables que siguen en activo.
Sigo hablando con Iván para averiguar los nombres de algunos periodistas de referencia en el país. El coordinador del Departamento de Comunicación no sabe. O no se acuerda. Parece que le esté hablando sobre teorías Macro económicas. Poco antes de irme me pregunta de donde soy. ¿España? ¿Hay buenas escuelas de periodismo que enseñen en inglés allí?
Suspiro…
Me acuerdo entonces que a menudo los periódicos ugandeses no publican las informaciones del día anterior. Sino las de hace dos días. O tres. O el fin de semana anterior. Algo aparentemente contradictorio deja de serlo aquí ¿O acaso tiene sentido hablar de actualidad en un mundo sin tiempo?
lunes, 11 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Hijo entre hijos
Uganda tiene más de dos millones de niños huérfanos. Muchos de ellos perdieron a los padres como consecuencia del Sida. Otros simplemente fueron abandonados. Los familiares que los acogen a menudo no tienen suficiente dinero para pagarles la escuela, de manera que tienen que ingresar pronto al mercado laboral. Informal, casi siempre.
En el otro extremo, hay quienes nacen rodeados de hermanos y de madres. Son hijos de ugandeses que se han casado con varias mujeres. Miembros de hogares donde a menudo conviven hasta veinticinco hermanos. La suerte de estos niños, aparentemente mejor que quienes crecen huérfanos, no siempre es un paraíso de afecto. Sobre todo cuando tras un matrimonio múltiple la progenitora muere.
Es el caso de Tony, un joven de Entebbe que perdió a su madre con tan solo cinco años. “Mi infancia no fue ni muy buena ni muy mala”, nos cuenta durante un día de trabajo. “Cuando ella murió mi padre se hizo cargo de mí pero solo durante un par de años. Recuerdo perfectamente que a los siete me sentó y me dijo que no me iba a pagar nada más. Que tenía que aprender a vivir solo”.
Durante algún tiempo Tony siguió yendo a la escuela. En los mediodías iba a casa a comer pero a menudo no encontraba nada. “A veces llegaba a las 12 y mis madrastras me decían que la comida no estaba lista, que regresara a la 1. Cuando volvía, ya habían comido. Y no solo no había quedado nada sino que además tenía que lavar los platos”, nos cuenta.
Al maltrato psicológico se sumaron durante una época también los golpes. “Recuerdo mucho esa época en que mis madrastras me maltrataron. No fue fácil”, revela, tras agregar que “no había mucho azúcar en casa en esa época”. Los ugandeses se refieren al azúcar como nosotros al pan. Dos formas distintas de aludir a la misma realidad: la pobreza.
Con el tiempo logró encontrar trabajo y financiarse los estudios en Ciencias Sociales. Su padre no le volvió a ayudar jamás. Gestor de proyectos de una organización social, hoy Tony habla de él sin ningún tipo de rencor. “Sé que lo hizo por mí, para que aprendiera a vivir”, cuenta entusiasta. Algunos de sus hermanos viven en la misma ciudad. Se los encuentra a menudo. Casi todos ocupan puestos de menos responsabilidad que él.
Habitualmente sonriente, Tony entristece algo cuando habla de su pasado. Pienso que una parte de él debe celebrar el presente, los logros y la superación. La otra, sin embargo, probablemente recuerde con pesar ese túnel llamado infancia a la que considera “no muy buena ni muy mala”. Sin duda una forma muy optimista de referirse a una época poco alentadora.
domingo, 10 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Una venda y a correr
África es un paraíso para quienes tengan vocación médica. Las deficientes instalaciones y la escasez de materiales en los hospitales públicos convierten este sector en uno de los más necesitados. De ahí que muchos médicos europeos a punto de graduarse vengan a pasar una temporada al continente.
La estancia, un apoyo para los médicos locales, acaba siendo a menudo un reto personal para los futuros profesionales. “He visto las cosas más alucinantes de mi vida”, me cuenta Álex, un alemán de 26 años que trabaja en el hospital de Kampala.
Después de pasar dos meses aquí, me explica que lo soporta porque trabaja solo 4 días a la semana y el resto lo ha dedicado a recorrer el país. “Es un aprendizaje increíble porque aquí hacen con las manos y un bisturí lo que nosotros hacemos con veinte instrumentos, lo cual te hace valorar nuestra tecnología”, me explica emocionado.
“Pero por otro lado es muy duro ver lo poco que les importa a veces a los médicos la vida de la gente”, agrega. “Sé que en este país el tiempo no es una medida válida pero cuando se trata de la salud unos segundos le pueden salvar la vida a alguien”, se lamenta.
Me cuenta luego que esa misma semana llegó al hospital un paciente con una grave herida. Solo un hilo de carne separaba el brazo del antebrazo. “Le pusieron una venda y lo mandaron de vuelta a la calle”, me explica atónito. “A veces he pegado cuatro gritos a las enfermeras porque simplemente no puedo verlas caminar con esa tranquilidad cuando los pasillos están repletos de enfermos”, agrega indignado.
“¿Sabes? Sé que es cruel e incluso yo alucino al pensarlo, pero a veces cuando veo alguien con una herida grave pienso que mejor no se la curen y le dejen morir. Porque si regresa a la calle, no solo tendrá que ingeniárselas de nuevo para comer sino que, además, probablemente no puede volver a caminar bien nunca”.
Me mira como pidiendo mi aprobación. Pero solo me encuentra mirando al horizonte. Intentando buscar respuestas que tampoco yo puedo darle.
La estancia, un apoyo para los médicos locales, acaba siendo a menudo un reto personal para los futuros profesionales. “He visto las cosas más alucinantes de mi vida”, me cuenta Álex, un alemán de 26 años que trabaja en el hospital de Kampala.
Después de pasar dos meses aquí, me explica que lo soporta porque trabaja solo 4 días a la semana y el resto lo ha dedicado a recorrer el país. “Es un aprendizaje increíble porque aquí hacen con las manos y un bisturí lo que nosotros hacemos con veinte instrumentos, lo cual te hace valorar nuestra tecnología”, me explica emocionado.
“Pero por otro lado es muy duro ver lo poco que les importa a veces a los médicos la vida de la gente”, agrega. “Sé que en este país el tiempo no es una medida válida pero cuando se trata de la salud unos segundos le pueden salvar la vida a alguien”, se lamenta.
Me cuenta luego que esa misma semana llegó al hospital un paciente con una grave herida. Solo un hilo de carne separaba el brazo del antebrazo. “Le pusieron una venda y lo mandaron de vuelta a la calle”, me explica atónito. “A veces he pegado cuatro gritos a las enfermeras porque simplemente no puedo verlas caminar con esa tranquilidad cuando los pasillos están repletos de enfermos”, agrega indignado.
“¿Sabes? Sé que es cruel e incluso yo alucino al pensarlo, pero a veces cuando veo alguien con una herida grave pienso que mejor no se la curen y le dejen morir. Porque si regresa a la calle, no solo tendrá que ingeniárselas de nuevo para comer sino que, además, probablemente no puede volver a caminar bien nunca”.
Me mira como pidiendo mi aprobación. Pero solo me encuentra mirando al horizonte. Intentando buscar respuestas que tampoco yo puedo darle.
sábado, 9 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Pobres pero bellos y conectados
No importe que se encuentren en un centro comercial o que las rodee un cúmulo de basura, las mujeres africanas no abandonan nunca su imagen. Cuidan sus ropas pero sobre todo su pelo. Quizás por ello no resulte extraño encontrarse con salones de belleza en cualquier esquina del país.
Los beauty salons pueblan no solo la capital sino también los caminos. Son pequeños cubículos hechos de madera. Espacios casi unipersonales donde las mujeres pueden pasarse el día entero dejándose trenzar el pelo. Destartalados cobertizos donde unas cortinas separan la realidad del país de la ficción del alisado africano.
Muchos forman parte de Angels, una franquicia de peluquerías que se extiende por todo el territorio nacional. Otros le rinden homenaje a Obama en carteles donde comparte escena con Dios. Las referencias al ser supremo suelen estar presentes también en inscripciones detrás de los matatus, como si hubiera que encomendarse a Dios para justificar la conducción de los ugandeses.
En la carretera que une Entebbe con Kampala los salones de belleza se suceden, en ocasiones, cada diez metros. Encarnan las contradicciones de un país donde tampoco faltan nunca los teléfonos móviles. Solo algunos hemos decidido prescindir de él, algo que se hace difícil de asumir para muchos.
- ¿Cuándo vas a conseguirte un móvil?, me preguntaban al principio en la oficina
- No voy a comprarme ninguno
- ¿Por qué? ¿Cómo te vas a contactar si te pasa algo?
- Hay teléfonos públicos en todas partes, en la oficina y en el albergue. No lo necesito.
- Pero…
- No lo necesito. No aquí. No en este momento.
Los móviles, como los televisores, son elementos difíciles de entender en el Tercer Mundo, donde uno diría que existen necesidades mucho más latentes. Para ellos parece no ser así. En cualquier calle se pueden encontrar negocios de telefonía. Y en todos los rincones abundan vendedores de Air time, o lo que es lo mismo, tarjetas para recargar el móvil.
Sus vendedores son de los que se introducen en las ventanillas de los matatus mientras esperas que arranque el vehículo y gritan consecutivamente en un inglés africano que me costó entender: Air time, air time, air time. En las calles del centro de Kampala quienes venden las mismas tarjetas de la compañía MTN visten, además, unos chalecos amarillos.
Junto a estos vendedores callejeros a menudo es fácil encontrarse con guardias armados. Suelen custodiar, con sus artefactos, la entrada de algunos bancos. Tardé varios días en darme cuenta de que no me generaba sorpresa la presencia de estos escoltas de edificios. Hasta que en algún momento vi pasar coches de policía con agentes armados en la parte trasera.
Me acordé de Guatemala, donde era habitual ver escenas parecidas. Y pensé en Xili, mi querida amiga venezolana que tras viajar a Marruecos me repetía: estoy sorprendida de cuánto se parecen los Terceros Mundos. Es cierto, la pobreza suele afectar, de forma similar, las mismas estructuras, las clases más bajas, los barrios más desfavorecidos.
Al cambiar de continente, sin embargo, algo te permite volver a gozar de la inocencia del lugar nuevo. Las primeras sensaciones son siempre demasiado intensas para asimilar todo lo que ves. Las imágenes iniciales de Uganda te pueden llegar a abrumar. Con los días, sin embargo, aprendes a mirar.
Hoy tengo clarísimo que para descubrir África hay que mirarla de más a menos. De lo general a lo pequeño. Lo macro te da perspectiva. Pero es en los detalles donde encuentras la esencia, el ingrediente con el que se construye la memoria de los viajes.
Los beauty salons pueblan no solo la capital sino también los caminos. Son pequeños cubículos hechos de madera. Espacios casi unipersonales donde las mujeres pueden pasarse el día entero dejándose trenzar el pelo. Destartalados cobertizos donde unas cortinas separan la realidad del país de la ficción del alisado africano.
Muchos forman parte de Angels, una franquicia de peluquerías que se extiende por todo el territorio nacional. Otros le rinden homenaje a Obama en carteles donde comparte escena con Dios. Las referencias al ser supremo suelen estar presentes también en inscripciones detrás de los matatus, como si hubiera que encomendarse a Dios para justificar la conducción de los ugandeses.
En la carretera que une Entebbe con Kampala los salones de belleza se suceden, en ocasiones, cada diez metros. Encarnan las contradicciones de un país donde tampoco faltan nunca los teléfonos móviles. Solo algunos hemos decidido prescindir de él, algo que se hace difícil de asumir para muchos.
- ¿Cuándo vas a conseguirte un móvil?, me preguntaban al principio en la oficina
- No voy a comprarme ninguno
- ¿Por qué? ¿Cómo te vas a contactar si te pasa algo?
- Hay teléfonos públicos en todas partes, en la oficina y en el albergue. No lo necesito.
- Pero…
- No lo necesito. No aquí. No en este momento.
Los móviles, como los televisores, son elementos difíciles de entender en el Tercer Mundo, donde uno diría que existen necesidades mucho más latentes. Para ellos parece no ser así. En cualquier calle se pueden encontrar negocios de telefonía. Y en todos los rincones abundan vendedores de Air time, o lo que es lo mismo, tarjetas para recargar el móvil.
Sus vendedores son de los que se introducen en las ventanillas de los matatus mientras esperas que arranque el vehículo y gritan consecutivamente en un inglés africano que me costó entender: Air time, air time, air time. En las calles del centro de Kampala quienes venden las mismas tarjetas de la compañía MTN visten, además, unos chalecos amarillos.
Junto a estos vendedores callejeros a menudo es fácil encontrarse con guardias armados. Suelen custodiar, con sus artefactos, la entrada de algunos bancos. Tardé varios días en darme cuenta de que no me generaba sorpresa la presencia de estos escoltas de edificios. Hasta que en algún momento vi pasar coches de policía con agentes armados en la parte trasera.
Me acordé de Guatemala, donde era habitual ver escenas parecidas. Y pensé en Xili, mi querida amiga venezolana que tras viajar a Marruecos me repetía: estoy sorprendida de cuánto se parecen los Terceros Mundos. Es cierto, la pobreza suele afectar, de forma similar, las mismas estructuras, las clases más bajas, los barrios más desfavorecidos.
Al cambiar de continente, sin embargo, algo te permite volver a gozar de la inocencia del lugar nuevo. Las primeras sensaciones son siempre demasiado intensas para asimilar todo lo que ves. Las imágenes iniciales de Uganda te pueden llegar a abrumar. Con los días, sin embargo, aprendes a mirar.
Hoy tengo clarísimo que para descubrir África hay que mirarla de más a menos. De lo general a lo pequeño. Lo macro te da perspectiva. Pero es en los detalles donde encuentras la esencia, el ingrediente con el que se construye la memoria de los viajes.
viernes, 8 de octubre de 2010
Diario de Uganda: En la tierra de Calima
Cuando abrí este blog, en agosto de 2008 lo bauticé con dos palabras en ese momento imprescindibles para mí: el viaje, resumen de la necesidad por descubrir lo ajeno, y la calima, un fenómeno atmosférico que típico de algunos países africanos y que observé por primera vez estando en Lanzarote. Viaje a kalima sentenciaba una forma de vida y un sueño anhelado. El camino. Y el destino. El trayecto. Y el continente.
Hoy, cuando escribo desde la tierra de calima, las letras que dieron nombre a este espacio alcanzan doble sentido. Pues África no se puede entender sin su cielo. Sin el aire, que es el elemento donde se cobija la vida. De día su suplo permite que viajen las esencias y el ambiente se impregne de olores. De noche, aleja cualquier obstáculo que impida observar el horizonte. Y entonces el cielo estrellado se convierte en un espectáculo infinito.
La calma de esa hora, en la que muchos duermen ya en el albergue, hace que a menudo pase los últimos minutos del día en la terraza. Simplemente mirando hacia arriba. Tan solo tomando consciencia de un deseo hecho realidad. Son momentos de profunda lucidez. A veces de análisis. Pero sobre todo de contemplación. El pensar en la fugacidad del tiempo me hace querer absorber doblemente cada minuto de África.
En ocasiones recuerdo cuando el pasado verano pintaba en casa. En otra azotea pero también al aire libre. Muchas veces, para hacer más ameno el trabajo con el pincel, pensaba en este continente. Me imaginaba aquí aunque sin concretar expectativas. Pues finalmente las cosas imaginadas nunca son como creíamos. Raramente suceden como las pensamos. Pero suceden. Si de verdad queremos, suceden.
Al compartir con los amigos la estancia en este continente me doy cuenta de que son muchos los que sienten los mismos deseos de conocer esta tierra. Algunos me dicen: “Àngels, cumpliste, estás en África”. Cumplí. No porqué se lo debiera a nadie. Ni siquiera a mi misma. Simplemente porqué la única forma de emprender viaje es haciendo maletas.
Muchas noches sintiendo el roce de la brisa nocturna me alegro de la decisión tomada al decidir pisar este continente. En muchos aspectos África es dura y no siempre complaciente. En otros, es profundamente seductora. Puede que no tenga puntos medios. Quizás no deba tenerlos. Lo racional, finalmente, es solo un intento del hombre por ordenar la realidad. Lo irracional es lo que brota de forma espontánea. El cielo de noche. Las estrellas. El viaje hecho realidad a la tierra de Kalima.
Muchas cosas, dentro de mí han cambiado desde que inicié este blog. Una sola queda intacta. La necesidad de escribir. Entonces, hace más de dos años, acudía a un genio peruano, Julio Ramón Ribeyro, para resumir esta inquietud con las palabras. Hoy, en homenaje a otro genio del mismo país que acaba de ser galardonado con el máximo premio de las Letras, quisiera recuperar ese fragmento para explicar por qué algunos no entendemos la vida sin las letras:
“No se escribe por una razón, sino por varias, cuya importancia varía según las épocas y el estado espiritual del escritor. Personalmente, y sin que el orden implique prioridad, escribo porque es lo único que me gusta hacer; porque es lo más personal que puedo ofrecer (aquello en lo que no puedo ser reemplazado); porque me libera de una serie de tensiones, depresiones, inhibiciones; por costumbre; por descubrir, por conocer algo que la escritura revela y no el pensamiento; por lograr una bella frase; por volver memorable, aunque sea para mí, lo efímero; por la sorpresa de ver surgir un mundo del encadenamiento de signos convencionales que uno traza sobre el papel; por indignación, por piedad, por nostalgia y por muchas otras cosas más”. Julio Ramón Ribeyro
Hoy, cuando escribo desde la tierra de calima, las letras que dieron nombre a este espacio alcanzan doble sentido. Pues África no se puede entender sin su cielo. Sin el aire, que es el elemento donde se cobija la vida. De día su suplo permite que viajen las esencias y el ambiente se impregne de olores. De noche, aleja cualquier obstáculo que impida observar el horizonte. Y entonces el cielo estrellado se convierte en un espectáculo infinito.
La calma de esa hora, en la que muchos duermen ya en el albergue, hace que a menudo pase los últimos minutos del día en la terraza. Simplemente mirando hacia arriba. Tan solo tomando consciencia de un deseo hecho realidad. Son momentos de profunda lucidez. A veces de análisis. Pero sobre todo de contemplación. El pensar en la fugacidad del tiempo me hace querer absorber doblemente cada minuto de África.
En ocasiones recuerdo cuando el pasado verano pintaba en casa. En otra azotea pero también al aire libre. Muchas veces, para hacer más ameno el trabajo con el pincel, pensaba en este continente. Me imaginaba aquí aunque sin concretar expectativas. Pues finalmente las cosas imaginadas nunca son como creíamos. Raramente suceden como las pensamos. Pero suceden. Si de verdad queremos, suceden.
Al compartir con los amigos la estancia en este continente me doy cuenta de que son muchos los que sienten los mismos deseos de conocer esta tierra. Algunos me dicen: “Àngels, cumpliste, estás en África”. Cumplí. No porqué se lo debiera a nadie. Ni siquiera a mi misma. Simplemente porqué la única forma de emprender viaje es haciendo maletas.
Muchas noches sintiendo el roce de la brisa nocturna me alegro de la decisión tomada al decidir pisar este continente. En muchos aspectos África es dura y no siempre complaciente. En otros, es profundamente seductora. Puede que no tenga puntos medios. Quizás no deba tenerlos. Lo racional, finalmente, es solo un intento del hombre por ordenar la realidad. Lo irracional es lo que brota de forma espontánea. El cielo de noche. Las estrellas. El viaje hecho realidad a la tierra de Kalima.
Muchas cosas, dentro de mí han cambiado desde que inicié este blog. Una sola queda intacta. La necesidad de escribir. Entonces, hace más de dos años, acudía a un genio peruano, Julio Ramón Ribeyro, para resumir esta inquietud con las palabras. Hoy, en homenaje a otro genio del mismo país que acaba de ser galardonado con el máximo premio de las Letras, quisiera recuperar ese fragmento para explicar por qué algunos no entendemos la vida sin las letras:
“No se escribe por una razón, sino por varias, cuya importancia varía según las épocas y el estado espiritual del escritor. Personalmente, y sin que el orden implique prioridad, escribo porque es lo único que me gusta hacer; porque es lo más personal que puedo ofrecer (aquello en lo que no puedo ser reemplazado); porque me libera de una serie de tensiones, depresiones, inhibiciones; por costumbre; por descubrir, por conocer algo que la escritura revela y no el pensamiento; por lograr una bella frase; por volver memorable, aunque sea para mí, lo efímero; por la sorpresa de ver surgir un mundo del encadenamiento de signos convencionales que uno traza sobre el papel; por indignación, por piedad, por nostalgia y por muchas otras cosas más”. Julio Ramón Ribeyro
jueves, 7 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Diversidad de culto
Uganda es un país diverso en todos los sentidos posibles: en lenguas, etnias, rangos sociales y religiones. Tanto así que en una breve caminata uno puede cruzarse con quien exhibe las piernas sin tabú alguno como con vive escondido detrás de una tela, mostrando tan solo el espacio necesario de los ojos para poder ver. En ocasiones la severidad del burka se reduce y algunas mujeres muestran toda la cara.
El abanico de hábitos refleja la variedad de religiones que se profesa en Uganda, un país donde cerca de un 85% de la población es católica, un 12% musulmana y una minoría hinduista. Nadie esconde su devoción. En los lugares más populares se mezclan las músicas cristianas con los cánticos indios. Algunas tiendas del centro de la ciudad, donde se venden CDs con melodías religiosas, disponen de grandes altavoces en la calle. El culto a Dios empieza desde primera hora de la mañana. Y desde ese momento nos da los buenos días el bullicio de la ciudad.
Solo esta diversidad de religiones explicaría la variedad de templos que existen en la capital. Centros católicos como la catedral de Rubaga se mezclan con la antigua mezquita de Kampala, visible desde casi cualquier punto de la ciudad, y el templo Bahá’i, la casa de los seguidores del místico persa Bahá`u’llah.
Aunque la devoción, como tantas otras costumbres, no necesita de un espacio propio en Uganda. Una vieja gasolinera, con algunos metros cuadrados de césped, puede convertirse en el lugar ideal para el culto a Allah. Me doy cuenta de ello al salir del trabajo, cuando cruzo el Gran Hotel y veo a dos árabes rezando en el suelo.
De inmediato me acuerdo de un conocido que poco antes de salir de Cataluña me explicaba que los aviones de Saudi Arabian Airlines tienen siempre en pantalla la indicación de donde se encuentra la Meca. Y me acuerdo de la frase de Fisher, el pasado lunes, al preguntarle sobre el fin de semana.
- Lo pasé en casa y el domingo fuimos a la Iglesia. ¿Tu no vas, no? ¿A ti no te parece bien, verdad?
- Yo no voy pero yo respeto a todo el mundo, Fisher.
En un país profundamente devoto, pareciera que la única religión imposible es no tener religión.
El abanico de hábitos refleja la variedad de religiones que se profesa en Uganda, un país donde cerca de un 85% de la población es católica, un 12% musulmana y una minoría hinduista. Nadie esconde su devoción. En los lugares más populares se mezclan las músicas cristianas con los cánticos indios. Algunas tiendas del centro de la ciudad, donde se venden CDs con melodías religiosas, disponen de grandes altavoces en la calle. El culto a Dios empieza desde primera hora de la mañana. Y desde ese momento nos da los buenos días el bullicio de la ciudad.
Solo esta diversidad de religiones explicaría la variedad de templos que existen en la capital. Centros católicos como la catedral de Rubaga se mezclan con la antigua mezquita de Kampala, visible desde casi cualquier punto de la ciudad, y el templo Bahá’i, la casa de los seguidores del místico persa Bahá`u’llah.
Aunque la devoción, como tantas otras costumbres, no necesita de un espacio propio en Uganda. Una vieja gasolinera, con algunos metros cuadrados de césped, puede convertirse en el lugar ideal para el culto a Allah. Me doy cuenta de ello al salir del trabajo, cuando cruzo el Gran Hotel y veo a dos árabes rezando en el suelo.
De inmediato me acuerdo de un conocido que poco antes de salir de Cataluña me explicaba que los aviones de Saudi Arabian Airlines tienen siempre en pantalla la indicación de donde se encuentra la Meca. Y me acuerdo de la frase de Fisher, el pasado lunes, al preguntarle sobre el fin de semana.
- Lo pasé en casa y el domingo fuimos a la Iglesia. ¿Tu no vas, no? ¿A ti no te parece bien, verdad?
- Yo no voy pero yo respeto a todo el mundo, Fisher.
En un país profundamente devoto, pareciera que la única religión imposible es no tener religión.
miércoles, 6 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Sin mañana por vivir
Regresar a casa después de haber vivido un tiempo fuera, especialmente en países en vías de desarrollo, casi nunca es tarea fácil. Cambian nuestros intereses, cambian las concepciones de muchas cosas. Cambiamos nosotros, en definitiva. Por fortuna, cambiamos. Pues sin este cambio ningún viaje a cualquier destino, y más en el Tercer Mundo, tendría sentido.
Para algunos ugandeses el retorno a su país de origen a menudo supone el reto de aceptar una realidad que raramente les pertenece. Sus genes siguen vinculados a este mundo. Su familia. Su pasado en definitiva. Su futuro, sin embargo, no puede ser leído con los mismos ojos de quien ha crecido aquí. La pobreza les arrebata a muchos africanos el porvenir, lo que explica que el único tiempo real para ellos sea el presente.
Respetable filosofía con la qué vivir, el vislumbrar solo las horas próximas supone, a menudo, un obstáculo no solo para la economía sino también para el desarrollo social de un país. Me lo cuenta Maggie, la esposa de Sanders, quien enfrenta graves problemas para sacar adelante la escuela que han abierto en el interior del país.
- Es realmente difícil porque muchos ugandeses no saben pensar a largo plazo.
Sanders me cuenta después que es ella, más que él, quien echa de menos Holanda. Maggie afronta probablemente el más contradictorio de los estatus, considerarse una extraña en su propio país, algo con lo que tenemos que convivir quienes disfrutamos degustando pedazos de mundo. Exiliados voluntarios que en nada nos parecemos a quienes se ven obligados a abandonar su tierra por razones bélicas. Lo nuestro no deja de ser un capricho de la curiosidad. Lo suyo puede que sea el más maldito de los antojos del destino.
Mientras escucho a Maggie me acuerdo de Idi Amín, extremista en la defensa de la negritud, que expulsó a los 70.000 indios y paquistaníes que vivían en Uganda cuando llegó al poder, sacrificando así gran parte de la vida comercial e intelectual del país. Hoy muchos de ellos han regresado.
Es fácil observarles detrás de los mostradores de las tiendas, en los bancos, en restaurantes, haciendo negocios en las calles. A menudo tienen a cargo a varios ugandeses. Se mueven con rapidez. Fungen más como gestores que como empleados. Expertos en las finanzas, aprovechan el desasosiego de quienes no tienen la oportunidad de formarse. Aquellos que no sueñan en negocios porque simplemente no existe un mañana para ellos.
Para algunos ugandeses el retorno a su país de origen a menudo supone el reto de aceptar una realidad que raramente les pertenece. Sus genes siguen vinculados a este mundo. Su familia. Su pasado en definitiva. Su futuro, sin embargo, no puede ser leído con los mismos ojos de quien ha crecido aquí. La pobreza les arrebata a muchos africanos el porvenir, lo que explica que el único tiempo real para ellos sea el presente.
Respetable filosofía con la qué vivir, el vislumbrar solo las horas próximas supone, a menudo, un obstáculo no solo para la economía sino también para el desarrollo social de un país. Me lo cuenta Maggie, la esposa de Sanders, quien enfrenta graves problemas para sacar adelante la escuela que han abierto en el interior del país.
- Es realmente difícil porque muchos ugandeses no saben pensar a largo plazo.
Sanders me cuenta después que es ella, más que él, quien echa de menos Holanda. Maggie afronta probablemente el más contradictorio de los estatus, considerarse una extraña en su propio país, algo con lo que tenemos que convivir quienes disfrutamos degustando pedazos de mundo. Exiliados voluntarios que en nada nos parecemos a quienes se ven obligados a abandonar su tierra por razones bélicas. Lo nuestro no deja de ser un capricho de la curiosidad. Lo suyo puede que sea el más maldito de los antojos del destino.
Mientras escucho a Maggie me acuerdo de Idi Amín, extremista en la defensa de la negritud, que expulsó a los 70.000 indios y paquistaníes que vivían en Uganda cuando llegó al poder, sacrificando así gran parte de la vida comercial e intelectual del país. Hoy muchos de ellos han regresado.
Es fácil observarles detrás de los mostradores de las tiendas, en los bancos, en restaurantes, haciendo negocios en las calles. A menudo tienen a cargo a varios ugandeses. Se mueven con rapidez. Fungen más como gestores que como empleados. Expertos en las finanzas, aprovechan el desasosiego de quienes no tienen la oportunidad de formarse. Aquellos que no sueñan en negocios porque simplemente no existe un mañana para ellos.
martes, 5 de octubre de 2010
Diario de Uganda: armas, rituales y muerte
Fischer me recoge estos días un poco antes de lo habitual. Se está celebrando una conferencia regional sobre armas pequeño a la que asiste y debe llegar antes. Durante el trayecto hasta la oficina, donde me deja para seguir camino, hablamos de la propuesta que están elaborando y que deberán suscribir los países participantes al término del encuentro.
Me cuenta que en realidad se trata de una revisión de una propuesta anterior. Me resume algunos de los puntos y cuando está a punto de terminar le pregunto:
- Fisher, que países son los que proporcionan armas a la zona?
- Sonríe en señal de ironía y me responde: No se sabe
- ¿No se sabe? ¿Se tiene idea al menos de la región de donde proveen?
- Bueno…
- ¿Europa? ¿Asia? ¿Estados Unidos?
- Probablemente Europa…
Probablemente se tengan perfectamente identificadas las empresas, pienso…
Cuando llego a la oficina abro el periódico y veo en titulares un tema del que justo me hablaron el pasado fin de semana en Entebbe. Se trata del robo de niños para sacrificarlos en rituales sagrados, una práctica que ha ido en aumento en los últimos tiempos.
De acuerdo a un informe de la policía publicado en el periódico News Vision a principios de año, en 2009 se reportaron 29 casos de sacrificios humanos, un incremento significativo frente a los 3 conocidos en 2007. A esta cifra, hay que sumarle la de 123 personas desaparecidas, la mayoría niños que se sospecha que han sido víctimas de los mismos rituales.
Lo escalofriante del caso no son solo los datos sino la frivolidad de los actos. Pues muchos de estos cuerpos aparecen con las extremidades cortadas. Para intentar frenar esta tendencia el Gobierno creó en febrero una Comisión Investigadora.
Los médicos tradicionales y líderes espirituales culpan a los falsos curanderos de esta atrocidad. Argumentan que ellos no usan cuerpos humanos para apaciguar los espíritus, sino animales. Mientras lo leo, Laura, una de las compañeras en Cecore percibe mi cara de asqueada sorpresa:
- Esto no lo habías visto antes, ¿no?
- No, esto lo asociaba ya solo a civilizaciones antiguas.
Cuesta negar, en ocasiones así, que el hombre sea el más animal de los animales...
Me cuenta que en realidad se trata de una revisión de una propuesta anterior. Me resume algunos de los puntos y cuando está a punto de terminar le pregunto:
- Fisher, que países son los que proporcionan armas a la zona?
- Sonríe en señal de ironía y me responde: No se sabe
- ¿No se sabe? ¿Se tiene idea al menos de la región de donde proveen?
- Bueno…
- ¿Europa? ¿Asia? ¿Estados Unidos?
- Probablemente Europa…
Probablemente se tengan perfectamente identificadas las empresas, pienso…
Cuando llego a la oficina abro el periódico y veo en titulares un tema del que justo me hablaron el pasado fin de semana en Entebbe. Se trata del robo de niños para sacrificarlos en rituales sagrados, una práctica que ha ido en aumento en los últimos tiempos.
De acuerdo a un informe de la policía publicado en el periódico News Vision a principios de año, en 2009 se reportaron 29 casos de sacrificios humanos, un incremento significativo frente a los 3 conocidos en 2007. A esta cifra, hay que sumarle la de 123 personas desaparecidas, la mayoría niños que se sospecha que han sido víctimas de los mismos rituales.
Lo escalofriante del caso no son solo los datos sino la frivolidad de los actos. Pues muchos de estos cuerpos aparecen con las extremidades cortadas. Para intentar frenar esta tendencia el Gobierno creó en febrero una Comisión Investigadora.
Los médicos tradicionales y líderes espirituales culpan a los falsos curanderos de esta atrocidad. Argumentan que ellos no usan cuerpos humanos para apaciguar los espíritus, sino animales. Mientras lo leo, Laura, una de las compañeras en Cecore percibe mi cara de asqueada sorpresa:
- Esto no lo habías visto antes, ¿no?
- No, esto lo asociaba ya solo a civilizaciones antiguas.
Cuesta negar, en ocasiones así, que el hombre sea el más animal de los animales...
lunes, 4 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Sida, la enfermedad de los pobres
Así como los países los hacen en gran parte sus habitantes, los viajes los marcan, ineludiblemente, las personas con las que nos vamos encontrando. Fugaces cómplices con quienes a veces compartimos tan solo unas horas. Una cerveza. O un paseo. Ellos, los otros viajeros con los que establecemos sintonía en tan solo unos segundos, concentran finalmente la esencia de la vida misma. Aquello que nos permite seguir sintiendo pasión por las personas. Y lo que a menudo le da sentido al viajar.
La situación, nada céntrica, del albergue en el que me hospedo hace que muchas de las personas que pasan por aquí compartan una misma búsqueda. Una forma común de querer conocer África, lejos del alboroto de los abarrotados backpackers del centro de la ciudad, sin la urgencia de absorber la vida nocturna de Kampala y con un objetivo distinto a quienes vienen tan solo persiguiendo gorilas. A menudo nos encontramos a última hora del día en la terraza.
Megan, una afgana nacionalizada holandesa, se me acerca justo en ese momento, mientras estaba sumergida en las descriptivas páginas de Javier Reverte. Nos presentamos y nos enzarzamos pronto en una entretenida conversación. Ha estado de voluntaria en una clínica privada de Kumi, una localidad al nordeste de Kampala, donde ha estado tratando enfermos terminales de Sida.
Después de dos meses de compartir el día a día con quienes se asoman a la muerte, sigue sin entender las causas de esta enfermedad, que afecta una gran parte de la población ugandesa:
- Es increíble porque todo el mundo sabe como se contagia el Sida, hay preservativos en todos los establecimientos. Puedes conseguirlos en el baño de cualquier bar. Y sin embargo la gente sigue contagiándose, me cuenta.
- Puede que muchos de ellos sigan viéndolo lejano, sigan pensando que a ellos no puede pasarles, le respondo, pensando en que incluso en la Europa educada no son pocos los que lo viven así.
- No, porque todos tienen gente cercana que han muerto de Sida. Padres, hermanos, tíos. Saben que mata y saben como mata porque lo han visto, me explica.
Actualmente el porcentaje de personas que padece el Sida en Uganda está entre el 5% y el 6%, según el Programa Conjunto de Naciones Unidas sobre esta enfermedad (ONUSIDA). Sin embargo, mucha gente sigue sin querer hacerse las pruebas de detección, por lo que se sospecha que la cifra real supera, de largo, esta cantidad.
En los años 80 la tasa de infecciones era todavía más elevada y llegó a alcanzar más del 30%. Para intentar reducir este porcentaje, el Gobierno ha implementado durante años una política de prevención basada en la abstinencia y la fidelidad. Programas de radio y televisión, además de anuncios en la prensa y charlas en las escuelas han difundido las bonanzas de evitar el sexo.
La política, que también defienden otros gobiernos de la región, ha logrado una disminución sorprendente de las tasas de infección. Y hoy Uganda es un ejemplo en África por haber logrado uno de los porcentajes de reducción de la enfermedad más altos del continente.
No obstante, actualmente, cuando el Gobierno ha incorporado el uso del preservativo a sus políticas de prevención, sigue siendo difícil evitar algunos contagios, en especial de madres a hijos. Y es que para muchas mujeres dar de mamar a los recién nacidos es la única forma de proveerles de alimento. Es también una de las maneras más fáciles de contagiar la enfermedad.
Si a ello le sumamos que los antirretrovirales que se aplican en este continente muchas veces son los que desecha el Primer Mundo, entenderemos porqué el Sida, a pesar estar presente en todo el mundo, se ceba con los pobres. Pues es aquí, en el África Subsahariana donde se concentra el 67% de las personas que viven con el VIH y el 72% de las muertes relacionadas con la enfermedad.
La situación, nada céntrica, del albergue en el que me hospedo hace que muchas de las personas que pasan por aquí compartan una misma búsqueda. Una forma común de querer conocer África, lejos del alboroto de los abarrotados backpackers del centro de la ciudad, sin la urgencia de absorber la vida nocturna de Kampala y con un objetivo distinto a quienes vienen tan solo persiguiendo gorilas. A menudo nos encontramos a última hora del día en la terraza.
Megan, una afgana nacionalizada holandesa, se me acerca justo en ese momento, mientras estaba sumergida en las descriptivas páginas de Javier Reverte. Nos presentamos y nos enzarzamos pronto en una entretenida conversación. Ha estado de voluntaria en una clínica privada de Kumi, una localidad al nordeste de Kampala, donde ha estado tratando enfermos terminales de Sida.
Después de dos meses de compartir el día a día con quienes se asoman a la muerte, sigue sin entender las causas de esta enfermedad, que afecta una gran parte de la población ugandesa:
- Es increíble porque todo el mundo sabe como se contagia el Sida, hay preservativos en todos los establecimientos. Puedes conseguirlos en el baño de cualquier bar. Y sin embargo la gente sigue contagiándose, me cuenta.
- Puede que muchos de ellos sigan viéndolo lejano, sigan pensando que a ellos no puede pasarles, le respondo, pensando en que incluso en la Europa educada no son pocos los que lo viven así.
- No, porque todos tienen gente cercana que han muerto de Sida. Padres, hermanos, tíos. Saben que mata y saben como mata porque lo han visto, me explica.
Actualmente el porcentaje de personas que padece el Sida en Uganda está entre el 5% y el 6%, según el Programa Conjunto de Naciones Unidas sobre esta enfermedad (ONUSIDA). Sin embargo, mucha gente sigue sin querer hacerse las pruebas de detección, por lo que se sospecha que la cifra real supera, de largo, esta cantidad.
En los años 80 la tasa de infecciones era todavía más elevada y llegó a alcanzar más del 30%. Para intentar reducir este porcentaje, el Gobierno ha implementado durante años una política de prevención basada en la abstinencia y la fidelidad. Programas de radio y televisión, además de anuncios en la prensa y charlas en las escuelas han difundido las bonanzas de evitar el sexo.
La política, que también defienden otros gobiernos de la región, ha logrado una disminución sorprendente de las tasas de infección. Y hoy Uganda es un ejemplo en África por haber logrado uno de los porcentajes de reducción de la enfermedad más altos del continente.
No obstante, actualmente, cuando el Gobierno ha incorporado el uso del preservativo a sus políticas de prevención, sigue siendo difícil evitar algunos contagios, en especial de madres a hijos. Y es que para muchas mujeres dar de mamar a los recién nacidos es la única forma de proveerles de alimento. Es también una de las maneras más fáciles de contagiar la enfermedad.
Si a ello le sumamos que los antirretrovirales que se aplican en este continente muchas veces son los que desecha el Primer Mundo, entenderemos porqué el Sida, a pesar estar presente en todo el mundo, se ceba con los pobres. Pues es aquí, en el África Subsahariana donde se concentra el 67% de las personas que viven con el VIH y el 72% de las muertes relacionadas con la enfermedad.
domingo, 3 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Cánticos de domingo
Los mejores momentos de este país van vinculados al nacimiento y la muerte. A última hora del día el ocaso llega siempre custodiado por los cánticos de una mezquita cercana al albergue, donde se mezclan -en una perfecta sintonía- el desvanecer del sol con las melodías árabes. Por las mañanas el reflejo de los primeros rayos de luz en el jardín convierte el amanecer en un momento casi místico. El despertar de África no se parece a ningún otro.
Los domingos se unen luz y sonoridad desde primera hora de la mañana. Despierto en Malayaka House, desde donde se escucha muy pronto la música de algunas iglesias católicas en la cercanía. Tierra de tambores, Uganda reza a través de los bailes y los cantos. Me despierto pronto, tal y como quedamos con Olga, otra voluntaria del orfanato. El paseo de ayer hasta el Lago Victoria nos dejó ganas de repetir hoy. Cambiamos, sin embargo, el itinerario.
Durante el trayecto raramente cesan los cánticos. Atravesamos varios poblados, dejamos la carretera y entramos en un camino sin asfaltar. Rodeadas de plátanos, la fruta que ilustra todos los rincones de Uganda, observamos la elegancia femenina, hoy llevada a su máximo. Es domingo y los ugandeses, como nosotros, sacan ese día sus mejores ropas. Abundan los vestidos largos con anchos cinturones y colores vivos. Salpica el contraste de la piel oscura ante los ojos. Vibran los poblados de música y color.
Iglesias de ladrillo, de barro, de paja. No importan los materiales. La religiosidad impregna el ambiente. Muchos de esos centros están señalados con un cartel en el que se indican los horarios en que hay funciones de gospel. Recuerdo la primera vez que asistí a una de estas misas, en la iglesia de Times Square (NY). Un recuerdo repleto de emotividad.
De regreso a Kampala, por la tarde, me monto delante del matatu, lo que me convierte en objeto de miradas durante todo el trayecto hasta la capital. Aprovecho el amplio campo de visibilidad, normalmente segado por las cabezas de otros viajeros, para gozar del paisaje. Viajo en un estado de sosiego, que me tiene algo adormecida. Mirando sin mucho esfuerzo. Serena. Disfrutando de esa nueva labor que consiste simplemente en dejarse impregnar de imágenes y olores.
Los domingos se unen luz y sonoridad desde primera hora de la mañana. Despierto en Malayaka House, desde donde se escucha muy pronto la música de algunas iglesias católicas en la cercanía. Tierra de tambores, Uganda reza a través de los bailes y los cantos. Me despierto pronto, tal y como quedamos con Olga, otra voluntaria del orfanato. El paseo de ayer hasta el Lago Victoria nos dejó ganas de repetir hoy. Cambiamos, sin embargo, el itinerario.
Durante el trayecto raramente cesan los cánticos. Atravesamos varios poblados, dejamos la carretera y entramos en un camino sin asfaltar. Rodeadas de plátanos, la fruta que ilustra todos los rincones de Uganda, observamos la elegancia femenina, hoy llevada a su máximo. Es domingo y los ugandeses, como nosotros, sacan ese día sus mejores ropas. Abundan los vestidos largos con anchos cinturones y colores vivos. Salpica el contraste de la piel oscura ante los ojos. Vibran los poblados de música y color.
Iglesias de ladrillo, de barro, de paja. No importan los materiales. La religiosidad impregna el ambiente. Muchos de esos centros están señalados con un cartel en el que se indican los horarios en que hay funciones de gospel. Recuerdo la primera vez que asistí a una de estas misas, en la iglesia de Times Square (NY). Un recuerdo repleto de emotividad.
De regreso a Kampala, por la tarde, me monto delante del matatu, lo que me convierte en objeto de miradas durante todo el trayecto hasta la capital. Aprovecho el amplio campo de visibilidad, normalmente segado por las cabezas de otros viajeros, para gozar del paisaje. Viajo en un estado de sosiego, que me tiene algo adormecida. Mirando sin mucho esfuerzo. Serena. Disfrutando de esa nueva labor que consiste simplemente en dejarse impregnar de imágenes y olores.
sábado, 2 de octubre de 2010
Diario de Uganda: África, tan altruista, tan atroz
Anoche poco después de cenar se fue la luz del albergue. No es algo común en este alojamiento pero sí en África, donde no solo son frecuentes los cortes de luz sino también de agua. Y es que Uganda es un país intenso, en ningun caso un país cómodo. La pobreza raramente es placentera.
Disponer de agua caliente es un lujo reservado muchas veces a los exploradores de tierras ajenas que pueden permitirse cobijarse bajo un techo firme, trasladarse en matatu supone una aventura para quienes viven sin tiempo, la amenaza de la malaria te obliga a dormir envuelto en una mosquitera, sacar dinero puede convertirse en el reto de toda una mañana y compartir televisión con las lagartijas puede no gustarle a todo el mundo.
Lo medito en uno de esos momentos de infinita paciencia en el que permanezco sentada sin movimiento en el minibús que me lleva a Entebbe. La prolongada quietud motiva la conversación con mi vecino, un ugandés de unos 50 años que enseña ingeniería en la universidad Mbarara, la segunda pública en importancia del país.
Inicialmente reservado, como es costumbre de muchos locales, Mutronie me cuenta que vive en una residencia que hay de camino a Entebbe. “Solía venir en coche pero desde que se ha disparado el precio de la gasolina opto por el matatu”, me cuenta. La falta de combustible ocasiona habituales interrupciones de suministro eléctrico en el país. Para afrontar el problema, el Gobierno ha anunciado que en las próximas semanas algunos días habrá cortes de energía entre las 6 de la tarde y las 8 de la mañana.
Nos pasamos el viaje conversando. Mutronie me habla de la universidad, de su casa, de la situación en Uganda, de la pobreza… Hasta que le pregunto por Ruanda y el genocidio. Dos palabras que desde 1994 y durante años, serán imposibles de disociar. Intento acercarme al tema aquí, en este país vecino, donde el episodio no ha asumido la categoría de tabú que ha alcanzado en Ruanda.
“Fue algo completamente irracional y difícil de asumir”, me cuenta. Las matanzas de tutsis, que empezaron inmediatamente después del asesinato del presidente hutu Juvénal Habyarimana el 6 de abril de ese año, provocaron que algunos cuerpos mutilados llegaran hasta Entebbe, me explica Mutronie. “La corriente del río Kagera los arrastró hasta el Lago Victoria”, agrega.
Tenía claro que el genocidio ruandés había sido uno de los episodios más crueles de la historia reciente. Hoy, cuando estoy a punto de terminar el libro del periodista Jean Hatzfeld “Una temporada de machetes”, todavía es más firme esta creencia. También, lo es –sin embargo- mi comprensión de esa atrocidad, que causó la muerte de 800.000 personas en un país de menos de 9 millones de habitantes.
Matar, la nueva tarea encomendada a los hutus tras el derrocamiento de Habyarimana, les supuso unos bienes a los que muchos no podían acceder antes. La televisión y la radio alentaron el genocidio. La posibilidad de saquear las casas de los muertos y obtener mucho más de lo que la tierra les proveía hasta entonces los encendieron todavía más.
Lo cuenta Jean-Baptiste, uno de los asesinos de la comarca de Nyamata, citado en el libro: “Nadie iba ya a la tierra. Para qué íbamos a andar cavando si ahora cosechábamos sin trabajar y comíamos sin tener que cultivar nada”.
Leópord, otro de los entrevistados, es todavía más explícito en sus declaraciones: “Matar dejaba menos molido que trabajar en el campo […] El trabajo del día no era tan largo como el del campo. Volvíamos a las tres de la tarde, para que quedase tiempo para el saqueo”. Y agrega con frivolidad: “Por la noche dormíamos con tranquilidad, sin preocuparnos ya por la sequía”.
Mutronie se baja cerca de Entebbe. Yo sigo hasta alcanzar la ciudad. Por la noche antes de dormirme recuerdo la conversación. Medito sobre lo hablado. E intento asumir que muy cerca de aquí la misma tierra de la que hoy brotan ríos de agua roja cuando llueve, hace unos años lloraba sangre. África, tan altruista, tan atroz.
Disponer de agua caliente es un lujo reservado muchas veces a los exploradores de tierras ajenas que pueden permitirse cobijarse bajo un techo firme, trasladarse en matatu supone una aventura para quienes viven sin tiempo, la amenaza de la malaria te obliga a dormir envuelto en una mosquitera, sacar dinero puede convertirse en el reto de toda una mañana y compartir televisión con las lagartijas puede no gustarle a todo el mundo.
Lo medito en uno de esos momentos de infinita paciencia en el que permanezco sentada sin movimiento en el minibús que me lleva a Entebbe. La prolongada quietud motiva la conversación con mi vecino, un ugandés de unos 50 años que enseña ingeniería en la universidad Mbarara, la segunda pública en importancia del país.
Inicialmente reservado, como es costumbre de muchos locales, Mutronie me cuenta que vive en una residencia que hay de camino a Entebbe. “Solía venir en coche pero desde que se ha disparado el precio de la gasolina opto por el matatu”, me cuenta. La falta de combustible ocasiona habituales interrupciones de suministro eléctrico en el país. Para afrontar el problema, el Gobierno ha anunciado que en las próximas semanas algunos días habrá cortes de energía entre las 6 de la tarde y las 8 de la mañana.
Nos pasamos el viaje conversando. Mutronie me habla de la universidad, de su casa, de la situación en Uganda, de la pobreza… Hasta que le pregunto por Ruanda y el genocidio. Dos palabras que desde 1994 y durante años, serán imposibles de disociar. Intento acercarme al tema aquí, en este país vecino, donde el episodio no ha asumido la categoría de tabú que ha alcanzado en Ruanda.
“Fue algo completamente irracional y difícil de asumir”, me cuenta. Las matanzas de tutsis, que empezaron inmediatamente después del asesinato del presidente hutu Juvénal Habyarimana el 6 de abril de ese año, provocaron que algunos cuerpos mutilados llegaran hasta Entebbe, me explica Mutronie. “La corriente del río Kagera los arrastró hasta el Lago Victoria”, agrega.
Tenía claro que el genocidio ruandés había sido uno de los episodios más crueles de la historia reciente. Hoy, cuando estoy a punto de terminar el libro del periodista Jean Hatzfeld “Una temporada de machetes”, todavía es más firme esta creencia. También, lo es –sin embargo- mi comprensión de esa atrocidad, que causó la muerte de 800.000 personas en un país de menos de 9 millones de habitantes.
Matar, la nueva tarea encomendada a los hutus tras el derrocamiento de Habyarimana, les supuso unos bienes a los que muchos no podían acceder antes. La televisión y la radio alentaron el genocidio. La posibilidad de saquear las casas de los muertos y obtener mucho más de lo que la tierra les proveía hasta entonces los encendieron todavía más.
Lo cuenta Jean-Baptiste, uno de los asesinos de la comarca de Nyamata, citado en el libro: “Nadie iba ya a la tierra. Para qué íbamos a andar cavando si ahora cosechábamos sin trabajar y comíamos sin tener que cultivar nada”.
Leópord, otro de los entrevistados, es todavía más explícito en sus declaraciones: “Matar dejaba menos molido que trabajar en el campo […] El trabajo del día no era tan largo como el del campo. Volvíamos a las tres de la tarde, para que quedase tiempo para el saqueo”. Y agrega con frivolidad: “Por la noche dormíamos con tranquilidad, sin preocuparnos ya por la sequía”.
Mutronie se baja cerca de Entebbe. Yo sigo hasta alcanzar la ciudad. Por la noche antes de dormirme recuerdo la conversación. Medito sobre lo hablado. E intento asumir que muy cerca de aquí la misma tierra de la que hoy brotan ríos de agua roja cuando llueve, hace unos años lloraba sangre. África, tan altruista, tan atroz.
viernes, 1 de octubre de 2010
Diario de Uganda: Otros tiempos, otra vida
Rebecca me ha despertado esta mañana a las 5.30, una hora antes de lo que le pedí anoche, poco antes de acostarme. No era muy consciente de la hora que era cuando ha entrado en la habitación. Al abrir los ojos, sin embargo, supe que era muy pronto. Ni siquiera habían asomado los primeros rayos de luz del día. Miré el reloj y me di cuenta de que faltaba una hora para levantarme. Me tumbé y seguí durmiendo.
Rebecca es una de las chicas ugandesas que trabajan en el albergue. Todavía no he comprado un despertador, así que me levanta ella cada día sobre las 7. A menudo, cuando llega, estoy ya en pie. El amanecer tiene tanta fuerza aquí que casi siempre me despierto con las primeras luces del día.
Cuando bajo a desayunar me la encuentro en la cocina. Me mira y se ríe, pidiéndome disculpas:
- Àngels, creo que te he despertado una hora antes.
- Sí, pero no pasa nada. He seguido durmiendo hasta ahora.
En África el concepto del tiempo tiene poco qué ver con el de Europa. Los autobuses acostumbran a salir con retraso, casi nadie llega a la hora a la oficina, la puntualidad en las reuniones suele ser inexistente. Un europeo debe cambiar, aquí, su idea de productividad. Las cosas suceden pero suceden de otra forma, marcadas por otros ritmos.
“Quien no se acostumbra a ello no puede vivir aquí”, me explica Sanders, el propietario del albergue donde estoy alojada. Es holandés pero vive en el país desde que hace tres años decidieron con su esposa ugandesa poner en marcha una escuela. Increíblemente amable, sin exceder ese punto que puede convertirle a uno en demasiado servicial, Sanders transmite una calma que encaja perfectamente con el entorno. Me dice después de una larga conversación:
- “Si desesperas, si no aprendes a esperar, puedes perderte todo lo que pasa en este país, la esencia de Uganda”.
Pienso que tiene razón. Pues las mejoras cosas no suceden aquí durante las reuniones, en la oficina, entre las comidas, las charlas con los amigos que se van adquiriendo o leyendo los editoriales del New Vision, el periódico más leído del país. Lo mejor de Uganda está en sus calles, en los imponentes paisajes, en la gente que simplemente deja pasar el día sentada en una silla frente al portal de su casa, en la mirada de los niños, en la fuerza de los rostros femeninos.
Por eso aquí hay que venir sin prisa, casi sin objetivos. Dispuesto solo a mirar, a absorber. En una época de serenidad en que no necesites demostrar nada para saber quien eres. Sino consciente de que somos por el mero hecho de existir y aprender. Asumiendo que África te dará mucho más de lo que tu puedas dejarle a tu ida. Preparado para vivir sin tiempo.
Entendí que muchos ugandeses viven sin reloj desde el primer día que pisé Kampala, cuando John me dejó en la puerta de Cecore y le pedí que me recogiera a las 4pm. Me despedí de él y me fui a tomar café en un restaurante de enfrente. De repente al levantar la mirada me lo encontré allí sentado:
- Àngels, llámame a las 4 menos 20 para que venga a recogerte.
- ¿Porqué? Si seguro que a las 4 estoy lista.
- Pero llámame a las 4 menos 20.
- Ok
Lo llamé a las 4 y 15 porque me retrasé más de lo previsto en la oficina.
- ¿John, me puedes recoger a las 5 por favor?
- Ok, pero llámame a las 5 menos 20.
- No, John, ven a las 5, que cierra la oficina y tendré que regresar al albergue, por favor.
- Ok, pero llámame a las 5 menos 20.
Como vi que no nos íbamos a entender le dije que ok, colgué y le llamé a la hora que me había pedido. Luego entendí que esos 20 minutos era el tiempo que tardaba en salir de su casa y llegar hasta el centro de la ciudad. Asumí que su vida no la regían los minutos. Y supe que el valor del tiempo, como el de la vida, también aquí es diferente.
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